7.
LAS EXPERIENCIAS COMO FACTORES ACTUALIZADORES Y CONFIGURADORES DE LA
PERSONALIDAD
Consideraciones
previas
Vamos a entrar ahora en el estudio de los mecanismos de
nuestro psiquismo profundo, que consideraremos desde diversas
perspectivas en este y en los cinco próximos capítulos. Su interés
es extraordinario para llegar a conseguir una mejor comprensión de
nuestra propia conducta y de la de los demás. De tal modo, que, sin
estos conocimientos, puede decirse que siempre permanecerán en un
plano superficial y sin verdadera operatividad cuantos estudios se
emprendan sobre Psicología social, pedagógica, religiosa,
industrial, relaciones humanas, formación de mandos, motivaciones
del consumidor y demás materias en las que intervenga de un modo
activo el factor humano.
En los capítulos anteriores hemos visto algunos
factores determinantes de la conducta: los impulsos básicos, la
estructura y el funcionamiento fisiológico, la importancia en
general de la afectividad -reservándonos para sucesivos capítulos
el estudio con mayor detalle de este factor-, las funciones de la
mente y la influencia del medio ambiente.
El orden que vamos siguiendo en la
exposición de la estructura y dinámica de la
personalidad, corresponde, poco más o menos, al mismo orden con que
debe ser enfocado el estudio concreto de una persona determinada y es
el mismo orden que sigue en su formación o estructuración: primero,
los impulsos básicos; segundo, lo biológico general -necesidades
primarias-; tercero, lo biológico particular -constitución,
temperamento, estado de salud y edad-; cuarto, vida afectiva; quinto,
nivel racional, y por último, mundo exterior. Aunque todos estos
factores se entremezclan entre sí constantemente, cabe mantener el
orden que hemos establecido tanto para mayor facilidad didáctica
como por el hecho de responder a una real prioridad jerárquica, en
tanto que factores determinantes de la conducta en general.
Ahora, es preciso estudiar esta misma personalidad
concreta desde un punto de vista de profundidad, desde el ángulo de
la dinámica de nuestro psiquismo profundo, esta zona de donde surgen
todas las energías que animan los cuatro niveles elementales de la
personalidad y a donde van a converger los impulsos, sentimientos,
emociones y representaciones mentales cuando, por alguna de las
razones que explicaremos en su lugar,
desaparecen del sector consciente de nuestro psiquismo. Y es desde
esta misma zona profunda e inconsciente que todos estos factores,
indisolublemente unidos entre sí, actúan en nuestro psiquismo
consciente influyendo, en una medida insospechada, tanto en nuestros
estados de ánimo como en nuestra conducta.
Varios
enfoques del estudio de la personalidad
El hombre puede ser considerado simultáneamente como:
- La suma de experiencias acumuladas durante toda la
vida.
- Un sistema complejo de energías eminentemente
dinámicas.
- Un conjunto, más o menos organizado, de
representaciones mentales.
Vamos a tratar sucesivamente con cierto detalle de cada
uno de estos puntos, con sus consecuencias y aplicaciones.
El
hombre como suma de experiencias
Toda nuestra vida es, de hecho, una suma de
experiencias.
¿Y qué se ha de entender por experiencia? Cada cosa
nueva que vivimos es una experiencia. Cada nueva percepción, cada
nueva reacción, de cualquier orden que sean, son experiencias. Todo
acto consciente, interno o externo, es una experiencia. Por lo tanto,
toda nuestra vida es una sucesión constante de experiencias.
Cada experiencia produce en nosotros unos cambios,
grandes o pequeños, para el caso es igual, que
nos modifican o condicionan para experiencias futuras. Y también,
cada experiencia la vivimos de acuerdo con nuestras experiencias
pasadas, según los condicionamientos producidos anteriormente. Por
consiguiente, lo que somos ahora es el resultado exacto de todas las
experiencias acumuladas durante nuestra vida.
Análisis
de una experiencia
Sentado esto, observemos ahora con más detalle qué
elementos contiene toda experiencia. Tomemos un
ejemplo sencillo para
que el análisis sea más fácil y concreto. Un niño va por la
calle, a la escuela, y se acerca un señor para preguntarle dónde
está tal calle. ¿Qué ocurre dentro del niño en este momento?
Probablemente esto: al ver acercarse a un desconocido, el niño tiene
una sensación de alarma; mirará a aquel individuo como un ser
grande y fuerte; y se sentirá a sí mismo encogido, como poca cosa.
Todo esto prescindiendo de la verdadera intención del adulto, que el
niño no conoce. El hecho es que en aquel
momento, el niño vive una simple experiencia en la que hay
implícitos los siguientes elementos:
a) Un modo de sentirse a sí mismo.
b) Un modo de percibir y valorar lo exterior, el no-yo,
el mundo.
c) Un modo de reacción, de relación, de contacto.
El modo de sentirse a sí mismo es el de alarma. La
valoración del no-yo, es la de «hombre adulto, que viene hacia mí
como posible amenaza de algún mal». La relación que se establece
entre estas dos percepciones es la de rechazo. Después posiblemente
el hombre sonreirá, el niño recapacitará, etcétera, y serán a su
vez nuevas experiencias que modificarán la primera en un sentido u
otro; pero lo que nos interesaba ver claramente era el contenido de
una experiencia
simple.
Cada experiencia, pues, es una resonancia interior de
tono agradable o desagradable con su correspondiente reacción de
atracción o de rechazo, y en
cuyos extremos se sitúan por un lado la conciencia de sí mismo y
por el otro lado su conciencia del mundo.
En el ejemplo indicado, en aquel
momento se vive a sí
mismo como miedo. Después, pasará a otra experiencia y se sentirá
de otra manera, pero mientras lo está viviendo se identifica con lo
que siente, como si él mismo fuera miedo. Por otro lado, vemos que
en esta experiencia ve el mundo
y le da un valor: peligro, amenaza. La experiencia tiene en un
extremo una vivencia de sí mismo, miedo;
en el otro extremo un modo de percibir, conocer y
valorar al mundo, amenaza.
Y en el medio, entre estos dos polos, surge el
factor de la reacción, la respuesta interior ante la situación: el
niño tiende a huir, a encogerse, a alejar el obstáculo, actitud de
rechazo.
Clases
de experiencias
Si la vida es una sucesión de experiencias, eso quiere
decir que constantemente se están produciendo en el hombre:
a) modos de vivenciarse a sí mismo
b) modos de percibir y valorar lo externo a sí mismo,
lo otro, el mundo, y
c) modos de reacción, actitudes, estilos de relación,
conductas.
Si la experiencia es positiva,
el niño se vivirá a sí mismo como algo agradable y de valor;
apreciará el mundo como algo que está a su
favor, como algo bueno y deseable, y reaccionará
interiormente con una actitud de colaboración, de sintonía, de
contacto.
Es completamente normal que en la vida todos acumulemos
experiencias de ambas clases: positivas y negativas. Pero lo
importante es el hecho de que, en conjunto, cada
uno de nosotros tendrá una conciencia de sí
mismo exactamente igual a
la suma de experiencias de sí
mismo que haya ido viviendo, y ésta será la única noción que
podrá tener de sí mismo. Paralelamente, tendremos la noción
del mundo exactamente de
acuerdo con la suma de los modos de percibirlo que hayamos tenido a
lo largo de toda la vida, y éste será el único modo posible para
nosotros de conocerlo y valorarlo hasta este momento dado. Y,
finalmente, tenderemos a actuar y nos
sentiremos interiormente en
disposición de actuar exactamente según la suma de todas nuestras
reacciones hasta este momento.
Si en el transcurso de nuestra vida hubiéramos
acumulado tan sólo experiencias positivas, nuestra actitud hacia el
mundo sería plenamente constructiva, armónica, sólida y profunda.
Si las experiencias fueran todas negativas, sería todo lo contrario.
Como que, en realidad, nadie tiene experiencias sólo positivas o
negativas, resulta que todos somos una combinación de vivencias de
ambas clases, si bien puede existir un predominio de unas o de las
otras.
Las experiencias de una clase tienden a repetirse más
en relación con ciertas personas, cosas o situaciones que con otras,
por lo que tenderán a acumularse respecto a ciertos aspectos de la
vida que guardan semejanza entre sí. Por ejemplo, el niño que de
pequeño choca y no se amolda a la disciplina del padre, después
tendrá probablemente dificultades en la escuela con los maestros y
con los superiores en el trabajo. El muchacho que
tiene buenas experiencias con los amigos en la escuela, las tendrá
igualmente después con los compañeros de estudio o
de trabajo, en tertulias, etc. Se forman series
de experiencias positivas que hacen que la persona en determinadas
ocasiones se viva siempre a sí misma de un modo positivo y en otras
situaciones siempre de un modo negativo, porque se ha adiestrado así,
a través de las experiencias acumuladas en aquel sentido.
La resultante dependerá siempre de los factores que
estén dentro: cuantas más experiencias negativas tenga la persona,
más estados negativos y mayor dificultad de contacto, y cuantas más
experiencias positivas mayor capacidad de vivirse de un modo positivo
y mayor capacidad de contacto armónico con el mundo. Y al decir aquí
«más», nos referimos no sólo al número sino a la intensidad y,
principalmente, a la profundidad de tales experiencias.
Entre las experiencias negativas figuran, formando por
sí solas un conjunto de condicionamientos de excepcional
importancia, las represiones de impulsos básicos o inhibiciones de
nuestra espontaneidad.
Las
experiencias profundas
De entre las innumerables experiencias que hemos ido
acumulando a través de los años, hay algunas que destacan de todas
las demás por el hecho de haberse vivido uno a sí mismo en ellas de
un modo más profundo, sin que se sepa exactamente por qué se han
vivido así. Parece como si en determinados momentos de nuestra vida
se abriera una nueva capacidad de percepción que permite una
resonancia interior mucho más profunda de ciertas experiencias. Esta
mayor profundidad de las experiencias no puede atribuirse
precisamente al hecho de que sean siempre situaciones muy
importantes, dramáticas o alegres, ya que a menudo se refieren a
hechos baladíes, sin ninguna importancia especial por sí mismos.
Por ejemplo, una señorita nos explicaba que cuando tenía unos siete
años mientras estaba un día en la fuente donde muy a menudo iba a
buscar agua, sintió de repente algo más profundo dentro de sí
misma, mientras se repetía con cierto asombro «pero si soy
yo, yo, que estoy ahora aquí en la fuente
llenando el cántaro de agua», y esto lo había recordado siempre
como uno de los momentos solemnes de su vida. Precisamente estos
momentos son los que se recuerdan mejor porque quedan grabados de
forma más acentuada. Uno se siente más a sí mismo que en las otras
experiencias y tiende a apoyarse en ello, ya que la persona lo
registra como lo más importante, lo más real, por sentirse a sí
misma con más realidad, con más profundidad y con más fuerza que
en ningún otro momento.
El hecho importante reside no sólo en que el sujeto se
siente vivir más a sí mismo que en otros momentos, sino en que esta
vivencia profunda quede estrechamente asociada a la situación
concreta que en aquel momento se está desarrollando. Si por ejemplo,
está mirando un desfile militar y en el momento en que están
pasando los soldados, y suena la música, se da cuenta con una mayor
realidad de que es él quien está mirando, tiene una vivencia
profunda de sí mismo y esta vivencia queda grabada en él
conjuntamente con la música, el desfile, el gentío, el aire libre,
etc., es decir, con toda la situación.
Resultado de todo esto: esta vivencia profunda tendrá
para dicha persona más importancia que las demás experiencias,
tenderá a vivir aquello preferentemente, tendrá tendencia a buscar
la misma cosa con el fin de sentir de nuevo lo mismo, nacerá en ella
una afición a los desfiles o a todo lo que sean manifestaciones al
aire libre, fiestas populares, de música, etc., es decir, algo que
de un modo u otro le evoque aquella situación para ver si siente lo
mismo o algo similar. Quedará sujeta a aquella clase de situaciones
concretas sin darse cuenta exactamente del por qué, de un modo
automático, inconsciente, ya que las personas raramente se dan
cuenta con detalle de sus propios procesos psíquicos, y es probable
que de la primera experiencia la, persona sólo recuerde que aquel
desfile «le llamó mucho la atención», «le gustó de un modo muy
especial», etc., y solamente si se esfuerza de modo deliberado en
recordar con precisión, conseguirá aislar el momento de la vivencia
profunda.
Esto está muy bien, pero lo trágico del caso es que,
por ex-o traño que parezca, si una persona tiene experiencias
profundas de sí misma en momentos en que ocurren cosas
desagradables, quedará tan sujeta a ellas como en el caso de
experiencias positivas. Si, por ejemplo, un muchacho tiene esta
conciencia más profunda de sí mismo en el momento en que su padre
le está riñendo, esta vivencia de realidad quedará estrechamente
asociada a la situación de violencia, y el muchacho, sin darse
cuenta exactamente de la razón, se sentirá obligado posteriormente
a provocar situaciones semejantes
una y otra vez, con el objeto de vivenciar otra vez aquel estado
profundo de sí mismo, que es lo más importante, a pesar de que las
situaciones que se sienta impulsado a provocar sean desagradables. La
fuerza de la experiencia profunda es mucho más fuerte que lo
desagradable del miedo o de la vergüenza y atraerá
inconscientemente al muchacho a repetir situaciones culpables para
que tengan que reñirle, de modo que, aunque lo pase mal en la
superficie, vivirá una experiencia profundamente positiva. El mal
precisamente reside en esto: en que asocia una situación negativa,
que puede ser una conducta antisocial e incluso pequeños actos
delictivos, con algo realmente positivo. El individuo «positiviza»
rasgos negativos y actitudes o situaciones que después muy
probablemente le causarán definidos perjuicios. Conocemos el caso de
un industrial que de niño, tuvo frecuentes experiencias profundas en
los momentos que esperaba que su padre descubriera su última
«fechoría» y empezaran las amenazas y castigos. Hoy día, a pesar
de ser una persona sumamente práctica e inteligente y de ver las
cosas con claridad, se encuentra constantemente en situaciones
apuradas por pasar los límites prudenciales en sus operaciones,
debido a esta compulsión inconsciente que en los momentos en que no
controla con sus cinco sentidos todas sus reacciones le hace
comprometerse imprudentemente en sus transacciones.
Mientras la persona está en una actitud perfectamente
despierta y atenta reacciona de acuerdo con lo que la experiencia y
el sentido común aconsejan, pero en el momento en que su atención,
su actitud vigilante disminuye, entonces surgen sin pensarlo
reacciones aparentemente absurdas que a veces llegan a esterilizar un
largo período de trabajo laborioso. La persona se encuentra que algo
dentro de ella va contra sus deseos y esfuerzos
conscientes y, como es natural, no tiene la menor idea de lo que se
trata, puesto que son tendencias totalmente por debajo del umbral de
la conciencia habitual. Se explican así los casos de personas que
repetidamente se han esforzado en conseguir determinado cargo o
posición y que en el preciso momento en que estaban a punto de
conseguirlo ocurre algo dentro de ellos -una enfermedad, un brusco
cambio de opinión, una inexplicable angustia, etc. - que les obliga
a abandonar la partida. Esta es la explicación de la mayor parte de
conductas contradictorias, debido a las cuales, muchas personas van
de fracaso en fracaso o no llegan nunca a alcanzar la posición que
realmente les corresponde por sus cualidades positivas.
Uno se encontrará con que no puede tener amigos porque
al cabo de un tiempo le traicionan; otro, a quien los superiores al
principio siempre le alaban para acabar después rechazándolo; a
otra persona le ocurrirá que las figuras femeninas que han
intervenido en su vida han querido dominarle, etc. Son hechos que se
repiten a lo largo de la vida de cada uno, como si fueran notas
dominantes de la propia historia. Si una persona ha vivido
intensamente situaciones de fracaso, inconscientemente se sentirá
compulsada a provocar un nuevo fracaso en su vida aunque
conscientemente se esté esforzando en triunfar. Si en el momento de,
una fuerte discusión alguien se ha sentido a sí mismo con más
fuerza y realidad, tendrá una tendencia automática a provocar
discusiones sin el menor motivo, etc.
Cada persona busca imperiosamente la vivencia profunda
de sí mismo y para ello tiende a reproducir las situaciones
concretas que para ella tienen más significación, más importancia.
¿Por qué van tantas personas al cine a ver películas «de miedo»,
a pesar de que el miedo es algo bien desagradable? Se sienten
fuertemente inclinadas a asistir a tal espectáculo, porque un día,
viviendo una situación de miedo, sintieron una resonancia de sí
mismas más profunda, y por este motivo, el miedo ha adquirido un
carácter evocador de algo profundamente positivo, a pesar de ser por
sí mismo, negativo. Las personas que van a ver las películas de
miedo no buscan directamente el miedo, sino lo que hay detrás de él:
la conciencia del yo
que tiene miedo. Lo mismo ocurre con las
películas sentimentales, los dramas, etcétera.
Las experiencias que llevan asociadas una resonancia
profunda pero que son positivas no llaman tanto la atención. Se
considera,; por ejemplo, la afición deportiva -nos referimos al
verdadero placer por el ejercicio personal de un deporte- tan normal
que no parece requerir otras explicaciones. Quizás el mismo sujeto
afirmará que practica el deporte porque es bueno para la salud,
porque le permite mantenerse en forma, etc., cuando el verdadero
motivo, en el caso del auténtico aficionado, es que al practicar
aquella actividad física, en un momento dado, sintió algo más
profundo de sí mismo y este algo es precisamente lo que le ha hecho
valorar el ejercicio.
Cómo
identificar los condicionamientos de estas experiencias
Se comprende de inmediato el interés
que tiene para toda persona que desee comprenderse un poco más a sí
misma al objeto de aprovechar mejor sus capacidades, discernir
claramente cuáles son los condicionamientos
que están funcionando en su interior afectando, en conjunto, a su
vida. Sólo mediante este conocimiento podrá separar los
condicionamientos positivos de los negativos para
utilizar más conscientemente los primeros y contrarrestar o disolver
los segundos.
Una de las maneras de poder identificar estas
experiencias profundas es la siguiente:
1.° Se traza un resumen autobiográfico en el que se
han de anotar con rigurosa objetividad los hechos
principales que han sucedido desde los 14 ó 15
años hasta la época actual, divididos en grupos de 5 años. Hay que
limitarse a la simple exposición de los hechos, sin querer juzgar,
interpretar o valorar nada.
2.° Se escriben después los recuerdos que se conservan
de la infancia. Especialmente los que se refieren a los primeros
años, conviene anotarlos con todo detalle aunque sean escenas
sueltas y sin sentido. Aquí es necesario que se anoten los estados
subjetivos correspondientes a las experiencias recordadas.
3.° A la vista de cada uno de los recuerdos de la
infancia se repasa la primera lista y con toda seguridad se
encontrarán varios hechos de la vida de adulto
que se repiten en varios grupos y que vienen a ser como un duplicado
de cada experiencia infantil,
especialmente en su aspecto subjetivo: estado de ánimo, sensaciones,
afectos, etc. La simple comparación de los hechos, de infancia y de
adulto, hecha con calma e interés, hará resaltar inmediatamente una
serie de situaciones que se han repetido una y otra vez conservando
siempre el mismo fondo.
4.° Hay que tener en cuenta si en determinada época de
la vida se han tenido experiencias de un orden completamente nuevo y
profundo, que hayan producido cambios fundamentales en la propia
vida, porque entonces habrá una serie de hechos posteriores que
tendrán por base estas experiencias y no las de la infancia. Es
frecuente que estas nuevas experiencias ocurran a los 16-17 años o a
los 26-28, pero eventualmente pueden también presentarse en
cualquier edad.
Si queremos resumir y completar cuanto llevamos dicho
sobre el tema de las experiencias, añadiremos lo siguiente:
Toda nuestra vida psíquica está constituida por una
serie ininterrumpida de experiencias.
Cada experiencia viene a ser un aprendizaje que
condiciona nuestras futuras respuestas, ya que tendemos en general a
reaccionar del mismo modo ante situaciones semejantes por ahorro de
energía y de esfuerzo.
A través de las experiencias vamos edificando nuestro
psiquismo, tanto en lo que se refiere al conocimiento de nosotros
mismos y al de lo
exterior, como en las actitudes y conducta, ya
que en cada experiencia están contenidos los siguientes elementos:
a) un modo de vivenciarse a sí mismo, esto es, un modo
de sentirse y conocerse;
b) un modo de percibir y valorar lo exterior, el no-yo,
el mundo, y
c) un modo de reacción, actitud, relación, contacto.
Las experiencias pueden ser positivas
o negativas. Las
positivas son aquellas que tienden a afirmar los valores reales del
individuo y del ambiente, y a promover su
expresión; la resonancia subjetiva de estas
experiencias siempre es agradable. Las experiencias negativas, por el
contrario, son las que tienden a negar la realidad de aquellos
valores o a dificultar su expresión.
Todos los estados
negativos que siente una persona -miedo, ansiedad, depresión,
desconfianza, apatía, etc. - si no son
debidos a causas orgánicas,
o a una causa exterior bien definida, son resultado de las
experiencias negativas acumuladas.
Las experiencias negativas acumuladas son, igualmente,
las que impiden que una persona pueda expresar libremente toda su
capacidad de acción, que pueda vivir con el máximo rendimiento en
todas las esferas de la vida.
Las experiencias se clasifican, además, por su
profundidad, su antigüedad (experiencia primaria), su frecuencia y
su intensidad.
La importancia del factor intensidad depende de la
cantidad de energía que moviliza la experiencia; a mayor cantidad de
energía, mayor descarga emocional. Pero si al mismo tiempo la
experiencia no es profunda o primaria (o no se reprime), una vez
pasado el momento más o menos dramático del hecho, no deja huella
duradera, apenas deja residuos que afecten a la conducta ulterior. La
experiencia profunda
es la que acerca más al hombre al fondo de sí
mismo, es la que le permite vivirse con más realidad, con más
autenticidad, de un modo más inmediato, verdadero y total.
La experiencia profunda puede tenerse en cualquier
momento y situación. Pero una vez experimentada, el momento y la
situación adquieren por asociación
una gran importancia.
Las situaciones concretas asociadas a las experiencias
profundas son las que marcan el armazón de nuestra vida psíquica
personal, las que determinan concretamente nuestros gustos y
aversiones dominantes. Si la tendencia temperamental, por
ejemplo, era de actividad física, ahora es
posible que se concrete al ejercicio de la natación o del tenis,
etc.
Todas las experiencias tienden a desaparecer de la mente
consciente, se olvidan, pero su efecto condicionante permanece
siempre activo desde el plano inconsciente.
Puede existir dentro de una misma persona un
condicionamiento negativo hacia el fracaso, la violencia o la
pasividad y, a la vez, la
persona puede desear y luchar conscientemente por
el triunfo, la armonía o la
actividad, sin sospechar que en su interior está deseando otra cosa.
Cuando se entabla una lucha de esta clase, en el último momento
suele ganar el inconsciente, ya que la lucha desde la sombra tiene a
su disposición mucha más energía y su acción es
constante.
Todo esto son mecanismos normales y todos los poseemos.
Sólo que las personas realmente eficientes llegan a serlo porque
consiguen que las tendencias básicas del inconsciente se armonicen
con y trabajen a favor de los objetivos conscientes.
Cómo
se pueden neutralizar o modificar los condicionamientos negativos
Las experiencias acumuladas constituyen una serie
irreversible de condicionamientos, por cuya razón, parece a primera
vista imposible modificar su resultante, sea ésta buena o mala. Y,
no obstante, mucho es lo que se puede hacer para contrarrestar la
fuerza de las experiencias negativas y hasta para deshacer en gran
parte su fuerza compulsiva.
Los procedimientos o técnicas que
persiguen esta finalidad pueden agruparse en dos grandes secciones:
I. Técnicas de acción rápida,
aunque superficial. Consisten básicamente en una
educación especial de la actitud con la finalidad de reforzar la
mente consciente y poder así contrarrestar con más eficacia las
tendencias disolventes del interior.
.
Las más importantes de esta clase son las siguientes:
1. Cultivar deliberadamente la repetición de
experiencias positivas:
a) en general durante todo el
día, mejorando la propia actitud;
b) de un modo particular, mediante la práctica de
sesiones especiales de adiestramiento.
2. Aumentar la capacidad de control para que no salgan
las tendencias negativas.
II. Técnicas de acción
profunda, mucho más
lentas y laboriosas, cuyo objetivo consiste en producir una
desidentificación,
una desarticulación
y finalmente una reestructuración
de las imágenes o cuadros mentales retenidos
fuertemente en el inconsciente por su asociación a las vivencias
profundas. Si bien su ejecución presenta más dificultades que las
anteriores por el tiempo, el esfuerzo y la dedicación que requieren,
sus efectos son, en cambio, definitivos y totales, puesto que
transforman
integralmente la personalidad. Sus formas más
importantes son las siguientes:
1. El análisis sistemático de las manifestaciones a
que dan lugar las tendencias negativas hasta llegar paulatinamente a
la situación original causante del conflicto. Esta es la técnica
del psicoanálisis.
2. La práctica inteligente y perseverante de
determinadas disciplinas al margen de los condicionamientos
negativos, que conducen de un modo preciso a la vivenciación de
nuevas experiencias profundas y positivas. Desde el momento en que se
obtiene una vivencia profunda de un modo estable, todas las
situaciones, actitudes, y demás hechos del pasado que se mantenían
fuertemente retenidos en el inconsciente pierden automáticamente
toda su fuerza e importancia. Al existir la actualización de otra
vivencia en el mismo nivel de profundidad o en otro mayor, aquellos
hechos dejan de tener importancia, se descargan
y se desprenden
por sí mismos de la mente inconsciente. Entonces
la persona cambia su sistema de valores y, por lo mismo, su estilo de
vida, su conducta, sin esfuerzo alguno, ya que no tiene que vencer
resistencias.
Es conocido el caso de ciertas personas que como
consecuencia de experiencias muy dramáticas -peligro inminente y
sostenido de perder la vida, graves desastres familiares, etc. - se
han sentido a sí mismas totalmente cambiadas, perdiendo todo interés
por cosas que antes les entusiasmaban y manifestando en cambio nuevos
gustos y aptitudes. La situación dramática les ha hecho tomar
conciencia de los planos profundos del nivel instintivo o afectivo, y
esto ha cambiado su perspectiva y su valoración de todo cuanto era
más superficial.
En las técnicas de que aquí hablamos ocurre algo
parecido en los resultados,
si bien, en su producción no existe, como es natural, el carácter
adverso y dramático de los ejemplos
citados. Son técnicas de esta clase: la auténtica vida espiritual,
las varias formas de los yogas de la India y la técnica Zen del
Japón.
Vamos ahora a describir
brevemente las técnicas indicadas en la primera sección.. Por lo
que se refiere a las demás, describiremos las más importantes en el
capítulo 11.
Cómo
cultivar a voluntad las experiencias positivas
Si la confianza que tenemos en nosotros mismo y nuestra
capacidad de acción son el resultado de las experiencias acumuladas,
significa que introduciendo en nuestro psiquismo nuevas experiencias
positivas, aumentará el coeficiente de nuestra seguridad y nuestro
dinamismo.
Recordemos que lo único que nos impide vivir
activamente de acuerdo con todas nuestras capacidades reales, es la
suma de los condicionamientos negativos o experiencias limitativas
acumuladas en nuestra vida y que no han sido conscientemente
contrarrestados mediante suficientes experiencias de signo positivo.
En conjunto, mi seguridad aumentará en la medida en que
acumule experiencias afirmativas de mí mismo, esto es, en la medida
en que pueda tomar conciencia de mis contenidos reales y positivos y
en la medida en que los exprese.
¿De qué depende, pues, que una experiencia sea
positiva?
Una experiencia es positiva cuando contiene, por lo
menos, uno de los elementos
siguientes:
1. Una toma de conciencia, aun parcial, de lo que soy
positiva y realmente: energía, inteligencia, voluntad, iniciativa,
empuje, etcétera.
2. La verificación de que algo exterior a mí
-personas, cosas, situaciones, acontecimientos, etc.- está a favor
mío, me protege, me asegura, me reafirma.
3. Una actitud hacia el mundo afirmativa-expansiva,
armónica, placentera, entusiasta, decidida, despierta, alegre,
enérgica, inteligente, etc.
El primer elemento puede desarrollarse activamente
mediante la práctica de ciertos ejercicios especiales físicos y
mentales, y mediante la ejercitación deliberada de la actitud
positiva.
El segundo factor puede actualizarse de varias maneras:
mediante la evocación concreta y objetiva de todo
cuanto en este momento está a
nuestro favor, en todos los órdenes de cosas; o
mediante la selección del ambiente que nos es
favorable; o mediante un adecuado cambio de
política en las relaciones personales, que produzca una propiciación
de los demás hacia nosotros, es decir, mejorando la actitud.
El tercer elemento, la actitud positiva, es el más
próximo a nuestra acción diaria y es también el más susceptible
de ser cultivado
inmediatamente. Empezaremos, pues, con la descripción del modo de
desarrollar este elemento, que nos servirá también de base para el
desarrollo de los otros dos.
El
desarrollo de la actitud positiva
En la vida corriente nuestros estados interiores y
nuestra actitud dependen o bien del estado de ánimo al que
fortuitamente estamos sometidos en aquel momento, o bien de la
naturaleza del estímulo exterior: de que las cosas nos marchen bien
o mal, de una entrevista afortunada, etc. Nuestra actitud es, por lo
menos en gran parte, resultado de nuestro estado de ánimo, y éste,
a su vez, en la mayor parte de las personas, es resultado de las
circunstancias
internas y externas. En todo caso, vivimos el
estado de ánimo de un modo pasivo, nos lo encontramos hecho; no
somos nosotros quienes tenemos
un estado y adoptamos
una actitud, sino que son el estado de ánimo y
la actitud los que nos tienen
a nosotros, nos dominan y determinan en gran
parte nuestra conducta.
Esto ocurre así porque vivimos excesivamente apoyados
en el mundo exterior, dependemos mentalmente con exceso de lo que nos
rodea, y cuando nos alejamos un poco
del exterior, caemos en un estado mental pasivo,
desde el que sufrimos los vaivenes emocionales
procedentes del inconsciente. No se nos ha adiestrado suficientemente
a manejar de un modo consciente y deliberado nuestros estados
mentales. La sociedad se preocupa mucho más del buen
condicionamiento social de los individuos, esto es, de que se
comporten en el exterior de un modo útil y conveniente, que de su
perfecta educación y armonía interior.
El hecho es que está por completo en nuestra mano el
adquirir un total y
permanente dominio de nuestros estados de conciencia y, por
consiguiente de nuestras actitudes. Y al decir dominio, no nos
referimos, como se entiende siempre a esta palabra, a una inhibición
o supresión de algún rasgo caracterológico, sino a su verdadero
significado de manejo completo a voluntad de una función, tanto en
sentido activo como pasivo, tanto en el sentido de hacer como en el
de no hacer. Podemos llevar las riendas de nuestra personalidad,
podemos llegar a ser los autores de nuestros actos y estados en vez
de ser sólo los ejecutores. Pero para esto es
preciso someterse a un adiestramiento activo para descubrir nuestras
verdaderas capacidades y para aprender a ejercitarlas. La inercia de
nuestra actitud habitual exige ya un verdadero esfuerzo de la mente
para llegar a descubrir que no estamos del todo despiertos y
comprender que podemos mejorar ampliamente la calidad de nuestro
rendimiento psicológico. Son muchos los directores de empresas y
jefes de personal que buscan en la Psicología normas y consejos
prácticos para hacer que aumente el rendimiento de
los demás, de los que
tienen a sus órdenes, y no se dan cuenta de que precisamente quienes
más podrían beneficiarse de estos conocimientos son ellos mismos,
si una exagerada sobreestimación no les cegara incapacitándolos
para reconocer sus propias limitaciones.
Todos recordamos seguramente haber tenido días en los
que nuestro estado de ánimo y nuestra actitud
han sido óptimos. Días en que nos hemos sentido eufóricos,
alegres, expansivos, dinámicos y seguros, dispuestos a emprender con
mayor optimismo y decisión que de costumbre cualquier nueva tarea
que se nos presentase.
Todo cuanto se hace con este estado de ánimo se traduce
en experiencias positivas, puesto que todo son expresiones
afirmativas de cuanto mejor hay en nosotros. Y reconocemos de tal
modo la positividad de esta disposición, que a menudo nos lamentamos
de no poder estar siempre de la misma manera. Y es que, en efecto,
mientras dura este estado, todas nuestras facultades -perceptivas y
expresivas - están trabajando con el verdadero rendimiento de que
son capaces, están expresando más su verdad. Cuando estamos así,
somos más nosotros mismos.
Pues bien, las experiencias de esta estado de
positividad son parte integrante de nuestra estructura psíquica,
están registradas en nuestro interior, del mismo modo que lo están
las experiencias negativas. Y porque están presente en nuestro
interior con toda su fuerza y vigor, podemos evocarlas a voluntad,
actualizarlas en el primer plano de nuestra conciencia y llegar a
mantenerlas presentes de modo permanente. Aprenderemos así a
convertir en estado habitual y deliberado lo que antes era sólo
esporádico y producto de circunstancias no controlables por
nosotros.
Esta actitud positiva será causa a su vez de constantes
experiencias positivas que irán reforzando nuestra personalidad en
este sentido hasta que podrá mantenerse en el mismo tono sin
necesidad ya de esfuerzo alguno. Hemos hecho referencia a las
experiencias positivas concretas que cada cual ha vivido
personalmente en vez de describir ninguna actitud ideal, porque, al
fin y al cabo, éste es el modelo más vivo e inmediato que cada uno
posee y le será mucho más fácil revivir lo que en realidad es ya
suyo que no intentar adquirir
del exterior algo completamente nuevo.
El modo, pues, de revivir la actitud positiva consiste
esquemáticamente en lo siguiente:
1.º Evocación.-
En actitud cómoda y con la mente tranquila,
evocar el recuerdo de los momentos en los que se ha sentido el mejor
estado de ánimo y la actitud más positiva. Procurar que el recuerdo
sea lo más definido y vívido
posible. Concentrar la atención, acto seguido, en la resonancia
subjetiva, es decir, en la sensación, el sentimiento y la
disposición interior de la experiencia evocada: volverlas a sentir
con toda nitidez y mantenerlas presentes en la conciencia. Entonces
se pasa inmediatamente a la actualización.
2.° Actualización.-Si
el paso anterior ha sido bien dado, éste será
fácil. Manteniendo en la conciencia el sentimiento vívido de la
evocación, dígase con lentitud y reflexión: «Yo
estoy sintiendo esto,
esto está
en mí, yo soy esto».
Como se ve, en este punto se trata
de incorporar a la conciencia del yo el estado de referencia que en
la primera fase, aunque estaba presente, permanecía aparte del yo.
Cuando se consigue realizar bien este segundo tiempo, se notará una
definida sensación de energía, acompañada muchas veces de un
ligero escalofrío.
3.º Consolidación.-Consiste
en el hecho de mantener el estado conseguido en los puntos anteriores
durante el máximo de tiempo posible y en repetir todo el proceso
cada vez que el estado tiende a desvanecerse en virtud de los hábitos
mentales adquiridos, bajo la acción de algún estímulo negativo o
por simple olvido.
La consolidación puede hacerse también convirtiendo
los dos primeros puntos en ejercicio obligado durante .tres meses,
por ejemplo, a base de dos sesiones diarias: por la mañana y por la
tarde, quince minutos antes de marcharse a trabajar.
Por propia experiencia se comprobará que la actitud
positiva comporta unos definidos gestos o disposiciones especiales en
cada uno de los niveles de la
personalidad. Por ejemplo, el cuerpo adopta una actitud erguida, sin
ser rígida, como si el peso gravitara sobre la columna vertebral; en
los estados negativos, en cambio, el cuerpo o está excesivamente
tenso -estados de excitación- o tiende a doblarse hacia adelante
-estados de inhibición-. La mente está activa, suelta y abierta, en
oposición a los estados negativos en los que está hiperactiva,
tensa y cerrada. La afectividad, en un tono positivo e irradiante de
buena voluntad, optimismo y seguridad, en contraste con la actitud
centrípeta, desconfiada y susceptible de los estados negativos.
La reeducación de la actitud positiva prestará
inapreciables servicios al sujeto en todo momento, pero muy
especialmente en los períodos de crisis y dificultades de la clase
que sean. Ya hablaremos de ello más adelante al hablar de las
técnicas de tranquilización.
Ejercicios
especiales para la actualización de contenidos positivos.
Existen muchas clases de ejercicios que cumplen esta
finalidad. Mencionaremos aquí tan sólo dos de estas prácticas,
sacadas de las disciplinas orientales del Yoga, para que se aprecie
su fundamento y su modo de acción. Al mismo tiempo, servirán de
entrenamiento inicial para las técnicas de tranquilización que
explicaremos más adelante.
Estos ejercicios tienen varios grados de efectividad
según sean la intensidad, la amplitud y la continuidad con que se
practiquen.
Desde el principio, son ya un medio excelente de
cultivar la actitud positiva. En un grado más avanzado, conducen a
la progresiva toma de conciencia de importantes contenidos positivos
encerrados en nuestro interior. Y cuando se practican conjuntamente
con otras prácticas complementarias siguiendo un plan sistemático,
con plena dedicación y perseverancia, llegan a producir con el
tiempo un estado habitual de conciencia profunda que transforma
radicalmente la personalidad por el mecanismo que hemos explicado más
arriba.
Recordemos que contenidos positivos son todas aquellas
realidades básicas que, desde el ángulo subjetivo, constituyen
substantivamente al ser humano: energía, comprensión, afecto,
voluntad, capacidad de acción y de decisión, habilidades diversas,
etc.
Todos hemos tenido durante nuestra vida muchas
experiencias positivas en los niveles físico, vital, afectivo y
mental. Y quizá, también, en algún nivel superior. Precisamente
gracias a estas experiencias vividas hemos conocido la existencia de
tales niveles y su realidad dentro de nosotros. Los contenidos a que
se refieren estas experiencias positivas permanecen constantemente en
nuestro interior puesto que son grados actualizados de conciencia y,
aunque ahora nos puedan parecer muy remotas y alejadas del estado de
ánimo actual debido a otras actitudes de la mente, pueden ser
evocadas nuevamente a voluntad y mantenerse por un tiempo indefinido
con todo su vigor y afectividad en el primer plano de nuestra mente
consciente.
El primer ejercicio es
muy semejante al que hemos mencionado al hablar del desarrollo de la
actitud positiva. Pero aquí son experiencias y estados, y no sólo
actitudes, lo que hay que manejar.
Sentado en una postura cómoda, manteniendo la espalda y
la cabeza erguidas, pero sin rigidez, procure relajar toda tensión
muscular, emocional y mental como si fuera a entregarse al descanso.
Evoque entonces mentalmente, con mucha calma y tranquilidad, los
momentos en los que se ha sentido con gran energía, optimismo y
serenidad. Procure centrar su recuerdo con la máxima nitidez en este
estado de ánimo positivo, dejando de lado poco a poco las imágenes
concretas asociadas al recuerdo. Mantenga vivo este sentimiento,
mirándolo con la mente pero sin pensar, saboreándolo en silencio y
dejando que la impresión positiva vaya invadiendo gradualmente toda
la conciencia.
Es preciso que la atención se mantenga en todo momento
bien despierta, evitando que caiga en un estado de torpor. Esto
requiere unos días de entrenamiento, puesto que nuestra mente está
acostumbrada a mantenerse despierta sólo gracias al movimiento de
las imágenes mentales y al principio parece muy difícil conseguir
que la atención se mantenga alerta y vigilante al mismo tiempo que
la mente se conserva tranquila y silenciosa.
Cuando se note una creciente dificultad para mantener la
actitud requerida, conviene dar por terminado el ejercicio. Con
suavidad incorpore la mente a la atención exterior habitual, pero
procurando conservar todo el tiempo posible el estado interior que
habrá alcanzado. En conjunto, todo el ejercicio dura apenas unos
diez minutos.
Cuando la mente dirige su atención -siempre en la doble
disposición simultánea que hemos mencionado: alerta
y tranquila- hacia un
contenido subjetivo, y se mantiene fija en la misma dirección, se
producen los siguientes efectos:
1.º Una profundización progresiva del estado mental,
que permite tomar conciencia, automáticamente, de las energías
existentes en nuestro interior, aumentando en calidad y en intensidad
las cualidades positivas inicialmente evocadas.
2.° Una incorporación automática de gran parte de
estas energías a nuestra mente consciente, cuyo funcionamiento
habitual queda, a partir de este momento, notablemente mejorado en el
sentido de mayor profundidad, amplitud o intensidad.
El segundo ejercicio es,
inicialmente, más fácil para el neófito en esta clase de
prácticas.
Todos conocemos la sensación agradable que se produce
en el momento de ponerse a descansar extendido en la cama cuando se
está rendido de fatiga. Se trata de aprovechar precisamente esta
sensación de bienestar.
El ejercicio físico moviliza cantidad de energía
vital, cuya mayor parte se consume con el mismo ejercicio, pero queda
un remanente activado y no consumido, que es el causante de la
especial sensación de hormigueo que se siente en todo el
cuerpo cuando cesa por completo el esfuerzo. Si
entonces la mente está ocupada en pensamientos o imaginaciones
diversas, o bien si la
persona se duerme, esta energía se reabsorbe naturalmente en el
organismo y no ocurre nada más. Pero si en estos momentos se
mantiene la mente despierta pero tranquila y serena, enfocando la
atención exclusivamente hacia la sensación de hormigueo o
de bienestar, contemplándola
y saboreándola, la mente
toma entonces plena conciencia de esta energía y, de un modo
automático se la incorpora por completo. Por esta razón, media hora
de esta forma de descanso consciente produce no
sólo una recuperación física muchísimo más
rápida que el mismo tiempo de sueño normal, sino que además,
aumenta progresivamente el vigor y la capacidad general de la mente.
Cuando se practica algún deporte, será inmediatamente
después de finalizar éste y antes de ducharse, el momento más
oportuno para hacer el ejercicio de referencia. Cuando no se hace
deporte, entonces será necesario hacer una breve sesión intensiva
de gimnasia o, mejor aún, de Yoga, como preparación indispensable
para el ejercicio provechoso de la relajación consciente.
La duración de la fase de relajación puede ser de diez
minutos a media hora, según sea la facilidad con que se pueda ir
manteniendo la correcta disposición mental y, claro está, según el
tiempo disponible.
Cuando se da por terminado el ejercicio es conveniente
no levantarse en seguida, sino que previamente hay que hacer tres o
cuatro respiraciones más profundas y mover un poco las manos y los
pies al objeto de reactivar la circulación.
Estos ejercicios, al igual que el que hemos descrito
antes para la reeducación de la actitud positiva, serán de
inestimable valor, además, en los períodos difíciles de crisis y
de depresión metal, permitiendo conservar en todo momento el pleno
dominio de la situación y un elevado
nivel de seguridad interior.
El
aumento de la capacidad de control de la conducta
Siguiendo la descripción de las técnicas indicadas
anteriormente, nos toca hablar, finalmente, del aumento de la
capacidad de control de las tendencias negativas. Con esto quedará
completado el estudio de las técnicas de aplicación más inmediata
que nos proponíamos dar aquí para la neutralización de las
experiencias negativas. Más adelante, cuando conozcamos otros
factores determinantes de la conducta, veremos la posibilidad y
conveniencia de aplicar nuevas técnicas que complementarán las
hasta aquí descritas.
La capacidad de controlar la conducta al objeto de
evitar que surjan tendencias disolventes o
perjudiciales para nuestros objetivos
conscientes, depende directamente por un lado de la «fuerza» y
solidez de los condicionamientos positivos y, por otro lado, de la
positividad de la actitud habitual.
Los condicionamientos positivos, que son resultado de
las experiencias del mismo signo acumuladas en nuestro psiquismo,
tienen el efecto natural de facilitar las soluciones constructivas y
afirmativas en toda situación, permitiendo además, encajar
y resistir sin grandes inconvenientes muchas
situaciones adversas o negativas.
La actitud positiva, a su vez, produce una selección
automática de nuestras reacciones interiores dejando salir al
exterior tan sólo aquéllas que están de completo acuerdo con la
actitud consciente. Esta acción constante de
filtraje depende principalmente de un factor que lo hallamos presente
en toda actitud verdaderamente positiva: la
atención despierta.
Como que ya anteriormente hemos visto los demás
elementos, vamos a estudiar ahora la atención como factor esencial
para el control de la conducta.
La
atención, factor esencial del control
La atención a la que aquí nos referimos no es la que
consiste en fijar la mente en algún objeto o idea de un modo
exclusivo, sino más bien la que resulta del especial estado de la
mente que significamos con los términos «estar muy despierto»,
«ser plenamente consciente» y «tener la mente vigilante, alerta y
despejada».
Es el estado mental que se produce
al adoptar la
actitud compuesta simultáneamente de interés,
deseo de comprender, expectación y amplitud mental. Es el estado de
atención general pero apoyándose muy especialmente en la intención
de estar más despierto, más consciente, más
atento. Es la conjunción de la mente, como principio de intelección
y de la voluntad, como principio de acción.
La mayor parte de las personas viven habitualmente y sin
darse cuenta de ello con un nivel de atención
extraordinariamente bajo. Sólo esporádicamente, y como consecuencia
del interés que provocan determinados estímulos internos o
externos, se despierta un poco de atención. Así, por
ejemplo, el dolor, el hambre o el amor son
estímulos internos que avivan la mente, y un hecho que se sale de lo
corriente o un acertijo que hay que resolver, son estímulos externos
que despiertan igualmente la atención. Pero una vez desaparecidos
los estímulos que tenían un definido interés para la persona,
parece como si la mente se apagara de nuevo parcialmente,
disminuyendo por igual su agudeza de percepción y la amplitud de su
capacidad de reacción. La mente sigue funcionando, pero de un modo
restringido, sujeta a un
ciclo de automatismos de amplitud muy limitada. En esta disposición,
la conducta de las personas está prácticamente determinada por
completo por la resultante de
la inercia de los condicionamientos interiores más habituales, sean
del signo que sean, y por la reacción más fácil ante los limitados
estímulos externos que son así capaces de registrar.
Esta tendencia a la pasividad mental es tan fuerte que
incluso la vida en una populosa ciudad moderna, cuyo ritmo y
complejidad obligan a «ir con los ojos muy abiertos», no basta para
que la gente se despierte
por completo y viva de un modo más consciente.
El cultivo de esta clase de atención es la mejor
«gimnasia» que puede hacer la mente
para alcanzar su pleno desarrollo y madurez. Sus principales efectos,
cuando está ya bien
consolidada, pueden resumirse como sigue:
- Aumenta la capacidad receptiva, permitiendo registrar
mayor número de estímulos procedentes tanto del exterior como del
interior del propio sujeto.
- Mejora la capacidad de fijación de las percepciones,
aumentando por lo tanto, la
memoria en general.
- Facilita la comprensión inmediata de las
ideas, personas y situaciones.
- La mente dispone con mayor facilidad de todos los
datos que tiene a su disposición, por lo que sus razonamientos y
conclusiones serán más lúcidos y acertados.
- Favorece la constante visión de conjunto, impidiendo
caer en exclusivismos o parcialidades.
- Aumenta la potencia de la mente y, por consiguiente,
su poder de irradiación.
- Da mayor facilidad para concentrarse a voluntad sobre
cualquier tema y, en general, aumenta el dominio de todas las
facultades mentales. Estimula la percepción intuitiva procedente del
nivel superior de la mente, gracias a la cual verá nuevas
posibilidades y soluciones en cada situación.
- Facilita la visión inmediata de la esencia de los
problemas, por dirigir automáticamente su mirada al núcleo de los
mismos.
- Produce una permanente actitud positiva frente a las
situaciones, erigiendo una poderosa barrera ante los
estados negativos que pudieran intentar emerger
del interior.
La
práctica de la atención intencional
En la práctica, la primera dificultad que se presenta
ante la ejercitación de esta facultad es la idea que en general se
tiene de que «ya se está muy despierto» cuando las circunstancias
lo requieren y que, como, al fin
y al cabo, esta atención de que hablamos parece consistir en hacer
tan sólo un poco más
lo mismo que ya se viene haciendo, no merece la
pena esforzarse demasiado en ello.
Los que así razonan no se dan cuenta de que en
muchísimos casos la diferencia entre la mediocridad y el éxito
radica precisamente en este constante ver un
poco más las
posibilidades que encierra cada situación y en dar en todo momento
un rendimiento sólo un poco mejor.
Cuanto más inteligente es una persona, mejor
sabe apreciar las grandes consecuencias que pueden derivarse de estos
pocos, especialmente cuando
se refieren al factor humano. En toda competición -y la vida es una
constante suma de competiciones- para triunfar basta ser un
poco superior al otro o
manejar la situación un poco mejor
que él. Toda persona mediocre pasaría a ser una
persona verdaderamente superior si utilizara de modo constante un
poco más y un poco mejor todas sus facultades naturales.
Otra dificultad que surge con frecuencia al principio
del ejercitamiento de esta atención intencional es que se confunde
con un estado especial de tensión
mental. El individuo se esfuerza
entonces buenamente en estar atento a todo, en
que no se le escape nada, en estar también atento a estar atento...
y así sucesivamente hasta que acaba agotado y con un fuerte dolor de
cabeza. Nada más opuesto a la correcta actitud de la mente, ya que
se puede estar perfectamente lúcido y despierto mientras se está en
total descanso físico y mental.
Dos gestos internos caracterizan la actitud básica de
la mente en la atención intencional: apertura, amplitud y relajación
del plano externo o superficial y, al mismo tiempo, máxima
intensidad, presencia y lucidez en el plano interno o central. Por
esto se ha llamado también a esta actitud de la mente, atención
central. Es la constante
voluntad de estar plena y activamente consciente, de un modo
esférico, total. Es como si el foco de la atención estuviera
situado en el centro de una esfera, que es el centro de la mente, y
desde allí contemplara simultáneamente la totalidad de la esfera,
que es el conjunto de percepciones que llegan a la conciencia
procedentes tanto del interior como del exterior del sujeto.
Este es el estado de atención intencional que podríamos
denominar puro o contemplativo y que, contrariamente a lo que pudiera
parecer a primera vista, es un estado de máxima lucidez y
productividad. Es
la condición óptima para escuchar activamente, para comprender con
rapidez ideas, personas y situaciones. Es también el estado ideal
para la práctica de la «relajación consciente», de la que más
adelante hablaremos extensamente.
En la actitud exteriormente activa, esto es, cuando hay
que actuar, del modo que sea, hacia el exterior, el plano central de
la mente se mantiene despierto y activo exactamente igual que en el
caso anterior, mientras que el plano externo o superficial se pone en
acción de acuerdo con la necesidad de la situación. Se produce
entonces un estado especial de la mente en el que por una parte la
persona se entrega a la acción particular que conviene en cada
momento, con energía, concentración y entusiasmo, mientras que por
otra permanece al margen, como espectador de la situación y de su
propia actividad, conservando una conciencia central de sí mismo,
desde la cual precisamente domina y maneja a voluntad los elementos
de aquella situación. Este es el secreto de los grandes actores. No
se trata tan sólo de identificarse completamente con el personaje
que representan, como cree y hace el aficionado, sino que detrás de
la conciencia del personaje representado está siempre presente la
conciencia de sí mismo, del actor, y desde la cual maneja sus
expresiones graduándolas a voluntad. Detrás del personaje está la
persona. Detrás de lo accidental está lo esencial, y esto es lo que
da tanto relieve y verismo a cada una de sus palabras y actitudes.
La práctica de la atención central puede hacerse
constantemente durante las actividades habituales del día: en el
trabajo, en la calle, mientras se come, se habla o se descansa.
Siempre se puede estar interiormente
más despierto, más consciente, más atento, sin
que la acción tenga que interrumpirse o alterarse en lo más mínimo.
Existe un procedimiento muy curioso para valorar
exactamente los períodos de «inatención» que se tienen a lo largo
del día. Es el ejercicio llamado de retrospección.
Todas las noches, una vez en la cama, hágase una
revisión sistemática de todas
las cosas que se han hecho durante el día, una
por una, empezando por la última y siguiendo hacia atrás hasta
llegar al momento de despertarse por la mañana. Se trata de hacer
tan sólo una visualización estricta de cada acción encadenando
cada una con la anterior, sin detenerse en consideraciones de crítica
o de valoración de las acciones.
Se encontrarán, con sorpresa, que existen numerosos
vacíos en el recuerdo vivo de las acciones ejecutadas. Se recordará,
por ejemplo, que antes del trabajo se ha venido de casa, pero no
podrá recordarse el hecho de «estar viniendo»; se recordará que
se ha comido pero quizá no se recordará el hecho de «estar
comiendo» ni de lo que estaba pensando mientras comía, etc.
Todos los períodos del día que no pueden ser
«revividos» activamente, que no puedan ser recordados con claridad,
se han vivido en un estado de semi-ausencia mental, en un
estado de automatismo, en el que la atención
estaba en su nivel más bajo. La atención despierta graba todas las
impresiones con suma nitidez y precisión, y a medida que se va
desarrollando el estado habitual de atención central se hace posible
evocar con mayor claridad y rapidez todos los hechos del día sin
vacíos comprometedores. Cuando se mantiene normalmente el estado de
atención central durante el día, este ejercicio de retrospección,
correctamente ejecutado, no requiere más de cuatro a cinco minutos.
Ahora, cada cual puede hacer la prueba de este ejercicio y ver por sí
mismo el verdadero grado de atención habitual que ha conseguido
desarrollar.
Este ejercicio tiene otros efectos extraordinariamente
interesantes que, como ocurre siempre en estas
materias, parecen desproporcionados por completo a la sencillez de su
ejecución. Entre estos efectos, merece especial mención el de
proporcionar un auténtico conocimiento vivo e inmediato de uno
mismo, como explicaremos más adelante. Por todas estas razones nos
permitimos recomendar encarecidamente la práctica de este ejercicio
a todos aquellos lectores que estén seriamente interesados en
trabajar para el efectivo desarrollo de su personalidad.
8.
EL HOMBRE COMO SISTEMA DINÁMICO DE ENERGÍAS
Utilidad
de este enfoque
Todas las manifestaciones de la vida humana, desde las
funciones fisiológicas más elementales hasta
los actos intelectuales más sutiles, son expresiones de la energía
que desde el centro de su interior
fluye constantemente a todas las zonas de su ser, dotándolas a la
vez, de vitalidad y de dinamismo.
Siendo, pues, la energía psíquica un denominador común
de todos los fenómenos, tanto físicos como psíquicos, se comprende
fácilmente que las alteraciones de su distribución a través de los
diversos niveles, se traduzcan de modo inevitable en múltiples
modificaciones del funcionamiento fisiológico, del estado de ánimo
o de la conducta. Y dada la tendencia general de nuestra naturaleza a
mantener la unidad del equilibrio entre todos los
niveles de la personalidad, se comprende también
que la alteración energética de un determinado nivel repercuta
sobre otros niveles.
Así, por ejemplo, la disminución de energía general
disponible en un momento dado, podrá traducirse a la vez, en pereza
para el trabajo, miedo de afrontar ciertas situaciones e
irritabilidad ante determinadas personas. Estos defectos conviene
sean tratados en este caso, estimulando la producción y la
circulación de dicha energía, en vez de estudiarlos y quererlos
solucionar aisladamente uno por
uno con medidas particulares de mayor o menor efectividad.
A mayor, energía psíquica, mayor capacidad de acción
y de rendimiento de todas las facultades. A menor intensidad
energética, en cambio, no sólo se produce
un descenso en el rendimiento general de las facultades, sino que al
mismo tiempo adquieren mucho mayor relieve cuantos rasgos negativos
yacen en el interior: miedos, recelos, hostilidad, envidia, etc. Por
esta razón, al incrementar la energía disponible se solucionan en
estos casos no sólo todos los síntomas alarmantes y perjudiciales
que existían sino que, a la
vez, se incrementa la eficiencia total de la personalidad.
Normalmente, el hombre tiene dentro de sí toda la
energía que necesita para el pleno ejercicio de todas sus
facultades. Quiere decir esto que está básicamente equipado para
que su personalidad pueda desarrollarse de un modo completo y total.
La Psicología dinámica demuestra a diario que lo que le hace falta
generalmente al hombre no es tener más energía, sino disponer mejor
de la que ya tiene dentro de sí. El problema de tantas y tantas
personas que van vegetando por el mundo con una aparente anemia de
personalidad no consiste, salvo en muy contadas
excepciones, en la producción
de más energía, como creen firmemente, sino en su total
circulación, en su completo aprovechamiento. Y esto es
particularmente exacto en quienes sienten una clara protesta interior
por el bajo rendimiento con que se sienten vivir. Como se verá
claramente en este capítulo, esta rebeldía interna, esta
reactividad, aunque de momento parezca no servir para otra cosa que
para sufrir más por la propia limitación, es el claro testimonio de
la existencia de una energía interior que, por una razón u otra, no
ha podido abrirse camino hacia los planos
externos y que, por lo tanto, no se ha podido utilizar. Y esta
energía retenida puede ser liberada
y puesta de nuevo a disposición de la mente consciente.
Veremos en este capítulo los mecanismos mentales que
producen estos bloqueos energéticos y los
efectos más importantes que los mismos producen
en la mente y en la conducta. Igualmente tendremos ocasión de ver
cómo este enfoque nos permite sacar unas conclusiones prácticas de
gran utilidad para el desarrollo positivo de la personalidad.
La utilidad del estudio que aquí exponemos se extiende
a todos los fenómenos de la
conducta en los que la causa más inmediata o más importante es el
aspecto energía. Estas manifestaciones incluyen, como
se verá, muchos e importantes rasgos
caracterológicos. Pero hay casos en los que es otro el factor
predominante del problema -desequilibrio fisiológico, ambiente
particularmente desfavorable, ideas dominantes rígidas y negativas,
etcétera- y entonces es más conveniente enfocar su estudio desde el
correspondiente punto de vista.
Resumiendo, se puede decir que si bien todos los
problemas humanos pueden ser estudiados bajo el ángulo de la
dinámica energética, puesto que todos ellos son expresiones más o
menos complejas de la misma, a los efectos prácticos conviene
utilizar este punto de vista especialmente para el estudio preliminar
de la persona -para saber cuanta energía posee, cuánta utiliza y
qué problemas concretos le crea
la energía no utilizada-, antes de abordar el estudio de las
cualidades y defectos más diferenciados que pueda poseer. Utilizando
un símil de economía, diríamos que para conocer una empresa hay
que averiguar primero el capital real de la misma, distinguiendo el
disponible del realizable, antes de estudiar, por ejemplo, los
problemas concretos de producción y ventas.
La función normal de la energía psíquica
La energía psíquica es dinámica por propia naturaleza
y, una vez actualizada en el interior, tiende constantemente a fluir
hacia fuera, hacia el exterior, sea directamente en virtud de su
propio dinamismo -y entonces da lugar a los impulsos, tendencias y
necesidades básicas-, sea indirectamente en respuesta a
los múltiples estímulos que de continuo llegan
a la conciencia procedentes del mundo exterior.
A su paso, la energía dinamiza las varias estructuras o
niveles de la personalidad, activando sus funciones específicas. Al
expresarse, por ejemplo, a través del nivel instintivo-vital se
activarán los impulsos o necesidades básicas de conservación,
desarrollo o reproducción; cuando la energía se expresa a través
del nivel afectivo-emocional se experimentará la necesidad de sentir
y exteriorizar afectos o emociones; a través del nivel mental, se
producirá curiosidad, interés, deseo de nuevos estudios, de
comprender mejor a las personas, etc. Y en los
niveles superiores, igualmente, cuando la energía
espiritual haga sentir su presencia, la persona sentirá nacer en
ella inquietudes de orden trascendente y creador.
La energía psíquica tiene, pues, dos funciones
principales:
1ª Función objetiva:
dinamizar todos y cada uno de los niveles de la
personalidad.
2ª Función subjetiva:
servir de vehículo a la mente para la toma de
conciencia de la realidad y del contenido de tales niveles.
La primera función no se refiere solamente a la simple
dinamización de las actividades propias de cada nivel, sino que es,
además, la que determina la fuerza, intensidad o potencia de las
facultades dinamizadas. Así, si la energía fluye preferentemente a
través del nivel afectivo, el rasgo predominante del sujeto será su
fuerza de irradiación emotiva y sentimental; si es a través del
nivel mental, será el poder de impacto de sus ideas, etc.
La manera como la energía esté habitualmente
distribuida a través de cada nivel determinará el modo de ser
básico y constante de una persona, según hemos mencionado ya en el
capítulo primero.
El conocimiento de este perfil cuantitativo de los
niveles en cada persona es de mucha utilidad. No sólo permite
conocer con precisión la fórmula de una dimensión fundamental de
su personalidad, sino que nos dejará prever con bastante exactitud
su capacidad y su forma de contacto en las relaciones
interpersonales, dato éste muy importante, como se verá en su
lugar, en quien ha de ejercer funciones de mando
o control de personal.
Pero este conocimiento es bastante difícil de obtener.
Si no se está especialmente entrenado en las técnicas de
auto-conocimiento no podrá, normalmente, ser conseguido por uno
mismo. En cambio, quien
practique con constancia el ejercicio de retrospección recomendado
anteriormente, se irá formando poco a poco una idea muy aproximada
de su verdadero equipo personal y aprenderá, simultáneamente, a
reconocer mejor el modo de ser real de sus semejantes.
Digamos ahora unas palabras acerca de la función
subjetiva. La energía psíquica viene a constituir la «masa» de
los contenidos psíquicos, gracias a la cual dichos contenidos pueden
ser registrados por la mente.
Si un impulso cualquiera, por ejemplo la necesidad de comer, es
débil, la mente consciente no lo registra, mientras que si es muy
fuerte -esto es, si va cargado con mucha energía- no sólo se
hace sentir en seguida, sino que además se
impone a la atención de un modo imperioso.
Cuanta mayor sea la intensidad de la energía circulante
en un momento dado, mayor será su fuerza
en la conciencia, mayor será su noción de realidad. La energía
psíquica, en efecto, no sólo permite registrar la existencia de los
fenómenos psíquicos, sino que es la que da, además, la noción de
su realidad. Si la cualidad
de los fenómenos permite distinguirlos unos de
otros según su nivel de procedencia y según sus variados matices,
la intensidad
-determinada por la cantidad de energía
implicada en ellos- señala, en cambio, su fuerza de realidad
y permite diferenciarlos unos de otros según su
relieve y prioridad.
Una persona puede hablar de un modo muy equilibrado, muy
«comedido», etc., porque en aquel momento inhibe sus impulsos y
expresa las cosas de un modo meramente cualitativo
y teórico, pero
a la hora de actuar, su conducta responderá necesariamente a la
fórmula energética real de su personalidad, esto es, dará
expresión a su verdadero contenido dinámico, actuando según la
importancia o realidad con la que la presión de sus niveles le
obligue a sentir y valorar las cosas.
Los tres estados de la energía psíquica
Desde el punto de vista de la mente consciente, la
energía psíquica personal está distribuida en
los tres estados siguientes:
1. En estado latente, no
manifestado. Es la
energía de la que el sujeto no ha tomado nunca conciencia por
residir en los estratos profundos de todos los niveles. Su progresivo
conocimiento e integración con la mente, en especial la de los
niveles superiores, constituye el desarrollo y la madurez de la
personalidad. Es la fuente de origen de toda la energía de nuestro
psiquismo.
2. En curso de manifestación.
Esta energía, en la forma de fuerzas
instintivas, impulsos, tendencias, deseos, sentimientos y emociones,
existe en dos modalidades:
- La que se va actualizando de modo gradual en el
proceso natural de desarrollo de todos los niveles de la
personalidad.
- La energía que de algún modo ha comenzado a
manifestarse pero cuyo proceso por una razón u otra ha sido detenido
a mitad de camino, sin permitir que se acabara de actualizar o
expresar del todo en la conciencia. Esto es un
fenómeno normal, pero en muchos casos llega a ser causa de serias
perturbaciones caracterológicas. Señala su
existencia un cuadro muy nutrido de síntomas,
caracterizados todos ellos por su negatividad:
tensión, inseguridad, miedo, hostilidad, falsa perspectiva de sí
mismo y de los demás, etc.,
etc.
3. Energía actualizada.
Es la de nuestro mundo consciente. Es el
contenido energético de todas las experiencias que hemos ido
viviendo a lo largo de nuestra vida. Aunque en ningún momento somos
conscientes de un modo actual de toda la energía que hemos ido
actualizando en el pasado, debido a la actitud restringida y
limitativa de la mente consciente, es característico de esta energía
manifestada el poder ser evocada con relativa facilidad. La energía
actualizada, sea actualmente consciente o no, es la que marca la
verdadera edad del individuo, la que determina la fuerza de su
carácter, la energía de su personalidad, el grado de conciencia de
sí mismo, su capacidad de acción, de entrega y de autenticidad.
La
inhibición o retención de la energía
Si los impulsos y reacciones de toda clase pudieran
expresarse libremente sin trabas ni interferencias de clase alguna,
la energía que se moviliza por un estímulo seguiría un circuito
completo, agotándose totalmente en la consumación del acto o
actos correspondientes. Por ejemplo, un niño de
seis meses que se ha dado un golpe o que ha tenido un susto, se pone
a llorar a gritos y sigue
llorando así hasta que, literalmente, se le
han acabado las ganas. Cuando
al fin, de un modo natural, cesa el llanto, el niño ha liquidado por
completo la situación, ha descargado de un modo
total la energía que el dolor o el sobresalto habían actualizado. Y
porque la criatura ha agotado la situación, sin residuos, queda de
nuevo disponible toda ella, para vivir otra cosa de un modo fresco y
totalmente nuevo. Puede ponerse a reír inmediatamente si algo le
hace gracia o puede ponerse enseguida a jugar con entusiasmo. Esto no
es debido, como se cree, a que
el niño sea muy versátil e inconstante, sino que en este caso lo
que indica precisamente es que el niño funciona
bien, indica que vive
cada situación del todo.
Es evidente que en la vida de adulto resulta
prácticamente imposible dar libre curso a los impulsos y a las
reacciones de un modo natural y espontáneo. En el
niño del ejemplo esto ocurre porque a esta edad
la criatura vive con mucha mayor intensidad sus
necesidades interiores que el mundo exterior que
le rodea. No hace gran caso a. nadie ni ha aprendido todavía a
obedecer.
Pero veamos a este mismo niño dos años después.
Supongámoslo en la misma situación inicial del ejemplo citado. Si
ahora mientras está llorando, el padre o la
madre, por la razón que sea, le conminan de un modo brusco y
enérgico a que se calle,
veremos cómo en algunos casos, efectivamente, la criatura se
callará. Desde el punto de vista de la autoridad materna esto habrá
sido un triunfo. Pero dentro del niño ¿qué es lo que ha ocurrido
en realidad?
El niño está aprendiendo a vivir simultáneamente dos
mundos diferentes. Por un lado, el mundo interior hecho de
sensaciones, emociones, necesidades e impulsos. Por otro lado, el
mundo exterior, centrado alrededor de la madre, quien satisface sus
necesidades, le da afecto, le da
seguridad y al mismo tiempo le dice lo que ha de hacer y lo
que no ha
de hacer. A los ojos del niño, la madre condiciona su afecto, del
que depende la sensación interna de protección y seguridad de la
criatura, a la constante obediencia a aquellas normas de conducta. Y
además, como es natural, la mayor parte de los impulsos espontáneos
parecen entrar dentro de la categoría de «lo que no se ha de
hacer». El niño estará constantemente tratando de satisfacer ambas
necesidades: la descarga de sus impulsos y la propiciación de la
madre a su favor.
Si el condicionamiento del niño respecto a su madre es
superior a la fuerza del impulso a llorar, acatará la orden exterior
y callará. Pero aquí, a
diferencia del ejemplo del niño de seis meses, la
situación no quedará liquidada. El impulso a
descargar la energía en forma de llanto estaba sólo a mitad de su
curso y lo único que hace la orden de cese es paralizar la expresión
exterior del resto del
impulso. El niño continúa necesitando y queriendo llorar, ya que
una vez movilizada la energía, ésta tiende a verterse al exterior,
tiende a expresarse del todo. Esta detención de la manifestación
energética requiere que la mente y la voluntad del niño pongan una
barrera, una muralla, para contenerla. El niño, pues, callará, pero
dentro de él quedará la situación a medio vivir y con la imperiosa
necesidad de acabarla de vivir, de expresarla, de agotar su
contenido. Y la prueba de que esto
es así, es que a la primera ocasión que se presente, por pequeña
que sea, se pondrá a llorar con gran fuerza, de un modo
desproporcionado a la naturaleza del estímulo
actual. Es decir, aprovechará la menor
oportunidad para descargar lo presente más lo atrasado.
La energía contenida y no expresada produce una tensión
interior de carácter desagradable, que se traduce en inquietud,
irritabilidad y hostilidad. Y cuando esta tensión se prolonga
durante algún tiempo, entonces desaparece de la mente consciente el
recuerdo concreto de la situación y del problema, quedando tan sólo
presentes los síntomas negativos.
En la infancia estas situaciones se están repitiendo a
diario. La educación, o lo que por desgracia en la práctica se
considera como tal, consiste precisamente en este constante «no
hagas esto», «estate quieto», «te he dicho que esto has de
hacerlo así», «si no obedeces...», etc. Y si tenemos en cuenta
que los efectos negativos de estas inhibiciones se van acumulando uno
encima del otro, no nos costará mucho ver la razón de ser de los
miedos, inseguridades y demás problemas que en todos nosotros, casi
sin excepción, han ensombrecido nuestro período infantil.
Cierto que la vida del niño tiene también otros
aspectos. Recibe afecto, se le alaba, juega, se divierte, ríe. A
través de estas actividades descargará mucha de la energía
retenida y es posible que llegue a vivir bastante compensado.
Evidentemente, cada caso es distinto y las experiencias pueden tener
muchos matices. La experiencia demuestra la enorme importancia que la
inhibición tiene en la formación ulterior de la personalidad, así
como la gran frecuencia de los déficits de rendimiento psicológico
debidos básicamente a este mismo fenómeno.
En el momento en que se relaciona el fenómeno de la
inhibición con los problemas de la educación y formación del
niño, surge la inevitable exclamación de los
padres y educadores: «¿entonces, hay que dejar que el niño haga
absolutamente lo que quiera para no crearle problemas? ¿tendrá que
consistir la educación en decir «amén» a
todos los caprichos del crío para evitarle inhibiciones?».
Dedicaremos unas líneas a contestar estas preguntas dado el interés
del tema y porque además nos permitirá precisar mejor las ideas.
Inhibición
y educación
Empecemos por señalar los objetivos fundamentales que
ha de buscar toda educación que se precie de ser amplia, correcta
e integral. Son los siguientes:
1.° Facilitar al sujeto las condiciones favorables para
asegurar el pleno y armónico desarrollo de todas sus posibilidades,
tanto en el aspecto físico como en el afectivo, intelectual y
espiritual.
2.° Preparar al individuo, mediante un adiestramiento
adecuado, para que pueda desenvolverse de la mejor manera posible en
la vida social, esto es, para
que esté bien adaptado a la vida de la sociedad a
que pertenece, con un conocimiento práctico de
sus leyes, costumbres y modos de convivencia.
3.° Transmitir al educando el patrimonio cultural y
espiritual de nuestra civilización.
Estos objetivos, y principalmente el segundo, no podrían
alcanzarse sin ejercer una definida acción de control y de
encauzamiento de los impulsos naturales del niño, que de por sí
tienden a surgir de un modo
anárquico. Es necesario, por lo tanto, inhibir los impulsos y
tendencias que surgen de un modo o en un momento inadecuado para
poder establecer en el niño
el adiestramiento social requerido.
Y la inhibición es también necesaria para que el niño
aprenda, a voluntad, a inhibir un impulso en un momento dado, y
porque gracias a la energía retenida temporalmente por la inhibición
de impulsos procedentes de niveles elementales podrán dinamizarse en
mayor grado los niveles superiores.
El principio general que ha de regir necesariamente a
toda inhibición de un impulso para que sea útil y constructiva, es
el siguiente: toda energía retenida por una inhibición ha de
encontrar después una vía de expresión apta para que pueda ser
descargada en su totalidad. Esta vía de expresión puede ser a
través del mismo nivel de origen del impulso inhibido o puede ser a
través de otro nivel. Es decir, que si se ordena a un muchacho que
se esté quieto, puede descargarse después el impulso motor dejando
que juegue libremente -el mismo nivel-, o puede hacérsele derivar
aquel impulso hacia otra actividad no motora, pero que pueda hacerla
con entusiasmo, por ejemplo, cantar o explicar una historia. La
consigna del educador ha de ser en todo cuanto se refiera a la
energía, encauzar, ordenar y dirigir, en vez de simplemente
suprimir, negar o anular.
Todavía predomina mucho en la práctica de la
educación, el criterio negativo o restrictivo. Sea por falta de
propia madurez, sea por deficiente comprensión, los
educadores están constantemente sacrificando el primer objetivo en
aras del segundo o del tercero. Y la
verdad es que si el individuo no consigue realizar su completo
desarrollo, si no logra actualizar por completo sus energías
interiores y sus capacidades, le será totalmente imposible vivir
nada con plenitud: ni la vida espiritual, ni la vida familiar,
profesional, recreativa o social.
La actualización completa de la energía de una persona
sólo podría tener lugar si ésta se encontrara en un ambiente rico
en estímulos y pudiera expresar en él, tanto sus impulsos
espontáneos como sus respuestas ante aquellos estímulos. Al
expresar sus reacciones las viviría en primera persona, esto es,
tomaría conciencia activa de la energía contenidas en ellas en
tanto que sujeto. Adquiriría así la experiencia plena, positiva,
viva e inmediata de la realidad de su ser.
En la medida en que es prácticamente imposible
encontrar tales condiciones ambientales en nuestra sociedad, sólo se
puede esperar, en su desarrollo normal, que la persona consiga vivir
suficientemente equilibrada entre la presión de los contenidos
reprimidos en su interior y
la capacidad de su mente consciente para adaptarse y controlar la
conducta en el mundo exterior. Y tal es el individuo que se considera
«normal» en nuestra sociedad: aquel que vive exteriormente bastante
bien adaptado a las exigencias y convenciones sociales, aunque por
dentro se viva a sí mismo con tensión, inseguridad y angustia. El
hombre de nuestra civilización está sufriendo las consecuencias de
una educación que valora mucho más
la adaptación social y la formación cultural
que el desarrollo natural de todas las energías interiores. Impone
por ello una serie rígida y severa de inhibiciones de impulsos sin
enseñar deforma práctica cómo utilizar esta energía reprimida en
nuevas actividades creadoras o recreativas.
La
auto-inhibición
Con el material que le va entrando por los cinco
sentidos y que se instala en su mente, el niño irá formando su
imagen del mundo y establecerá sus propias formas de pensamiento.
Durante los primeros años, incapaz de ejercer funciones de crítica
ni discernimiento, se contentará con aceptar pasivamente las ideas
que oiga a las personas que le rodean y, de modo especial, las que se
refieran a sí mismo. Y estas ideas pasarán a ser suyas, las
suyas, en realidad,
puesto que por el momento no
dispone de otras.
Significa esto que después de oír repetidas veces a su
madre afirmar que «tal cosa no se hace» o que «los
niños buenos se están quietos y callados» y
cosas parecidas, el niño ya
no necesita tener a la madre presente para saber
que tiene que inhibir tal o cual impulso. Su
propia mente se convierte en el elemento vigilante y censor de la
conducta. Y cuando dé salida a un impulso «prohibido», será su
propia mente la que le dirá que «es un chico insoportable», que,
«es malo» y que «no merece que le quiera nadie». El niño irá
estableciendo así en su interior los dos «bandos» que durante toda
la vida serán los protagonistas de su lucha permanente: los impulsos
y la mente.
Es importante ver el aspecto «mecánico» de estas
formas iniciales de inhibición. La experiencia demuestra que son
todavía muchos y muy importantes los residuos de esos
condicionamientos negativos infantiles que perduran hasta la edad
madura, quizás al lado de otros aspectos intelectuales o morales
plenamente desarrollados.
De todo esto hemos de sacar la conclusión, para la
comprensión del adulto, que junto a las
inhibiciones voluntarias y conscientes que el hombre realiza
constantemente en virtud de la buena educación o de las exigencias
de cada momento, existen en él muchas inhibiciones automáticas
establecidas desde la infancia, perfectamente inútiles en sus
condiciones actuales, pero que siguen actuando en forma de verdaderos
tabúes o supersticiones bloqueando con ello a veces una cantidad
considerable de energía y dificultando la obtención de un ritmo
regular de actividad eficiente.
9.
CONTENIDO Y ACCIÓN DEL INCONSCIENTE
La
existencia del plano inconsciente
Un mínimo grado de auto-observación es suficiente para
constatar que la totalidad de nuestra vida psíquica no queda
limitada al conjunto de pensamientos, sentimientos y acciones que
vivimos conscientemente. Al margen de nuestra conciencia vigílica
habitual existe en nosotros una incesante actividad de impulsos y de
ideas que se manifiestan en la vida corriente de las más diversas
maneras: inesperadas variaciones del estado de ánimo, preferencias y
antipatías sin justificación aparente, reacciones desproporcionadas
ante determinadas situaciones, contenidos extravagantes o
inexplicables de los sueños e imaginaciones, etc. Estos y otros
fenómenos semejantes dan claro testimonio de la existencia de una
actividad subterránea de la psique por la que se combinan fuerzas de
gran potencia y se elaboran planes de conducta que raramente
coinciden con los que, por su parte, edifica la mente consciente.
Hasta el mismo curso de la
propia existencia, visto en conjunto, parece obedecer a una gran idea
o consigna que escapa a la percepción de la conciencia ordinaria y
que desborda ampliamente el contenido de las ideas particulares con
que abordamos la vida diaria.
Corresponde al movimiento psicoanalítico iniciado por
Freud y seguido después por un número considerable de notables
investigadores, el mérito de haber descubierto de una manera precisa
y concreta, la enorme importancia que tienen los impulsos, emociones
e ideas contenidos en el plano no consciente de nuestra psique en la
determinación de ciertos estados de ánimo y en múltiples
motivaciones de la conducta.
Definición
del inconsciente
En un sentido general se entiende por
inconsciente el conjunto de contenidos psíquicos
de los que la persona no es actualmente consciente. Como se comprende
fácilmente, estos contenidos son en extremo numerosos y variados.
Hay que contar principalmente entre ellos todos los impulsos
instintivos, enraizados en las capas
más profundas del nivel biológico, los rasgos
psicológicos procedentes de la herencia racial, social y familiar,
las experiencias de toda clase que se han ido
registrando a lo largo de toda la existencia
personal, así como las innumerables inhibiciones a que nos hemos
referido en el capítulo anterior.
Razón
de su importancia
Veamos algunas de las más importantes funciones del
inconsciente:
1. Del inconsciente procede toda la energía de nuestro
psiquismo. Esta energía se concreta después en impulsos o estímulos
diferenciados de acuerdo con los niveles a través de los
cuales se manifiesta.
La fuente de nuestra energía vital, en efecto, está
oculta en lo más profundo de los planos inconscientes. Por esta
razón, cuando existe un bloqueo demasiado
rígido de los contenidos del inconsciente se
obstruye al mismo tiempo la vía de entrada de energía psíquica al
consciente y la persona se encuentra entonces enormemente disminuida
en su vigor físico, afectivo y mental. Es natural, pues, que toda
distorsión o deficiencia en la circulación de esta energía entre
el inconsciente y el consciente se traduzca, en mayor o menor grado,
en multitud de perturbaciones del organismo y del carácter. He aquí
tan sólo algunas de ellas:
- Tensión interior, malestar, insatisfacción que puede
llegar a la angustia.
- Irritabilidad, dificultad en adaptarse a las
situaciones, susceptibilidad.
- Disminución del vigor físico y tendencia a
determinados trastornos funcionales del organismo, especialmente del
sistema nervioso, digestivo y circulatorio.
- Mayor compulsión y rigidez en la conducta.
- Disminución en la calidad del rendimiento: en el
plano social, en la fluidez de ideas, en la amplitud de miras, en la
flexibilidad de la acción, etc.
- Disminución de regularidad en el rendimiento; la
mayor sensación de fatiga (debida a la tensión) y la
irritabilidad, impedirán mantener un ritmo
regular en todo cuanto implique cierto grado de esfuerzo continuado.
- Mayor necesidad de inmediatas compensaciones; éstas
pueden adoptar múltiples formas, pero todas ellas, tienen en común
el ser de un carácter marcadamente egocéntrico e infantil;
mencionemos entre las más
corrientes, la necesidad de demostrar de modo patente la propia
superioridad y de que sea reconocida por los demás una y otra vez su
importancia, el refugiarse en determinados ambientes o
relaciones personales que aseguren un fácil
halago a la propia vanidad,
la tendencia a entregarse por mero placer al uso abusivo de la
comida, de la bebida o del
sexo, etc.
- Tendencia a valorar de un modo
desproporcionado las situaciones desagradables con las consiguientes
reacciones -internas y externas- exageradas o injustas, convirtiendo
muchas veces en problemas cosas que de otro modo se solucionarían
sin dificultad alguna.
- Una notable falta de seguridad acerca de las propias
capacidades, que lo mismo conducirá en ciertos momentos a encogerse
y retroceder ante situaciones que podrían manejarse ampliamente,
como en otras ocasiones inducirá a sobrevalorar los propios recursos
impulsando a contraer
obligaciones y responsabilidades por encima de la capacidad normal de
rendimiento, las que después no se podrán cumplir de forma
sostenida y adecuada.
2. Del inconsciente proceden las líneas fundamentales
de acción conducentes a la satisfacción
de los impulsos o necesidades
primarias.
Esto lo vemos claramente en la conducta «inteligente»
de los animales que, guiados por ese impulso instintivo actúan
adecuadamente en la selección de alimento, en la construcción de
nidos o madrigueras, en su conducta sexual, en sus reacciones
defensivas ante situaciones de peligro, etc. También el hombre tiene
en su interior todas las normas que la «inteligencia del instinto»
pone a su disposición para la mejor conservación de la salud en
todos sus aspectos. Pero la mente del hombre civilizado, alejada de
esa «mente instintiva» por la habitual inatención que guarda
respecto a ella, no puede beneficiarse de su sabiduría
natural y sucumbe a
trastornos y enfermedades causados, muchos de ellos, por hábitos
nocivos y antinaturales que, de vivir con la mente más abierta y
receptiva, hubiera perfectamente podido evitar.
3. Del inconsciente proceden todos los impulsos que
empujan al hombre hacia el pleno desarrollo de la personalidad en
todos sus niveles, esto es, la tendencia a la auto-realización.
Es una necesidad primordial del hombre la de llegar al
pleno desarrollo de todas sus facultades, tanto físicas como
psicológicas y espirituales. Esta necesidad se expresa de muchas
maneras, pero sobre todo la podemos ver en su constante deseo de
expansión y de mejoramiento. Sólo mediante el desarrollo consciente
de todas sus verdaderas capacidades puede encontrar el hombre el
sentido de la propia culminación y de la plenitud. Los bloqueos
inadecuados y permanentes
de las fuerzas interiores son los responsables de
que esta culminación quede lastimosamente frustrada con tanta
frecuencia.
4. En él reside asimismo la fuerte tendencia a
completar todas las experiencias que se han iniciado en un momento u
otro de la vida y que, por alguna razón, han quedado frustradas,
interrumpidas y bloqueadas.
Todo cuando está reprimido queda sujeto a dos fuerzas
contrarias: por un lado, la del esfuerzo mental consciente
-convertido al cabo de un tiempo en automático e inconsciente- por
el que se vigila y se impide la salida de tal manifestación
impulsiva, y por otro lado, la tendencia natural del propio impulso
que es la de expresarse, de dar salida al impulso reprimido. Un
ejemplo muy sencillo lo tenemos en el caso de la persona que guarda
sentimientos hostiles respecto a otra -por no haber dado salida en
una forma u otra a los mismos cuando se originaron-, pero que a la
vez se esfuerza en ser sinceramente amable y objetiva. Veremos a esta
persona cómo, a pesar suyo, tiende a criticar o menospreciar a
aquélla con excesiva frecuencia o con marcada ironía, especialmente
en los momentos en que esté hablando sin plena reflexión y cuidado.
5. En el inconsciente se han ido acumulando todas las
ideas adquiridas, tanto correctas como
erróneas. Estas ideas se
utilizan constantemente después como puntos de referencia para
pensar, valorar y decidir -en gran parte de modo automático-
nuestras reacciones frente a cada situación concreta de la vida.
Esto podemos apreciarlo con mucha frecuencia al escuchar
conversaciones ocasionales sobre los más diversos temas: política,
economía, arte, religión, etc. Si seguimos el diálogo con una
mente objetiva y crítica veremos con cuanta frecuencia la endeblez
de los argumentos contrasta paradójicamente con la vehemencia y la
asertividad que muestran los interlocutores en sus conclusiones.
6. Desde el inconsciente actúan también todas las
actitudes y hábitos -físicos, afectivos y mentales-que se han ido
adquiriendo a través de las experiencias acumuladas.
Estos hábitos se refieren no sólo al modo de hacer
ciertas cosas materiales -vestirse, andar por la calle, modo de
sentarse, etc. sino que incluyen también nuestras disposiciones
interiores habituales: modo de escuchar, modo de pensar en nuestros
problemas, modo interior de amar, modo de enfadarse, de defenderse de
los temores, etcétera, etcétera. Son muchísimas las personas que
no perciben estos gestos o actitudes
interiores que acompañan
a la mayor parte de nuestros estados y acciones habituales.
Quien en su interior tenga condicionamientos positivos,
útiles, eficientes, dispondrá de un poderoso aliado con su
inconsciente, pero quien esté condicionado negativamente, éste
tendrá que esforzarse diez veces más que el primero para obtener
algún resultado positivo en sus actividades, puesto que tendrá que
superar en todo momento la fuerza de oposición de sus
condicionamientos negativos.
Como se ve, el inconsciente es un mundo enormemente
amplio y complejo que abarca en «extensión» la mayor parte de los
contenidos de nuestro psiquismo. Alguien lo ha comparado certeramente
a la zona sumergida de los icebergs
que, como se sabe, es muchísimo mayor que la
parte visible; la parte emergente, en esta comparación, corresponde
a nuestra mente consciente. El sector consciente de la mente del
hombre -del que tan orgulloso está y que le
parece ser la única
realidad verdadera- no es,
realmente, más que la pequeña región de conciencia particular
enclavada dentro de un vasto campo de energías activas e
inteligentes.
Inconsciente
y Superconsciente
En un sentido amplio, el inconsciente no está
constituido tan solo por las zonas profundas parcialmente
actualizadas de los niveles instintivo, afectivo y mental, como
vienen a afirmar algunas escuelas psicoanalíticas. Casi la totalidad
de los niveles superiores de la personalidad forman parte integrante,
asimismo, de la realidad individual de nuestro ser que permanece en
estado latente e inconsciente.
Algunos autores han propuesto para la designación de
estas zonas inconscientes de los niveles superiores el término
Superconsciente para
diferenciarlas de las correspondientes a los
niveles inferiores.
Consciente
e inconsciente
Frente a este campo vastísimo del inconsciente, siempre
presente y siempre activo, cabe racionalmente preguntarse qué papel
juega en realidad el sector consciente de nuestro psiquismo. A
primera vista, en efecto, parece que a la mente consciente le queda
un muy limitado campo de
acción en el conjunto de la vida psíquica.
Esto, aunque en parte es así, no corresponde más que a
un aspecto parcial de la verdad. Este punto de vista constituye el
extremo opuesto del que sostienen muchas personas, quienes creen que
todo cuanto hacen, deciden y piensan está plena y totalmente
determinado por su libre voluntad y deliberación. Y por ser el otro
extremo de un error, es, asimismo, un error.
El hombre es un ser en proceso de evolución. En el
aspecto subjetivo está ascendiendo lentamente -a través de muchos
siglos de esfuerzos y de experiencias- desde la casi inconsciencia
total en tanto que ser individual, hasta la plena realización de los
poderes y facultades implicados en su realidad espiritual. En su
estado actual, participa al mismo tiempo del aspecto automático de
las leyes universales y de la facultad de autodeterminación. Y el
grado en que esta facultad puede manifestarse en la determinación de
sus estados internos y en sus motivaciones, señala precisamente el
grado de madurez y desarrollo alcanzado por su
personalidad.
Las
funciones de la mente consciente
Nuestro ser es un conjunto de fuerzas y energías
inteligentes. Y donde hay inteligencia hay conciencia. Por
consiguiente, incluso nuestra estructura biológica -células,
tejidos, órganos y sistemas- implican la existencia de algún modo
de inteligencia y conciencia.
Lo que denominamos con el
nombre de mente consciente
es un sector diferenciado de este mundo de
energías inteligentes, que se organiza en cada persona alrededor de
su yo espiritual. Es un foco particular de mente y conciencia en el
seno de un mar de energías inteligentes y se origina en un núcleo
dinámico situado a mitad de camino entre los niveles de la mente
personal y de la mente superior. Su estado de desarrollo actual está
aún bastante lejos de lo que parece que puede llegar a ser. Pero a
pesar de ello y también a
pesar de la relativa superioridad masiva de las
fuerzas del inconsciente, contiene unos elementos
que cualitativamente sitúan al hombre
en un lugar único, muy por
encima de los demás seres vivientes de nuestro mundo conocido.
Las funciones en las que interviene la mente consciente
se han detallado en la primera relación del capítulo V. En ella
queda demostrada la gran importancia que tiene la mente consciente en
el conjunto de la dinámica psíquica del hombre. Su
importancia radica no precisamente en la cantidad
o masividad de los factores motivacionales, sino en la
capacidad de la autoconciencia y en el poder de
selección, dentro de la gama de estímulos presentes en el campo de
la conciencia, de aquellos que en la formación intelectual, volitiva
y moral de la persona tienen mayor importancia en un momento dado.
Esta doble capacidad de autoconciencia y de selección
de motivaciones es la que le da una categoría única al
hombre, la que le coloca en situación de
privilegio, aunque tenga que desenvolverse en gran parte dentro de
las potentes fuerzas que surgen del inconsciente y sujeto a las
limitaciones que le imponen
la calidad de sus mecanismos personales de expresión. Podríamos
comparar el valor de la mente consciente al hombre que en una
barquilla dirige, consciente y deliberadamente aunque dentro de
muchas limitaciones, el curso de su marcha a través de las
corrientes del mar. Dependerá de la formación
de su mente -amplitud de conciencia, capacidad de integración
mental, voluntad, etc.-, el que
esta barca pueda convertirse en un buque de gran tonelaje gracias al
cual adquiera una autonomía mucho mayor dentro del campo de fuerzas
en el que se ha de desenvolver y que están más allá de su
conciencia y voluntad actual.
El
preconsciente
Recordemos que nuestro psiquismo se divide en dos
grandes sectores: el consciente y el inconsciente.
Pero además de estos sectores existe otra zona
intermedia constituida por los contenidos del inconsciente que están
pasando al sector consciente y por elementos de este sector en su
paso al inconsciente. Desde el punto de vista de su perceptibilidad
los contenidos de este sector intermedio se caracterizan por su fácil
evocación consciente. A esta zona el psicoanálisis la denomina
sistema preconsciente.
El sistema preconsciente tiene
unos modos propios de funcionamiento, unas leyes que rigen
automáticamente su actividad y que difieren de las correspondientes
al sector inconsciente. Estas leyes, conocidas como el «proceso
secundario», son las siguientes:
1ª La tendencia a ordenar en una sucesión cronológica
todas las representaciones.
2ª La necesidad de elaborar una correlación lógica
entre todos los contenidos.
3ª La tendencia a rellenar las lagunas existentes entre
ideas aisladas.
4ª La introducción del factor causal, es decir, la
relación de coexistencia y sucesión entre los
fenómenos, la relación de causa-efecto.
Estas funciones corresponden, como se ve, al acto de
pensar, sólo que aquí este proceso tiene lugar de un modo
automático y sin que intervenga la facultad crítica y
discriminativa de la mente
consciente. Así es como se construyen automáticamente las frases
que vamos pronunciando en un discurso o en un diálogo interior. Y
también cuida esta función de buscar automáticamente una
justificación racional, siempre falsa, de los hechos que de un modo
compulsivo hemos cometido.
Este es un hecho importante. Como todos los contenidos
del inconsciente han de pasar necesariamente por el sistema
preconsciente antes de manifestarse a la mente consciente, los
impulsos y demás contenidos aparecen a la superficie «revestidos»
de las ideas y razones elaboradas por el
preconsciente.
Ciertas tendencias aparecen entonces como obedeciendo a
unas razones que no les corresponden en absoluto,
o pueden presentarse con unas «justificaciones» que
tampoco encajan realmente con la situación
exterior. Y si la mente consciente no está
en estas ocasiones bien organizada y activamente despierta, no
puede con su facultad discriminativa evitar el
deslizarse en «lapsus» y errores en la conducta, aceptar
apreciaciones tendenciosas y adoptar decisiones inadecuadas al
verdadero interés racional del individuo.
Características
del inconsciente
En su funcionamiento y aparte de otros dinamismos que
explicaremos más adelante, los elementos contenidos en
el inconsciente están sujetos básicamente a un
modo de funcionamiento particular, que difiere notablemente del modo
de funcionar del consciente y del preconsciente. Estas leyes del
inconsciente, conocidas en conjunto con el nombre
de proceso primario, son las siguientes:1
- Ausencia de cronología.
- Ausencia del concepto de contradicción.
- Lenguaje simbólico.
- Igualdad de valores para la realidad interna y la
externa o supremacía de la primera.
- Predominio del principio del placer.
1 A. Tallaferro. Curso
básico de Psicoanálisis.
Ed. Valerio Acebedo.
Buenos Aires, 1957.
La ausencia de cronología significa que para el
inconsciente no existe distinción alguna entre los hechos del
pasado, del presente o del
futuro. Todos sus contenidos están en un estado de actualidad
constante. La carga energética de cualquier acontecimiento antiguo
sigue actuando en el inconsciente de un modo invariable con tanta
actualidad como si acabara de ocurrir. Las situaciones que no se han
liquidado por completo dentro de la mente, continúan así actuando
desde el interior en todo momento, aunque se crean olvidadas ya y
desvanecidas por completo. Una persona, por ejemplo, puede mostrar
toda su vida una actitud hostil o vindicativa por una serie de
situaciones desgraciadas vividas en la infancia y que no ha acabado
de resolver en su interior.
La ausencia del concepto de contradicción significa
que, como el inconsciente no se mueve por categorías lógicas, las
ideas contrarias no se neutralizan mutuamente, como
ocurre en el pensamiento consciente, sino que
coexisten una al lado de la otra con sus respectivos significados.
Así, puede muy bien ocurrir que respecto a una determinada persona
existan a la vez impulsos hostiles y sentimientos de afecto y
admiración.
Esto explica muchos de los casos de tendencias
contradictorias que muchas personas observan, en sí mismas hacia tal
persona, situación o conducta.
El inconsciente no utiliza el lenguaje verbal en la
representación de sus contenidos, sino que se
vale del lenguaje más primitivo de los símbolos. Esto se aprecia
con mayor claridad en los sueños, en los que, en efecto, vemos cómo
los impulsos y sentimientos vienen representados plásticamente por
imágenes adecuadas: la agresividad de base instintiva adopta la
forma de un tigre, un toro u otro animal salvaje que nos amenaza; la
hostilidad hacia el prójimo, por un atracador o una batalla de
guerra; el optimismo ante la vida por un espléndido paisaje o
por ir conduciendo un coche de extraordinaria
potencia, etc.
Para el inconsciente los hechos
son reales en la medida que existen en su interior. Si deseo pegar a
alguien, el inconsciente lo registra como si ya estuviera pegándole;
si temo que me critiquen el
inconsciente vive ya la crítica como una realidad. Y si el miedo de
ser criticado es muy intenso -esto es, si tiene mucha
carga energética-, aunque reciba del exterior seguridades de que no
se producirán estas críticas, aún continuará
prevaleciendo en el inconsciente por algún tiempo la presencia de
dicha sensación. Así, por ejemplo, una persona que ha deseado
perjudicar a otra, pero sin llegar a hacer nada en realidad, se
sentirá interiormente culpable si le llega a ocurrir algún percance
a dicha persona, aun cuando ella no tenga absolutamente nada que ver
en tal percance; su inconsciente había registrado como real el
perjuicio deseado e irracionalmente -inconscientemente- se sentirá
responsable de cualquier daño efectivo que aquella persona pueda
recibir.
El predominio del principio del
placer significa que,
como en el inconsciente no existe ningún tipo de censura moral, los
impulsos tienden a expresarse y a buscar su satisfacción de un modo
directo, inmediato, sin preocuparse de los resultados que puedan
derivarse de tal o cual acción. Este es el modo natural de actuar
del inconsciente y por esta razón nadie ha de perturbarse por el
hecho de que sienta en su interior impulsos y
tendencias muy primitivas o inmorales. Pero, evidentemente, esto no
quiere decir que se deba ver en ello una justificación para ninguna
acción indebida. Si los impulsos del inconsciente tienden por su
naturaleza a la satisfacción indiscriminada de sus exigencias, hay
por otra parte en el hombre una fuerte exigencia ética, procedente
de los niveles de su superconsciente, y una formación moral
concreta, adquirida por la mente consciente del mundo cultural que le
rodea.
Otra característica del inconsciente es que en un
momento dado la energía que estaba asociada inicialmente a una
situación concreta, determinada, puede desprenderse de la imagen de
dicha situación y proyectarse hacia otra situación que
circunstancialmente se esté viviendo, en este momento. Gracias a
esta posibilidad se pueden resolver a veces fuertes tensiones
interiores mediante los mecanismos de derivación
y sublimación, de los que hablaremos más
adelante.
Elementos
estructurales
Los elementos estructurales que existen en el
inconsciente son de la máxima importancia para la correcta
comprensión de las motivaciones
ocultas de la conducta, y de las deformaciones caracterológicas que
en mayor o menor grado observamos en casi todas las personas. Son los
siguientes:
- El eje central constituido por el centro de todas las
experiencias vividas: yo-experiencia o
experiencia de sí mismo.
- La representación mental de sí
mismo: yo-idea.
- La imagen deseada de sí mismo: yo
idealizado.
- El mecanismo mental automático de
control y censura.
Pasemos a describir
brevemente cada una de estas estructuras.
El
eje Yo-experiencia
Desde el primer momento nuestra existencia está
constituida por una serie ininterrumpida de experiencias de los más
diversos grados, tipos y niveles. Cada experiencia, además de un
modo particular de percibir el mundo o no-yo y de constituir una
determinada actitud, contiene implícitamente una noción inmediata o
sentimiento íntimo de sí mismo en tanto que sujeto o protagonista
de tal experiencia. A lo largo, pues, de todas las
categorías de experiencias se va estableciendo
un eje de vivencias centrales que constituye la conciencia viva e
inmediata que el sujeto tendrá de sí mismo.
Cada persona, en efecto, va adquiriendo una noción de
sí misma en cada uno de los niveles de su personalidad: nivel
vegetativo, motor, afectivo, mental, etc. Donde no hay experiencias,
tampoco hay despertar de la conciencia. Si las experiencias que
predominan son variadas, positivas y profundas, la
persona adquirirá una conciencia de sí misma
igualmente amplia, afirmativa y vigorosa.
El
Yo-idea
Aproximadamente alrededor de los 2-3 años de edad, el
niño adquiere progresivamente la capacidad
de imaginar y de pensar. Antes de esa edad, en general, el niño
vivía las situaciones tan sólo al estar frente a ellas, al
percibirlas directamente a través de sus sentidos, pero a partir de
ahora su mundo mental se va ampliando enormemente al poder manejar
las imágenes y las ideas de las cosas. Gracias a esta capacidad de
representación podrá ir adquiriendo paulatinamente formas más
elevadas de pensamiento.
Ahora bien, junto con las representaciones del mundo que
le rodea, el niño aprende a formar la representación de sí mismo,
la imagen y la idea de su propia realidad, de su manera de ser, de su
valor, etc. Y esta idea de sí mismo pasará a ocupar en lo sucesivo
un lugar primordial en su mundo
de representaciones y tendrá una importancia extraordinaria en toda
su vida, puesto que la mayor parte de su actividad pensante estará
condicionada por y centrada en ella. El yo-idea, en efecto, será el
eje alrededor del cual girarán permanentemente la casi totalidad de
los pensamientos que elabore la persona media o de tipo corriente.
Si en su representación del yo no interviniera ningún
otro factor, el individuo tendría una idea correcta, precisa y clara
de sí mismo, sin ninguna distorsión, error ni desviación. Pero
como esto no ocurre así, el yo-idea se convierte en una fuente de
constantes ilusiones y espejismos para el propio sujeto.
Hay que distinguir las experiencias constituidas por las
percepciones que se refieren al propio cuerpo: sensaciones internas,
cambios posturales, etc., y que, en conjunto, conducen a la formación
de la imagen mental conocida con el
nombre de esquema corporal.
Otra serie de elementos que intervienen poderosamente en
la formación del yo-idea está constituida por todas las impresiones
procedentes del exterior y que se refieren de un modo u otro a la
propia persona del sujeto: actitudes y reacciones de la gente frente
a él, comentarios y observaciones sobre si es listo, simpático,
bueno, educado, o bien si es torpe, perezoso, descarado, etc.
Para el niño revisten gran importancia estas opiniones
de los demás acerca de sí mismo, puesto que él carece de puntos de
referencia propios y, por lo tanto, depende totalmente de la
valoración y estimación que aprecia en cuantos le rodean para
formarse una opinión sobre su propio valor y merecimiento.
Así se va configurando una imagen bastante precisa de
cómo la persona se cree ser. La formación de
esta imagen de sí mismo se inicia, pues, en la primera infancia y va
evolucionando en el transcurso del tiempo, de acuerdo con la
naturaleza de los nuevos elementos que constantemente se le van
añadiendo.
Es importante observar que el Yo-idea, en su mayor parte
está sumergido en el inconsciente por lo que la persona nunca tiene
una idea consciente precisa y completa de como está creyendo ser,
aunque pueda en todo momento dar razón del algunos
de los rasgos que cree poseer. Pero a pesar de
estar sumergida en el inconsciente, la representación mental del Yo
es el punto constante de referencia para determinar casi en su
totalidad las reacciones que el sujeto adoptará, como la cosa más
natural del mundo, en cada situación concreta de la vida.
El
Yo idealizado
El conjunto de los contenidos reprimidos en el
inconsciente están en todo momento pugnando por salir al exterior,
por descargarse, por completar su circuito, pero la mente consciente
lo impide mediante un continuo esfuerzo -que con el tiempo se ha
convertido en automático e inconsciente-, porque estos contenidos no
están de acuerdo con la fórmula del Yo-idea y
aparecen como reprobables o perjudiciales.
El resultado de esta constante represión del
inconsciente es la necesidad de crear una imagen ideal de sí mismo,
proyectada hacia el futuro, en la que el Yo-idea se pueda ver como
algo poderoso, grande, perfecto, total. Es la necesidad básica de
llegarse a vivir del todo; en la medida en que el presente no puede
satisfacerla surge la necesidad de crear esta proyección ideal de sí
mismo en el futuro. Esta es la razón por la que todos tenemos
grandes deseos de conseguir determinadas cosas en el futuro, en un
grado más o menos superlativo: dinero, salud, belleza, poder,
admiración de los demás, sabiduría, virtudes, etc. La imagen de sí
mismo consiguiendo estos objetivos constituye el Yo-idealizado.
La tendencia natural del Yo-idealizado es
la de querer las cualidades
en forma absoluta. En efecto, puesto que la razón de ser de esta
imagen idealizada es la necesidad de una afirmación total
de sí mismo, solamente los valores absolutos
aparecen irracionalmente como aptos para esta reafirmación total. Si
me siento humillado una y otra vez, y observo sin intervenir
conscientemente cuál es la reacción que se forma en mí, veré que
surge el deseo desenfrenado de llegar a ser todopoderoso; sólo una
fórmula total me soluciona in mente
totalmente.
Ante estas pretensiones de tipo absolutista que tienden
a formarse espontáneamente en el interior, surge la reacción de la
mente consciente que, influida por la moral adquirida de la sociedad,
obliga a censurar, a recortar o reducir tales sueños y pretensiones
por excesivos y reprobables. El resultado de esta autocrítica o
censura, es que el Yo idealizado adopta entonces
una configuración aceptable a la propia conciencia moral y social
dejando que se incorporen al Yo-idealizado tan sólo aquellos rasgos
que no ofrecen ninguna dificultad para ser moralmente aceptados. Uno
se limita, pues, a desear llegar a ser muy bueno e inteligente;
llegar a tener el dinero «suficiente» para vivir con comodidad
pero, claro está, sin despilfarros; llegar a tener mucha influencia,
sí, pero para poder ayudar mejor a los
demás, etc.
Nunca hay que olvidar que detrás de la fórmula
encantadora y angelical del Yo idealizado tal como lo aceptamos
conscientemente, existe, más o menos encogido y oculto, pero siempre
potencialmente vigoroso, el Yo idealizado con pretensiones de
Absoluto, verdadera caricatura o imagen invertida de nuestra
auténtica dimensión espiritual, la que, precisamente, por serlo,
trasciende toda actitud egocéntrica y toda fórmula mental.
El
mecanismo de control y censura
Es el mecanismo automático que cuida de vigilar y
regular la salida de los contenidos del inconsciente permitiendo o
impidiendo su manifestación
en el consciente o en el exterior, según
estén o no de acuerdo con los patrones del Yo-idea o del Yo
idealizado.
Este mecanismo es el resultado de todos los gestos de
inhibición voluntaria que toda persona ha ido aprendiendo a hacer en
el curso de su educación social. La mente se ha ido condicionando a
que determinadas cosas en determinadas situaciones no
deben hacerse. Con el tiempo, este
condicionamiento de inhibición ante determinadas situaciones se ha
hecho automático e inconsciente. Después, su acción se ha
extendido incluso a la propia
mente consciente, de modo que impide o trata de impedir tomar
conciencia de aquellos contenidos del inconsciente que son altamente
desagradables.
Los efectos de este mecanismo regulador de nuestra mente
podemos constatarlos en múltiples situaciones. Cuando estamos en un
ambiente de cierta importancia social, automáticamente seleccionamos
nuestras palabras y actitudes, de modo muy diferente a cuando estamos
con un grupo de amigos y de cuando estamos con nuestra familia. Si
aprendemos a estar bien «despiertos», podremos constatar
repetidamente con qué rapidez nuestro proceso asociativo mental se
detiene o cambia bruscamente de dirección en los
momentos en que las ideas tomaban un curso
peligroso para la seguridad del Yo-idea y para la tranquilidad de
nuestra autoestimación.
Algunas
observaciones importantes sobre la naturaleza y dinámica de estos
elementos estructurales del inconsciente
La conciencia de sí mismo inherente al Yo-experiencia
no está constituida por
ninguna representación mental o idea. Es una vivencia directa,
profunda, inmediata e irreductible de la propia realidad. Esta
autoconciencia es el centro de todas las acciones conscientes que el
sujeto ha ejecutado; es, pues, el centro de la conciencia de todas
las facultades realmente ejercitadas, desarrolladas. Todas estas
acciones constituyen el adiestramiento básico de la conducta, son la
realidad del desarrollo de su ser.
El eje Yo-experiencia conjuntamente con la conciencia de
mis actos, responde a mi auténtica realidad, a la verdad de mí
mismo, a mi verdadera capacidad actualizada de acción en todos los
sentidos, puesto que es exactamente
el producto del ejercitamiento y desarrollo de mis facultades.
El Yo-experiencia es un elemento estructural que está
sumergido en su mayor parte, en los sectores preconsciente e
inconsciente, y abarca todos aquellos niveles que se han manifestado
conscientemente aunque no haya sido más que una sola vez.
Hemos dicho que en la formación del Yo-idea interviene
el proceso ideativo e imaginativo del sujeto. Veamos cómo ocurre
esto.
Cada vez que el niño
tiene que inhibir algún impulso por un imperativo exterior, la
energía de dicho impulso buscará su salida, y al no poder
expresarse en el mundo real, intentará descargarse a través del
mundo imaginativo. Por esta razón el muchacho necesita estar
imaginando constantemente hechos estupendos o aventuras, en las que,
naturalmente, él es siempre el protagonista en tanto que héroe o
quizás, en algunos casos, en tanto que víctima o mártir. Lo mismo
ocurre en cada uno de nosotros cuando la imaginación actúa de un
modo automático en los momentos de divagación. Este es el motivo
por el que al niño le gustan tanto las revistas infantiles en donde
encuentra el super-hombre como héroe, y se identifica con él por
unos momentos, gozando como si, fuera él mismo el autor de las
hazañas. Idéntico fenómeno observamos en el adulto cuanto necesita
ir a ver determinadas películas o leer ciertas novelas que le hacen
vivir durante unas horas situaciones de éxito, de poder o de
importancia en cualquier otro sentido.
El Yo-idea es el centro de tales procesos imaginativos.
Y por vivir una y otra vez ficticiamente situaciones imaginarias, la
imagen de sí mismo se va deformando poco a poco y deja de coincidir
con la verdadera realidad del sujeto, es decir, se descentra del eje
de su Yo-experiencia. Y como esta vía de compensación imaginativa
resulta más fácil y agradable para el sujeto que la lucha contra
los obstáculos de la vida real, acudirá a ella repetidamente, hasta
que se convertirá en un hábito, en una verdadera necesidad. De esta
manera su Yo-idea se irá alejando cada vez más de su Yo-experiencia
real, de su verdad, deformándose progresivamente e incapacitando
totalmente al sujeto para poderse ver y conocer tal como realmente
es.
Lo grave de esta deformación del Yo-idea es que es sólo
parcial. En efecto, si la deformación fuera total, nunca
coincidirían las cosas, y entonces se haría patente que algo anda
mal. Pero al ser la deformación sólo parcial, el propio sujeto ve
únicamente la parte de verdad y no aprecia la parte de error. Y la
parte de error que no ve, es la que le hace tropezar dolorosamente -y
de un modo incomprensible para él- con la verdad de la vida, de las
personas, de las cosas, de las situaciones... y de sí mismo.
Ulteriormente, en el transcurso del tiempo, el Yo-idea
se irá apropiando de la idea de cuantas cualidades considere como
fundamentales o muy deseables. Del mero deseo de adquirirlas pasará
insensiblemente, en virtud de la influencia de la imaginación sobre
su Yo-idea, a creer que ya empieza a poseerlas. Y del mismo modo,
tenderá también a rechazar la idea
de aquellos defectos que la sociedad censura
ásperamente, prescindiendo de que en realidad los tenga o no.
Colocado entre dos mundos, el Yo-idea intentará
mantener el equilibrio entre las exigencias de uno y otro, aun a
costa de alterar, a menudo, la verdad de las cosas y de sí mismo.
Las represiones
constituyen una masa de energías que debían
haberse vivido de una manera u otra, pero que no se han vivido de
ninguna y que, por lo tanto, no se han incorporado a la conciencia
del Yo-experiencia. Constituyen el déficit total de la conciencia de
sí mismo.
Por otra parte, como estas energías reprimidas lo han
sido porque no estaban de acuerdo con la fórmula del Yo-idea, el
sujeto no puede permitir que en ningún momento salgan del interior e
irrumpan en su conducta, puesto que esto representaría un desastre
para el Yo tal como se cree que debe ser. Así, pues, las represiones
constituyen una amenaza permanente para la seguridad del Yo-idea, y
ante cuyo peligro hay que estar siempre alerta y vigilante.
Esta amenaza interior es el origen de la mayor parte de
los estados de inseguridad, miedo y angustia. Lo que causa temor no
es tanto lo exterior, sino los contenidos interiores; un tímido que
lo es porque tiene mucha energía reprimida, sentirá miedo ante una
discusión o pelea, porque esta situación exterior estimula el
empuje de la energía inhibida dentro de él que amenaza con salir de
forma violenta, pero si lo hiciera se desorganizaría por completo la
imagen o idea de sí mismo formada a base de buena educación,
compostura, control, etcétera.
Siempre que la persona piense sobre sí misma o sobre
las cosas en relación con ella, tomará como punto de referencia
para valorar y para decidir, los contenidos existentes en el Yo-idea.
Si tengo la idea del alto valor de mi alcurnia o de la gran
importancia de determinada cualidad que creo poseer, reaccionaré en
todo momento a tono con ello.
Y en la media en que el Yo-idea está deformado y
alejado de la verdadera realidad del sujeto, todos los procesos
mentales que se hagan partiendo de él, sufrirán asimismo,
necesariamente; una desviación, una tergiversación más o menos
pronunciada de la verdadera realidad.
Así, pues, se puede afirmar que todas las ideas que una
persona se forma sobre sí misma son, por lo menos, parcialmente
erróneas. Y por la misma razón, las idealizaciones de sí mismo y
de las cosas están sujetas al mismo error.
Otra consecuencia importante de la existencia del
Yo-idea es que cuando nos relacionamos con otras personas, estas
personas nos escuchan, nos ven, nos valoran y reaccionan de acuerdo
con su Yo-idea, con todas las tendencias, existentes en él, con sus
preferencias y sus rechazos. Por lo tanto, no es realmente con la
persona que vemos y tal como la vemos con quien hablamos, sino con su
Yo-idea, con la imagen que ella tiene de sí misma, esa imagen que
tiende constantemente a su Yo-idealizado. Por no tener en cuenta este
hecho, sufrimos tan a menudo sorpresas y desengaños sobre las
reacciones imprevistas de las personas con quienes hablamos,
incluidas nuestros familiares más próximos, ante nuestras palabras
y actitudes, interpretándolas a menudo de un modo tan
sorprendentemente tendencioso.
En el plano de la experiencia vital, vivimos nuestra
realidad siempre de un modo positivo, afirmativo y ningún hecho
exterior puede anular esta conciencia de positividad. Pero en el
plano de las ideas no ocurre así. Una idea puede ser totalmente
negada o neutralizada por otra idea. Y esto es lo que ocurre con
nuestro Yo-idea. Cuando vivo desconectado de mi Yo-experiencia y sólo
pendiente de mi Yo-idea, cualquier pensamiento que sea contrario a la
representación que tengo de mí mismo aparece como una negación,
como una anulación de mí mismo. Por eso me afecta tanto, que no lo
puedo tolerar. Así, la idea
de un posible desastre económico con el
descrédito que le acompaña, aparece ante mí como algo terrible, me
provoca angustia, ya que es la negación total de la imagen de éxito,
prestigio y alta valoración que forman parte integrante de mi
Yo-idea. Toda idea negativa que vivo como probable realidad
constituye una amenaza formal a mi Yo-idea; tanto es así, que siento
como si fuera toda mi realidad, produciéndose un desgarro en la
imagen de mí mismo. Por consiguiente me causa, como es natural,
verdadera angustia.
Esta es la razón por la que nos hace sentir mucho mayor
temor la idea de
las personas y situaciones negativas que el hecho de enfrentarnos
realmente con
las mismas personas
y situaciones. Por ejemplo, me preocupa y atormenta la perspectiva de
una entrevista difícil, porque la idea de la probable situación
violenta, de las críticas, etc., amenaza y tiende a negar la
representación que hay en mi Yo-idea de ser aceptado y admirado por
los demás, y, sin embargo, en el momento
actual de la entrevista,
particularmente si vivo la situación de un modo consciente y
abierto, desaparecerá por completo aquel temor desenvolviéndose la
entrevista, sea cual sea su curso, en un estado de ánimo
completamente diferente. ¿Cuál es el motivo de esta diferencia?
Mientras pienso en la entrevista hay un choque entre dos ideas que
tienden a anularse mutuamente y una de ellas es la que vivo como la
más importante y real de todas: es la idea de mí mismo, el Yo-idea,
y es natural que toda amenaza a esta representación la sienta como
una verdadera amenaza a mi ser. En cambio, en el momento
real de la entrevista, si
actúo de un modo abierto y consciente, todo yo enfrento la situación
desde el nivel de mi Yo-experiencia, estoy viviendo mis valores
reales y siendo consciente de lo que hay de positivo en mí. Por
consiguiente, no vivo la situación de un modo meramente negativo.
Tal vez habrá algo en el curso de la entrevista que resultará
desagradable, pero al mismo tiempo sentiré la afirmación positiva
de mi ser, ya que lo estoy expresando. Ahí se ve, de paso, la
importancia de vivir permanentemente en una actitud centrada en el
Yo-experiencia, y evitar
el dejarse absorber ni por un momento en el campo de meras
teorizaciones del Yo-idea. Incluso en el acto de pensar hay que
permanecer centrado en el eje del Yo-experiencia: solamente así se
evita el identificarse con las propias ideas.
Sin embargo, puede comprobarse indirectamente la
existencia de las distorsiones del Yo-idea con relativa facilidad. El
hecho de que hagamos a menudo programas de conducta, distribuciones
de nuestro tiempo, planificación de nuestras actividades, y que
estos programas nunca resulten realizables en la práctica, demuestra
que nuestra óptica mental está distorsionada respecto a nuestra
capacidad efectiva de acción. En cada ocasión en la que calculamos
mal nuestras posibilidades de rendimiento en situaciones que ya hemos
experimentado antes, se muestra el desajuste entre nuestro Yo-idea y
nuestro Yo-experiencia. Y cada vez que experimentamos una resonancia
emotiva ante nuestra propia conducta -sorpresa, vanidad, decepción,
disgusto, etc.-, tenemos una nueva verificación de lo mismo.
Actitudes
inconscientes defensivas contra la inseguridad y la angustia
El Yo-idea tiene
que estar constantemente controlando, integrando y coordinando las
exigencias de su mundo interior y las del mundo exterior. Ambas
exigencias son, a menudo, contradictorias por lo que se origina un
conflicto en la mente que va acompañado de los síntomas de alarma,
tensión y angustia.
Para intentar resolver este problema y huir de la
angustia el Yo-idea adopta diversas actitudes que producen un alivio
transitorio de la tensión. Pero la persona no puede adoptar las
correctas actitudes que idealmente resolverían el conflicto, porque
no puede dejar de actuar en función de los
valores del Yo-idea. Y mientras el Yo-idea
continúe existiendo con sus deformaciones básicas, todos los
procesos mentales que se deriven de él, adolecerán necesariamente
de las mismas deformaciones. Por esto, aunque se vea lo inadecuado o
infantil de esas reacciones, no se debe ir contra
ellas, ya que dependen de otra actitud más honda y primordial, la de
la total identificación de la realidad del sujeto con su Yo-idea.
Sólo descargando la tensión exagerada del inconsciente y
recuperando la conciencia habitual del Yo-experiencia se pueden hacer
desaparecer tales artificios engañosos y, a la vez, alcanzar una más
profunda armonía con el mundo.
Las actitudes o reacciones defensivas automáticas que
suele adoptar el Yo-idea frente a la
presión de los contenidos
del inconsciente incompatibles con sus valores aceptados
conscientemente, son, principalmente, las siguientes:
La represión.
La racionalización.
La regresión.
El aislamiento.
La acción contraria.
La identificación.
La proyección.
La sublimación.
A veces, lo que se intenta disminuir no es la presión
de lo inconsciente, sino más bien la fuerza de la situación
exterior amenazante. Entonces, las principales actitudes son:
La negación.
La limitación o renuncia.
La identificación con el no-yo.
LA REPRESIÓN.- En psicoanálisis se entiende por
represión no sólo el hecho de que un acto, un deseo o una idea se
inhiban y no lleguen a
expresarse, sino además que la persona ya ni
siquiera se da cuenta de que tal impulso
o deseo ha existido y se ha ocultado de su percepción interna.
Este carácter automático de la represión es la que
hace que muchas personas no puedan ser conscientes de la existencia
de determinados rasgos caracterológicos que están en pugna con los
valores de su Yo-idea: hostilidad, miedo, envidia, ambición, etc.
Hay que distinguir esta clase de
represión, que tiene un carácter automático e inconsciente, de la
represión voluntaria que la persona ejerce sobre aquellas
manifestaciones que son perjudiciales o inadecuadas en su conducta
consciente.
LA RACIONALIZACIÓN.- Este término tiene en
Psicoanálisis una acepción muy distinta de la que recibe en la
ciencia de la organización del trabajo.
Todos sentimos la necesidad de que nuestra conducta
quede justificada lógicamente, es decir, que obtenga la aprobación
del Yo-idea. Pero como la verdadera motivación de nuestros actos, a
veces, no tiene un origen lógico, sino impulsivo o emotivo, resulta
que para justificar racionalmente tal conducta hay que buscar como
sea argumentos que sean o parezcan ser convincentes. Este complicado
proceso mental por el que intentamos convencernos a nosotros mismos
de la justificación racional de determinado acto o impulso,
es la racionalización.
También este mecanismo tiene un carácter automático y
muchas veces es totalmente inconsciente. No se trata, pues, de que el
individuo trate de engañar a nadie deliberadamente; es la
sobrevaloración de su Yo-idea que le fuerza a engañarse a sí
mismo, ya que no puede aceptar el ser o actuar de modo diferente a la
imagen de su Yo.
LA REGRESIÓN.- Es la tendencia a volver a modos de
conducta más primitivos o infantiles cuando la persona se encuentra
en dificultades para adaptarse a una situación actual. Esto obedece
a la tendencia a refugiarse en experiencias placenteras del pasado
frente a lo desagradable del presente.
Esta clase de reacción es muy frecuente en las personas
cuyo Yo-experiencia no ha evolucionado debidamente. Al encontrarse
débil en un nivel, tiende a regresar a otro más elemental.
EL AISLAMIENTO.- Es la tendencia a separar las
conexiones que existen entre un síntoma y su causa, viendo aquél
como algo totalmente independiente en sí mismo. Tal ocurre, por
ejemplo, a quien rehúye asistir a espectáculos en locales lujosos
alegando que no le gusta pagar por las cosas más de su valor o
porque la gente que los frecuenta es antipática, cuando la verdadera
razón es que al ir a tales lugares se despierta su angustiosa
sensación de fracaso económico o social. La conexión entre esta
causa y su síntoma está reprimida y el sujeto cree sinceramente que
la razón que da de su desagrado es verdadera.
LA ACCIÓN CONTRARIA.- Para defenderse de la sensación
de culpabilidad con que se presentan muchos de los impulsos del
inconsciente, la persona siente en ocasiones la necesidad de hacer
exactamente lo contrario de lo que el impulso sugiere, como si
quisiera convencerse a sí misma de la verdad de su virtud y de la
mentira o no existencia del impulso reprimido.
Es frecuente este fenómeno en personas que tienen
hostilidad reprimida hacia otras, y muy especialmente si se trata de
familiares. Por ejemplo, el caso de la persona que sueña que a su
madre le ocurre un grave accidente -impulso inconsciente a librarse
de su presencia- y que al despertar se siente obligado a hacerle
especiales demostraciones de cariño.
LA IDENTIFICACIÓN.- Este es uno de los fenómenos más
interesantes de nuestra mente. Consiste en asociar toda la noción de
realidad del sujeto con uno de sus contenidos mentales, con una idea
o representación determinada, que lo mismo puede proceder del
exterior que de la propia mente del sujeto.
Lo vemos y vivimos constantemente. Mientras estoy
contemplando una película que me gusta, yo
me siento como si fuera el personaje de la pantalla, sufro con sus
problemas y me alegro con su triunfo: Yo me vivo en él. Por otra
parte, cuando tengo una idea importante o un sentimiento muy vivo, en
aquellos momentos sólo soy consciente de mí mismo en tal idea o
sentimiento, es decir, como si todo yo
me confundiese e identificase con aquella idea o
emoción. Constantemente me estoy viviendo a mí mismo como si fuera
tan sólo alguno de mis fenómenos o procesos mentales. En cada
momento paso de una identificación a otra, y por lo tanto, tomo la
parte por el todo; sufro grandes disgustos, me ilusiono con
facilidad, tengo ideas geniales que después descubro son absurdas o
impracticables, dramatizo las situaciones personales, etc.
Pero aquí, hemos de referirnos a la identificación
únicamente como recurso automático de la mente para escapar a la
angustia interior. La forma más corriente consiste en sentir y
actuar de la misma manera que determinada persona a quien se admira:
el padre, el maestro, el jefe, u otro personaje cualquiera. No se
trata sólo de una imitación externa, sino que existe también un
sentirse a sí mismo como si fuera en cierta forma aquella persona:
el niño adopta en ocasiones la pose de su padre o de su madre cuando
habla a otros más pequeños que el, etc.
Una forma parcial de la identificación es la
introyección, que
consiste en retener exclusivamente alguna de las cualidades de la
otra persona: la autoridad, el aplomo, etc.
LA PROYECCIÓN.- Viene a ser un mecanismo inverso al
anterior. Aquí, el sujeto tiende a atribuir a otra persona la
posesión de aquellas tendencias reprimidas que no son aceptables a
su Yo-idea. Quien tiene hostilidad reprimida cree ver en todos los
demás actitudes hostiles, sin darse cuenta de la suya propia. Cuando
uno está enamorado, tiende a ver en la mujer amada una serie de
cualidades que quizás sólo existen en su propio inconsciente, etc.
LA SUBLIMACIÓN.- Es el proceso mediante el cual la
carga energética se desplaza y se exterioriza a través de otro
nivel superior. El impulso sexual puede así sublimarse y convertirse
en nuevos impulsos creadores en el plano intelectual o estético; la
inmovilidad física forzada, como en el caso de ciertos enfermos o
personas encarceladas, puede traducirse en un estímulo para
escribir, pintar, etc.
LA NEGACIÓN.- Es la tendencia a deformar o hasta negar
la realidad exterior desagradable. Esta negación puede hacerse
mediante actos, palabras o simplemente en la imaginación.
LA LIMITACIÓN O RENUNCIA.- Consiste en la tendencia a
dejar de interesarse del todo por lo que se estaba haciendo cuando
surge el peligro de quedar en mal lugar respecto a otros o de merecer
alguna crítica. Lo característico de esta actitud no consiste en la
renuncia exterior a la acción, sino en el hecho de que interiormente
se corta toda conexión afectiva con la referida actividad.
LA IDENTIFICACIÓN CON EL NO-YO.- Esta curiosa reacción
defensiva consiste en adoptar la misma actitud de la persona que
constituye la amenaza exterior.
Para ilustrar tal mecanismo relata Tallaferro en su
libro sobre Psicoanálisis, la experiencia de Aickhorn, quien, en
cierta ocasión, trató a un niño que tenía la costumbre de hacer
extrañas muecas cuando era reprendido. Su maestro se quejaba de que
el pequeño reaccionase de una manera tan extravagante y anormal
frente a sus amonestaciones y reproches. Por lo general, en tales
ocasiones hacía aún más muecas. Todo quedó aclarado cuando el
niño las repitió durante la consulta. Pues como el maestro estaba
presente en ella y le riñó, el psicoterapeuta pudo advertir que los
gestos del niño no eran nada más que una caricatura de la expresión
de enojo de su maestro. En el trance de soportar las reconvenciones,
el pequeño dominaba su angustia mediante una inconsciente imitación
de la expresión irritada de su maestro.
Todos los mecanismos defensivos que hemos expuesto
tienen en común el rasgo de ser totalmente inconscientes y
automáticos, y por lo tanto, la persona desconoce su verdadera razón
de ser y suele rechazar vehementemente toda explicación de tales
fenómenos.
Al mismo tiempo, por el hecho de que ninguna de esas
actitudes inconscientes permite vivir la situación de un modo pleno
-exceptuando quizás la sublimación, en los casos en que se hace de
una manera total-, no bastan para solucionar en su raíz, el
verdadero problema. Son mecanismos automáticos que buscan soslayar
por el momento el problema, no resolverlo.
10.
LA INSEGURIDAD, EL MIEDO Y LOS DEMÁS ESTADOS NEGATIVOS. CÓMO SE
FORMAN Y CÓMO SE MANIFIESTAN
Parece, a primera vista, que todo ser dotado de vida
tendría que vivir interiormente en un estado de seguridad y de
positividad, puesto que la vida, de por sí, es siempre afirmativa,
positiva y real, como lo es la energía vital que la informa. E
incluso aquellas personas dotadas por su naturaleza de menos energía
que otras, deberían vivir igualmente en un estado total de
positividad, ya que, a fin de cuentas, si vivieran por completo su
capital energético, esto les daría una conciencia totalmente
positiva de sí mismas.
Pero la experiencia nos enseña que, desgraciadamente,
esto no ocurre así; la inseguridad y demás estados negativos, en
mayor o menor grado, son el denominador común de la conciencia de
los individuos de nuestra sociedad.
¿Qué
es la seguridad?
La seguridad es el estado interior que resulta de la
conjunción de dos requisitos o condiciones:
- Actualización externa e interna de todas las
potencialidades positivas de la persona.
- Integración armónica y jerarquizada de todos los
contenidos actualizados en el eje del Yo-experiencia.
La primera condición se refiere a la utilización de
nuestro potencial energético, a la movilización de la energía
interior, mediante la expresión consciente y ordenada de nuestros
impulsos y capacidades de respuesta positiva. La expresión
consciente de nuestro potencial energético se convierte en
experiencias vividas en primera persona, gracias a las cuales nos
sentimos vivir, nos experimentamos a nosotros mismos, como focos
irradiantes de fuerza y energía. Tomamos así conciencia directa e
inmediata de nuestra propia potencia y realidad.
La segunda condición se refiere a la necesidad de que
las facultades concretas a que dan lugar esas actualizaciones de
nuestra energía interior -acción física, conducta instintiva,
sentimientos y afectos, ideas, intuiciones, sentimiento estético,
amor espiritual y voluntad creadora se integren alrededor de un punto
constante, se unifiquen alrededor de un eje permanente que les dé
dirección y sentido constructivo. Este punto de integración y de
mando ha de ser la mente, iluminada, a su vez, por los valores y
energías procedentes dedos niveles transpersonales. La mente, en
efecto, por la situación que ocupa en medio de las estructuras de la
personalidad total, es el centro natural de coordinación e
integración del hombre en el mundo tridimensional (físico-vital,
afectivo e intelectual) en el que se desenvuelve su cotidiana
actividad.
Ambos requisitos y condiciones son indispensables para
poseer un estado positivo y permanente de fortaleza y seguridad
interior.
El primero exige la utilización, a través de todos los
niveles, de nuestra materia prima esencial: la energía psíquica,
sin la cual no puede existir la subjetiva noción de fuerza, de
realidad y de profundidad. El segundo consiste en la correcta
utilización de lo que psicológicamente absorbemos del mundo: las
formas, las representaciones concretas, las imágenes y las ideas.
Y aunque, evidentemente, no podemos pretender satisfacer
ambos requisitos de un modo absoluto, es útil plantearlos con esa
nitidez, porque esto nos permite tener una medida de nuestro
progreso; cuanto más nos acerquemos a este objetivo, mayor y más
constructiva será nuestra conciencia de seguridad y fuerza interior.
La seguridad interior es el punto de partida del
desarrollo de las demás cualidades positivas de la personalidad:
decisión, iniciativa, creatividad, paz interior, etc. Por esto es
inútil pretender el verdadero desarrollo de cualquiera de estas
cualidades sin haber alcanzado hasta cierto
grado el de la cualidad
básica: la seguridad interior.
Ahora conviene que profundicemos un poco más sobre los
mecanismos de la inseguridad, al objeto de poder elaborar las
técnicas adecuadas para su superación.
Los
estados derivados de la inseguridad básica
La inseguridad es la especial sensación interna de
carácter desagradable consecuente siempre al hecho de que, de un
modo u otro, la persona se siente amenazada.
La pérdida o disminución de la sensación de
seguridad, por la alteración del equilibrio y estabilidad del sujeto
-sea en el sentido interno o externo, físico o psíquico-, da lugar
inicialmente a la aparición de una sensación interna de malestar
que, al intensificarse o prolongarse, se traduce en alarma o
inseguridad.
Cuando a su vez la alarma o inseguridad se hacen más
agudas, originan la aparición en el sujeto de una nueva reacción
que puede adoptar dos formas, en cierta manera opuestas entre sí: el
miedo o la cólera. Ambas
formas responden a los dos tipos básicos de reacción que
encontramos en todos los seres vivos ante cualquier situación de
peligro: la inhibición y la excitación.
La inhibición
produce la paralización y encogimiento de toda
la actividad del sujeto, que pueden llegar, como lo vemos en el caso
de algunos animales, hasta la muerte aparente,
en un intento de eludir la situación de peligro
disminuyendo o desapareciendo ante ella. Esta forma de reacción,
según su fuerza y persistencia da lugar a varios grados de la
emoción del miedo:
alarma, precaución, preocupación, temor,
ansiedad, angustia, pánico y terror.
La excitación
se traduce por una actitud reactiva contra la
causa perturbadora, adoptando las formas de irritación,
cólera, ira y agresividad. Su objetivo
es el de eliminar activamente el objeto amenazante y para ello
moviliza y hace acopio de toda su capacidad combativa.
Existe otro tipo de reacción, que podemos denominar
mixto, en el que se combinan las dos reacciones citadas, dando lugar
a la reacción de la huida.
En su aspecto físico, es la tendencia a alejarse
materialmente del agente perturbador. En su aspecto psíquico, es la
tendencia a cerrarse ante la situación concreta desagradable y a
estimular, a la vez, otras percepciones, recuerdos o vivencias de
tipo placentero que «alejan» al sujeto de la sensación
desagradable de peligro.
Estas tres clases de reacciones no existen de un modo
aislado en nosotros, sino que siempre tienden a combinarse entre sí
formando un círculo cerrado de reacciones negativas. El miedo es
desagradable y provoca a menudo
una reacción defensiva de rechazo, más o menos
violento, ante las cosas o situaciones susceptibles de provocarlo. A
su vez, la cólera, por ser una reacción explosiva y extemporánea
que desencaja temporalmente a la persona de su norma ideal de
conducta, le aparta del patrón de su Yo-idea y se convierte en una
amenaza para la seguridad del sujeto, por lo que
éste teme o trata de huir de las situaciones que puedan
desencadenarla. El miedo provoca cólera, y la
cólera provoca miedo.
No es difícil ver la relación que
guardan todos los demás rasgos negativos del carácter con esas
reacciones elementales. Veamos, como ejemplo, algunos de los más
corrientes:
La timidez,
los sentimientos de inferioridad,
son formas directamente derivadas del miedo.
La apatía, la
indolencia y la
indiferencia,
cuando no tienen una causa fisiológica, son el
resultado de un bloqueo de las fuerzas interiores provocadas asimismo
por el temor.
Los celos y
el resentimiento
son formas mixtas en las que predomina el
componente ira.
La hostilidad y el
odio son
formas directamente derivadas de la cólera.
Los
tres tipos generales de inseguridad
- Inseguridad de origen externo.
Es aquella que se origina principalmente como
consecuencia de una amenaza externa y actual a cualquiera de los
valores de la personalidad. Responde a una situación de peligro
cierta e inmediata, más o menos grave, por lo que su existencia está
plenamente justificada y forma parte de nuestro existir personal,
contingente y limitado. Es característico de esta forma de
inseguridad que, a diferencia de la que
mencionaremos a continuación, cuando desaparece
el objeto o situación amenazante cesa por completo el malestar
interior. Son ejemplos de esta clase de inseguridad: la que sentimos
ante cualquier amenaza a nuestra vida -un
bombardeo, un camino excesivamente accidentado,
etc.-, una crisis económica que amenaza la estabilidad de nuestra
profesión o de nuestros bienes, el peligro de perder una persona muy
querida, etc.
Conviene tener en cuenta que, a pesar del carácter
objetivo y justificado de esta clase de inseguridad habitual, se
mezclan en ella factores de la clase siguiente que aumentan e
intensifican artificiosamente la agudeza del propio sentimiento de
inseguridad en grado sumo, de manera que rara vez se viven estas
situaciones externas de peligro con la actitud y la fuerza de ánimo
que tendríamos de un modo natural, si no se interfirieran de por
medio nuestros conflictos interiores.
- Inseguridad de origen interno.
Es provocada principalmente por la amenaza de que
los contenidos fuertemente reprimidos en el inconsciente -impulsos,
sentimientos e ideas irrumpan en la mente consciente. O bien, por la
interpretación excesivamente tendenciosa y negativa de las
situaciones exteriores, debida a la fuerte
presión y deformación que aquellos contenidos reprimidos ejercen de
modo constante sobre la mente.
Es así como una persona puede sentir una constante
angustia interior, sin nada exterior que lo motive o justifique:
presión interna de lo reprimido. O bien, puede sentirse insegura y
angustiada ante situaciones que de por sí no tienen apenas
importancia, pero que la persona las vive como si fueran gravemente
peligrosas o insoportables: valoración deformada de la situación
por efecto de la presión ejercida sobre la mente por lo reprimido.
Los impulsos sexuales, la agresividad y las fuertes
ambiciones, por ejemplo, son muy a menudo contenidos reprimidos en el
inconsciente cuya presión por salir al exterior ocasionan angustia a
muchas personas, a aquellas precisamente que están esforzándose por
ser muy castas, muy pacíficas y muy moderadas en su vida cotidiana.
Y la enorme susceptibilidad que muestra el tímido ante una frase o
una actitud más o menos banal de alguien hacia él, es un ejemplo
sencillo del caso.
- Inseguridad de origen
trascendente. Hay que
señalar también la existencia de un tipo de inseguridad que no
radica en la amenaza a ninguno de los contenidos elementales de la
personalidad. Se trata de un malestar, de una inquietud y desasosiego
que ninguna satisfacción de tipo personal puede calmar. No hay
apenas problemas internos procedentes del pasado y, no obstante, la
persona está ansiando algo indefinido que no puede precisar y que le
hace vivir como extraño en todas las situaciones de su vida
concreta. Esta inquietud y ansiedad que a veces llegan a una real
angustia, solamente pueden calmarse
y resolverse con la actualización efectiva de los
niveles superiores de la personalidad, cuya toma de conciencia y
activación traen consigo el auténtico conocimiento trascendente de
la Verdad y la verdadera experiencia de la Vida espiritual.
Hasta cierto punto es normal y conveniente que la
persona viva cierto grado de inseguridad metafísica y religiosa. En
realidad, sólo debería carecer de esta clase de inseguridad aquella
persona que viviera interiormente una conciencia plena de intuición
y de espiritualidad, y que hubiera actualizado toda su vida interior
referente al mundo de la Verdad y al mundo del Bien y del Amor. Sería
la única persona a quien correspondería en rigor vivir en paz, con
una seguridad total. Pero para los demás mortales que no hemos
conseguido alcanzar esa cima -por lo menos no en grado tan elevado-
es síntoma de salud el sentir inquietud y desazón respecto a los
valores trascendentes.
En efecto, la presencia de esa ansiedad demuestra que
uno no vive totalmente adaptado al mundo ambiente, porque hay algo en
su interior que ansía una cosa distinta, de otro nivel y categoría;
indica que se tiene necesidad de un bien superior. Y esa misma
inquietud es a la vez estímulo de búsqueda y autosuperación, y
promesa de que se puede encontrar lo que se busca.
La persona que vive perfectamente adaptada a este mundo,
una de dos: o es muy perfecta, muy santa y muy sabia y puede vivir a
través de cada cosa toda su potencialidad interior en el aspecto
espiritual; o bien es que su mente se halla exactamente al nivel de
las cosas de la vida corriente, sin exigencias interiores de mayor
calidad, sin que los niveles superiores de su personalidad den
señales de vida y estimulen desde el interior el desarrollo y
actualización de su dimensión trascendente.
Cuando la inquietud existente se convierte en una
angustia persistente de carácter agobiante, deja de ser normal. La
inseguridad normal de origen superior puede tener, en sus momentos
culminantes, un carácter de urgencia, pero al mismo tiempo conserva
un sabor agradable que uno no cambiaría por nada del mundo. Sin
embargo, cuando se vive sólo como carga obsesiva, amenazando al yo
de un modo exclusivamente irracional y produciendo un estado de
permanente congoja, entonces indica que esa ansiedad no es, por lo
menos genuinamente, de origen trascendente, y que interviene en ella
probablemente algún factor neurótico. Y ésta es la otra señal que
nos permite distinguir cuándo la pretendida inquietud metafísica y
religiosa es auténtica y cuándo no lo es.
También aquí ocurre que las varias clases de
inseguridad pueden mezclarse en la misma persona, ofreciendo un
cuadro de síntomas muy complejo o confuso. Un examen sistemático de
la situación, empezando por los niveles más elementales, conducirá
a un esclarecimiento de la verdadera importancia de cada uno de los
factores implicados en el caso.
Inseguridad
normal y patológica
A muchas personas la intensidad de su malestar les hace
creer que su caso particular es especialmente grave y además
prácticamente insoluble, debido a los muchos ensayos infructuosos
que han realizado para alejar de sí esa inseguridad. E incluso en
algunas de ellas apunta el secreto temor de terminar en la demencia
y, por lo mismo, ni siquiera se atreven a consultar su caso con el
Psiquiatra. Por esta razón creo que será útil decir aquí unas
palabras sobre la inseguridad en las personas normales y en las
clínicamente enfermas.
En primer lugar, hemos de señalar que no existe ninguna
clara demarcación que señale con precisión el punto en que acaba
lo normal y empieza lo patológico. Es evidente que en sus extremos
el dictamen no ofrece dudas, pero en el inmenso campo que queda en
medio de tales extremos hay lugar para todos los grados, de modo que
en muchísimos casos es una cosa muy relativa el situar un caso en
una u otra demarcación y, en otros, totalmente imposible,
dependiendo finalmente el diagnóstico del criterio personal del
médico especialista.
En segundo lugar, hemos de precisar que es un hecho
reconocido por la mayor parte de los psiquiatras en general y por la
totalidad de los que siguen una orientación psicoanalítica, que en
nuestra sociedad es totalmente imposible no estar afectado por
numerosos problemas interiores, ya que
la formación social que recibimos y a la que hemos de adaptarnos
obligatoriamente, no responde a nuestras verdaderas necesidades
psíquicas personales.
Es inevitable, pues, que se formen en nosotros definidas
contradicciones y frustraciones, que se traducen con el tiempo en
permanentes conflictos internos. Por esta razón, añaden esos
especialistas, todos tenemos en mayor o menor
grado un cierto estado de neurosis que debe considerarse forzosamente
como normal, ya que es el estado general o «norma» del ciudadano
corriente.
En tercer lugar, conviene saber que una persona puede
tener cualquiera de esas clases de inseguridad que hemos citado, o
las tres juntas, en grado muy agudo, y, no obstante, continuar siendo
una persona perfectamente normal. Si bien la existencia de la
inseguridad señala que algo anormal
o inadecuado está ocurriendo dentro de
la persona, está muy lejos de significar que tal persona sea
anormal.
¿Cuál es, pues, el criterio que nos pueden indicar en
esos casos si la persona es o
no mentalmente normal? La pauta a seguir consiste
en observar si la persona, a pesar de su inseguridad o de su
angustia, puede vivir con armonía interior -aunque sea ésta en
grado bastante relativo y si, en
su conducta exterior, puede vivir adaptándose a las situaciones
concretas de su mundo ambiente: convivencia familiar, trabajo,
amistades, etc. Mientras la persona tiene la capacidad de adaptarse,
esto es, de responder con una conducta adecuada, a las situaciones
normales de su vida cotidiana, quiere decir, a todos los efectos
prácticos, que tal persona es normal. Mientras que sida persona que
tiene inseguridades no puede adaptarse a la vida exterior, a sus
obligaciones, a las exigencias de la vida práctica, significa que
está enferma -en grado benigno o grave, según los casos- y necesita
la debida asistencia facultativa.
Sería muy de
desear que todas esas personas que están padeciendo con la eterna
duda de si son o no son normales, se decidieran a someterse a un buen
examen psiquiátrico en manos de un especialista competente En la
mayoría de los casos, gran parte de la
inseguridad desaparecería por completo ante la evidencia de unas
pruebas y de un criterio objetivos.
Por mi parte,
hago la observación de que este libro -y mayormente estos capítulos
sobre la inseguridad- está destinado exclusivamente a las personas
mentalmente sanas y normales en el sentido corriente de la palabra,
tal como lo acabamos de definir. Digo esto porque la inseguridad es
un fenómeno que aparece con frecuencia formando parte del cuadro de
síntomas de muchos trastornos psiquiátricos. Las personas que
tengan dudas sobre si su caso
entra dentro de lo normal o cae
en lo patológico, deberán consultar previamente a un buen
psiquiatra, antes de emprender por su cuenta ninguna clase especial
de ejercicios físicos o psíquicos.
¿Se
puede superar realmente la inseguridad?
El problema de la inseguridad de origen interno, en la
persona normal, siempre es totalmente solucionable. No digo que sea
siempre cosa fácil de resolver, pero sí sostengo que es siempre
factible. Porque esta clase de inseguridad es siempre un problema de
distribución y ordenación dedos mismos elementos que ya posee el
sujeto en su interior: energías, ideas y actitudes. La persona tiene
ya todo cuanto necesita para funcionar bien. En cuanto estos
elementos se normalicen en su funcionamiento, empezará
inmediatamente a sentirse vivir a sí misma de un modo afirmativo, y
los fantasmas del miedo y de la angustia se desvanecerán para
siempre de su horizonte interior.
El trabajo a realizar para conseguirlo puede ser en
ocasiones bastante laborioso, pero también en todo caso es
el más útil que el hombre puede realizar, ya
que, si no resuelve
definitivamente el problema básico del miedo y de la
inseguridad, vivirá siempre de un modo parcial,
fraccionado, y todo cuanto haga adolecerá igualmente de los mismos
defectos.
Los
síntomas de la inseguridad, del miedo, de la angustia, etc.
Parece innecesario, a primera vista, que tengamos que
hablar de los síntomas de un estado
psíquico que por su carácter inmediato y subjetivo, tendría que
ser totalmente evidente a quien lo padece. Pero, por extraño que
parezca, el hecho es que hay muchas personas fuertemente afectadas
por el miedo y la inseguridad crónica que, si alguien les habla del
asunto, negarán con gran vehemencia padecer ninguna clase de temor,
jactándose más bien de lo contrario y demostrándolo con ejemplos
concretos. Y no es que traten tan sólo de
ocultar a la vista de los demás
una debilidad propia, lo que sería hasta cierto punto normal, sino
que ellas mismas, en su interior están convencidas
de que no tienen ninguna clase de miedo ni de
inseguridad.
¿Por qué existe, a veces, tanta dificultad en
reconocer en uno mismo la existencia de los estados negativos? Varias
son las razones que explican hasta cierto punto este hecho.
La necesidad imperiosa de aferrarse
a la imagen del Yo-idea. El sujeto, como toda
persona normal, tiene una tendencia natural
a tomar conciencia de su energía
o realidad. Pero su inseguridad se lo impide
mediante la censura de cuanto
brota espontáneamente de su inconsciente.
Al no poder vivirse a sí mismo en la realidad, se refugia en el
Yo-idea. Es un proceso automático. Y vivir en el Yo-idea significa
tanto como ignorar su realidad,
entre otras cosas desconocer sus propios problemas, su inseguridad.
Sólo en determinados momentos, cuando los conflictos que le plantea
se agravan, llega a sospechar que el mal está en él y trata, por
caminos equivocados, de ponerle remedio.
Otra causa de la frecuente ignorancia de los estados
interiores de inseguridad es la superficialidad
con que acostumbran a funcionar mentalmente
gran número de personas, quienes perciben tan
sólo sus problemas cuando éstos se traducen en situaciones
concretas conflictuales.
También es causa del mismo fenómeno la habitual
actitud de muchas personas de acción de vivir
tensamente vertidas al exterior debido
a las constantes exigencias de su actividad profesional, sin el
suficiente equilibrio para poder prestar a su vida interior la
atención que merece.
La inseguridad afecta al núcleo de nuestra mente y
repercute en todas las esferas de nuestra persona. El psiquismo
humano tiende a conservar una unidad, y le resulta tanto más difícil
cuantos más elementos dispersos y divergentes se han introducido -yo
real, yo-idea, yo-idealizado, yo, no-yo, ideas o ideales
contrapuestos, etc.-. La estridencia entre la unidad de toda la
persona y la dispersión introducida crea una tensión interior que
repercute en todas las piezas del ensamblamiento perfecto que es el
hombre, desde los órganos y funciones corporales hasta las distintas
manifestaciones de la mente.
a) Síntomas corporales:
La influencia de la mente sobre el cuerpo suele
manifestarse por conducto del sistema nervioso. Los estados mentales
se reflejan de ordinario a través de este sistema, verdadero
intermediario entre el espíritu y la materia. Como las
ramificaciones del sistema nervioso inervan todos los órganos del
cuerpo, cualquier alteración que sufra puede reflejarse en
trastornos de muy diversa índole. De hecho los estados de
inseguridad, a la larga, pueden manifestarse en toda una gama de
alteraciones somáticas.
Si la persona reacciona frente a la inseguridad con la
tendencia a recluirse y esconderse, su organismo refleja también las
mismas tendencias, rompiendo el equilibrio normal entre funciones de
consumo y de producción de energía, a favor del ahorro y economía
de sus energías.
El aparato digestivo es uno de los más sensibles a los
estados mentales. La mayor parte de las inseguridades se reflejan en
estreñimientos -generalmente cuando se reacciona frente
a la inseguridad con la tendencia a la inhibición- o
también en colitis y diarreas, si predomina una tendencia al
incontrol. Los trastornos de hipersecreción de ácido clorhídrico y
jugos biliares es bien sabido que están sumamente relacionados con
estados emocionales y de inseguridad.
El síntoma más frecuente de trastorno circulatorio es
el dolor de cabeza. Cuando se llega a cierta edad, aparece la
dolencia del corazón, hasta provocar incluso la falsa angina de
pecho. Y con el tiempo también arteriosclerosis o endurecimiento de
los vasos sanguíneos. A veces personas relativamente jóvenes
empiezan ya a padecer estos trastornos circulatorios, debido a una
excesiva tensión que dificulta el normal funcionamiento del
organismo.
Trastornos respiratorios, como el asma, tienen origen
con frecuencia en la inseguridad. También a veces la alergia obedece
en parte a problemas de orden mental. La piedra de toque para conocer
en cada caso si se trata o no de síntomas de inseguridad, es ver los
efectos de la medicación. Cuando las enfermedades son de origen
exclusivamente psicológico son rebeldes a toda acción
farmacológica, mientras que cuando tienen una etiología somática
ocurre lo contrario.
b) Síntomas en la afectividad:
La persona insegura necesita protegerse. Si lo que
siente amenazado es su propia estimación, lo primero que protege son
sus sentimientos. Por esta razón toda persona insegura tiende a
encerrarse emocionalmente. De ahí el drama de quien tiene una
constitución psicológica de fuerte predomino emocional, y está
afectado por problemas de inseguridad: necesita vivir situaciones
emocionales y al propio tiempo estar protegido contra la amenaza a su
seguridad. Estas dos corrientes le bandean alternativamente a uno y
otro lado y se pasa la vida abriéndose y cerrándose, víctima de
sus propias presiones psicológicas. Necesita ejercitar la conciencia
de sí mismo de un modo armónico, positivo, poder estar seguro de
que vale y de que es aceptado y querido, y tiende, naturalmente, a
exteriorizarse, pero como no está seguro del resultado ni es
plenamente consciente de lo que le ocurre, en cuanto le parece que
siente amenazada su seguridad, vuelve a cerrarse. Le extraña que los
demás adopten actitudes raras hacia él -debidas a la desconfianza
que suscitan sus cambios bruscos- y achaca a los otros lo que es
defecto suyo. Así va cobrando fuerza en él una actitud susceptible
que le mantiene siempre en guardia, tratando de protegerse. Cuando se
abre, lamenta luego haberlo hecho.
Las manifestaciones afectivas de estas personas se
caracterizan porque en determinados momentos son muy intensas, con
demostraciones casi explosivas de afectividad, y en otros, por el
contrario, desaparecen por completo, como si se tratase de seres sin
entrañas, replegados en su egoísmo. Es típico en estas personas el
que se lamenten dolorosamente de la falta de afecto, sinceridad y
constancia de los demás.
El observar cómo nos consideran los demás, qué
reacciones suscitamos en ellos es uno de los mejores sistemas para
descubrir cuál es nuestra propia actitud para con los que nos
rodean. Si, como en el ejemplo propuesto, advertimos que la gente
desconfía de nosotros, no hay duda de que tenemos una tendencia a la
desconfianza, que provoca la adecuada respuesta en los demás.
El problema de la inseguridad en su manifestación
afectiva es dolencia muy generalizada, y fatal para las relaciones
humanas que se basan en la afectividad. La vida familiar se convierte
muchas veces en una tragedia por falta de madurez afectiva, si no
existe el contrapeso de una gran comprensión o de una
superlativamente buena voluntad. Cuanto mayor ha sido el
apasionamiento afectivo en algunos momentos, mayor es luego la
hostilidad, porque el individuo vive toda la lucha que implica el
entregarse y el protegerse.
c) Síntomas en la mente:
Suele decirse que la necesidad agudiza la inteligencia.
Afirmación un tanto discutible. La inseguridad, como todo malestar,
obliga al sujeto a buscar una solución, consistente en dar con el
verdadero remedio o bien en desplazarse a otros niveles donde
encontrar satisfacciones compensatorias. En este sentido el malestar
puede estimular la mente. Cosa muy distinta de permitir su desarrollo
armónico, pues en tal sentido suele afectarla negativamente. La
misma postura de recelo y defensa en que vive la persona insegura,
obliga a su mente a mantener una actitud tendenciosa y parcial, sin
poder mirar las cosas como son, con visión normal, objetiva y
serena. Sus juicios estarán empañados de un excesivo subjetivismo,
que condiciona la realidad a lo que siente en sí mismo. La
inseguridad puede estimular el trabajo mental en cantidad, pero con
disminución de la calidad, porque le marca una tendencia y además
crispa su fluir natural, privándole de equilibrio, orden y
espontaneidad.
Algunos hombres cuya vida matrimonial o familiar es
desagradable, suelen entregarse de lleno a sus estudios o negocios,
incluso noches enteras y días festivos. ¿Hasta qué punto una vida
frustrada puede ser útil de verdad en la actividad profesional o
representar una aportación positiva para el mundo cultural? Si la
actividad desarrollada es poco más que una compensación para
obtener el equilibrio emocional, y no es capaz de situarse frente a
su trabajo en actitud abierta e imparcial, todo cuanto haga reflejará
a la larga su procedencia, y el individuo, ante dificultades serias
que pueden surgir, se verá incapacitado para manejar la situación,
cometiendo verdaderos disparates. A su problema interior se habrá
sumado el conflicto exterior y se sentirá anulado. Por el contrario,
una vida armónica dedicada al trabajo no dependerá de éste, y el
sujeto se sentirá dueño de la situación, manejándola más
fácilmente, aunque su consagración no sea tan tensa ni tan
exclusiva.
d) Síntomas en la voluntad:
La voluntad, en el sentido vulgar de la palabra, es la
capacidad de hacer las cosas que suponen un esfuerzo.
Psicológicamente, el fenómeno designado con nombre de voluntad es
la confluencia de una idea persistente en el caudal de energía
psíquica del hombre. Dos elementos: energía fluida disponible y
persistencia de una idea.
La persona insegura, por definición sufre un bloqueo de
energía que no puede manejar. Más aún, que va contra su yo. Esto
le obliga a estar siempre protegiéndose de la inquietud ante las
situaciones, personas, cosas e ideas. Hay en él una constante
retención de energía y un permanente condicionamiento artificial de
su mente, que le impiden disponer libremente de su capacidad
energética y de su capacidad mental
No puede, pues, disponer de su voluntad, aun cuando
tiene dentro de sí todos los elementos que la constituyen.
El estilo de vida del inseguro puede adoptar dos formas
bien diferentes, aunque no es nada extraño verlas juntas en una
misma persona.
La ausencia de intensidad energética y de estabilidad
mental hacen con frecuencia que el sujeto viva en un perpetuo vaivén,
pasando de una cosa a otra, sin profundizar en ninguna. Su vida
familiar, profesional y social son una constante manifestación de
esta inestabilidad interior. Se queja de la gente y de las
circunstancias, sin darse cuenta de que es él mismo que no logra
abrirse ni penetrar en la gente ni se atreve a afrontar con
inteligencia y decisión las dificultades. Su existencia es una
constante huida de sí mismo, de los demás, de la vida.
Otras veces, el inseguro restringe su vida mental y se
fija en una sola idea o actividad, que considera la salvación de su
yo, refugiándose en ella de un modo obsesivo, fanático, exclusivo.
Esta idea o actividad lo mismo puede referirse a su trabajo
profesional que a determinada afición o entretenimiento: coleccionar
objetos, estudio de idiomas, de historia, etc. Lo característico de
estos casos es que siendo esta actividad su principal compensación,
viven prácticamente cerrados a los demás aspectos de la vida y su
convivencia transcurre en un casi total aislamiento. No obstante, la
intensa dedicación a su actividad puede producir el efecto equívoco
de que tienen voluntad y hasta tenacidad. Pero esta aparente voluntad
no es más que el resultado de «no poder querer» otra cosa, de no
poder elegir, de no poder disponer de sí mismo.
e) Síntomas en la vida interior:
La inseguridad se convierte en una tortura para el
sujeto, principalmente por ignorar la verdadera causa de los
padecimientos. Su desorientación es completa. Pasa por la
desagradable sensación de estar luchando contra un enemigo
desconocido y a oscuras. Los amigos, en su intento de ayudarle y
darle ánimos, no hacen más que aumentar su sentimiento de desamparo
y de incomprensión. Su vida interior, artificialmente exacerbada por
la constante rumiación sobre sí mismo, es cada vez más inarmónica
y confusa. Ni se entiende a sí mismo, ni a los demás, ni a la vida,
ni a Dios. Considera estos problemas filosóficos como insolubles y,
no obstante, con frecuencia no puede apartarlos de su mente.
Su vida religiosa está a menudo ensombrecida por sus
persistentes escrúpulos, por sus intensos sentimientos de
culpabilidad y por el
constante temor a los castigos del infierno. Su vida espiritual,
cuando es sincera, choca con el obstáculo de su poca entrega y
perseverancia en la oración y demás prácticas de
perfeccionamiento.
Todos los síntomas que hemos descrito pueden ser de
intensidad muy variable, y corresponden de un modo particular a la
inseguridad que es consecuencia directa de la represión de energías.
Aunque hay también formas de inseguridad que teóricamente obedecen
a otras causas, la que estamos exponiendo ahora es la inseguridad
psicológica fundamental y prácticamente la encontramos en común en
todas las personas afectadas de cualquier otra forma o clase de
inseguridad.
¿Qué
es la inseguridad?
La inseguridad -así como cada uno de los demás estados
negativos derivados de ella- es el estado subjetivo consecuente a
una amenaza -conocida, sentida o creída por el
sujeto- a la subsistencia o a la deseada realización de su Yo.
Expliquemos brevemente esta definición.
Hemos visto en páginas anteriores cómo la inseguridad
es el estado negativo inicial a partir del que se forma una gama
extensa de otros estados negativos más específicos: timidez, miedo,
sentimientos de inferioridad, ansiedad, angustia, apatía,
indiferencia, celos, resentimientos, hostilidad, etc. Al estudiar,
pues, las causas de la inseguridad conoceremos al mismo tiempo el
origen de cada uno de estos diversos estados negativos.
Decimos que la amenaza puede ser conocida, sentida o
creída, porque, efectivamente, puede adoptar una u otra de estas
modalidades. El peligro puede ser conocido de un modo objetivo y
cierto, como ocurre en el
caso de un desastre inminente -sea éste de tipo físico, familiar,
económico, profesional, etc.-. Puede también ser sentido, sin que
pueda ser identificado intelectualmente, como en el caso de ciertos
trastornos orgánicos en los que el malestar se presenta de un modo
difuso e insidioso sin localizarse en ningún lugar determinado, o
también en las crisis psicológicas de maduración o desarrollo, en
las que la inquietud y la desazón parecen no tener ninguna base
concreta en que apoyarse. Finalmente, la amenaza al Yo puede ser sólo
creída por la persona, como les ocurre con mucha frecuencia a los
inseguros por presiones del inconsciente al interpretar de un modo
tendencioso actitudes y acciones de otras personas o al imaginar
simplemente lo que podría llegar a ocurrir en tal caso o en tal
otro.
La amenaza puede ir dirigida a la subsistencia o a la
deseada realización del Yo. Aclaremos
en seguida que este «Yo» lo mismo puede referirse al Yo-experiencia
-como en el caso de peligro cierto e inmediato de dolor, enfermedad o
muerte que puede referirse al Yo-idea -peligro de fracaso, de
desengaño, de ridículo- o también puede referirse a los dos al
mismo tiempo -miedo de impotencia, miedo a los exámenes, peligro de
desempleo.
La subsistencia referida al Yo-experiencia significa la
tendencia a conservar la integridad de todas las capacidades
efectivamente desarrolladas. Por lo que constituirá un peligro no
sólo la enfermedad o el dolor físico, sino la eventual e hipotética
incapacitación afectiva, intelectual, estética, espiritual. En el
plano del Yo-idea la subsistencia es mucho más compleja por el
aspecto plástico, artificial y contradictorio que comúnmente posee
En general, significa que la persona tiende a conservar todo aquello
con lo que está identificada y que, por consiguiente, lo vive y
valora como si fuera ella misma. Así ocurre con sus ideas y puntos
de vista, sus afectos y las personas o cosas a que éstos se
refieren, su aspecto físico, la actitud del ambiente, etc.
La subsistencia no es más que el paso preliminar hacia
«la deseada realización de su Yo» que, como se recordará, es el
impulso primordial que informa de un modo
u otro toda la actividad del sujeto.
Según el grado de madurez psicológica y de «salud
mental» de cada persona, esta autorrealización puede concebirse de
formas muy diversas: desde la genuina aspiración espiritual y el
auténtico descubrimiento del «sí mismo» hasta el más elemental
hedonismo y material bienestar, pasando por todos los matices de
orgullo, vanidad, ambición, egoísmo, en las innumerables formas
concretas que pueden adoptar los contenidos del Yo-idealizado.
Precisamente por esto utilizamos en la definición las palabras «la
deseada realización
de su Yo», porque en cada caso difiere el modo como el sujeto
concibe y valora su estado de plenitud.
Las
formas crónica y aguda de la inseguridad
Antes de entrar en el estudio de las causas de la
inseguridad, digamos que ésta puede tener un carácter crónico o
agudo.
La inseguridad de tipo crónico es la que la persona
arrastra desde su infancia o primera juventud y que ha persistido
durante toda su vida, aunque quizás con períodos más o menos
prolongados en los que apenas hacía sentir su presencia, por existir
otros factores que permitían una aparente compensación. Como es
lógico, esta forma crónica de inseguridad es la que requiere un
tratamiento más prolongado y de mayor profundidad, puesto que gran
parte del carácter de la persona se ha estructurado sobre ella y los
hábitos negativos de actitud y conducta han adquirido fuerte
consistencia.
La inseguridad de tipo agudo es la que está provocada
por una situación actual y transitoria, pasada la cual la persona
puede recuperar su anterior estabilidad o consigue adaptarse bien a
las nuevas condiciones que la situación puede haber planteado.
Suelen crear esta forma aguda de inseguridad las crisis de
crecimiento, el emprender un nuevo trabajo de mayor responsabilidad y
riesgo, disgustos familiares, enfermedades largas que pueden dejar
residuos, etc.
Ocurre a menudo que la inseguridad aguda viene a
instaurarse sobre una inseguridad crónica más o menos patente,
dando un cuadro de síntomas desproporcionados al motivo actual de la
inseguridad y rebeldes a todo tratamiento sintomático. En la
práctica, hay que estudiar cuidadosamente los antecedentes del
sujeto si su estado presente no queda bien justificado por las
circunstancias que concurren actualmente en él, o si por el
contrario, estas circunstancias han actuado sólo de factor
desencadenante de un problema mucho más an1iguo y permanente.
Las
causas de la inseguridad, de la angustia y demás estados negativos
Hemos visto que la, inseguridad es el
estado subjetivo consecuente a una amenaza a la
subsistencia o a la deseada realización del Yo. Esta amenaza puede
obedecer a las siguientes causas:
1. Condiciones externas reales. Por ejemplo, crisis
económicas, ambiente muy exigente, peligro de guerra.
2. Poca cohesión del Yo. Puede ser de origen
constitucional o caracterológico.
3. Impulsos internos de desarrollo psicológico, de
crecimiento o madurez mental, que amenazan la estructura actual del
Yo.
4. Estructura contradictoria del Yo, debido a haberse
desarrollado a la vez con experiencias marcadamente negativas y
positivas.
5. Impulsos reprimidos en el inconsciente que pugnan por
salir, en contra de los esfuerzos del Yo para mantenerlos ocultos.
6. Ideas erróneas de carácter negativo que, aceptadas
pasivamente por el sujeto, condicionan fuertemente su escala de
valores y su conducta.
7. Una imagen del Yo-idealizado demasiado exigente o
elevada y muy rígida, que está lejos de las posibilidades reales de
la persona.
8. Una imagen del no-Yo en sentido absoluto que,
erróneamente, adquiere en ciertas personas un carácter negativo y
aplastante para el Yo: Dios inmenso y todopoderoso, el universo, el
espacio, la muerte, la existencia, la nada.
9. Disminución de los recursos del Yo frente a las
exigencias del ambiente, debida a la edad, a enfermedad o a cualquier
otra causa que determine una incapacitación total o parcial.
Ninguna de estas causas es única en cada individuo,
sino que en realidad se entreveran formando grupos que dan un perfil
particular a los estados de inseguridad, siempre complejos. Y aunque
el factor de los impulsos
reprimidos es común en todos los casos, es muy conveniente averiguar
qué otros factores importantes concurren en cada caso particular, a
fin de orientar debidamente las técnicas a utilizar.
Los
tipos de personalidad insegura
Pasemos ahora a explicar cada una de las citadas causas
de la inseguridad y a
describir los rasgos más acusados de las personalidades
correspondientes:
1.
Condiciones externas reales.
Es la inseguridad situacional provocada por condiciones
externas que de un modo cierto implican un peligro para el Yo. Son
directamente aplicables aquí las observaciones que hemos hecho al,
dar la definición de la inseguridad, relativas al Yo-experiencia y
al Yo-idea. La amenaza al Yo-experiencia produce una alarma y una
inseguridad por completo naturales y justificadas, y sólo puede
resolverse cambiando las circunstancias exteriores o aumentando la
capacidad interior de rendimiento. Cuando el elemento amenazado es el
Yo-idea, en conjunto o en alguno de sus contenidos importantes, el
mejor medio de contrarrestar la inseguridad es la
actitud positiva y la autosugestión.
2.
Poca cohesión del Yo.
Este fenómeno puede tener un origen constitucional o
caracterológico.
Cuando su causa reside en perturbaciones o
disonancias de la constitución biológica,
frecuentemente desemboca en un serio trastorno
psicopático o psicótico, dentro ya del campo de la psiquiatría,
por lo que no nos corresponde tratarlo en este libro.
En cambio, sí podemos entrar en el estudio del Yo débil
de origen caracterológico, mucho más frecuentemente de lo que se
cree.
Estos casos obedecen siempre a una doble causa: en su
infancia estas personas han recibido un tipo de educación blando,
fácil, cómodo, evitándoles todo cuanto sea esfuerzo moral y toda
clase de disciplina; pero, además, estas personas de niños, y
debido a su constitución física, no han sentido de un modo
espontáneo fuertes impulsos que les hayan obligado a tener vivencias
intensas. Se han acostumbrado así a ir viviendo de un modo
superficial, difuso y mediocre. Faltan las vivencias intensas y
profundas que hayan podido experimentar en tanto que sujeto, en tanto
que «yo».
A medida que estas personas se van haciendo mayores se
encuentran literalmente desarmadas caracterológicamente para hacer
frente al mundo, puesto que carecen de la suficiente capacidad
combativa. Su yo es demasiado blando y superficial para poder aceptar
la oposición del no-yo, del trato con los demás de igual a igual,
de luchar para ocupar un lugar que creen merecer o para defender sus
puntos de vista. Fuertes sentimientos de inferioridad con todas sus
consecuencias se añaden siempre a esta
estructura inicial. La situación viene agravada muy a menudo por el
hecho de que estas mismas personas al no
haber desarrollado su aspecto dinámico, activo, acostumbran a
desarrollar en cambio de un modo a veces notable su inteligencia, su
capacidad de reflexión y de estudio, actividades en las que se
refugian de jóvenes como compensación a su inferioridad de
seguridad personal. Entonces esta capacidad intelectual les obliga a
ser también más conscientes de su situación desvalida y a sentir
más intensamente la desproporción entre su estado y situación
reales, respecto a los que podrían tener de poder aplicar todo
cuanto ven intelectualmente de posible realización.
Estas personas se desenvuelven bien en ambientes donde
impera el orden, las ideas y la buena educación, pero se desmoronan
o se baten en retirada apenas surgen manifestaciones expansivas de
tipo vital o emocional. En el mundo de las ideas se sienten con una
relativa seguridad y pueden contactar con los demás, pero aparte de
esto viven constantemente preocupados en proteger su frágil
estructura caracterológica de la para ellos excesiva fuerza
temperamental de los demás. En el aspecto
sentimental, tienen siempre muchas dificultades, ya que, en general,
estas personas guardan un resentimiento hacia las figuras femeninas
de su infancia a las que atribuyen, en parte con razón, la culpa de
su modo de ser actual. A veces no se casan para no perder su relativa
seguridad actual, y cuando lo hacen, la falta de madurez emocional
les hace a menudo fracasar el matrimonio, pues esperan de la mujer, o
del hombre si es una mujer, una sumisión completa y una obediencia
total incluso a sus más mínimos caprichos, lo que no siempre (como
es de suponer) podrá conseguir y entonces cualquier pequeña
frustración exacerba su ya muy aguda susceptibilidad. Se baten en
retirada, se cierran en sí mismos, sintiéndose incomprendidos y
tratados con poca consideración. En realidad, estas personas han de
ser tratadas en lo afectivo como verdaderos niños que son,
alternando inteligentemente el mimo y la disciplina, pero en el
aspecto intelectual necesitan, sobre todo, explicación razonada de
las cosas y mucha sinceridad.
En el aspecto profesional ocupan casi siempre posiciones
subalternas -seguridad y falta de responsabilidad-, aunque no es raro
que ocasionalmente, cuando reúnen el suficiente valor, se arriesguen
a hacer algo por su cuenta después de una elaborada planificación
en la que todos los riesgos parecen quedar cubiertos. Teniendo su yo
muy poca consistencia es natural que cualquier fracaso lo
experimenten como algo catastrófico. Por esta razón se arriesgan
poco y cuando lo hacen, si no es algo motivado por una situación
urgente, obedece más bien a una especie de travesura, de capricho,
generada por la necesidad de huir de su ritmo habitual demasiado
estrecho y monótono.
En el aspecto social, prefieren como es natural la
relación con personas intelectuales y educadas. Sienten la necesidad
de encontrar otras razones que las habituales para explicar las cosas
-en parte por su mayor adiestramiento en pensar, pero en parte
también por su necesidad de afirmar su superioridad en este
aspecto-. En su relación adoptan generalmente una actitud
conciliadora, evitando todo lo que sea un ángulo agudo, y tratando
con el conjunto de su actuación de congraciarse con todos los que
aparecen como más fuertes en algún sentido. Utilizan la ironía
para dar una salida intelectualizada a sus emociones.
Características, pues, de este tipo de personas son:
poca consistencia del núcleo de su personalidad, con tendencia a la
apatía, a la inercia y a la desorganización de su propia vida. Gran
sugestionabilidad. En situaciones apuradas tienden, en general, a un
vacío mental, a una conducta desorganizada. Frecuentes sensaciones
de alarma y depresión por una sensación interior de diluirse, de
deshacerse, ante las que reaccionan o bien imponiéndose una rutina,
una disciplina -que generalmente dura muy poco tiempo o bien huyendo
hacia la inconsciencia, hacia el sueño. En su actividad han de
luchar con la contradicción que representa estas tendencias: seguir
el capricho, buena inteligencia, necesidad de seguridad en el trabajo
y no comprometerse a asumir responsabilidades ni a hacer esfuerzos de
cierta duración. En lo afectivo, necesidad de mimo, de complacencia
y al mismo tiempo poco entreno para entregarse incondicionalmente.
Como técnicas más adecuadas para su reeducación,
estas personas requieren principalmente: ejercicio físico
-especialmente Hatha-Yoga, gimnasia sueca o judo- a fin de que
integren más su mente consciente con las energías físicas; después
de unos meses de hacer prácticas físicas, iniciar de un modo
sistemático cursos de estudio y de meditación -en la forma
preconizada por el Raja-Yoga- con el objeto de aumentar la energía y
cohesión de la mente, y por último, les conviene ir lanzándose a
la vida activa asumiendo poco a poco mayores responsabilidades, con
lo que reforzarán la confianza en sí mismos y adquirirán la
experiencia de su creciente poder personal.
3.
Impulsos internos de desarrollo.
Nuestra mente tiende a una progresiva expansión de su
capacidad en todas direcciones, hasta alcanzar un límite que parece
diferente en cada persona. Pero este crecimiento o maduración
interior no se hace de un modo regular y continuo, sino más bien de
un modo rítmico, a sacudidas. Y cada vez que surge un nuevo impulso
interior de crecimiento, este impulso choca con la estructura mental,
con el Yo-idea y su cuadro completo de valores, que hasta aquel
momento servían de apoyo a la persona. Por esta razón el impulso
interior, si bien por un lado tiene un carácter agradable y positivo
-como todo impulso básico-, provoca, por otra parte un conflicto con
los valores y estilo de vida del, sujeto, que se traduce en una
sensación de perplejidad o de descontento, que puede llegar a una
verdadera angustia, ante el temor de abandonar su seguridad anterior
sin saber claramente a donde le puede conducir su actual inquietud.
Como ejemplos ilustrativos de estas crisis podemos tomar
el caso del adolescente educado bajo una autoridad rígida y el del
adolescente educado en el mimo.
Es muy frecuente en personas que han estado sometidas en
su infancia y adolescencia a la autoridad excesivamente fuerte del
padre que, aparte del yo débil que se ha ido formando, emerja del
interior, manifestándose a través de un estado de angustia y
malestar, un impulso reivindicativo de agresividad, que el propio
sujeto no llega a identificar, pero que es motivado por imperativo de
subsistencia psicológica. Vive acumulando en su interior
sentimientos de disconformidad y protesta, sintiendo la necesidad de
romper lanzas contra la autoridad, contra la vida, contra todo, pero
a la vez este estado interior le causa también un fuerte temor pues
le representa tener que actuar en contra de las ideas y de las
actitudes de su yo actual, del que aún no se ha desprendido del
todo.
Otro caso típico es el del mimado, que todo lo ha
tenido a punto, porque se ha visto excesivamente atendido por una
constelación femenina familiar, sólo preocupada en proteger y
cuidar al niño. Ha fraguado naturalmente, en un ser inútil e
indefenso. No obstante, es lo normal que se inicie y tome cuerpo un
impulso de evolución, de superación del propio yo, en forma de
agresividad, o de independencia y autonomía, rebelándose contra la
idea que tiene de cariño, de obediencia, y que viva este sentimiento
que nace en él, como amenaza a su personalidad, pensando que no obra
bien, según le han enseñado y según se ha formado su conciencia
del yo.
Estos dos impulsos, agresividad y autonomía, existen
siempre y se desarrollan especialmente en la época de la
adolescencia, precisamente porque es una fase evolutiva hacia el
desarrollo pleno de la conciencia personal. El joven vive la
efervescencia de estos impulsos que se contraponen a la educación
recibida y a la actitud anterior de conformidad, provocando una
inestabilidad interior, un malestar indefinido, efecto de la
inseguridad en el yo interior, que se bambolea. La crisis aumenta si
además existen problemas de educación, suscitando resentimientos
contra figuras de la familia, el padre o los hermanos, etc., y
experimentando al mismo tiempo cierto sentimiento de culpabilidad,
como consecuencia de la colaboración más o menos consciente en la
obra de destrucción de la imagen anterior del yo. Lo importante en
todos lo casos es advertir que, por buenos que sean los impulsos, si
amenazan la idea que tenemos del yo, los registramos como
inseguridad.
En general, los impulsos que promueven el desarrollo
interior dentro del yo emergen sólo en momentos precisos, cada vez
que se atraviesan los límites de una etapa para pasar a otra, por
ejemplo de la primera infancia a la segunda, de la pubertad a la
adolescencia, o en situaciones nuevas que plantea la vida. Y entonces
sobreviene la inseguridad, porque el sujeto no controla la situación,
al dejar de vivir la seguridad del estado anterior sin adquirir aún
la del nuevo, lo que provoca una postura inestable y sin apoyo en sí
mismo. No existe por lo tanto motivo alguno de alarma, sino por el
contrario, es síntoma de progreso.
Son crisis que afectan a todos los niveles: el
psicológico, el intelectual, el afectivo, el espiritual.
1. De las crisis psicológicas en el desarrollo de la
personalidad ya he hablado. La maduración intelectual lleva consigo
un cambio y desajuste respecto del estadio anterior. Se aprecia por
ejemplo en que los chistes y bromas que antes provocaban risa, ahora
le dejan indiferente; ya no le apetecen los mismos libros, aunque no
ha encontrado todavía los que le gustarán después. Los conceptos
anteriores sobre las materias más dispares ha de revisarlos para
descubrir su nueva valoración, porque fallan. Es una fase de
inquietud, durante la que va volando, casi mariposeando de cosa en
cosa, porque siente la necesidad de satisfacer lo que está naciendo
en él y aún no sabe ni qué es lo que brota en su interior, ni
dónde encontrar el alimento nuevo que empieza a necesitar.
2. Cuando una persona madura «emocionalmente», se
encuentra de pronto con que ya no encuentra sentido en el trato de la
gente que hasta entonces acostumbraba a frecuentar: no percibe en
ellos una calidad que le satisfaga. Necesita otro tipo de lazo
afectivo, otro mundo emocional. La consecuencia, hasta situarse de
lleno en la nueva fase que se inicia, es sentir temporalmente cierta
inestabilidad emocional y afectiva.
3. Otro tanto ocurre en el nivel espiritual. Llega un
momento para determinadas personas, en que se abre paso en su
interior la imperiosa necesidad de una profundización mayor de su
conciencia, de algo distinto de la vulgaridad de las cosas de la vida
normal y corriente. Percibe que aparece en su interior un nuevo
sentido. Y se da cuenta de que la gente no vive ni tiene idea de
aquel nuevo mundo, que aflora en él, y por eso nadie le comprende
cuando habla. Pero él ve claramente que necesita vivir aquella nueva
dimensión de su ser, aunque no sepa en realidad qué es ni hacia
dónde se dirige. Por todo ello se desespera y se encuentra solo, sin
hallarse a gusto con nada, sea trabajo o ambiente, ni con nadie.
Caminamos aquí hacia una inseguridad de tipo religioso
o de tipo metafísico, que son genuinas si vienen provocadas por una
pulsión interior de desarrollo superior, que pugna por aflorar en la
conciencia del sujeto. Para conocer su autenticidad, es decir, para
saber con certeza si se trata de un verdadero desarrollo del nivel
religioso o del metafísico, basta observar un hecho. Que todos los
problemas de tipo simplemente psicológico pueden compensarse en
otros niveles, pero la inquietud e inseguridad de tipo religioso, que
hace su aparición en el campo de las vivencias interiores, o de tipo
metafísico, en el de la intuición filosófica, no se satisfacen con
ninguna otra cosa, ni con todo el oro del mundo, o la admiración de
la gente, ni con cualquier otra especie de objetos que no sean los
que corresponden a dichos niveles.
Estos estados de inseguridad tienen siempre un carácter
agudo, aún cuando en ocasiones pueden prolongarse durante años. No
pueden ni deben resolverse con técnicas especiales. Requieren tan
solo comprensión de lo que está ocurriendo, dejando que el tiempo y
una actitud serena e inteligente faciliten la rápida estabilización
y reorganización de la persona al nivel de la nueva fase alcanzada.
4.
Estructura contradictoria del Yo.
Una vez más hemos de recordar aquí lo que ya hemos
dicho anteriormente acerca del «yo» Lo que comúnmente denominamos
«yo» -se trata principalmente del Yo-experiencia- no es una cosa
simple y única, sino que está formado por un conjunto de vivencias
de diversa calidad, profundidad y nivel, que sirven como de puntos de
referencia para diferenciarse de, y relacionarse con el no-yo, con el
objeto, con el mundo. El yo, pues, no es un elemento: es un sistema.
Sistema que se refleja, más o menos deformado, en la fórmula del
Yo-idea.
Pues bien, aunque en general en este sistema básico del
Yo-experiencia además de los contenidos positivos hay siempre más o
menos contenidos y experiencias de tipo negativo, existen ciertas
personas en quienes estos contenidos negativos llegan a alcanzar en
profundidad y número aproximadamente el mismo valor que las
experiencias positivas, de tal modo que sus valores se contraponen
entre sí, impidiendo una manifestación clara y decidida en ninguna
dirección. Se crea pues una gran tensión interior con una total
improductividad en el exterior.
Esta acumulación de experiencias de sentido contrario
induce en el interior de la persona circuitos opuestos. Es una
situación semejante a las neurosis experimentales que se provocan en
los animales. Se condiciona a un perro para que cada vez que se
encienda una luz dé una llamada, se abra una puerta y obtenga
comida. Cuando ya está adiestrado así se altera el mecanismo de
modo que cuando llama en vez de comida salta una chispa eléctrica.
Al cabo de unas cuantas veces, cuando se enciende la luz el animal se
llena de pánico, efecto del doble condicionamiento interior a que es
sometido. Nosotros funcionamos con un mecanismo condicionado y si los
circuitos son contradictorios, se produce una tensión interior que
provoca un fuerte sentido de inseguridad.
Es frecuente que estos casos obedezcan a la presencia de
dos factores en la infancia: que los padres -o por lo menos uno de
ellos- sean excesivamente severos y exigentes, y que el niño tenga
una especial predisposición temperamental que le impele a reaccionar
ante las dificultades con nuevos bríos y mayor coraje. Estas
criaturas sienten la necesidad de «meterse en líos», de andar por
las suyas, de buscarse complicaciones de las que no siempre salen
indemnes. Por un lado recogen fuertes experiencias agradables -la
sensación de aventura, de riesgo, de iniciativa, de libertad y hasta
de creación-, que incorporan a la noción de su yo, pero por otra
parte viven también fuertes experiencias negativas y desagradables
que asocian igualmente a su propia identidad: accidentes, miedo de
ser descubiertos, sermones, broncas, castigos y rechazos de las más
diversas clases.
Esta doble serie de valores del propio yo que se
contraponen mutuamente, al incorporarse a la imagen
del yo se traducen en un
conflicto permanente puesto que las propias tendencias van siempre
acompañadas de una severa advertencia de peligro o de amenaza en el
propio yo. Las fuerzas de la persona quedan, pues, muy neutralizadas
y, efectivamente, se tiene siempre la impresión ante tales personas
de que están a punto de hacer algo pero que no se atreven a salir de
sí mismas, a lanzarse. Quieren y temen simultáneamente. Sólo ante
situaciones extremas -peligro inminente, provocaciones muy fuertes,
etc.- pierden este equilibrio artificial y entonces se lanzan a la
acción de un modo total y temerario, «pase lo que pase».
En general, estas personas necesitan afirmarse a sí
mismas mediante la oposición a los demás. El sentido de
contradicción está fuertemente arraigado en ellas y lo proyectan
constantemente en su visión de los problemas, de las personas, de la
vida. Los fuertes impulsos reprimidos se traducen en una agresividad
constante más o menos contenida y velada, que se expresa con mucha
frecuencia en sus intervenciones mordaces, irónicas o amargas y en
su necesidad de «pinchar» con sus observaciones o insinuaciones a
los demás.
Si la resultante de su fórmula caracterológica se
inclina hacia lo positivo, tendremos al hombre de lucha, que goza
ante los obstáculos y los busca como único modo de vivirse a sí
mismo. A los demás les asombrará que «se complique así la vida»,
pero él piensa que una vida sin conflictos es una vida absurda,
tonta, sin contenido.
Desde luego, existe una amplia gama de variantes de este
tipo de personalidad: desde los que se embarcan en difíciles
aventuras con un fin constructivo, hasta los que por sistema luchan
con un auténtico sentido de destrucción.
Este tipo de personas presenta con mucha frecuencia
fuertes manifestaciones somáticas de su estado de tensión psíquica:
hiperacidez en el estómago, fuerte y rebelde estreñimiento, rígidas
contracturas musculares -mandíbulas, brazos, piernas, abdomen-, etc.
Por su habitual reacción interna de protesta, estas
personas son muy reacias a seguir con perseverancia ningún sistema o
técnica encaminada a su reeducación. Y cuando la llegan a seguir,
los efectos que obtienen son más bien lentos y superficiales, debido
a la gran fuerza y profundidad que suelen tener sus hábitos y sus
ideas obsesivas.
La solución real del problema psicológico de tales
personas consiste en que consigan entregarse en cuerpo y alma a un
tipo de labor que vaya más allá de todo interés personal
egocentrado. Esta labor puede ser no solo de tipo horizontal -crear
una empresa, defender una causa- sino también de tipo ascensional,
consagrándose con todas sus fuerzas a su entera transformación
espiritual.
Sólo yendo más allá de los límites de su Yo se
disolverá la antítesis vivencial que era la base de su
personalidad.
5.
Impulsos reprimidos en el inconsciente.
Esta es la más importante de las causas de la
inseguridad y demás estados negativos, y está tan generalizada
-debido a la inadecuada educación que la sociedad impone a todos sus
componentes- que puede considerarse como la base de todos los estados
de inseguridad. Las energías reprimidas y mantenidas en el
inconsciente, como producto de las inhibiciones de impulsos y
emociones en nuestra vida diaria, ocasionan los siguientes efectos en
nuestro psiquismo consciente:
1. Disminución de la energía consciente disponible. Lo
que, a su vez, produce:
a) Disminución de la capacidad de rendimiento en
todos y cada uno de los niveles de la personalidad.
b) Limitación, en profundidad y amplitud, de la
autoconciencia positiva.
2. Un estado crónico de tensión interior.
3. Insatisfacción, temor, angustia. Son la consecuencia
de la permanente presión interior contra la estructura actual del
Yo-idea.
4. Compulsión a determinadas actitudes y acciones como
reacción defensiva contra la angustia.
5. Ambivalencia e inestabilidad afectiva, por estar
influidos sus efectos por la doble polaridad deseo-temor,
atracción-rechazo.
6. Disminución del perfecto rendimiento de la mente en
general. Especialmente presenta los siguientes defectos:
a) Tendenciosidad. Tiende a mirar lo que desea y a
no ver lo que teme.
b) Rigidez. La tensión interior le impide toda
agilidad.
c) Estrechez. La inseguridad le hace limitar su
campo de acción.
d) Superficialidad. Siempre hay algunas zonas en las
que no puede penetrar por existir allí contenidos reprimidos.
e) Inestabilidad. La presión del inconsciente le
impele a una incesante actividad imaginativa que impide o dificulta
toda concentración.
7. Necesidad de referirlo todo a su principal problema
pendiente: su completa afirmación personal.
8. Valoración negativa -por lo menos parcialmente- de
sí mismo y del mundo. De donde surge una defectuosa actitud de
relación.
9. Proyección del propio temor o de la agresividad, en
los demás. Esto es, tendencia a ver en ellos estos rasgos de un modo
exagerado, por tenerlos dentro de sí mismo muy reprimidos.
10. Deformación del Yo-idea. Dándole una perspectiva
errónea -en bien y en mal- de sí mismo. Deformación que afecta a
toda valoración de todo cuanto, de algún modo, se relacione con él.
11. Creación del Yo-idealizado, por lo que pasa a estar
pendiente, para su afirmación, del futuro. Este futuro no es más
que la imagen virtual, invertida, de la frustración de su pasado.
Cuanto más se apoya, para la afirmación de su Yo, en el pasado o en
el futuro, menos puede vivir, en ningún sentido, el presente.
12. Impide el camino hacia la espontaneidad, hacia el sí
mismo o
Yo-experiencia, por la barrera que se interpone en medio, de todas
las cargas reprimidas.
13. Constituye un lastre para su trabajo efectivo de
elevación y espiritualización, por el hecho de que no puede
disponer de todos sus recursos y capacidades en el trabajo interior.
Tales son los principales efectos de la presión de la
energía reprimida en el inconsciente sobre nuestro psiquismo
consciente. El cuadro es, evidentemente, sombrío, pero no por esto
debe nadie desanimarse. No olvidemos que la persona tiene, además de
esta zona oscura, muchas otras cosas positivas, muchas cualidades y
valores estupendos, como igualmente iremos viendo más adelante. Y es
preciso conocer con detalle lo que funciona mal para poderlo corregir
mejor.
Lo más importante es que todos estos síntomas y
efectos, derivados de la presión del inconsciente, son perfectamente
solucionables, se pueden corregir de raíz y, por consiguiente, de un
modo definitivo. Las técnicas que se estudiarán en el próximo
capítulo, si se siguen con inteligencia, perseverancia y entrega
interior, son específicas para la solución verdadera de todos estos
problemas.
6.
Ideas erróneas de carácter negativo.
Las ideas erróneas que se asimilan del ambiente y que
uno acepta como verdades incuestionables, pueden motivar también un
estado de inseguridad y de angustia al impedir, en ocasiones, que la
persona se desenvuelva de acuerdo con sus necesidades naturales o
bien al forzarla a vivir de acuerdo con una fórmula o prototipo
inadecuado a su naturaleza.
Ocurre esto, por ejemplo, en las familias en que se
sigue rígidamente una tradición: el padre que educa a su hijo para
que exclusivamente le suceda en la dirección del negocio o en su
profesión de médico, arquitecto, etc., sin tener en cuenta las
tendencias y aptitudes del niño. Este va recibiendo durante años la
imposición de un ideal que intenta aceptar y al que asocia durante
años emociones intensas, sinceras, profundas, buenos propósitos,
esfuerzos, etc., pero que tal vez dista mucho de
su verdadera aptitud y de su secreta vocación.
Inevitablemente esta situación le, provocará serios conflictos
internos, en la disyuntiva entre lo que parece falsamente traicionar
a su familia o seguir sus inclinaciones. Si ante el problema decide
seguir la norma familiar, sentirá después toda la vida una
sensación íntima de malestar y de frustración, pero si se decide a
seguir su inclinación a pesar de la influencia paterna, lo más
probable es que durante mucho tiempo viva atormentado por un
sentimiento irracional de culpabilidad.
Otro tanto sucede en ambientes religiosos rígidos, que
educan en un ideal encasillado en módulos pasivos, recortando el
vigor de la espontaneidad y de la iniciativa. Muchas personas de
tendencia marcadamente expansiva se sentirán fracasadas en su
capacidad de vivir, al no poder dar salida a sus impulsos sin que
esto represente la frustración del ideal que se les ha impuesto y
que se esfuerzan en alcanzar.
Pero como este tema merece ser tratado con mayor
extensión que la que aquí podemos dedicarle, remitimos al lector al
epígrafe del próximo capítulo que trata de las ideas negativas y
de la técnica del autocondicionamiento, que es la especialmente
indicada para solucionar esta clase de problemas.
7.
Imagen del Yo-idealizado demasiado exigente.
Este caso se parece bastante al que acabamos de comentar
referente a las ideas erróneas negativas. Sólo que aquí, este
ideal también rígido e inadecuado, no es necesariamente producto
directo de la educación recibida, sino que por una serie de
circunstancias es el propio sujeto que se impone a sí mismo de un
modo rígido y absoluto la obligación de llegar a ser de tal modo o
llegar a conseguir determinado objetivo. Si el ideal es asequible y
proporcionado a sus capacidades reales, esto nos dará esas personas
decididas, incansables, tenaces, que «saben a dónde van» y
consiguen realmente resultados excelentes.
Pero si el ideal elegido sobrepasa la capacidad real del
sujeto, nos encontramos con una persona tensa, rígida, fanática y
enormemente sacrificada, que va por el mundo con una acerba crítica
contra todo lo que sean placeres y satisfacciones. Como ellos han de
reprimir toda debilidad, porque en caso contrario les sería
imposible proseguir la ruta emprendida, son acérrimos defensores de
la voluntad y consideran todo lo afectivo más bien como una
debilidad que como una cualidad.
Como que toda la fuerza que sostiene el Yo-idealizado
procede del inconsciente reprimido, se debe aconsejar a las personas
afectadas de esta estructura que sigan las mismas técnicas que
recomendamos para la inseguridad motivada por energías reprimidas.
8.
Una imagen aplastante del no-Yo en sentido absoluto.
Otra fuente de inseguridad y de angustia es en ocasiones
la imagen que el sujeto se ha ido formando de lo trascendente, de lo
superior a él: Dios, el universo, la eternidad, el espacio, el
vacío, la existencia, el destino, los castigos eternos, la nada,
etcétera. Cuando estas representaciones que implican una noción de
inmensidad, de poder y una inexorabilidad se han descubierto
asociándolas a-vivencias propias de frustración, limitación,
inferioridad, pueden convertirse, a los ojos del sujeto, en
verdaderas amenazas a la subsistencia actual del Yo.
No hay que confundir la angustia producida por esta
situación que estamos comentando, con la verdadera inseguridad
metafísica o religiosa de la que ya hemos hablado interiormente. En
la verdadera ansiedad trascendente no hay propiamente ningún
problema directo sobre la subsistencia del Yo, sino sobre el
descubrimiento de una realidad que presiente más real, más
verdadera, más plena.
A las personas interesadas o afectadas por esta forma de
inseguridad, les recomendamos que en lugar de seguir enredándose en
especulaciones filosóficas de ninguna clase, emprendan un trabajo
efectivo que las conduzca a un crecimiento y a una consolidación de
la experiencia de la propia realidad: Hatha-Yoga, y después
Raja-Yoga, Autoconciencia, vida espiritual y estudio. También les
recomendamos vivamente que lean con toda atención y detenimiento el
capítulo 12.
9.
Disminución de los recursos del Yo.
Cuando la persona se encuentra disminuida en su
capacidad interna o externa de rendimiento se producen igualmente
unas crisis de inseguridad y de angustia hasta que la persona puede o
bien recuperar sus recursos anteriores o bien adaptarse positivamente
a la nueva situación.
Cuando la dificultad tiene un carácter agudo y
pasajero, como en el caso de enfermedad, de serios disgustos o
desengaños, puede seguir las técnicas adecuadas del capítulo 15.
Pero cuando la causa se ha convertido en
crónica, como en la involución producida por la
edad o en la incapacitación por algún defecto físico irreparable,
entonces no hay otra solución auténtica que el desarrollo
superior de las facultades espirituales y la
progresiva desidentificación,
de las que
hablaremos en su lugar.
Con esto queda completado el cuadro de las causas y
formas de los estados de
inseguridad. Tenemos el problema planteado y quedan apuntadas también
las líneas generales de solución. Ahora hemos de entrar en el
estudio detallado de las técnicas que
nos permitan solucionar de un
modo práctico, efectivo y permanente el problema de la inseguridad.
11.
TÉCNICAS MAYORES DE TRANSFORMACIÓN
Al hablar de técnicas hemos de distinguir muy bien las
que tienen por finalidad el trabajo de limpieza interna profunda,
esto es, de descarga y purificación del inconsciente, de aquellas
otras que, aun teniendo una finalidad semejante de contrarrestar
estados negativos y estimular actitudes positivas, no llegan sin
embargo a afectar a estos mecanismos profundos, a estas energías
existentes en los planos del inconsciente
Expondré ahora las principales técnicas que tienen
acción sobre los niveles profundos. Son, por lo tanto, técnicas que
tienden a contrarrestar los estados negativos crónicos de los que
hemos hablado en el capítulo anterior. En otros capítulos se
encontrarán otras técnicas destinadas a superar los estados
negativos de tipo agudo, esto es, los estados de tensión, excitación
o depresión, motivados por situaciones reales y actuales, de diversa
índole, que alteran de modo accidental o transitorio el equilibrio
de la personalidad.
Requisitos
de toda técnica de acción profunda.
Para que una técnica produzca efectos positivos y
definitivos en la estructura
total de la personalidad es preciso que reúna dos requisitos
mínimos, que son los siguientes:
- Ha de movilizar de un modo real las energías
reprimidas en el inconsciente -impulsos, sentimientos y emociones-,
facilitando su exteriorización o descarga de un modo armónico,
constructivo o, por lo menos, inocuo.
- Ha de conseguir que esta descarga o exteriorización
se haga de un modo plenamente consciente. Porque solamente así se
conseguirá que dicha energía se transfiera del inconsciente al
consciente, esto es, que se incorpore al Yo-experiencia. Y es esta
incorporación la que producirá automáticamente tres efectos
fundamentales:
a) Aumento real de la energía del Yo consciente y
disminución de la presión del inconsciente. Aliviando, por
consiguiente, la sensación de inseguridad y el malestar interior, e
incrementando la conciencia de la propia energía y capacidad de
acción.
b) Transformación de las anteriores actitudes negativas
-de encogimiento, negativismo, hostilidad- en otras más
constructivas de sintonía, apertura, contacto, colaboración.
c) Reeducación de las ideas erróneas o negativas
incrustadas en la mente inconsciente, sustituyéndolas por otras de
tipo más realístico, positivo y creador.
En realidad, estos tres factores -energía, actitudes e
ideas- constituyen tres vertientes de la misma unidad psíquica, y
son inseparables. De modo que al afectar a uno de ellos por cualquier
procedimiento, los otros dos quedan asimismo influidos. Una técnica
será más eficaz en la medida en que actúe de un modo más profundo
en cualquiera de ellos. La técnica perfecta sería la que permitiera
actuar con gran profundidad y de un modo directo sobre los tres
factores a la vez.
Recordemos que todo lo que se halla reprimido en el
inconsciente, lo está porque en un momento u otro la mente
consciente ha querido inhibirlo por ser algo que en aquel momento
parecía inoportuno o inconveniente. Todo lo inhibido lo está por
una razón, en su día, justificada (o, cuando menos, así lo creyó
el sujeto).
Por lo tanto, cada cosa reprimida se encuentra
interiormente asociada con la idea de «prohibido», «esto no lo he
de hacer de ningún modo», «si lo hago seré un mal educado o un
grosero», «si obro así perderé la reputación o la gente se me
opondrá». Todos los contenidos que hay en el inconsciente, con
razón o sin ella, están configurados mentalmente en completa
oposición al Yo-idea, al «yo quiero ser una persona educada», «una
persona buena», «yo quiero ser...» conforme el patrón que se ha
ido componiendo en virtud de las propias aspiraciones y del modelo
social. Y, naturalmente, todo cuanto va en contra de tales
aspiraciones o del reglamento social ha de reprimirse. El hecho es
que lo que está en el inconsciente es algo que aparece y se siente
como si fuera acérrimo enemigo del Yo-idea. Y no olvidemos que es
precisamente este Yo-idea el que, cuando nos dejamos llevar de la
ira, de la envidia o de la sensualidad, nos hace sentirnos deprimidos
ante la evidencia de que estamos por debajo de la imagen idealizada
que nos habíamos formado de nosotros mismos.
En el inconsciente hay principalmente impulsos vitales e
impulsos afectivos. Muchos de estos impulsos son francamente
negativos desde el punto de vista moral y social, pero otros no lo
son en modo alguno y están igualmente reprimidos. Hay impulsos, por
ejemplo, hacia la amistad, hacia la cordialidad que, por motivo quizá
de timidez, por temor a ser criticado o mal comprendido, se reprimen.
Impulsos a un amor sincero, total, pleno, elevado, que también se
hallan dentro reprimidos por una razón u otra, aunque lógicamente
parezca que no tendrían por qué estarlo. ¿Y por qué esta
represión? Porque para determinada persona expresar en un momento
dado un afecto, una ilusión, una esperanza o una aspiración puede
representar un riesgo de ironía o de mala comprensión y ante este
riesgo prefiere inhibir tal impulso que queda dentro reprimido.
En nuestro inconsciente existen, pues, cosas excelentes,
elevadas, y otras muy elementales, muy primitivas; pero tanto unas
como otras tienen todas un factor común siempre positivo, que es la
energía. La energía es nuestro patrimonio primordial, podríamos
decir que es nuestra materia prima. Recordemos que la energía es la
que nos permite desarrollar nuestra personalidad, nuestras facultades
y, a la vez, vivir nuestra noción de nosotros mismos, nuestra propia
plenitud. En la medida en que hay en nosotros energía que no ha
acabado de vivirse, hay una frustración del desarrollo de nuestra
personalidad y del desarrollo de nuestra plena conciencia.
El hecho de que en el inconsciente toda la energía
reprimida esté archivada bajo nombres opuestos a los valores del
Yo-idea hace que automáticamente todo lo que yo quiera hacer -
conscientemente produzca un nuevo bloqueo, o refuerce la represión
que ya existe dentro. Si yo, ahora que conozco la importancia de las
represiones, me decido a aprovechar esta energía y decido descargar
la que tengo dentro, este yo que
decide hacerlo es el mismo yo que se opone a la salida de los
contenidos del inconsciente, y cuanto más lo decida, más presionaré
interiormente, porque son dos sistemas contrapuestos, dos sistemas
que funcionan de modo antagónico. Mi yo consciente se ha
estructurado de acuerdo con un papel, con una idea, con un modelo: el
ideal de ser más perfecto, más... una serie de cualidades; mientras
que en mi mundo inconsciente está archivado con la idea de ser
menos. Por lo tanto, cuando ahora yo, con la idea de ser más
consciente de mí mismo, digo «voy a desbloquear el inconsciente»,
continúa funcionando el automatismo establecido durante toda mi vida
de cerrar más la puerta, tener más miedo de que salga lo que hay en
el inconsciente.
No me basta apoyarme en el pensamiento de que «lo que
hay en el interior puede ser bueno y conviene abrirlo». Pues como no
he practicado nunca este gesto de abrir el interior -a lo más,
cuando su contenido ha presionado mucho, lo que he hecho ha sido
«explotar», y algunos contenidos incontrolados del inconsciente han
salido entonces, pero a pesar mío-, aunque quiera ahora hacerlo
conscientemente, no puedo, porque cuanto más lo quiero, más me
apoyo en el yo consciente que es el antagónico del inconsciente, el
quede cierra y obtura.
Todos éstos son hechos que una técnica correcta ha de
tener en cuenta y ha de poder manejar inteligentemente.
No podemos, en nuestra actitud normal, modificar las
ideas del inconsciente ni reeducar las actitudes enraizadas en él.
Nuestro esfuerzo consciente ocasional no basta ni puede alcanzar el
camino que conduce a nuestro interior. Se necesita o bien un
sobreesfuerzo sostenido para vencer las resistencias inconscientes, o
una habilidad para sortear nuestro sistema de defensas interiores, o
también el conseguir un nuevo punto de apoyo para la mente
consciente más allá de la dualidad consciente/inconsciente.
Para poder realizar, pues, el trabajo de limpieza
efectiva del inconsciente se presentan tres posibilidades:
- Un sobreesfuerzo sostenido del psiquismo consciente
que llegue más allá de su capacidad del esfuerzo normal, a fin de
que entonces alcance las profundidades del inconsciente: técnica del
sobreesfuerzo, de la abnegación, de la entrega total a algo, gracias
a la que, a través del nivel consciente afectivo, espiritual, físico
o mental, se llega más allá del consciente y se empiezan a utilizar
entonces energías de reserva del inconsciente.
- Aprender técnicas que permitan neutralizar
accidentalmente la acción rectora y controladora de la mente
consciente y abrir una compuerta que permita dar salida (con la mente
consciente presente y despierta, pero sin participación activa
alguna) a los contenidos del inconsciente. En este orden está la
técnica del psicoanálisis.
- Técnicas que permitan conectar e integrar la mente
consciente con alguno de los niveles superiores -mente superior,
afectivo superior, voluntad espiritual- y, una vez conseguido esto,
apoyándose en esta conciencia superior estabilizada, proceder a una
progresiva apertura y limpieza de los niveles elementales de la
personalidad. Tal es el camino utilizado por la Vida espiritual y el
Yoga (exclusivamente en sus formas Raja, Bhakti, Dhyana y Jnana).
Vamos ahora a exponer, de un modo muy resumido, las
principales técnicas de acción profunda.
Psicoanálisis
Durante mucho tiempo este inconsciente ha sido
completamente inconsciente, es decir, incluso intelectualmente se
desconocía. Se presumía, se aceptaba su existencia, pero no era
conocido de un modo operacional. Debemos principalmente a la escuela
psicoanalítica el haber comenzado a investigar en este terreno. Sin
que ahora pretendamos ni aceptar ni poner en crítica el sistema
psicoanalítico, es bueno saber que ha producido una revolución
enorme en todos los sistemas psicológicos, en toda la dinámica de
la conducta, en la profunda comprensión de nuestras motivaciones.
El psicoanálisis se ha dado cuenta de que, cuando una
persona habla, no expresa la verdad que hay en su interior; expresa,
sí, la verdad que hay en su mente, en la parte mental consciente,
pero no puede hablar de la verdad que está detrás del consciente,
porque no la conoce; es más, generalmente inventa argumentos, sin
percatarse de ello, para justificar racionalmente acciones y
actitudes cuya auténtica verdad se esconde en el inconsciente. Por
este motivo, lo primero que hace el psicoanálisis tradicional,
ortodoxo, es dejar que el paciente, tendido sobre un diván, quede en
un estado de relajación, de abandono, para que disminuya su
actividad consciente y se deje llevar por sus impulsos incontrolados
interiormente. Entonces, la imaginación y la asociación de ideas
brotan en él espontánea, naturalmente, sin estar su curso regulado
por un sentido crítico, lógico, propio de la mente consciente, sino
alimentado ciegamente por los contenidos sobre todo imaginativos. Y
la imaginación, recordará el lector que es la proyección plástica
del inconsciente a través de la mente; por lo tanto, siguiendo el
río de la imaginación van saliendo contenidos del inconsciente.
Cuanto más se sitúa la persona en actitud crítica
ante lo que va pensando o viviendo en la sesión psicoanalítica,
menos fructífera es la sesión. Es un aprendizaje con frecuencia
largo y difícil: el paciente ha de alejarse del presente y dejarse
llevar por lo que brote de su interior, y esto lo irá expresando tal
como surja, sea lo que fuere. Así se consigue que la dinámica del
inconsciente encuentre una oportunidad para desencadenarse y empiezan
a surgir imágenes, ideas, recuerdos de hechos importantes que se
hallaban reprimidos dentro. Poco a poco, a medida que los va
expresando, por un lado va reviviendo situaciones, y por otro va
estableciendo con el médico una relación particular, que es la
renovación de la actitud que él guardaba hacia determinadas
personas importantes de su vida.
El niño, el adolescente, tuvo dos tipos de actitud, una
de admiración, de dependencia afectiva hacia alguien -padre, madre,
maestro o los que sustituyeron a alguna de estas personas- de quien
esperaba protección, ayuda, consejo, solución para sus problemas; y
otra actitud, de rebeldía, de protesta contra las personas que
representaban una amenaza para su propia seguridad, para su amor
propio, para su independencia. Y estas personas pueden ser también
el padre, la madre, el maestro, el amigo, el hermano o cualquier
figura de la constelación ambiental.
A medida que transcurren las sesiones, se va creando
respecto al médico la misma actitud que él adoptó antes para con
aquellas personas, surgiendo de ordinario en primer lugar la actitud
positiva, llamada transferencia positiva. El paciente ve en el médico
el salvador, la persona sabia, inteligente, bondadosa, poderosa, que
resolverá sus problemas interiores, que le curará de su angustia,
de su inseguridad, que será su solución. En tal actitud se
reproducen con fidelidad casi literal las experiencias infantiles
parcialmente inhibidas que él conserva dentro, con la diferencia de
que ahora, al actualizarse en esta situación analítica que se
establece entre paciente y médico, puede vivirlas ahora con un
criterio más maduro y, por lo tanto, puede analizarlas, puede ir
manejándolas y eliminándolas a la luz de su mente consciente
actual. Pero es preciso que se establezca esta conexión; no que se
sepa, sino que se viva, que se renueve. Su mente consciente le dice
que no hay motivo para sentirse tan vinculado al médico, pero
recuerda que es precisamente lo mismo que sentía respecto a su
padre, o respecto a tal o cual persona. Poco a poco va asimilando
conscientemente esas actitudes, esas fuerzas y esas ideas que estaban
reprimidas en su interior, como producto de un pasado a medio vivir,
integrándolas en su consciente.
Es normal que después de una transferencia positiva de
este tipo, venga la negativa. La primera ocurre durante un período
que a veces puede prolongarse hasta un año o más: predomina la
transferencia positiva y entonces el psicoanalista es un héroe para
el paciente; después llega inevitablemente -si el psicoanálisis
progresa- la transferencia negativa; y cuanto más ha ensalzado antes
al médico, lo compensa ahora viendo en él a un enemigo: brotan
entonces todos los desengaños que la persona ha sufrido, todas las
hostilidades respecto a la gente, y empiezan a concretarse -durante
esta situación analítica del paciente- en el médico. Siente que el
médico le abandona, que no le protege como debiera, que es un
egoísta, un orgulloso, un sádico, etc., y vive situaciones
realmente de ira y protesta.
Por un lado, pues, va descargando su inconsciente; por
otro lado va renovando su estructura mental por esta asimilación
consciente de la situación. Todo trabajo de limpieza interior ha de
comprender siempre estos dos aspectos: descarga de energías, sea en
la forma de impulsos, de sentimientos o de actitudes; y
reestructuración. Para transformarse, es tan necesaria una
descongestión interior como una reorganización de la mente y un
cambio de actitud; todo ha de ir unido.
Es absolutamente imprescindible que el médico
psicoanalista sea una persona limpia, es decir, que no esté sujeta a
vaivenes emotivos, que no se deje envolver dentro
de la situación analítica, porque si durante la transferencia
positiva, cuando el paciente le ensalza y le admira y se humilla ante
él, el psicoanalista se siente superior y deja resonar su amor
propio en aquella situación, entonces caminan los dos al fracaso.
Es, por esta razón, de todo punto necesario que el psicoanalista
haya pasado antes él mismo por un psicoanálisis, que se llama
análisis didáctico, y que permite al psicoanalista limpiarse
interiormente y vivir cada una de las situaciones que esa
transformación interior comporta. Entonces es cuando empieza a estar
capacitado para mantenerse al margen de los vaivenes, de las
situaciones de intenso dramatismo que se producen en el tratamiento y
para poder dominar en todo momento el proceso con maestría.
Hemos expuesto de modo muy esquemático la técnica y
procedimiento del psicoanálisis. Posteriormente han surgido otros
métodos en los que el
paciente va también diciendo lo que surge espontáneamente de su
interior, pero ayudado y dirigido más directamente por el
médico; y esta mayor o menor influencia del
analista en el análisis del paciente marca diversas formas del
psicoanálisis que han ido apareciendo. Ha sido una evolución
necesaria porque la técnica clásica, en la que el médico apenas
participa en lo que le ocurre al paciente, sino que queda al margen,
observando, tiene el inconveniente de que a veces prolonga demasiado
el tratamiento con los consiguientes problemas económicos y de
diversa índole. En las nuevas formas se ha buscado el modo de poder
intervenir en el proceso, pero tratando de evitar el peligro de que
con la mayor intervención del analista se haga actuar la mente
consciente del paciente, y entonces esta mente consciente entorpezca
la facilidad de descarga del interior. La cuestión estriba en buscar
el modo de ajustar, de proporcionar en la medida exacta la
intervención del médico de manera que permanezca en libertad el
inconsciente.
Como puede ver el lector, el psicoanálisis cumple los
requisitos fundamentales que ha de tener toda técnica auténtica de
transformación: descarga de energías a
través de la mente consciente, y reestructuración de la mente y de
la actitud. Ha de ser un
proceso forzosamente lento, laborioso. Todas las técnicas que han de
manejar energías del inconsciente, son técnicas que requieren años.
Si nosotros hemos estado formando el inconsciente a través de 30 ó
40 años, no es de esperar que en quince días podamos alegremente
limpiarlo y cambiar nuestro modo de ser, nuestra perspectiva de las
cosas. No olvidemos que nuestras actitudes actuales, nuestra actitud
mental, nuestras ideas de las cosas, nuestra capacidad de adaptación
a todas nuestras circunstancias son producto de un adiestramiento
progresivo. Si de pronto cambiase nuestra naturaleza, nuestro modo de
sentir, de pensar, etc., nos encontraríamos totalmente inadaptados a
las circunstancias, y si esta inadaptación fuese muy intensa
sufriríamos una verdadera neurosis.
Toda limpieza interior ha de ser un trabajo progresivo
que permita a la persona ir readaptándose lenta pero constantemente
a sus situaciones ambientales, a sus
relaciones con los amigos, a
su actitud ante la vida, en todos los aspectos: profesional,
familiar, social, etc.
Vida
espiritual
Vida espiritual, es, no otra
de las técnicas, sino quizás la técnica más elevada y la más
importante de todas.
La vida espiritual puede orientarse de muchas maneras,
erróneas unas y otras correctas. En nombre de la vida espiritual se
hacen a veces muchas tonterías, y se deforman muchas personalidades.
La vida espiritual mal entendida causa muchas angustias, muchas
inseguridades, muchos trastornos. No hay que achacarlos a la vida
espiritual, sino al enfoque que se le da.
El eje de la vida espiritual es sencillísimo, como
todas las cosas importantes. Lo fundamental es siempre sencillo. Lo
complican luego nuestras aportaciones personales. En nuestro estado
de conciencia habitual sentimos una necesidad de algo total, de algo
absoluto, permanente, de algo que sea del todo, subsistente por sí
mismo, que sea perfección;
por otro lado vivimos el contraste de nuestra
limitación, de nuestros sinsabores, de nuestras debilidades, de
nuestra contingencia. De ambas experiencias surge de un modo natural
el ansia, la necesidad de aspirar, de desear, de proyectarnos hacia
el ideal. En el ideal de la vida espiritual distinguimos desde el
punto de vista psicológico dos componentes:
1. Primero, todo lo que utilizamos como compensaciones
personales: en la medida en que personalmente me he sentido débil,
busco algo que me dé fuerza; en la medida en que me he sentido
humillado, busco algo que me dé grandeza; en la medida en que me
siento amenazado, busco algo que me dé seguridad; en la medida en
que me siento con angustia, busco algo que me asegure la felicidad.
2. Aparte del aspecto de compensación, la vida
espiritual incluye otro aspecto sumamente positivo y real: nuestra
relación con la noción total, absoluta, que llamamos Dios.
El eje de la vida espiritual consiste en la aspiración
hacia Dios y en la inspiración que nos viene de Dios: es un proceso
dinámico, no una estructura teórica; no consiste siquiera en una
estructura de comportamiento, aunque la incluye como consecuencia.
Pero la base de la vida espiritual reside en el anhelo, en el
lanzamiento del interior hacia Dios, y en algo que se cultiva mucho
menos, pero que es indispensable: en el estar yo abierto a Dios en
mí. Una cosa es el ascenso de mi yo hacia Él, y otra distinta la
apertura, la aceptación de Dios a través mío.
La vida espiritual requiere básicamente sinceridad,
buena voluntad, simplicidad y una oración constante. No hay vida
espiritual, si este espíritu de oración no es constante. La vida
espiritual no es algo que se practica de 8 a 8,30 de la mañana, o
los domingos; la auténtica vida espiritual está presente e informa
todos los momentos de la vida. El hecho de que yo aspire a Dios,
piense en Él, le necesite, exprese esta necesidad y me vaya
acercando a la comprensión de su realidad, de su verdad, de su
bondad, de su poder, de su fuerza, de su acción en mí; y el hecho
de que me vaya abriendo a escuchar lo que me dice mi conciencia a
armonizar mi conducta de acuerdo con esta conciencia que se va
formando, a guiar incluso mis pensamientos de acuerdo con los valores
que la sintonía con lo espiritual me está dando -y esto transforma
por completa la vida-, esos dos hechos constituyen la vida espiritual
en su forma esencial.
Yo, que aspiro a algo perfecto, y este algo perfecto es
Dios, y le comunico mi deseo, lo expreso hacia Él; y, por otro lado,
yo que espero que Dios se manifieste, se exprese a través mío y a
través de las cosas: he ahí el circuito dinámico de la vida
espiritual.
Para que exista vida espiritual ha de haber
ejercitamiento, actividad espiritual. Y actividad quiere decir que
funcione mi mente, mi afectividad, mi voluntad en dirección a Dios.
Es preciso que esa atención a Dios, ese interés hacia Dios, ese
amor hacia Dios, esa dedicación hacia Dios, se viva total,
profundamente. Esto es lo que cuesta, porque a nosotros, al
principio, precisamente debido a los bloqueos del inconsciente y a la
falta de desarrollo de nuestra mente y de nuestras facultades, nos
parece que en un momento dado nos entregamos del todo a la oración y
en realidad estamos utilizando una mínima parte de nuestro
psiquismo; no disponemos de nuestro interior y consiguientemente no
podemos hacer la oración profunda, total; oración que tiene un
poder enorme de transformación. Es preciso que uno se purifique, que
se limpie. La primer fase precisamente del trabajo espiritual
consiste en un período de purificación gracias al cual va
haciéndose más apto para poder expresar con todo su ser su anhelo
de acercamiento a Dios. Y esa purificación se hace exactamente del
mismo modo que en otros capítulos he expuesto.
Se ha dicho que la oración es otro sacramento, y en
realidad, diríamos, es el eje de todos los sacramentos. Los
sacramentos, desde el punto de vista cristiano, tienen un poder por
sí mismos, el de infundir la gracia por su propia naturaleza. Desde
el punto de vista psicológico lo que permite el desarrollo de
nuestro nivel superior, lo que produce esta movilización interna de
energías, esta purificación, esta transformación, es precisamente
la oración, o la actitud de oración. Oración que no ha de
consistir en nada mecánico, sino que sale del corazón, espontánea;
oración que surge cuando uno siente y expresa con toda el alma el
anhelo que tiene de algo total; es el mismo espíritu del niño que,
impulsado por una maravillosa espontaneidad se lanza en brazos de su
madre. Muchas personas se quejan de que no saben hacer oración o de
que no pueden. No pueden porque están encerradas dentro, necesitan
romper la muralla y esto requiere una nueva actitud, que al principio
cuesta conseguir. Estamos acostumbrados a pensar y a resolver las
cosas de mente para abajo; y las cosas más importantes las
resolvemos dentro de la mente. Salir fuera de la mente nos cuesta
mucho, y precisamente es la condición indispensable; dejar aparte
mis ideas, mis costumbres, mis hábitos y lanzarme todo yo a
expresarme -si es preciso en voz alta para romper el molde que
constriñe nuestro interior- hacia fuera dirigiéndome a este no-yo
absoluto que es Dios.
Cuando se hace verdadera oración se moviliza primero el
nivel afectivo. Hay que esforzarse en mantenerlo en esa dirección -a
pesar del ritmo de vaivén que tienen todos nuestros niveles
personales; y entonces, cuando se logra superar la inercia trabajando
incesantemente, se va produciendo lo que denominaremos el
«sobreesfuerzo» dentro de la línea afectiva, que efectúa una
limpieza de las represiones del subconsciente.
La oración produce además un efecto de
perfeccionamiento de la mente que consiste en una disposición
interior por la que mantenemos la mente siempre en línea recta hacia
Dios. Aunque pensemos en otras cosas, aunque hablemos y trabajemos,
que persista la idea de Dios en mí, de Dios en nosotros, de la vida
como una expresión, como una creación constante de Dios.
Especialmente el aspecto de Dios en mí se convierte en un punto
fijo, estable dentro de la mente; es la misma idea, la misma noción
mantenida en todos los momentos -cuando me ejercito en funciones de
tipo elemental, cuando ando, me desperezo, me lavo; cuando siento
afecto hacia la familia, cuando bromeo, cuando me manifiesto con
cordialidad hacia los amigos, cuando me enfado, cuando estudio, etc.-
lo que hace que cada una de estas actividades se vaya relacionando,
se vaya integrando alrededor del eje constante que es Dios en mí; se
produce pues una progresiva integración de todos los niveles
psíquicos, que normalmente andan bastante desajustados y desplazados
unos de otros.
La vida espiritual perfecciona, en la medida que es una
dedicación total, una expresión de lo profundo y que esta expresión
se mantiene constante. Así pues, la vida espiritual, tomada sólo
como complemento de la vida material, tiene un gran valor, pero no
produce este efecto de limpieza interior. Para conseguirlo ha de ser
total, he de darme cuenta de que es más importante Dios que yo, que
el mundo, que las cosas, que mis ideas. Cuando me doy cuenta de esta
verdad, de que Dios es lo real, la verdad, y no sólo teóricamente,
sino que empiezo a vivirlo, a actualizarlo, a mantenerlo siempre
presente, entonces cambian todos los valores y surge cada vez más
firme esta dedicación interior hacia Dios.
Uno de los problemas que plantea la vida espiritual es
que de ordinario yo me formo y acostumbro a una idea de mí mismo en
la vida espiritual. Ya tenemos en juego el Yo-idea y el
Yo-idealizado; me imagino que para ser espiritual he de ser de este
modo o de aquel otro según los libros que he leído o la educación
que he recibido. Pero no, la vida espiritual no requiere ningún
modelo previo, porque el auténtico modelo lo es sólo como actitud
interior, no en las
formas en que se manifiesta.
El problema reside en que yo me formo una imagen
idealizada de mí mismo, compuesta con los datos que he ido
recogiendo, y me esfuerzo en ser de aquel modo. Si el modelo está
muy bien elegido, es decir, si corresponde muy aproximadamente a mi
verdadera naturaleza, entonces no originará graves problemas; pero
si, como ocurre la mayor parte de la veces, este modelo no tiene nada
que ver con mi estructura temperamental, con mis circunstancias
personales, con mis aptitudes, el modelo lo único que hará será
crearme nuevos problemas, porque me estaré esforzando en ser de un
modo concreto, cuando mi perfección tiende a fraguar según una
forma tal vez muy diferente. Se nos dice que hemos de tomar como
modelo a Jesucristo: ¡excelente! Pero ¿qué quiere decir eso?
Evidentemente no significará que nos pongamos el vestido que se
llevaba entonces, ni que hablemos con el mismo tono que nos parece
que hablaba El, ni que estemos citando constantemente textos
bíblicos. Es el espíritu el que vivifica, la actitud interior, que
después se puede manifestar de cualquier modo, de las formas más
diversas. Hemos de valorar esto, no el modelo en tanto que forma
exterior, un gesto, unas obligaciones puramente gratuitas. Desde el
punto de vista psicológico, mejor no tener ningún modelo. Mientras
lo tenga y me esfuerce en serlo, el protagonista será el yo; y la
verdadera perfección se adquiere cuando uno no se preocupa de su
perfección, sino de Dios.
La perfección consiste en que en cada momento uno haga
las cosas del mejor modo posible y no se preocupe de si las ha hecho
muy bien o muy mal, sino que, hasta en el momento de obrar, lo más
importante sea Dios. Se ha de tener, no obstante, una noción de Dios
amplia, rica, profunda. Generalmente, por la educación que hemos
recibido, poseemos una noción de Dios sólo afectiva. Y Dios no es
sólo alguien a quien debamos amar, con quien nos une una relación
sólo de amor. Dios es fuente de energía; por tanto cuanta más
energía vivamos, más cerca hemos de sentirnos de Dios. Dios es la
fuente de toda verdad, es la verdad; cuanto más consciente vivamos
de la verdad de las cosas, más cerca hemos de sentirnos de Dios.
Nuestra vida religiosa no ha de adoptar según esto, un matiz
puramente afectivo, sino que toda nuestra actividad nos ha de acercar
a Dios. Cuando me doy cuenta de que Dios es la fuente de todo lo que
conozco, entonces el dedicarme a los negocios, a los trabajos
manuales, a cualquier actividad, todo me acerca a Dios.
Hemos de sentir este acercamiento a Dios de un modo
interior en todo nuestro psiquismo: a través de la mente, a través
del cuerpo, del sentimiento, etc. Es algo que se va produciendo a
medida que vamos aprendiendo a practicar la vida espiritual. No
importa, pues, que me aproxime más a este modelo o a otro; es algo
secundario: si soy perfecto o no, apenas tiene importancia ante el
hecho de Dios. Cuando para mí la preocupación total, constante,
suprema, sea Dios, viviré enteramente tranquilo. Ahora, sin embargo
me estoy comparando constantemente con el Yo-idea y con el
Yo-idealizado: y tengo siempre estas vacilaciones, ese examen
constante de si estoy o no a la altura del modelo prefabricado.
Quizás estas ideas puedan desconcertar a más de un
lector. En rigor encajan perfectamente con cualquier modalidad
religiosa que uno viva, son compatibles con todas las devociones
particulares que uno pueda tener y con todas las prácticas rituales
de cada cual. Pero si dichas prácticas no se realizan con este
espíritu, con esta actitud central, aunque me guardaré mucho de
decir que no sirvan para nada, sí afirmo que desde el punto de vista
psicológico funcionan bastante mal. En la religión hay que
distinguir dos aspectos: el aspecto, diríamos, sobrenatural y el
natural. El aspecto sobrenatural es siempre producto de los
sacramentos y de la gracia que se va mereciendo por las obras buenas
que se realizan. Pero el hecho de recibir mayor cantidad de gracia de
por sí no sustituye en absoluto a nuestras cualidades naturales. La
gracia se adapta a la naturaleza que encuentra. Una cosa son los
actos y virtudes sobrenaturales y otra los actos y virtudes
naturales. Lo sobrenatural se ejercita y actúa mediante actos
sobrenaturales, sacramentos, oración, indulgencias, etc.; lo natural
mediante la ejercitación activa, psicológica de las facultades:
cuanto más perfeccionemos nuestras facultades naturales, mejor
receptáculo seremos para que la gracia pueda expresarse de un modo
más directo y más pleno.
En la vida espiritual se pasan momentos difíciles, de
sequedad interior, en los que se haría cualquier cosa menos oración,
resultando entonces difícil mantener la actitud de dedicación. Son
siempre las mismas pruebas que ocurren en el psicoanálisis, etc.,
los momentos en que van surgiendo las identificaciones profundas que
perviven dentro. En tales situaciones uno se siente frío, seco, con
desgana. Es preciso saberlo, y conocer que la vida espiritual no
consiste en sentir muchas emociones interiores, sino en la
disposición interna, en la voluntad, en la actitud básica, esencia
de la vida espiritual. En un momento dado sentiré una gran
satisfacción, una gran alegría, una gran elevación, pero este
sentir siempre está generado al principio en un nivel personal y por
tanto es seguro que no es permanente. No hay que confundir
sensibilidad con vida espiritual, ni sensibilidad con amor. El amor
tiene una faceta puramente personal, egocentrada y que se moviliza en
niveles afectivos pero también otra, la faceta superior, el amor
auténtico, que no está basado para nada en la sensibilidad, sino
que más bien es de voluntad y entendimiento: querer el bien, la
adhesión al bien, a la verdad. Persistir en esta disposición,
aunque sea fría, seca por dentro,
es una garantía de amor auténtico y de que uno marcha por el
verdadero camino. Si se mantiene esta actitud mientras perdura la
sequedad, al cabo de algún tiempo hará su aparición una nueva fase
en que uno vive una paz, una satisfacción y una dulzura que ya no es
de tipo emotivo, personal, sino superior.
A medida que la oración hacia Dios se va
renovando y profundizando, se va produciendo una
limpieza de todos los contenidos y represiones que hay en el
interior. En realidad la Vida espiritual, enfocada así, con este
aprender a sintonizar con Dios, a serle fiel en cada instante dentro
de uno mismo, obrando tal como se ve la verdad, y tal como se la
siente, con la mente abierta, serena, clara, es una técnica
superior, un trabajo en el que yo me apoyo en mí para ir hacia Dios.
La
técnica del sobreesfuerzo
Cuando las energías destinadas a un tipo de actividad
se han agotado, pero la actividad continúa, empiezan a utilizarse
automáticamente las energías de reserva. Este hecho sirve de base a
la técnica del sobreesfuerzo, que también podemos denominar sendero
de la abnegada dedicación.
Normalmente, al agotarse las energías disponibles para
un tipo habitual de actividad, la persona se siente fatigada y pierde
todo interés en seguir con la misma actividad. Pero, si por alguna
razón especial no tiene más remedio que seguir realizándola,
surgen de su interior nuevas fuerzas que la capacitan para proseguir.
Por ejemplo, el viajero que se encuentra perdido en una zona desierta
tiene que sobreponerse una y otra vez a la fatiga y sacar fuerzas de
flaqueza para seguir andando y, en efecto, esas fuerzas emergen
repetidamente de su interior, incluso cuando parece que la persona
está ya agotada por completo, y le permiten realizar verdaderas
proezas de rendimiento. Pues bien, esas fuerzas de emergencia surgen
de la reserva de su inconsciente.
Toda actividad que se realiza de un modo continuado y
con toda el alma, conduce a la educación de las energías reprimidas
y a la utilización de todo el capital energético del individuo, de
un modo semejante a como una dieta muy deficiente
en calorías obliga al consumo de todas las reservas de grasa
existentes en el organismo físico.
Una vida consagrada en cuerpo y
alma al cumplimiento de
una misión, al servicio del prójimo, a la investigación
científica, a la creación de fuentes de riqueza, es decir, a
cualquier actividad superior con una dedicación total y permanente,
produce a su debido tiempo la «liquidación» definitiva de todas
las cargas inútilmente retenidas en el inconsciente. Pero es también
requisito necesario que esa actividad se realice con pleno
entusiasmo, con alegría y optimismo, al efecto de que el
sobreesfuerzo no produzca efectos contraproducentes en la salud del
cuerpo ni en la de la mente.
La rapidez en el proceso de la limpieza interior depende
por un lado de la perseverancia
en la dedicación, pero sobre todo de la capacidad de entrega
interior en cada instante, de la generosidad y entusiasmo que uno sea
capaz de poner en cada momento de la acción. Cuanto más profundas
sean la energía, la atención, el sentimiento y la voluntad que se
vierten en la acción, mayor será su efecto purificador.
Pero no se ha de
confundir este modo de vivir intenso, directo y total, manejando en
cada momento todas las energías disponibles, con un excesivo
esfuerzo físico ni con cualquier clase de tensión. De lo que en
realidad se trata es de una plena presencia de toda la capacidad
consciente de la persona en cada cosa y en cada momento.
Es obvio que esta técnica es no sólo compatible con
cualquiera de las demás que
hemos descrito, sino que viene a constituir su más perfecto
complemento.
El
autocondicionamiento para la neutralización de las ideas negativas
En el capítulo 7 tuvimos ocasión de ver que todas las
experiencias comportan, aparte del aspecto sensible -sensación,
sentimiento o emoción- y del aspecto reactivo -actitud, acción,
conducta- otro aspecto cognoscitivo, intelectual, representativo. Y
es este último aspecto el que adquiere un
carácter valorativo
respecto al sujeto y respecto al no-yo, al mundo.
También hemos visto, al estudiar la mente, que toda
acción sigue necesariamente los cauces que le vienen determinados
por una idea. La idea o representación mental es la que configura y
concreta la energía del impulso y la transforma en una
acción determinada. Según
son las ideas, así es la conducta.
Por otra parte, las ideas tienen igualmente una
importancia decisiva en la determinación del estado de ánimo. Todas
las ideas que van a favor de los contenidos
positivos del Yo-idea y del Yo-idealizado
provocan placer, satisfacción, optimismo, seguridad y confianza en
sí mismo. Inversamente, las que van en contra provocan estados
de ánimo negativos de
depresión o de hostilidad.
Con estos elementos podemos ya entrar en el estudio del
condicionamiento producido por las ideas negativas.
EL CONDICIONAMIENTO DE LAS IDEAS.- De la misma manera
que somos la suma de todas las experiencias acumuladas en nuestra
vida, podemos afirmar también que somos el resultado de todas las
ideas acumuladas durante nuestra existencia. En efecto, la valoración
que tengo de mí mismo y la de las personas, de las circunstancias,
de la vida, es exactamente la resultante de cuantas ideas han ido
apareciendo en mi mente en cada experiencia.
Las ideas positivas abren paso y afirman nuestras
verdaderas cualidades personales. Las ideas negativas cierran el
camino a que podamos tomar posesión de lo positivo en nosotros. Si
me han afirmado durante años que soy un incapaz, esta idea negativa
ha ido calando, en mi inconsciente de manera que, aunque por otra
parte tenga la evidencia de que soy capaz de hacer bien muchas cosas,
aquella idea negativa me condicionará a pesar mío y me sentiré en
duda permanente sobre mi verdadera capacidad y, de hecho, daré un
rendimiento menor del que realmente podría dar.
Toda idea tiende necesariamente a convertirse en la
acción que le corresponde. Si yo potencialmente tengo una capacidad
de 100, pero mis ideas positivas llegan a 80 y mis ideas negativas
tienen un poder de 30, mi rendimiento medio efectivo no podrá
sobrepasar el 50 % de mi potencial. Y esto no son especulaciones ni
hipótesis, sino hechos exactos. Nos vivimos según lo permiten
nuestras ideas.
A lo largo de los años de nuestra vida se han acumulado
cantidades ingentes de ideas que se han ido depositando en nuestro
subconsciente. Un caudal valiosísimo si se tratara sólo de ideas
verdaderas y positivas, pero que suponen un fuerte lastre cuando han
sido de carácter negativo. De hecho, lo único que nos impide vivir
plenamente nuestra realidad, nuestra fuerza interior y nuestras
capacidades no es otra cosa que las ideas negativas que, enquistadas
en lo profundo de nuestra mente, bloquean nuestra energía y
configuran nuestra actitud y disposición con una restricción y un
encogimiento completamente artificiales.
Si pudiéramos neutralizar de un modo definitivo estas
ideas negativas que nos están deformando desde nuestro interior,
automáticamente se transformaría de tal manera nuestro estado de
ánimo, nuestra actitud y nuestra capacidad de acción que nos
convertiríamos en las personas seguras, sólidas, optimistas y
emprendedoras que hemos soñado llegar a ser. Y al conseguir estos
resultados y otros similares no haríamos otra cosa que recuperar lo
que en rigor nos pertenece, no sería más que vivir lo que realmente
somos.
Esto es, ni más ni menos, lo que podemos conseguir con
la técnica del autocondicionamiento o autosugestión. Mediante esta
técnica podemos introducir deliberadamente ideas positivas allí
donde están las negativas y neutralizarlas por completo.
Pero antes de explicar el modo concreto de proceder,
digamos unas palabras acerca de la sugestión en general, ya que este
término por lo mucho que se ha abusado de él, suele provocar en
muchas personas una reacción de prevención o de desconfianza.
¿SABEMOS REALMENTE QUÉ ES LA SUGESTIÓN?- Esta actitud
de menosprecio hacia la sugestión proviene de unos conceptos
parciales o erróneos que, desgraciadamente, están muy difundidos y
que más o menos consisten en lo siguiente:
a) Se cree que la sugestión implica siempre alguna
forma de engaño, pues evoca la idea de que el que se autosugestiona
afirma de sí mismo cosas que no son ciertas o quiere adquirir
cualidades postizas.
b) Se considera que la sugestión no puede producir más
que unos efectos superficiales y efímeros, de modo que aunque pueda
provocar cambios momentáneos y estimular el ánimo, como no hace
sino cubrir al sujeto con un barniz artificial que no responde al
modo de ser del individuo, no puede echar raíces y tener
estabilidad.
c) Se teme también, a veces, confiar en la sugestión
porque se tiene la impresión de que con ella se entra en un terreno
desconocido y misterioso, en el que cabe esperar toda clase de
sorpresas desagradables o de efectos peligrosos.
Sin embargo, todos estos prejuicios brotan de la misma
raíz: el desconocimiento de lo que realmente es la autosugestión.
La primera objeción queda resuelta si decidimos no afirmar más que
cosas ciertas y reales. La segunda, que se apoya en la práctica tal
como se ha difundido en multitud de revistas y libros de divulgación,
queda contestada diciendo que la verdadera sugestión es tan poderosa
y tan duradera como los mismos estados negativos que tanto hacen
sufrir y que llegan a deformar toda la existencia de una persona, ya
que muchos de estos estados negativos no son más que producto de
sugestiones negativas, como veremos en seguida. Y la tercera objeción
se resuelve mediante un estudio serio de la teoría y de la práctica
de la autosugestión.
No debemos menospreciar la sugestión. Gran parte de
nuestra vida psíquica está edificada sobre ella. Durante toda
nuestra infancia y también después, aunque en grado menor, hemos
estado recibiendo sin cesar afirmaciones del ambiente -primero de los
padres, maestros y personas mayores que nos rodeaban, y después de
multitud de orígenes: libros, revistas, diarios, radio, etc.-,
afirmaciones gratuitas sobre los más diversos asuntos, que han
entrado en nuestra mente sin que las hayamos cribado con nuestro
juicio crítico. Y toda afirmación que no está debidamente
demostrada o que no es evidente por sí misma, es pura sugestión. La
educación, tal como se suele hacer, no es más que una serie de
condicionamientos provocados por sugestiones sistemáticas: «los
niños bien educados hacen siempre tal cosa o tal otra», «si no
eres obediente no llegarás a nada en la vida», «eres un holgazán,
no sirves para nada», y otras cosas por el estilo.
En la infancia porque no teníamos capacidad crítica y
en nuestra edad adulta porque sólo en situaciones que consideramos
importantes prestamos realmente atención y adoptamos una actitud
crítica, el hecho es que es enorme el número de ideas que ha ido
penetrando en nuestra mente, con una pasividad completa por nuestra
parte. De todas estas ideas no hay duda que muchas serán positivas y
corresponderán a hechos ciertos, pero también es evidente que otras
muchas son erróneas o negativas. Todas estas ideas tenderán a
convertirse en las correspondientes actitudes, estados de ánimo y
valoraciones de las cosas y personas. ¿Cómo nos ha de extrañar,
pues, que con tanta frecuencia cambie nuestro estado de ánimo sin
más ni más, o que nos asalten dudas acerca de nosotros mismos, de
nuestras ideas y de nuestra conducta, sin saber el por qué?
Si un día nos detuviéramos a examinar con calma cuáles
son las ideas que tenemos sobre los principales aspectos de la vida y
en qué medida estas ideas son verdaderamente nuestras, es decir,
hasta qué punto las hemos contrastado y reflexionado, descubriríamos
con sorpresa que muchas de ellas las hemos aceptado pasivamente y que
su fundamento carece de suficiente certeza o evidencia. Lo que no
impide que en nuestra vida diaria las defendamos con entusiasmo y que
basemos en ellas muchas de nuestras decisiones. Sólo hay que
escuchar con cierto espíritu crítico la mayoría de las discusiones
que se oyen por doquier. Sea sobre política, economía, religión o
simplemente sobre deporte, es asombroso el aplomo y tenacidad con que
se defienden tesis o se aducen argumentos sin otro fundamento que
cuatro noticias fragmentarias y otras tantas suposiciones. ¡Y
cuántos prejuicios sobre el modo de ser de determinadas personas,
sea por su lugar de nacimiento o por su profesión, o simplemente-
porque han hecho ciertas acciones que reprobamos! ¡Cuántas
opiniones, criterios y juicios cuyo único fundamento consiste en que
siempre se nos ha dicho, sin más, que tal cosa ha de ser de esta
manera y no de otra! Todo esto es sugestión pura. Sugestión
involuntaria e inconsciente.
¿Por qué seguir siendo víctimas automáticas de los
condicionamientos que todas estas sugestiones (introducidas en
nuestra mente sin participación de nuestra voluntad) están
produciendo sin cesar tanto en nuestra vida interior como en nuestra
actividad externa? ¿Por qué no hemos de coger el mando de nuestro
vehículo y determinar con absoluta seguridad adónde y cómo hemos
de ir? ¿Por qué no hemos de poder elegir deliberadamente los
condicionamientos que creemos más adecuados para nuestra naturaleza
y según nuestras legítimas aspiraciones, y determinar así a
voluntad nuestro estado de ánimo y nuestra capacidad de reacción?
No lo hacemos simplemente porque no se nos ha enseñado
que esto puede conseguirse. Hemos leído cuatro anécdotas en las que
la sugestión producía aparatosos efectos en algunas mujeres
histéricas o hemos visto que se utilizaba en un espectáculo para
ridiculizar a los que se prestaban al «experimento» No se nos ha
enseñado que la sugestión es el arte de introducir ideas en el
subconsciente al objeto de que produzcan los efectos correspondientes
en nuestra mente consciente, en nuestro estado de ánimo o en
nuestros hábitos de conducta. Y que cuanto más positivas y reales
sean estas ideas y cuanto más profundamente lleguen a penetrar en
nuestro interior, más contundentes y definitivos serán los
resultados. No se nos ha enseñado que con la autosugestión tenemos
el medio de transformar de raíz nuestra personalidad, neutralizando
todos los bloqueos inconscientes y corrigiendo todos los defectos que
hasta ahora nos han impedido vivir nuestra espléndida realidad
interior a pleno pulmón.
REQUISITOS DE LA AUTOSUGESTIÓN.- La autosugestión
puede producir con toda certeza este condicionamiento positivo y
profundo de la personalidad, pero sólo a condición de que esté
bien hecha. Que nadie se haga falsas ilusiones creyendo que mediante
la sugestión podrá transformarse en un abrir y cerrar de ojos. La
autosugestión como toda técnica de acción profunda, es laboriosa.
Exige un largo aprendizaje de la técnica y una decisión
perseverante a toda prueba. Al igual que las demás técnicas
mayores, requiere que, literalmente, uno ponga en ella toda el alma,
esto es, que invierta en ella todo su talento, todo su deseo,
interés, entusiasmo, energía y perseverancia. Porque solamente con
la concurrencia de todos estos factores podrá atravesar la barrera
de las resistencias interiores y conseguir que las ideas-semilla
lleguen a depositarse en lo más profundo del inconsciente, condición
ésta indispensable para su acción neutralizadora.
Los requisitos esenciales que ha de reunir la práctica
correcta de la autosugestión o del autocondicionamiento podemos
resumirlos en los puntos siguientes:
a) Ha de basarse estrictamente en
la verdad positiva. Eso
significa que la idea que utilizamos para implantarla en el
subconsciente ha de reflejar un aspecto positivo de nuestra realidad:
energía, afecto, tranquilidad, iniciativa, etc. Hay que evitar la
forma negativa puesto que el inconsciente responde más al sustantivo
que al adverbio. Si por ejemplo utilizara la frase «no quiero tener
miedo», en el inconsciente se evocaría más fácilmente la emoción
del miedo -que precisamente se trata de superar- que la idea de
negación significada en las palabras «no quiero...».
Pero además hay que procurar que en la formulación de
la idea no haya ninguna contradicción con la experiencia real. Por
ejemplo, si yo digo «soy valeroso y decidido» pero mi experiencia
me dice que en la actualidad yo no soy nada de eso, aunque las
palabras utilizadas tendrían utilidad para el inconsciente, la mente
consciente en cambio protestaría por la mentira implicada en la
frase y esto podría actuar como contrasugestión. En cambio, si digo
«me gustaría ser valeroso y decidido» o «quiero llegar a ser
valeroso y decidido», el inconsciente recibe el mismo mensaje y la
mente lógica no puede protestar ya que esto está de acuerdo con la
realidad.
b) La idea ha de referirse a una
cualidad básica. Aunque
la autosugestión puede hacerse con cualquier clase de cualidades, es
preferible trabajar con una cualidad fundamental, por dos razones:
porque al conseguir la cualidad básica obtenemos al mismo tiempo las
que de ella se derivan, y porque las cualidades básicas despiertan
una resonancia más profunda y más estable, pudiéndose trabajar con
mayor efectividad.
c) La idea ha de formularse de un
modo simple y claro. Si puede
resumirse en dos palabras, no hay que utilizar tres o cuatro. Cuanto
más concisión y precisión en la idea utilizada, mayor poder
incisivo tendrá. Es necesario que la idea se complemente con la
representación mental o imaginación, lo más clara posible, de la
forma concreta con que el sujeto se comportaría si tuviera ya
incorporada tal calidad.
d) Se ha de trabajar con la misma
idea durante un tiempo mínimo de tres meses.
El efecto del condicionamiento se refuerza con la
repetición. Si se trabajara con dos o más ideas, la eficacia
quedaría evidentemente repartida entre todas ellas. El machacar
sobre el mismo clavo acelera su penetración. Y esto se ha de
respetar de tal modo, que incluso las palabras que se utilizan para
expresar la idea a sugerir han de conservarse las mismas durante este
tiempo mínimo de tres meses, resistiendo toda tendencia al cambio.
e) La idea sugerida ha de ir
acompañada de la resonancia afectiva que aquélla evoca.
Este es uno de los requisitos más importantes.
La mente consciente, en su actividad normal y por mucho que se
esfuerce, no puede penetrar hasta el inconsciente por impedirlo la
barrera de las resistencias del sistema de control y censura. Pero
una de las formas relativamente fáciles de conseguir esta
penetración de una idea hasta el fondo consiste en asociarla a una
sensación, a un sentimiento o a un impulso que, como sabemos,
siempre surgen de nuestros estratos profundos.
Cuando queremos actualizar en nosotros una cualidad
básica, por ejemplo la energía del carácter, la simple idea de
esta cualidad despierta en nuestro interior una especial sensación y
un sentimiento eufórico de energía. Pues bien, es preciso abrirse a
tales resonancias afectivas y aprender a sentirlas más y más. Y al
mismo tiempo que se formula la idea quiero tener
más energía de carácter una y otra vez, sentir
esta resonancia del modo más profundo posible.
f) La representación mental
junto con la resonancia afectiva, han de mantenerse vivas durante el
máximo tiempo posible. Porque
el poder de penetración de la idea aumenta proporcionalmente al
tiempo que se consigue mantener la mente en la misma dirección. Y
este aumento de penetración no es del orden de una progresión
aritmética, sino que más bien parece ser el de una progresión
geométrica.
Otros requisitos menos importantes son: la frecuente
repetición de las sesiones de autocondicionamiento: por lo menos dos
sesiones de 10 minutos al día, y la conveniencia, sobre todo al
principio, de repetir la idea en voz alta, aunque no necesariamente
fuerte, y con lentitud, para facilitar la claridad de la
representación y la evocación del sentimiento.
Las condiciones materiales de esta práctica consisten
tan sólo en sentarse cómodamente, pero procurando que la espalda y
la cabeza se mantengan en línea recta, y cerrar los ojos. Es
conveniente un estado de tranquilidad mental, emotiva y física,
aunque evitando el caer en un amodorramiento. Por el contrario, la
mente ha de conservarse en todo momento perfectamente lúcida. Quien
haya practicado las primeras fases de la relajación general
consciente conseguirá el estado ideal sin ningún esfuerzo. Una vez
en esta disposición el ejercicio consiste simplemente en ir
repitiendo la frase elegida, de acuerdo con todos los requisitos
indicados.
Cada cual ha de buscar personalmente cuál es la
cualidad más importante que le conviene actualizar en su caso
particular. Y una vez encontrada esta cualidad, buscar las palabras
concretas que mejor expresan esta cualidad tal como él la concibe.
Pero recuérdese que una vez escogida la frase no la ha de modificar,
ni aún en el caso de que después crea que le iría mejor otra.
Sólo a título de sugerencia, damos a continuación
algunos ejemplos de frases que pueden servir como ideas-semilla para
la práctica de autocondicionamiento.
- Quiero tener más alegría y
optimismo.
- Deseo sentirme más sólido y
seguro.
- Cada vez quiero sentirme más
decidido.
- Quiero ser más amable y
comprensivo.
- Deseo sentir auténtico
interés por los demás.
- Quiero ser más
sincero.
- Conseguiré abrirme más al
amor.
- Deseo estar siempre tranquilo y
atento.
- Quiero que mi mente trabaje
bien y más deprisa.
- Yo soy energía.
- Dios es amor
desde el fondo
de mi corazón.
- Dios es poder
desde el fondo
de mi ser.
Otras aplicaciones del autocondicionamiento.
Ya que estamos estudiando este tema, podemos
señalar, incidentalmente, que también puede aplicarse el
autocondicionamiento a cualquier situación concreta que uno quiera
afrontar con una actitud predeterminada. Por ejemplo, si usted ha de
tener una entrevista realmente muy difícil o muy importante, en la
que teme no poder actuar con al aplomo y la tranquilidad que tanto le
convendrían, entonces puede usted condicionarse previamente para que
llegado el momento actúe de modo automático en la forma deseada.
Para ello, cuatro o cinco días antes de la entrevista
empiece a practicar el ejercicio siguiente:
Por la noche, cuando ya esté en la cama, visualice o
imagine del modo más preciso que pueda, a la persona con quien se ha
de entrevistar. Imagínesela con toda claridad gesticulando y
hablando tal como si la tuviera delante. Ahora evoque usted en su
interior la actitud y el estado de ánimo que más le gustaría tener
en el momento de la entrevista. Procure sentir ese estado de
seguridad, aplomo y optimismo del modo más vívido posible. Y
manteniendo ese mismo estado, véase a sí mismo hablando con su
interlocutor. Asocie el estado
eufórico con su sensación de estar hablando cara a cara con él. Es
preciso que la vivencia sea intensa y sostenida, y también que la
imagen de la situación sea clara y real.
Si no puede evocar fácilmente el estado positivo,
olvide por completo de momento el personaje en cuestión y busque en
sus recuerdos alguna ocasión en que haya tenido tal estado de ánimo
de modo particularmente intenso. Dedíquese el tiempo que sea
necesario para centrarse en este recuerdo y en la vivencia
correspondiente. Una vez lo haya conseguido, procurando mantener la
misma vivencia de satisfacción imagínese hablando con la persona de
referencia.
Como se ve, se trata de asociar -por el simple hecho de
mantenerlos juntos - el sentimiento y la actitud positiva con la
imagen concreta de la situación. Esto hay que repetirlo a diario
durante cuatro o cinco días.
Cuando se encuentre después en la situación real, comprobará que
sin el menor esfuerzo y sin necesidad de proponérselo, se encontrará
actuando y reaccionando con la actitud eufórica para la que se ha
condicionado.
De forma parecida podrá condicionarse para producir en
usted en el momento que lo desee cualquier actitud y estado de ánimo
que usted mismo haya previamente elegido. Desde el simple hecho de
despertarse a voluntad a una hora prefijada, hasta el estado
permanente de la más alta elevación interior que uno sea capaz de
desear, puede conseguirse con absoluta seguridad, si se trabaja
suficientemente en ello. El autocondicionamiento es, pues, la técnica
que nos permite llegar a ser los dueños absolutos de nuestros
estados internos.
El
Raja-Yoga
Vamos a dar a continuación un esbozo de las técnicas
seguidas por el Raja-Yoga. La finalidad de este Yoga, como lo es
también la de los demás tipos de Yoga, es la de permitir tomar
plena conciencia de la naturaleza espiritual del hombre, y junto a
ella obtener el estado de plenitud de conciencia de ser, de realidad,
de conocimiento, de amor y de felicidad que le son inherentes. Para
conseguir este resultado el Raja Yoga nos propone una serie de
ejercicios especiales de disciplina mental, destinados a poner fin a
la turbulenta agitación que los incontrolados pensamientos producen
sin cesar en nuestra mente y
a la inevitable identificación de nuestra realidad con cada una de
esas formas mentales.
La obra clásica más famosa que resume los varios
sistemas de Raja-Yoga es la titulada Los
aforismos de Patanjali, que
a través de una serie de breves sentencias presenta todo un programa
de trabajo interior.
Para emprender con éxito
las técnicas de control mental del Raja-Yoga es indispensable que,
previamente, se haya alcanzado un cierto grado de equilibrio y de
dominio sobre los impulsos físicos, afectivos y mentales, de modo
que la vida diaria esté inspirada por principios de higiene física,
por una sólida moralidad y por un sincero deseo de realización
espiritual. Por esta razón quienes desean seguir el sendero del
Raja-Yoga han de pasar como fases previas por las siguientes etapas:
1.- Yama o abstinencias. Viene a ser una especie de
Decálogo, es decir de normas de la ley natural; en ella el
estudiante tiene que abstenerse de toda clase de actos inmorales, de
la mentira, violencia, robo, lujuria, envidia, ambición, etc.
2.- Niyama, u observancias. Se refieren a reglas de
higiene fisiológica y mental: cultivo de limpieza de cuerpo y mente;
austeridad, alegría, formación personal, pensamiento constante
hacia Dios.
Después de estas dos fases que pueden ser sustituidas
por las formas Hatha y Bhakta, esto es, por el yoga físico y el yoga
devocional -del que hablamos más adelante-, comienzan otras más
cercanas ya a la esencia del Raja-Yoga.
3.- Asana o postura correcta. La postura tradicional
para la práctica del Raja-Yoga es la conocida Postura del Loto o
Padmasana. Se trata de adoptar una postura estable que no obstruya la
energía circulante. En otras etapas más elevadas el Asana se
refiere más bien a posturas psíquicas, es decir, actitudes. Además
de la del Loto, se utiliza también el Siddhasana o el Sukkhasana.
Pero los occidentales que no practican el Hatha-Yoga pueden realizar
los ejercicios del Raja-Yoga sin mayor obstáculo, sentados en un
sillón, con tal que se consiga reunir estas dos condiciones: una
perfecta comodidad que permita mantener la postura de modo
confortable durante una media hora, y que el tronco y la cabeza
queden erguidos en línea recta.
4.-Pranayama o dominio del ritmo respiratorio. Tiene
como fin el manejo consciente de las energías psíquicas. Estos
ejercicios respiratorios pertenecen al Hatha-Yoga, y, como todos los
anteriores, no tienen otro objeto que preparar mejor para la
concentración propia de las etapas que pertenecen ya netamente al
Raja-Yoga.1
1. Seguimos en esta exposición
el texto del excelente libro de Kovoor T. Behanan, Yoga,
a scientific
evaluation. Dover.
Nueva York, 1959.
Antes de hablar de la quinta etapa es útil señalar el
verdadero significado de la palabra «concentración», tan usada en
la terminología del yoga. En el lenguaje corriente, concentrarse
significa ponerse a pensar con mucha intensidad en un determinado
objeto, excluyendo cualquier pensamiento extraño a la materia
fijada. Pero, dentro de este área circunscrita, se le permite a la
atención manejar innumerables ideas para llegar a la decisión o
solución final. Podría definirse como una intensificación del
proceso de razonamiento discursivo dentro de un campo limitado. La
mente, por un esfuerzo de la voluntad, limita su margen de acción,
pero, dentro del círculo elegido, la corriente de conciencia no
cesa, pasando de una idea a otra, de un pensamiento a otro. La razón
y el intelecto funcionan a su más elevado nivel de eficiencia. Si la
atención está dirigida a un suceso externo, entonces el sentido
apropiado participa también en el proceso.
Este tipo de concentración, según el concepto
occidental, difiere totalmente de la concentración yóguica, como
puede comprenderse fácilmente por la siguiente consideración. El
objetivo que el yogui se propone al practicar los ejercicios es la
completa eliminación de pensamientos, o más bien la de conseguir
situarse detrás de los pensamientos, trascendiendo las actividades y
fluctuaciones de la sustancia mental o citta.
El ideal no se ha llegado a conseguir hasta que
los pensamientos quedan suprimidos. Es que el yoga no da importancia
a la mente como tal, mirándola incluso más bien como un obstáculo,
o mejor, un velo, que oculta al verdadero Yo. Cuando el yogui
consigue la supresión de las actividades de la mente por medio de
sus ejercicios mentales, se dice de él que se ha realizado a sí
mismo. Esta es la «pura conciencia» no empañada por las
modificaciones de la sustancia mental, que normalmente se traducen en
percepción sensorial, razonamiento, actividad intelectual, etc.
Para alcanzar tal objetivo la mente ha de adoptar una
nueva dirección y la concentración ha de ser de un orden
completamente diferente al usado en Occidente. Al yogui se le dice
que no se apoye en las facultades discursivas, que ignore las
cualidades tanto primarias como secundarias del objeto de
concentración y que se limite a retener únicamente en la mente la
idea desnuda del objeto. La atención se ha de circunscribir a la
noción viva, simple, y directa de la intuición, idea, vivencia o
percepción sensorial del objeto sobre el que se aplica la
concentración.
Veamos a continuación las cuatro etapas siguientes del
Raja-Yoga:
5. Pratyahara, o aislamiento de la mente de los
estímulos sensoriales.
6. Dharana, concentración o fijación de la mente en un
punto.
7. Dhyana o meditación contemplativa, de penetración
en ese punto.
8. Samadhi, éxtasis o realización de la identidad
entre sujeto y objeto.
No son etapas totalmente diferenciadas entre sí y a
menudo en la práctica se superponen unas a otras. No obstante, a los
efectos prácticos de su estudio, se pueden distinguir unos rasgos
típicos de cada una de ellas.
5. Pratyahara.- El estudiante
realiza un deliberado esfuerzo en mantener la mente alejada de toda
percepción sensorial -disminuyendo los impulsos o estímulos
procedentes de la vista, oído, etc.- y también aislándola de la
memoria, de todo recuerdo; y asimismo del razonamiento. Esto
constituye el elemento negativo del Pratyahara.
El aspecto positivo se refiere a la atención,
facilitada por el estado físico y la pasividad mental inducidos por
las respiraciones. La atención se ha de centrar en esta sensación
interior lejos de todo lo sensorial. Una actitud mental de tranquila
atención, evitando toda rigidez o tensión, «saboreando», por así
decirlo, la agradable sensación del vaivén respiratorio y la
conciencia de vacío mental. Así, pues, no se trata de una
ensoñación mental, puesto que la mente ha de mantenerse en todo
momento perfectamente lúcida y despierta, aunque tranquila, como la
vela de una llama cuando está quieta.
A medida que uno adelanta en la práctica, surgen nuevas
sensaciones en el cuerpo que facilitan esta actitud de recogimiento.
Tales sensaciones pueden consistir en hormigueos, vibraciones,
sonidos, vivencias de focos de energía en algún punto de la columna
vertebral o en el pecho, en la garganta o en la cúspide posterior de
la cabeza. Pero estos fenómenos de percepción interna no deben en
modo alguno absorber el interés del yogui, ya que son meros puntos
de apoyo transitorios para alcanzar este primer paso de la retracción
o aislamiento de la mente respecto de los estímulos del mundo
externo, y el verdadero interés del estudiante ha de ser afianzar
firmemente este silencio interior voluntario para poder pasar
inmediatamente a la etapa o fase siguiente. Cuando el yogui constata
que su mente es capaz de desprenderse a voluntad de los estímulos
externos -e incluso de su recuerdo-, está preparado para iniciarse
en la etapa siguiente.
6. Dharana.- La palabra Dharana
significa concentración de la mente en un punto. Existen en la
práctica varias formas de Dharana, según el punto que se elija,
pues lo mismo puede ser una idea, como «verdad» o «Dios», que un
estímulo exterior, o una percepción interior que viene del cuerpo,
por ejemplo, el movimiento respiratorio, o un estado afectivo, como
el amor.
Así, una de las formas consiste, por ejemplo, en tomar
como tema de concentración un objeto cualquiera del mundo exterior:
un árbol, una silla, una flor. Cualquiera que sea el objeto elegido,
no ha de hacerse ningún razonamiento acerca de su forma, tamaño,
color, etc.; el objeto se reduce mentalmente a una simple idea y así
ha de sostenerse en la mente. La menor desviación del pensamiento
hacia las cualidades o relaciones del objeto sólo conduce a una
perpetua sucesión de ideas y es esto precisamente lo que el yogui
trata de evitar. A pesar de lo estéril que esta modalidad de
atención pueda parecer, los yoguis afirman que es enormemente
dinámica y que conduce a alcanzar niveles de conciencia más
profundos.
También puede tomarse como objeto de concentración
algún punto concreto del cuerpo: el entrecejo, la región del pecho
o cualquier otra zona donde residen los chakras o
centros psíquicos de los que ya hablamos en uno de los primeros
capítulos del presente libro.
Puede elegirse también -y ésta es una de las formas
que me permito recomendar por encima de las demás-, una cualidad
básica de tipo superior: amor, verdad, comprensión, energía,
realidad, etc., etc.
Otra forma de practicar el Dharana, utilizada con mucha
frecuencia en Oriente para producir el vacío mental, consiste en
repetir un sinnúmero de veces alguna palabra o frase sagrada: «OM»,
«TAT TVAM ASI», «RAM», etc. En estos casos hay que establecer en
su repetición un ritmo regular, primero verbal y después tan sólo
mental, que induce con la práctica un progresivo silencio de la
mente.
Y, por último, otra forma muy interesante de
ejercitarse en dharana,
es la siguiente: una vez conseguido el estado de
tranquilización general inducido por la respiración rítmica y
lenta, el yogui se pone a «mirar» tranquilamente la serie de
pensamientos e imaginaciones que de un modo automático van pasando
por su mente, contemplando cómo vienen y cómo se van, pero sin
animarlos activamente y, sobre todo, sin dejarse arrastrar en
absoluto por ellos. Pero tampoco ha de inhibirlos o frenarlos.
Asistir sin más al vaivén mental como simple espectador
desapasionado. Una vez el yogui logra mantener esta actitud -lo cual
requiere normalmente varias semanas de práctica diaria-, puede pasar
al punto siguiente, que consiste en aprender a distinguir cada vez
con mayor nitidez la separación de una idea o de una imagen de la
que sigue. Al principio éstas aparecían como un flujo
ininterrumpido, sin distinción alguna. Pero ahora está en
condiciones de apreciar que cada idea o imagen tiene un comienzo,
alcanza una plenitud y después, dejando lugar a otra nueva, se
desvanece. Y que entre una idea y otra hay una pequeña pausa, hay un
pequeño silencio, hay un minúsculo vacío. Con la práctica, esto
se percibe con toda claridad. Y entonces viene la última parte de
este método, que consiste en procurar centrarse más y más en estos
instantes silenciosos y vacíos, alargándolos poco a poco en la
medida de lo posible. Esto permite conectar el foco consciente de la
mente del yogui más allá del mundo de formas mentales quede modo
incesante perturban su capacidad de percibir directamente la realidad
espiritual oculta en el centro de su mente, más allá de toda forma,
más allá de toda mutación y de todo devenir.
7. Dhyana.- Cuando esta
contemplación se prolonga, entonces se pasa sin más a un estado de
interiorización más profunda. Se considera que el hecho de mantener
la mente despierta, tranquila y fija sobre algo supone que, no
pudiendo permanecer así de un modo estático, ahonda en el objeto,
desde niveles más profundos de sí misma. Si el objeto es otra
persona, el estudiante empieza a percibirla de modo enteramente
distinto, por producirse una especie de inmersión psíquica dentro
de aquella persona, llegando a ahondar en su interior por el
ahondamiento en el propio interior.
Así pues, esta etapa no se distingue formalmente, en
apariencia, de la otra, sirviendo únicamente para diferenciarla de
la anterior la mayor duración de tiempo que se logra mantener la
concentración. Aunque esto, en realidad, es más importante de lo
que a primera vista parece, pues, según lo expuesto antes, significa
la entrada en una nueva fase: la profundización.
8. Samadhi o estado extático o de
realización de la identidad esencial existente más allá de las
formas accidentales del sujeto y del objeto, no es más que la
culminación natural del mismo proceso en las fases anteriores. En
esta etapa se consigue llegar a realizar la identidad total con lo
que yo soy en el fondo de mí mismo.
Se practica insistiendo en la misma dirección, es
decir, manteniendo aún más tiempo esta concentración. Hay varios
grados y formas de realizar el Samadhi, según que se conserve o no
durante la experiencia la distinción de la forma concreta o que, por
el contrario, tan sólo quede una conciencia única del Ser, más
allá de toda distinción.
A medida que, por la práctica de las técnicas de
concentración y meditación, se calan niveles más profundos de uno
mismo, se disuelven automáticamente todos los problemas. La fuerza
de los conflictos estriba en que van asociados a ideas que han
llegado a vivenciarse en experiencias profundas, pero negativas, del
sujeto. Si éste tiene vivencias positivas aún más profundas de sí
mismo, las otras perderán fuerza. A veces observamos cambios más o
menos súbitos en personas que han sufrido un grave disgusto o una
inmensa alegría; lo mismo que conversiones más o menos radicales en
la conducta. Y suelen achacarse a una gran fuerza de voluntad. Nada
más lejano a la verdad; no es asunto de voluntad, sino simplemente
se debe a que aquella persona ha adquirido conciencia de un punto de
apoyo nuevo y más hondo de sí misma mediante una experiencia
profunda, gracias a la cual cobra súbita importancia lo que
anteriormente tal vez no la tenía en absoluto y quedan relegadas a
segundo plano otras cosas que antes le absorbían. Si creyésemos que
cierto cuadro que poseemos tiene gran valor, y un día nos
enterásemos de que no es así, cambiaría toda nuestra actitud hacia
el cuadro. Algo semejante, aunque en niveles más vitales y
profundos, ocurre en estos casos.
En el yoga se trata precisamente de llegar a estas
vivencias más profundas de uno mismo, logrando a la vez romper los
anteriores condicionamientos negativos de la mente y reestructurarla
según ideas positivas sobre el mundo y sobre la vida, pero no de
fuera adentro, sino de dentro a fuera, apoyándose en estas vivencias
profundas que la práctica yóguica trae consigo.
La ventaja del yoga estriba en que depende por completo
del interesado, siendo la única condición requerida que ejecute las
prácticas de modo correcto. Y el inconveniente que suele oponerse es
que requiere tiempo y tranquilidad, para aislarse cada día por
espacio de una hora o tres cuartos como mínimo y así llegar a
realizar un trabajo de verdad profundo.
Otras
formas de yoga
Por no considerar oportuno extenderme con tanto detalle
en la exposición de las demás formas de yoga, me limito a
enumerarlas, dando una somerísima idea de cada una, y remitiendo al
lector interesado a otros libros dedicados especialmente a estas
materias.1
1. Sobre este tema puede
consultarse nuestro libro Los
Yogas. Técnicas para el desarrollo superior del hombre.
Bhakti-Yoga: Es el
yoga de la devoción, del amor a Dios y al servicio del prójimo. Se
atraviesan todas las formas del amor, empezando por el amor
egocentrado que es el que solemos vivir, hasta llegar al amor
altruista.
Jnana-Yoga: Es
el yoga del discernimiento, de la sabiduría. Se considera un yoga
muy elevado y el más difícil de todos. Trata de captar la verdad de
las cosas de la vida, de uno mismo, para desidentificarse de todo y
obtener la conciencia personal de sí mismo al margen de cuanto
existe y como algo distinto también de las sensaciones, de las ideas
y de las imágenes mentales. No es, pues, un camino teorético, según
el criterio filosófico de Occidente, sino experiencial, de
conocimiento abstracto aplicado progresivamente, siguiendo un
redescubrimiento personal de la verdad.
Según la filosofía hindú, se va descartando la noción
que tenemos de realidad; a través de la percepción física, lo
mismo que a través de las percepciones internas, o del nivel mental.
Llegando finalmente a la realidad esencial de uno mismo, en el foco
de la conciencia, y pudiendo vivir en él. O, aún más arriba, en la
noción de realidad suprema. Es éste el estado de iluminación o de
ánimas liberadas
vivientes, en el que se percibe de un modo
inmediato que no existe más que una única verdad y un solo ser
absoluto.
Karma-Yoga: Utiliza
la vida activa, con renuncia progresiva al objeto de la
acción.
De ordinario, cuando obramos conscientemente, lo hacemos
con un fin, queremos conseguir algo. Es precisamente este objetivo el
que tiene que cercenarse en el Karma-Yoga. Hay que prescindir del
resultado de la acción, sabiendo actuar sin tenerlo en cuenta para
nada. Aprender a disfrutar en la acción y consagrar o entregar el
resultado a Dios.
Cuando hacemos algo obramos en realidad movidos por un
impulso interno, del que no solemos darnos cuenta y sólo percibimos
el objeto al que tiende este impulso: así que vivimos más la
realidad externa, material, que el aspecto vital interno de la
acción. El hecho de renunciar al objeto externo, obligándonos al
mismo tiempo a realizar con perfección el acto, permite al sujeto no
estar pendiente del resultado, y aprender a tomar conciencia de sus
mecanismos, del hecho de actuar; es una desidentificación del mundo
exterior y un situarse en el epicentro de la acción, notando el
origen de la energía que se expresa a través de las distintas
facultades en los diversos momentos, pero siempre como actualización
de una voluntad creadora y dinámica, llegando a vivirla como núcleo
de la energía vital y foco de conciencia. Y en un grado más
elevado, como Dios que se expresa en mí, intuyendo en cada momento
lo que debo hacer de modo tan inmediato como si viviera en cada
instante la misma voluntad de Dios a través de mí. Es evidente que
el grado de conciencia de uno mismo, así como el estado interior que
se alcanzan de esta manera, son sencillamente magníficos.
Aparte de estas formas del yoga, existen otras, como el
Mantra-Yoga, en
que se utiliza el dominio del sonido, externo e interno, y la
aplicación del ritmo a determinadas combinaciones de sonidos. El
Tantra-Yoga, que
emplea el manejo de las energías psíquicas y fisiológicas, etc.
Del Hatha-Yoga o yoga
físico hablaremos en el capítulo 15.
Todas las formas del yoga, como habrá podido
apreciarse, son procesos de progresiva interiorización, y suponen
siempre que nosotros tenemos la realidad en el centro de nuestro ser,
y que nuestra mente está ofuscada por un funcionamiento deficiente,
buscando la verdad fuera, donde no está. En la medida en que la
persona vive como verdad cosas que no lo son, no puede encontrar la
felicidad, que es plenitud. Por lo tanto, tiene que desandar el
camino por medio de la desidentificación, seguir una ruta hacia
dentro, neutralizando los mecanismos de la mente y tomando conciencia
del foco de energía interior que es el propio yo.
12.
ENERGÍA PSÍQUICA Y CONCIENCIA DE REALIDAD
Vamos a estudiar en este capítulo un aspecto sumamente
interesante del funcionamiento de nuestro psiquismo. Su interés
radica no sólo en las vías que abre para la comprensión de
importantes manifestaciones de la mente, sino, de un modo especial,
en las consecuencias de orden práctico que se derivan de su estudio,
como se verá en seguida.
Hemos visto en capítulos anteriores cómo todas las
manifestaciones de nuestra vida psíquica pueden ser estudiadas desde
el ángulo de la energía, ya que, en efecto, toda nuestra vida
psíquica es una constante descarga de energías. Decíamos en dichos
capítulos que cuando la energía se manifiesta a través del nivel
afectivo, se convierte en sentimientos o emociones; cuando lo hace a
través de la mente, se traduce en interés, curiosidad, y si se
expresa en los niveles físico o instintivo-vital, da lugar a uno u
otro de los diversos impulsos biológicos: moverse, comer, descansar,
etc.
Todas nuestras experiencias son el resultado de la
actualización de la energía que, desde nuestro interior, fluye
constantemente como resultado de los estímulos. Estímulos que
pueden proceder del exterior -personas, cosas, situaciones- o ser
producidos por la misma naturaleza dinámica de la energía interior
-impulsos, tendencias, necesidades.
En toda experiencia, esto es, en todo fenómeno de
conciencia, sea del orden que sea -una percepción sensorial, un
sentimiento, una idea, una sensación procedente del cuerpo-, existe
siempre una noción de realidad, gracias a la cual tenemos esa
evidencia de la realidad de la cosa percibida, de que tal cosa es, de
que existe de un modo cierto y real.
Es esta noción de realidad inherente a nuestras
experiencias, la que nos va a ocupar de un modo especial en este
capítulo.
La
noción de la realidad del no- Yo se produce en el mismo sujeto
Toda noción de realidad que tenemos es producto de la
energía que se descarga, que se actualiza en nuestra conciencia en
el mismo instante de cada experiencia. Sea cual sea la naturaleza del
fenómeno de que se trate, sólo hay una fuente de esa noción de
realidad, de fuerza interior, de valor subjetivo: nuestra propia
energía psíquica actualizada.
Aunque esta noción de realidad es única -siempre es la
misma energía interior, aún cuando puede variar el grado de
intensidad con que se perciba-, nosotros la aplicamos sin darnos
cuenta a cada uno de los contenidos formales de la conciencia, la
proyectamos a cada una de las cosas percibidas: la silla, la idea, el
deseo, etc., pareciendo entonces que cada una de estas cosas tiene su
realidad propia y que es esa realidad propia de la cosa la que
nosotros percibimos junto con su imagen o su aspecto fenoménico.
Inconscientemente estamos «prestando» la noción de realidad a las
percepciones que nos llegan de dentro y de fuera de la mente. Por
esto cuando estamos optimistas y eufóricos -esto es, cuanto está
circulando mayor cantidad de energía por nuestro consciente- nos
interesamos por todas las cosas y todo lo encontramos lleno de
contenido y de fuerza. Pero cuando estamos deprimidos o en un estado
de gran debilidad orgánica -poca energía circulante- todo lo
encontramos hueco y sin sentido.
Es importante distinguir con claridad esta noción de
realidad implicada en cada experiencia y poderla separar del aspecto
formal de la misma. Cuando sentimos hambre, por ejemplo, el hambre es
el aspecto concreto y formal de la experiencia, pero la fuerza y la
imperiosidad con que el hambre se presenta, aquí y ahora -y que
depende de la cantidad de energía involucrada en el
impulso-, es su aspecto de realidad muy diferente
de cuando tan sólo pensamos
en el hambre.
Todo cuando decimos de la noción de realidad, puede
aplicarse igualmente a la noción de todas las cualidades básicas
del hombre, tales como: la fuerza interior, la voluntad, la
confianza, la energía de carácter, la bondad, la comprensión, la
seguridad, la iniciativa, etcétera. Todas esas cualidades, que son
el producto directo del contacto inmediato de la energía primordial
con nuestras funciones psíquicas más básicas, no podríamos
apreciarlas en las otras personas si nosotros no las tuviéramos ya
en nuestro interior, ni tampoco podríamos apreciarlas directamente
en un grado mayor que el mismo que nosotros tenemos, de algún modo,
en nuestro interior.
Por lo tanto y repitiendo lo dicho una vez más, toda
experiencia, sea cual sea la naturaleza de su estímulo inicial,
tiene siempre lugar gracias a la energía que se está actualizando
en mí, y la noción de realidad que siento -sea de mí mismo, o de
la cosa exterior-, es producto de esta energía interior; toda la
realidad, toda la fuerza de cada momento está en función de esta
energía que se está actualizando, que se está manifestando en mi
interior. Siempre que veo algo real, algo que tiene una fuerza y un
valor, no hago más que percibir mi propia fuerza interior. Las
cosas del exterior que para mí tienen fuerza, realidad y valor, no
son nada más que el valor de mi propia energía asociada a la imagen
que yo tengo en aquel momento del exterior.
Esto parecerá sorprendente a muchas personas porque no
se han detenido nunca a considerar con calma tales fenómenos. Y, no
obstante, el hecho es claro y contundente. Toda la realidad que
atribuyo, por ejemplo, en el cine, a los personajes y a sus diversos
estados anímicos, es por completo una aportación mía, es una
proyección de mi propia energía y de mis estados anímicos
latentes, que se despiertan, que se actualizan de un
modo u otro, según sea la naturaleza del
estímulo visual de la pantalla y del complementario estímulo del
sonido. En la pantalla, en efecto, no hay ninguna clase de vivencia y
ni siquiera hay ninguna persona que haga nada, tan sólo hay
imágenes, esto es, combinaciones de luz y sombras, y todo lo demás
-la fuerza y el vigor de sus personajes, sus estados de ánimo, su
carácter, sus sentimientos de tristeza, alegría, angustia, coraje,
amor- lo ponemos nosotros de nuestra propia realidad y experiencia
interior. Las imágenes de la pantalla actúan a modo de estímulos
específicos que provocan en nosotros la respuesta de determinados
contenidos psíquicos. Son, en realidad, símbolos que tienen el
poder de evocar diversos modos de nuestra realidad interior.
Este fenómeno que aparece claro en el ejemplo citado
del cine, se reproduce de hecho en cada una de nuestras percepciones
del mundo exterior. La realidad que atribuimos a las personas y sus
cualidades, a las cosas y a las situaciones de nuestra vida real, no
es otra cosa que el producto de nuestra propia energía interior,
asociada a la imagen de tales personas, cosas o situaciones.
Entiéndase bien que, al afirmar que la realidad que
atribuimos a lo exterior no es más que la proyección de nuestra
propia realidad, no negamos ni ponemos en duda la realidad de las
demás personas y la de sus posibles cualidades. Si yo tengo y vivo
mi realidad, es seguro que los demás tendrán y vivirán la suya.
Como también es probable que tengan las cualidades que yo creo
apreciar en ellos. Pero de lo que en todo caso puedo estar
absolutamente seguro, es de que, tanto la realidad que aprecio en
ellos como sus cualidades, son de
algún modo totalmente
mías.
Sólo podemos comprender aquello que encuentra un
precedente dentro de nosotros. Aquello que provoca una respuesta
interior. Y realmente esta respuesta es lo único que entendemos.
De no ser así, lo percibido carecería por
completo de sentido y de realidad. Volviendo al ejemplo del cine,
todo el mundo entiende la trama sencilla del argumento, menos son ya
los que captan todos los matices y detalles de un buen artista y
muchos menos los capaces de saborear las intencionalidades de un buen
director. Y todos sabemos que una película rebosando arte y
originalidad, pero que no está a la altura
del público, será un fracaso rotundo. Otro
ejemplo muy claro es lo que ocurre con el amor. Todo el mundo cree
saber lo que es el amor, a pesar de que, muy probablemente, la noción
que cada cual tendrá del amor será muy diferente de la de los
demás, ya que es el producto de su experiencia personal. Pero es con
la luz de esta experiencia -y sólo con ella- con la que mirará e
interpretará todo cuanto se refiera al amor en los demás. Una
conducta erótica carecerá de fuerza, de realidad para un niño que
la contemple, mientras que, en cambio, tendrá pleno sentido y valor
para un adulto.
Todas las cualidades internas básicas que seamos
capaces de apreciar en el mundo exterior o de cualquier otro modo
-personajes imaginarios de novelas, películas, mitologías o
simplemente creados por la propia imaginación- son, pues, una
proyección a través de la mente de nuestros contenidos psíquicos.
Ninguna cualidad básica: energía, seguridad, fuerza,
entusiasmo, amor, voluntad, comprensión, iniciativa, etc., tendría
sentido para nosotros, si no la tuviéramos ya en nosotros
potencialmente. El poder recibir, comprender, intuir, desear, aspirar
a cualquiera de esas cualidades básicas demuestra que la persona la
posee, y queda posee exactamente en el mismo grado en que la puede
concebir.
Pero es evidente que, en la práctica, no llegamos a
vivir cuanto somos, y que, si bien es verdad que tenemos todas esas
cualidades que somos capaces de apreciar en los demás, también lo
es que algo nos impide darnos perfecta cuenta de ellas, y también,
por lo tanto, poderlas utilizar a voluntad. Y esto es lo que vamos a
estudiar a continuación.
La
energía actualizada, escindida en dos núcleos
Las experiencias puedo vivirlas de dos modos: como
protagonista, en tanto que experimento algo mío, o bien puedo
vivirlas como espectador, en tanto que percibo algo del exterior. Hay
momentos en que lo importante es lo que yo vivo, y otros en los que
lo importante es lo que veo, lo que oigo, lo que existe fuera de mí.
A veces lo más real es el Yo, a veces, lo es el no-Yo.
Y esto guarda correspondencia con el hecho de que la
energía que se actualiza en nosotros gracias a las constantes
experiencias, se escinde, se divide en dos secciones, agrupándose en
nuestra mente alrededor de dos núcleos o focos, completamente
diferentes: el núcleo al que llamamos Yo y el núcleo al que
denominamos no-yo, mundo, exterior, etc.
Cuando me enfado violentamente, lo más importante es lo
que siento en aquel momento y lo del exterior pasa a segundo término,
aunque lo exterior haya sido la causa de mi enfado. Cuando estoy
hablando exponiendo alguna idea importante, cuando estoy actuando en
algo que implica responsabilidad, cuando he de
moverme con energía o precisión, y en fin, siempre que hago algo en
tanto que protagonista activo, en aquellos instantes me vivo a mí
mismo como más importante y más real que todo lo demás. Todas
estas experiencias van registradas y archivadas en mi mente en el
núcleo correspondiente al Yo, y allí las encontraré en todo
momento, puesto que constituyen mi ser actualizado, mi realidad
existencial.
En cambio, cuando contemplo una obra de arte, una puesta
de sol, una obra extraordinaria de ingeniería, cuando estoy viendo a
una persona a quien admiro por alguna cualidad especial,
o simplemente cuando asisto a un interesante partido de fútbol, lo
más importante y lo más real para mí en aquel momento es aquello,
lo exterior, el aplomo, la fuerza de la persona y su seguridad en sí
misma. La vivencia de esas cualidades que ella despierta en mí
-vivencia que es por completo
mía y que es debida a mi propia resonancia interior- la asocio con
la imagen que percibo de tal persona, y creo entonces que es ella
quien tiene esa fuerza y demás cualidades, sin darme cuenta de que,
por el momento, soy yo quien las tengo, puesto que las experimento,
las siento, las vivo. Es muy posible que aquella persona tenga
también realmente esas cualidades que le atribuyo, ya que su imagen
y su actitud son aptas para despertarlas en mí, pero de lo único
que puedo estar seguro es de que eso que siento, lo tengo yo. Sólo
que no lo vivo como mío, lo vivo en el núcleo del no-Yo.
Nuestra vida está llena de experiencias en las que la
actualización de la energía interna se ha hecho tan sólo a nombre
del no-Yo, del mundo. Lo importante de estas experiencias es que no
podemos disponer de ellas, puesto que dependen del no-Yo, y nos
obligan a depender del estímulo exterior para vivir nuestra propia
realidad interior. Es como si, poseyendo yo en propiedad un gran
capital, alguien hubiera ingresado inconscientemente la mayor parte
de él en un banco y lo hubiese puesto a nombre de otras personas: me
encontraría de pronto con que no podría disponer de él, porque
creería que no me pertenece.
Hemos ido así distribuyendo sin cesar, durante nuestra
vida, fragmentos de nuestra propia realidad con los que hemos
revestido las imágenes de las personas, de las cosas y de las
situaciones, y nos encontramos después con que experimentamos a
estas mismas personas, cosas y situaciones como si tuvieran más
realidad, como si fueran más fuertes interiormente que nosotros
mismos.
¿Hasta
qué punto son normales estos hechos?
Hemos de distinguir dos hechos diferentes:
- El de la proyección al exterior de los valores
contenidos en nosotros.
- El de la existencia de los dos focos o núcleos dentro
de la mente.
Mirémoslos brevemente por separado.
El fenómeno de la proyección al exterior de los
propios contenidos es normal mientras el ser está en proceso de
desarrollo. El niño no toma conciencia directa y total de los
contenidos que hay en su interior,
sino que su aparición se hace de un modo progresivo, gradual, y los
impulsos interiores de crecimiento psicológico se expresan casi
siempre al principio mediante la admiración por quien ya
tiene tal o cual cualidad bien desarrollada. El
niño siente admiración por el padre, por sus maestros y, en
general, por todas aquellas personas que encarnan ya en una realidad
actual lo que en su interior empieza tan sólo a apuntar como
proyecto del futuro.
La admiración que el niño siente por el padre,
equivale a la suma de las experiencias de fuerza, autoridad, energía,
miedo, respeto, valor, protección, etc., que el muchacho ha ido
viviendo a través de los años de convivencia con él y que se han
ido registrando y archivando en el núcleo mental del no-Yo-Padre del
muchacho.
Si el desarrollo psicológico de este niño sigue un
curso normal, el núcleo de su Yo irá creciendo y fortaleciéndose
gracias a las constantes experiencias vividas activamente como
protagonista durante la adolescencia y juventud, hasta que llegará
un momento -generalmente alrededor de los 25-30 años-, en el que,
sin ningún esfuerzo especial, se incorporarán en el núcleo del Yo
los contenidos relativos al padre y que hasta ahora estaban en su
no-Yo. En el instante en que tenga lugar esta absorción, el
sujeto experimentará una sensación nueva, se
sentirá interiormente como si él fuera a la vez «él y su padre».
A partir de este momento dejará de depender en su interior de la
figura paterna aunque, al mismo tiempo, se sentirá por primera vez
plenamente compenetrado con él. Habrá recuperado esa parte de sí
mismo que hasta ahora estaba hipotecada a nombre del padre y en lo
sucesivo vivirá ya habitualmente con mucha mayor fuerza y solidez
interior.
Por desgracia, son muchas las personas que se mantienen
toda la vida como eternos
niños o adolescentes, con un Yo-experiencia anormalmente débil y
pendientes en todo momento de las reacciones del no-Yo, del mundo que
les rodea, sin conseguir integrar en la conciencia de sí mismos esa
realidad que les pertenece en legítima propiedad.
Son principalmente las personas que en mayor o
menor grado se encuentren en este caso, es decir,
con un Yo-experiencia débil en relación con su no-Yo excesivamente
cargado, las que más podrán beneficiarse de la técnica de
integración energética expuesta más adelante.
En cuanto a la
existencia de esta dicotomía o dualidad en la mente, hemos de
señalar que es, asimismo, completamente normal y que todo el mundo
la tiene y conserva durante toda la vida.
Es normal y conveniente que existan los dos núcleos
mentales en todos nosotros. Y también es normal, aunque ya no tan
conveniente, el que confundamos la realidad con que experimentamos y
vivimos el mundo con la
realidad que ese mundo externo tiene en sí mismo.
El problema no reside en el hecho de que existan dos
núcleos diferentes en la mente -en realidad existen muchísimos
más-, sino en el hecho de que no estén coordinados entre sí y que
tampoco lo estén respecto a otro centro sintetizador más elevado.
Visto su funcionamiento actual, parece como si el hombre
estuviera, en cierto sentido, incompleto, inacabado. Como si
estuviera todavía en curso de evolución y le faltara terminar su
desarrollo mental.
También señala en la misma dirección el hecho de la
dificultad que experimenta el hombre en general en darse cuenta de lo
que ocurre en su mente, en tomar conciencia de sus procesos mentales.
Precisamente lo que señala la madurez de una persona es su mayor
capacidad para ser consciente de cuanto ocurre en su interior y a su
alrededor, y de integrar luego, armónicamente, todos los datos
registrados.
Las
tres principales consecuencias de esta escisión
Son las siguientes:
1ª Limitación a un bajo nivel de la capacidad de
autoconciencia.
2ª Establece una dependencia interior respecto al
no-Yo.
3a
Impide que tanto el sentir como el pensar sean procesos unitarios.
1ª. Limitación a un bajo nivel
de la capacidad de autoconciencia.- El
primer efecto evidente de esta escisión de la energía total en Yo y
en no-Yo es que disminuye la capacidad de sentirse a sí mismo, que
limita la fuerza y la realidad de su autoconciencia. La persona se
siente más débil, pequeña, poca cosa e incapaz de sentir lo que es
en realidad. En esto coincide con el efecto de las represiones en el
inconsciente.
Como ya se vio anteriormente, toda experiencia se
escinde en dos polos constituidos por una vivencia de sí mismo y una
percepción del no-Yo, aunque como hemos visto ahora, la noción de
realidad que el sujeto atribuye a ese no-Yo es tan sólo producto de
su energía interior. En cada experiencia tiende a predominar la
noción de importancia o realidad de uno de los dos polos -según que
el sujeto viva la experiencia como protagonista activo o como mero
espectador pasivo-. A veces, esta distinción no queda muy clara por
el carácter vago y superficial de la experiencia, pero en otras
ocasiones el predominio de uno de los núcleos es muy marcado -en las
experiencias intensas y en las profundas- lo que se
corresponde con el hecho de que la mente se
polariza en aquella dirección haciendo pasar a través del núcleo
predominante mayor cantidad de energía que en el otro.
Con cuanta mayor energía o fuerza se viva la noción
del no-Yo o mundo exterior, menos fuerza o realidad se tendrá en el
Yo, ya que la descarga energética que se produce en cada experiencia
es única. Por consiguiente, una persona en cuya primera parte de la
vida hayan predominado con abundancia fuertes experiencias intensas
del no-Yo, tendrá dificultad después para llegar a vivirse a sí
mismo con solidez y profundidad. Estas experiencias intensas del
no-Yo lo mismo pueden tener un carácter positivo que negativo. En lo
que respecta al efecto de debilitación del Yo el resultado será el
mismo, si bien en el caso de que sean negativas el sujeto tendrá
además mucho más miedo y hostilidad.
Como ejemplo típico del predominio del no-Yo sin que
éste tenga un carácter aparentemente negativo está el caso de la
madre dominante, pero solícita, que no deja hacer apenas nada al
niño por sí mismo. Le evita que corra riesgos, que se esfuerce, que
tome decisiones; constantemente le está indicando lo que ha de hacer
y cómo ha de hacerlo. De esta manera le impide al muchacho que
ejercite sus facultades activas, que desarrolle y fortalezca su
Yo-experiencia activo. Otro caso que produce efectos similares es el
de los padres que dan una educación severa y rígida al niño. Este
se encuentra con que en todo momento tiene señalado de modo preciso
lo que ha de hacer. Siempre ha de estar obedeciendo alguna orden, sin
alternativas y sin posibilidad de la menor iniciativa. El Yo del
muchacho queda encogido, sin posibilidad de desarrollo. Aunque es muy
frecuente que ocurra en estos casos que cuando el muchacho llegue a
mayor «introyecte», es decir, incorpore a su Yo la imagen, los
valores y la energía de su no-Yo -que está constituido
principalmente por sus padres en este ejemplo-, y su conducta llegue
a ser un duplicado exacto del modo como se han conducido los padres
respecto a él.
Como ejemplos de los casos en que el no-Yo adopta formas
netamente negativas podemos mencionar el de los hogares mal avenidos
en los que con frecuencia el niño tiene que asistir asustado, a
escenas violentas entre los padres, o en los que él mismo es víctima
habitual de castigos injustos, reproches o violencias. También caen
dentro de esta categoría aquellos casos en los que el niño y
adolescente es víctima de circunstancias ambientales especialmente
duras: muchachos que han tenido que soportar por largo tiempo los
peligros e incertidumbres de la guerra; bombardeos, relatos de
violencia, muerte súbita de familiares, escasez de alimentos,
emigraciones forzadas, etc.
En todos estos casos, en los que la fuerza y el signo de
las experiencias del no-Yo inscritas en la mente de la persona son en
exceso fuertes o negativas, se produce una marcada deformación en su
personalidad. Incluso prescindiendo por el momento de las represiones
que tales experiencias provocarán normalmente en el sujeto y de las
fuertes repercusiones que las mismas producirán en su Yo-idea
-efectos que estudiaremos en el próximo capítulo-, y ateniéndonos
tan sólo a las consecuencias producidas en un nivel más primario,
como lo es el de las experiencias, podremos observar la formación de
una serie de rasgos típicos.
La persona adopta una actitud de supeditación y de
auto-limitación que le incapacitan para asumir responsabilidad, para
sacar un amplio rendimiento de sí mismo y para convivir en un plano
de igualdad con sus semejantes. Se siente inferior a la mayoría de
quienes le rodean. Pero es un modo de sentirse inferior que -en el
caso de que no existieran las complicaciones de las represiones y del
Yo-idea de las que hablábamos hace un momento- no le produciría
resonancias angustiosas; sería un sentirse inferior de un modo
natural, sin complejos, sin malestares y sin necesitar
compensaciones. Tal persona considera perfectamente normal que otros
valgan más y tengan más dinero, prestigio y comodidades que él. Es
el «perfecto» subordinado, sin envidias ni reivindicaciones de su
Yo.
Personas así abundan mucho más de lo que parece y de
lo que se pueda creer. Sólo que es raro encontrarlas en ese estado
«puro» que acabamos de describir. Normalmente, estas personalidades
están revestidas con las reacciones caracterológicas provocadas por
los impulsos reprimidos en el inconsciente y las consiguientes
deformaciones de su Yo-idea. Este revestimiento caracterológico
puede hacerles adoptar las más diversas y contradictorias actitudes
y reacciones, aunque todo ello no pasa de ser una capa meramente
superficial. La persona que posee un Yo-experiencia débil, por más
«poses» de hombre «duro» o de persona importante que adopte,
nunca podrá resistir la prueba real del esfuerzo sostenido o de la
entereza interior; en el último momento se deshinchará su
personalidad ficticia y quedará lo único real: un Yo infantil,
débil y asustado.
En cambio, cuando en la fórmula energética del Yo y
del no-Yo el primer núcleo está excesivamente cargado en relación
con el segundo, da lugar a un tipo de personalidad muy vigorosa,
segura de sí misma, que se siente realmente por encima de las demás
personas y también por encima de la mayoría de situaciones que a
otras personas corrientes las alarmarían. Precisamente el defecto en
que incurren muchas veces estas personas es que, por su propia fuerza
interior y sin darse cuenta de ello, muestran poca consideración
hacia aquellos de sus semejantes que tienen un Yo menos dotado de
energía. Tienen aptitud natural para el mando y son muy
independientes en sus ideas y decisiones.
Conviene señalar que estas personas, cuyo Yo está muy
desarrollado debido a muchas e intensas experiencias reales vividas
como protagonistas activos durante su vida, si bien tienen una
valoración muy fuerte y elevada de sí mismas, son al mismo tiempo
sencillas, sin estar infatuadas de su ser y su valer. Son muy
diferentes de aquellas otras que, sin tener un Yo-experiencia
vigoroso, y precisamente por no tenerlo, hinchan artificialmente la
imagen que tienen de sí mismas, su Yo-idea, creyéndose
entonces que son muy fuertes, listas, poderosas,
etc., y exigiendo que los demás lo reconozcan también así, de un
modo u otro. Precisamente por que no sienten vivir su Yo con toda la
fuerza y la realidad que desearían, necesitan apoyarse en la idea
de la fuerza y de la realidad. Al no tener la
experiencia inmediata de su ser, dependen de las apariencias y del
testimonio de los demás. Necesitan estar «demostrando»
constantemente sus cualidades y son enormemente susceptibles en todo
lo que se refiere a su valor personal.
2ª. Dependencia interior
respecto al no-Yo.- El
hombre depende del ambiente en muchos sentidos y de muchas maneras.
Ambos forman una cierta unidad y en muchos casos no se puede separar
claramente dónde termina lo individual y dónde empieza lo social.
Lo que siente el joven enamorado que está con su prometida no se
puede deslindar de lo que ésta siente hacia él y, en cierto
sentido, la única unidad que hay allí es el sentimiento amoroso que
les incluye a los dos.
Además, es evidente que el hombre depende del ambiente
en sus aspectos biológico, afectivo, intelectual y espiritual, no
sólo para recibir del exterior lo que necesita como materia prima
para la formación y subsistencia de sus estructuras, sino también
como medio en el que expresar sus propios contenidos y elaboraciones,
constituyendo en conjunto un constante proceso de intercambio y
colaboración.
Pero no es esta clase de dependencia a la que nos
referimos aquí al hablar de dependencia interior. Esta dependencia
general que acabamos de mencionar es de tipo dinámico, como todo
proceso que dimana de los mecanismos naturales de la vida. Es el modo
de la constante renovación y recreación de todo lo vivo.
La dependencia particular a que nos hemos de referir en
este capítulo como consecuencia de la escisión o dualidad básica
de la mente, es, por el contrario, de tipo estático. No es para
renovarse, sino para reiterarse. No es el utilizar las cosas para
autoexpresarse, sino que es el adherirse a ellas y retenerlas para
repetir una y otra vez la misma resonancia interior de energía y
realidad que en su día evocaron al ser experimentadas por primera
vez.
Se recordará que al estudiar las experiencias profundas
explicamos cómo la situación exterior que la persona está
percibiendo en el momento de la experiencia queda asociada a la
fuerte vivencia interna de modo que dicha situación concreta queda
retenida dentro de la mente y condiciona en lo sucesivo la conducta
haciendo que la persona tienda a repetir una y otra vez aquella
situación.
Mirando ahora este hecho a la luz de lo que hemos
explicado en el presente capítulo sobre la escisión de la energía
en dos núcleos, podemos ver que cuando en la experiencia predomina
la noción de la propia realidad del sujeto -principalmente ocurre en
las experiencias en las que la persona es protagonista activa: cuando
habla, grita, corre, decide, siente intensamente, piensa o, en fin,
expresa algo del modo que sea-, la energía se polariza en el núcleo
del Yo. En cambio, cuando en la experiencia predomina la noción de
la importancia de la situación exterior -lo que ocurre especialmente
si el sujeto tiene en la experiencia una actitud más bien pasiva,
receptiva o de espectador-, la energía se polariza en el núcleo del
no-Yo. Pero, recordémoslo una vez más, tanto en un caso como en el
otro, la energía tiene siempre la misma procedencia interior.
En ambos casos, la imagen de la situación exterior
queda fuertemente registrada dentro de la mente y establece en el Yo
un condicionamiento de dependencia hacia ella.
Cuando predomina la noción del Yo el sujeto queda
condicionado porque la situación concreta exterior sirve de estímulo
para renovar esta vivencia de sí mismo, según explicamos
detalladamente en el citado capítulo que trata de las experiencias.
Y cuando predomina la noción del no-Yo, el
condicionamiento se produce porque es tal persona, cosa o situación
la que el sujeto vive como más real o más importante, y es la que
le permite sentir esa resonancia interior de importancia y realidad.
Resonancia que le parece no podría sentir de otro modo, ya que cree
firmemente que dicha fuerza y cualidad es inherente tan sólo a la
naturaleza de aquella persona o situación. En este segundo caso
dependemos, pues, del no-Yo en el sentido de que necesitamos retener
determinadas imágenes del mundo para evocarlas de nuevo y repetir
así nuestra resonancia interior de su valor. Al vivenciar la
importancia del no-Yo, el Yo se siente partícipe también, aunque en
menor grado, de ese mismo valor y realidad.
Esta dependencia particular del no-Yo se produce, pues,
por adherirnos, retener y reiterar esos factores externos que han
provocado en nosotros experiencias de cierta intensidad y
profundidad.
Lo natural de nuestro ritmo vital tendría que ser la
tendencia a una constante renovación de estímulos y respuestas,
tendría que tender hacia la variedad, el cambio y la originalidad.
Nuestra personalidad, como todo lo que está vivo, tiende a una
reestructuración y reelaboración constantes. La vida, por
definición, es un proceso esencialmente dinámico. Si nuestra
personalidad cambia, también deberían cambiar sus manifestaciones.
Toda reiteración, toda fijación, y aún más, toda crispación son
indicios de una lentificación y de una atonía de nuestro ser, de
una cristalización de nuestro cuerpo, de nuestros sentimientos o de
nuestra mente. Y si bien la relativa permanencia de las formas -del
cuerpo, por ejemplo- nos indica que en ese proceso dinámico general
hay unos ritmos más lentos que otros -el cuerpo conserva la
permanencia de su forma más tiempo que las ideas o los
sentimientos-, ello debería indicarnos tan sólo que en ese universo
siempre cambiante hay unos puntos relativamente estables que sirven
al hombre de punto de referencia para medir y manejar lo más móvil,
del mismo modo que se toma la posición de la Tierra, del Sol o de
otra estrella para medir posiciones, velocidades y movimientos de
otros cuerpos más rápidos. Nuestras tendencias temperamentales
tienen mayor permanencia en nosotros, por ejemplo, que nuestros
rasgos caracterológicos; nuestras ideas y valores básicos conservan
mayor estabilidad que los estados de ánimo, etc. Pero todo,
absolutamente todo cuanto existe, está sujeto dentro de su propio
ritmo- a un perenne movimiento de cambio, de renovación, sea en una
línea de evolución, de conservación o subsistencia, o de
involución.
Al adherirse, pues, el hombre a determinadas cosas del
exterior, contraviene hasta cierto punto lo que debería ser su norma
natural. Al vivirse a sí mismo de un modo tan limitado, forzosamente
necesita apoyarse en el exterior. Lo que no siente de sí mismo en sí
mismo lo siente, parcialmente, en el otro, en el no-Yo, en el mundo.
La presencia de las personas que nos aman, nos protegen o nos admiran
se convierte en el apoyo indispensable de nuestra necesidad de
plenitud afectiva; la de las personas fuertes, seguras de sí mismas
y poderosas, en el apoyo de nuestra necesidad de plenitud energética;
la admiración hacia las personas sabias e inteligentes, en el apoyo
de nuestra necesidad de plenitud intelectual, y así sucesivamente.
Nos agarramos a determinadas formas del exterior, no por
razones de seguridad -éstas aparecerán después-, sino
sencillamente por la fuerza de realidad, por el contenido energético
que asociamos a ellas y que queda después asociado a su
representación. En cada experiencia no vivimos toda nuestra realidad
individual, toda la energía que se ha actualizado. Vivimos como
sujeto tan sólo una parte -la que integra el Yo-experiencia- y el
resto de esta energía-realidad actualizada la vivimos sólo
asociándola al objeto de la experiencia. Y sólo reactivando o
repitiendo la misma experiencia volveremos a sentir la parte de
realidad asociada al no-Yo. Reteniendo y reiterando, pues, todas las
experiencias importantes que tenemos del no-Yo sentimos revivir en
nuestro interior una resonancia más plena; sólo así conseguimos
reunir el máximo de nuestra propia realidad interior.
Un ejemplo claro lo tenemos en el niño. Necesita de la
presencia de sus padres, maestros, amigos mayores, compañeros,
juguetes, animales, objetos, etc., es decir, de todas cuantas cosas
del exterior han producido en él respuestas energéticas,
experiencias de cierta intensidad. El conjunto de todo esto con él
mismo forma «su mundo», no ya en un sentido meramente conceptual,
sino en el sentido de conciencia de realidad. Una parte de su noción
de realidad puede vivirla ya directamente por sí mismo -el
Yo-experiencia-, pero el resto la tiene distribuida por «su mundo».
Y, al retener ese mundo suyo, está intentando retener con él la
noción de fuerza y realidad, inherente en «su mundo», que de otro
modo se le escaparía. El niño, pues, se adhiere a las formas del
mundo no sólo para sentirse seguro, sino también y en primer lugar,
para vivir su capacidad de realidad.
Todos nosotros buscamos como objetivo primordial de
nuestra vida la experiencia de la plenitud y de la realidad total.
Esta búsqueda tiene lugar, la mayor parte de las veces, de un modo
inconsciente y también, casi siempre, a través de objetivos más
superficiales: riqueza, poder, ser amado y admirado, sabiduría,
etcétera.
Tal como se estructura nuestro psiquismo, según hemos
ido viendo hasta ahora, una parte de nuestra realidad total -esto es,
de nuestra energía total- la vivimos directamente en calidad de
Yo-experiencia; otra parte, queda retenida en nuestro inconsciente
por las represiones de toda índole que han tenido lugar durante
nuestra vida; una tercera parte queda en estado potencial por falta
de los estímulos necesarios para su actualización -ocurre esto
principalmente en nuestros niveles superiores-, y en fin, una última
parte queda distribuida, a través del núcleo del no-Yo, en todas
aquellas imágenes procedentes del exterior que han sido objeto de
experiencias más o menos importantes.
Existe otra clase de condicionamiento mental respecto al
no-Yo, o si se quiere, otro nivel en el que la mente se adhiere a
determinadas formas concretas del mundo exterior.
Nos referimos al condicionamiento producido a partir de
la estructura y dinamismo del Yo-idea. Ya hemos visto que el Yo-idea
lo constituye el conjunto de representaciones mentales que el sujeto
se va formando acerca de sí mismo y cuyo dinamismo tiende a la
realización de los contenidos del Yo-idealizado. El Yo-idea junto
con su proyección, el Yo-idealizado, se constituyen en el eje de
valoración y selección de todo cuanto la persona encuentra en el
mundo que le rodea. Por el hecho de que el sujeto se apoya en la
necesidad de creerse admirado, aceptado, protegido, seguro, poderoso,
inteligente, etc., tiende con toda su fuerza a aceptar y adherirse a
cuantas personas, ideas, cosas y situaciones van a favor de tal
necesidad y, al mismo tiempo, tiende a rechazar decididamente todo
cuanto parece oponerse a dicho fin. La adhesión incondicional a las
ideas o imágenes seleccionadas por su carácter reafirmativo del Yo
idea, le da al sujeto una sensación tal de seguridad, que le
convierte en verdadero esclavo y servidor de tales ideas o
representaciones de personas, cosas y situaciones. Esta dependencia
llega a ser tan fuerte que cuando le fallan algunas de tales personas
o situaciones importantes cae en un estado de inseguridad angustiosa
de la que solamente logra reponerse después de numerosas
compensaciones o tras un largo período de penosa acomodación.
Esta dependencia dimanante del Yo-idea se instaura en la
persona en un estrato más superficial y cronológicamente posterior
a la producida en el nivel del Yo-experiencia y que es la que estamos
comentando en este segundo apartado sobre las consecuencias de la
dicotomía mental. En la práctica, no obstante, ambos tipos de
dependencia se superponen y se fusionan dando lugar a fuertes
fijaciones de hechos y situaciones producidas tanto por una como por
otra motivación.
Sea cual fuere el motivo y la clase de las dependencias
que una persona tenga establecidas dentro de sí, en la medida en que
consiga aumentar el contenido positivo y la conciencia de su
Yo-experiencia, irá adquiriendo interiormente una conciencia de sí
mismo más sólida e independiente. Se convertirá en una
personalidad vigorosa que no dependerá, para sentir su Yo seguro, de
nada exterior, y que tendrá siempre disponible una gran capacidad de
energía y de decisión. Elegirá libremente -cosa que antes no podía
hacer por sus condicionamientos- aquellas ideas que le parezcan estar
más en concordancia con su lógica y su intuición y se adherirá a
aquellos valores más representativos de sus experiencias internas y
de sus aspiraciones.
Pero todas esas ideas y todos esos valores serán tan
sólo un medio con el que expresar los contenidos positivos de su
personalidad, una vía de expresión de su Yo, y no puntales o
muletas en los que el Yo se apoya para no desmoronarse o para no
sentirse angustiado. Empezará a ser sí mismo, de modo consciente y
libre. Empezará a poder vivir en función de lo positivo que hay en
sí mismo. Sólo entonces podrá iniciar con seguridad de éxito el
desarrollo de sus facetas expansivas, esto es, el desarrollo de
nuevas dimensiones de su personalidad. Sea en el campo que sea, la
solidez e independencia interna del Yo es condición previa
indispensable para una acción creadora eficiente, objetiva y
perseverante. Lo mismo en la esfera de los negocios que en la
de la técnica o en la vida espiritual, si el
sujeto no está disponible de un modo íntegro, sólido y estable, no
hay éxito completo posible. Hay un dicho no sé dónde que dice más
o menos: «El hombre que quiere ser ángel antes de ser hombre, en
vez de ser ángel es un iluso». Algunos aprenden las lecciones que
hacen madurar la personalidad
empujados por las circunstancias y reaccionando inteligentemente en
los tropiezos y desengaños; otros, siguen tropezando toda la vida
sin mayor resultado que desesperarse y lamentarse por su mala
estrella. Dichosos aquellos que tienen suficiente discernimiento para
aprender la lección de la experiencia ajena y se ponen a trabajar
con ahínco en su consolidación interior, antes de lanzarse a
aventuras temerarias con el optimismo ciego de la inconsciencia.
3ª. Impide que tanto el pensar
como el sentir sean procesos unitarios.- La
dualidad de nuestra conciencia de realidad se proyecta a través del
nivel afectivo y del nivel mental, dando lugar a infinidad de
problemas y complicaciones artificiales. El sentir y el pensar dejan
de ser procesos unitarios, como deberían serlo, y se convierten en
procesos dobles. Las cosas se sienten y se valoran simultáneamente,
por un lado, según la noción de realidad de sí mismo y de las
experiencias asociadas al Yo y, por otro lado, las mismas cosas se
valoran según la noción de realidad del mundo que se posee dentro
de sí. Cada uno de los dos núcleos se erige en base de un sistema
de valores con realidad y sustantividad propia. Cada cosa se piensa y
se siente en función de las dos escalas de valores. Y aunque el
sujeto suele identificarse en cada momento con uno de ellos, y éste
es entonces el que se vive como más real y el que prevalece en su
conducta de dicho momento, el otro deja también sentir su presencia
en forma de reacciones afectivas y de comentarios, que pueden ser de
oposición, de crítica o de reafirmación, según los casos. Es el
origen del diálogo interior, que intenta en todo momento satisfacer
valores contrarios y armonizar ideas contradictorias. La tendencia a
establecer las dualidades como valores absolutos, incapacita a la
persona para alcanzar una visión y una experiencia superior de los
mismos problemas que la existencia le plantea, sin posibilidad de
integrar los términos de todas las dualidades básicas, en una
realidad intuida experimentalmente que a la vez los trascienda y los
unifique.
¿Es
posible llegar a vivir de modo unitario la totalidad de la propia
energía psíquica?
Dado que todos los elementos que producen la escisión
están dentro de la mente y que igualmente lo está la energía
psíquica en todas sus modalidades, es natural que, en principio, sea
factible conseguir la total
reunificación de las energías dispersas.
Ahora bien, en la práctica, y teniendo en cuenta que
tenemos un modo de vivir que no conviene cambiar más que de un modo
gradual, esta integración de energías no hay que buscarla-con
demasiado ahínco ni producirla
de un modo demasiado brusco. Es conveniente que el hombre conserve
sus dos núcleos: el del Yo y el del no-Yo, para que pueda seguir
viviendo adaptado a sus hábitos mentales y a los
de la sociedad que le rodea, como hasta ahora.
Lo que sí es de extraordinaria utilidad y sin ninguna
contraindicación es aprender
las técnicas que nos puedan conducir al siguiente resultado:
- Transferir cargas definidas de energía del núcleo
del no Yo al del Yo. Este es el aspecto práctico aplicable de un
modo más inmediato por todas
las personas en general, y especialmente por aquellas cuyo no-Yo está
sobrecargado de energías en detrimento del núcleo del Yo. La
técnica de esta transferencia es la que estudiaremos en este
capítulo.
Y para quien pretende conseguir, no ya una normalización
de su personalidad, sino un desarrollo muy superior de su conciencia,
se plantea otro objetivo:
Tomar conciencia de la fuente de nuestra energía
interior y aprender a centrar
la mente en dicho punto de un modo estable. Con esto la mente aprende
a estar situada más allá de los dos núcleos del Yo y del no-Yo y,
desde allí, consigue manejar los contenidos de ambos sin
identificarse con ninguno de ellos. Esto es muy
laborioso de conseguir y corresponde a la etapa
más avanzada de trabajo interior. Lo mencionamos aquí porque se
relaciona con la materia que estamos estudiando y porque su
comprensión es útil para entender los estados internos a que se
refieren frecuentemente algunos místicos y ciertos maestros
espirituales de Oriente cuando hablan de la «liberación» o del
estado impersonal.
Efectos
principales producidos por la reintegración de la energía
Cuando mediante la técnica
adecuada que describiremos en seguida se consigue que la energía
asociada a determinadas imágenes del no-Yo penetre dentro del núcleo
del Yo-experiencia, se producen automáticamente los siguientes
efectos:
1.° Aumenta en fuerza y consistencia la
conciencia de sí mismo.
2.° Disminuye la fuerza y la
presión que el no-Yo, esto es, las personas y
circunstancias del mundo ambiente, estaban ejerciendo dentro de la
conciencia del sujeto.
3.° Como consecuencia de los dos hechos anteriores se
aflojan las tensiones con los consiguientes mecanismos defensivos que
estaban en acción.
En efecto, al incrementarse la conciencia del Yo, se
produce un aumento de la seguridad y confianza en sí mismo, así
como un marcado ascenso de la propia capacidad de acción. Y este
efecto, digamos de paso, no es producto de ninguna sugestión ni
circunstancia pasajera, sino que es consecuencia
de un desarrollo real y
permanente del núcleo del Yo. El no-Yo, al mismo tiempo, por
restarle energía, se desvitaliza, pierde parte de su fuerza, ya que
no debemos olvidar que la fuerza con que vivimos el no-Yo es producto
de nuestra propia energía interior y todas aquellas formas del no-Yo
que representaban un carácter negativo o amenazante para la
seguridad del Yo -personas hostiles, críticas formuladas contra
nosotros, circunstancias difíciles, etc.- pierden consistencia y
gravedad. El resultado de todo esto es que el sujeto ya no necesita
estar tenso y encogido y puede manejar la situación con muchos más
recursos y con mayor soltura que antes.
Resumen
recapitulativo
Todas nuestras experiencias son el resultado de la
actualización de la energía que, desde nuestro interior, fluye
constantemente como resultado
de los estímulos. Estos estímulos pueden proceder del exterior
(personas, cosas, situaciones), o bien, pueden ser producidos por la
misma naturaleza dinámica de la energía interior (impulsos,
tendencias, necesidades).
Al pasar por las correspondientes estructuras de la
personalidad, la energía se convierte en los diversos actos y
fenómenos que constituyen nuestra vida psíquica: percepciones,
reacciones, impulsos, sentimientos, ideas, acciones, etc.
En todos estos fenómenos de conciencia, esto es, en
todas las experiencias, existe una noción de la realidad
del fenómeno, una evidencia de que tal
percepción, tal idea o tal sentimiento es, de
que existe de un modo real.
Toda noción de realidad que tenemos es producto de la
energía que se descarga en nuestra conciencia en el mismo instante
de cada experiencia. A mayor descarga interior de energía, mayor
conciencia de realidad del fenómeno. Por ejemplo, si tengo mucho
apetito, es decir, si el impulso del hambre va cargado con mucha
energía, esta sensación se impondrá a mi conciencia con mucha
mayor fuerza, tendrá para mí mucha mayor realidad en aquel momento
que las demás ideas o percepciones que me puedan llegar del
exterior. Si estoy a punto de ser atropellado, la enorme descarga de
energía que se produce en mi interior en aquel momento (miedo,
impulso a vivir) hace que viva aquel peligro con una fuerza y un
realismo muy superiores a mi conciencia de la vida ordinaria.
En cambio, si no me doy cuenta del peligro que he
corrido hasta después de haber pasado, viviré el hecho con mucha
menor intensidad, con menos realismo. Lo que indica claramente que la
realidad de la situación no la vivimos por lo que tiene de real en
sí misma, sino según la reacción o descarga energética que
provoca en nosotros.
Sea el fenómeno que sea, sólo hay una fuente de esa
noción de realidad: mi propia energía
actualizada.
Aunque la fuente de esta noción de realidad es única
-nuestra propia realidad o energía interior-, nosotros la aplicamos
sin darnos cuenta a cada uno de los contenidos formales de la
conciencia: la imagen de la silla, la actitud del amigo, el deseo de
andar, la idea de lo que haré mañana, etc., pareciendo entonces que
cada una de estas cosas tiene aquella realidad. Es decir, que
inconscientemente estoy «prestando» la noción de realidad a las
percepciones que me llegan de dentro y de fuera de la mente. Por esta
razón, cuando estoy optimista y eufórico -es decir, cuando está
circulando mayor cantidad de energía por mi consciente- me intereso
por la gente y las cosas y todo lo encuentro lleno de fuerza y de
contenido. Pero cuando estoy en un estado de depresión o de gran
debilidad orgánica -poca energía circulante- todo lo encuentro
hueco y sin sentido.
Lo mismo que venimos diciendo de la noción de realidad
se puede aplicar igualmente a todo lo que son cualidades o estados
internos de las personas: fuerza interior, voluntad, confianza,
seguridad, bondad, inteligencia, comprensión, optimismo, iniciativa.
Cuando nos parece percibir estas cualidades en otras personas -no por
deducción, sino por comprensión o intuición directa en realidad
estas cualidades vibran dentro de nosotros, están en nosotros, son
nuestras, y exactamente las tenemos en el mismo grado en que somos
capaces de percibirlas y atribuirlas a los demás.
Esto no excluye, claro está, el que la otra persona
tenga realmente esas cualidades que aprecio en ella. Y lo más
probable es que realmente las tenga, puesto que su imagen es apta
para despertarlas en mí. Pero lo que en todo caso es seguro, es que
dichas cualidades de algún modo están en mí, ya que si no fuera
así, no vibrarían, no resonarían en mi interior y yo no podría
tener entonces noción alguna de su existencia.
Por consiguiente, las cosas del
exterior que para mí tienen fuerza, realidad y valor, no son nada
más que el valor, la realidad y la fuerza de mi propia energía,
asociada a la imagen que yo tengo en aquel momento del exterior.
La energía que se actualiza en nosotros gracias a las
constantes experiencias, se divide en dos secciones, agrupándose en
nuestra mente alrededor de uno de los dos núcleos: el núcleo al que
llamamos Yo -se trata del Yo-experiencia- y el núcleo al que
denominamos no-Yo, es decir, el mundo, lo otro, las cosas, la gente,
etc.
El significado del primer núcleo me parece que está ya
bastante claro y no hace falta insistir. En cuanto al segundo,
significa que todos los contactos que establecemos y los
conocimientos que adquirimos relativos al mundo que nos rodea se
instauran en nuestra mente no sólo por la percepción que nos llega
a través de los sentidos, sino también, y de un modo especial,
gracias a la respuesta energética de nuestro interior, en virtud de
la cual cada percepción adquiere un matiz definido de consistencia y
de realidad.
Es muy importante ver con claridad las características
y consecuencias del núcleo del no-Yo. Normalmente no nos damos
cuenta de que la fuerza que atribuimos a
determinada situación del exterior se
corresponde con una descarga energética en nuestra conciencia de
nuestra propia energía. De manera que la realidad y demás
cualidades internas que la persona, cosa o situación evocan en mí
-belleza, fuerza moral, inteligencia, gracia, amplitud, energía,
etc.- son en primer lugar cualidades que están en mi interior aunque
yo las atribuya de un modo exclusivo a las cosas.
Todas las cualidades y energía inscritas en el núcleo
del no-Yo, de la mente, si
bien forman parte de mi patrimonio psíquico, en
realidad no las puedo utilizar a voluntad, puesto que están
archivadas a nombre del no-Yo. Necesito evocar la imagen del no-Yo
para sentirlas en mi interior. Para sentir, pues, esta parte de mi
energía interior, dependo de lo
exterior o de su imagen. Por ejemplo, la compañía
de determinada persona a quien admiro me hace sentir su
grandeza de alma, su bondad y su
gran energía. Estas cualidades que siento que
ella posee, en realidad resuenan en mi interior y de algún modo son
cualidades mías, aunque no las pueda yo vivir como tales porque no
están actualizadas en el núcleo del Yo, sino en el del no-Yo.
Mientras no integre estas cualidades en el núcleo del Yo, necesitaré
siempre la presencia -real o imaginaria- de esa persona para vivir mi
resonancia interna del estado de amplitud de miras, bondad y energía.
Es normal en todas las personas la existencia de estos
dos núcleos. Y también es normal que nadie se dé cuenta de que el
contenido de ambos núcleos le pertenecen por completo en propiedad y
que son su realidad total.
Cuando el núcleo del Yo está desarrollado
aproximadamente en el mismo grado que lo está el no-Yo y entre ambos
existe una relación armónica, la persona vive equilibrada en su
contacto con el mundo. Pero cuando el no-Yo se ha
desarrollado más que el núcleo del Yo -debido a excesivas
experiencias fuertes procedentes del mundo y muy pocas experiencias
vividas como agente activo-, entonces la personalidad queda
empobrecida e incapacitada para desenvolverse con una actitud de
igualdad con las demás personas, y se convierte en una personalidad
satélite que necesitará girar siempre alrededor de otras
personalidades más fuertes. No obstante, si esta
persona aprendiera a transferir energía del no-Yo al Yo, su
personalidad quedaría radicalmente transformada y podría llegar a
vivir con un ritmo y una amplitud no ya normales, sino muy
por encima del término medio de las demás
personas.
Otra de las consecuencias de cuanto llevamos dicho es
la afirmación de que todo cuanto seamos capaces
de ver que existe de un modo u otro, todo lo que seamos capaces de
percibir, intuir, presentir, aspirar, desear, sea lo que sea, en
tanto que estados interiores, todo
podemos actualizarlo, podemos obtenerlo del todo, puesto que todo
ello es producto de nuestra propia energía, de nuestras cualidades
interiores. Y del mismo modo que es posible transferir energía del
inconsciente al consciente, ahora podemos afirmar que también se
puede transferir energía del no-Yo al Yo. Y que al incorporarnos esa
energía no haremos nada más que integrar en nuestra conciencia
personal lo que nos pertenece, recuperar lo nuestro, tomar conciencia
de lo que realmente es nuestro ser y nuestra verdad. Y sólo
manejando así todas nuestras capacidades conseguiremos llegar a
vivir nuestra propia plenitud.
Técnica
de reintegración de energías del no-Yo al Yo
Para ejecutar esta transferencia de energías del no-Yo
al Yo, es preciso manejar ideas y vivencias, y esto presenta alguna
dificultad para el principiante que no está acostumbrado a ello.
Manejar estados interiores, en efecto, parece a muchas personas como
algo extraño, difuso, vago.- Estamos largamente adiestrados en
nuestra cultura occidental para manejar imágenes concretas del
exterior y conceptos abstractos más o menos elevados, pero en cuanto
intentamos manejar nuestros propios estados interiores, nos hallamos
desconcertados y confusos, no sabiendo cómo hacerlo ni por dónde
empezar.
Por esta razón, todas las técnicas de control interno
requieren una educación especial de nuestra mente, para que aprenda
a dirigirse de un modo firme y estable hacia esta nueva dirección
interior donde se mueven nuestras vivencias, es decir, nuestras
ideas, sentimientos y sensaciones. Es preciso que la mente amplifique
su campo de acción, mediante un adiestramiento progresivo y
persistente en este sentido, de modo parecido a como se ha visto
obligada a hacerlo en otros adiestramientos exigidos por nuestro modo
de vida actual, pero que de ningún modo han tenido repercusiones tan
importantes para nuestra integridad personal como el que aquí se
propone.
Decimos todo esto para que el lector, entusiasmado por
algo que parece prometer mucho, no se desanime, si desde el primer
intento no consigue ejecutar la técnica necesaria y pierda así la
oportunidad de beneficiarse de algo positivamente bueno y provechoso.
Y ahora, pasemos a describir esta técnica.
Nuestra mente, en relación con los dos núcleos que
venimos estudiando, funciona siempre de un modo intermitente. Cuando
tenemos la vivencia intensa del mundo, no sentimos la vivencia de
nosotros mismos, y cuando nos llena la vivencia intensa de nosotros
mismos no experimentamos la del mundo. Las imágenes del cine cobran
realidad mientras no somos conscientes de nosotros mismos en tanto
que espectadores, cuando, gracias a la fascinación de una buena
realización técnica y artística, nos identificamos totalmente con
lo que estamos viendo. En cambio, cuando se enciende la luz,
finalizado el espectáculo, recobramos nuestra autoconciencia y
entonces automáticamente, la película pasa a un segundo plano de
realidad.
La base de la técnica de integración de energías
consistirá, pues, en aprender a vivir simultáneamente las dos
vivencias. Al mantenerlas juntas, aunque sea tan sólo durante unos
breves instantes, por el solo hecho de estar presentes al mismo
tiempo en la conciencia, tenderán a asociarse, a integrarse, a
unificarse. Y si la mente aprende a dirigir inteligentemente el
proceso, su efecto es mucho más rápido y eficaz. Veamos en detalle
la forma de proceder:
1.° Seleccionar la cualidad concreta que uno considera
como la más importante a adquirir, la más deseable, la que uno
considera que le daría mayor satisfacción. Esta cualidad elegida
variará según las personas, aunque hay que recordar que conviene
seleccionarla entre los valores más básicos y positivos. Podemos
sugerir, a título indicativo, algunas de ellas: energía, seguridad,
confianza, optimismo, serenidad, sencillez, amor, sinceridad,
amplitud mental, iniciativa.
2.° Buscar el estímulo concreto con el que la vivencia
de esta cualidad o estado de ánimo se actualiza con mayor relieve y
claridad. Puede ser el recuerdo o retrato de determinada persona que
encarna dicha cualidad, aunque esa persona pueda ser también un
personaje ficticio -para el caso es exactamente igual- como el
descrito en una novela o el visto en una película.
3.° Sentado cómodamente en un lugar tranquilo,
procurando que la espalda y la cabeza estén erguidas pero sin
esfuerzo, procurar evocar el estado o vivencia deseado, mediante la
ayuda del estímulo correspondiente: mirar la fotografía, recordar
la actitud del personaje, etc. Abrirse interiormente a esa vivencia
de modo que se sienta cada vez con mayor fuerza, con mayor claridad.
Supongamos, por ejemplo, que la cualidad elegida para incorporarse es
la de una firme energía interior. Trataré, pues, de evocar con
claridad el recuerdo de la persona que mejor posee esta cualidad de
todas mis amistades. La recordaré moviéndose en sus actitudes
típicas y sentiré, una vez más, esta gran seguridad y energía que
tanto le admiro. Dejaré que esta sensación de su
energía resuene en mi interior hasta que la
sienta con toda claridad y con toda precisión. Sin duda necesitaré
recordarle una y otra vez para avivar y mantener clara esa sensación
de su energía. Lo importante es que yo pueda mantener de un modo
bien definido esta vivencia de su intensa energía interior.
Entonces, una vez conseguido esto, hay que aprender a mantener esta
misma vivencia de energía, prescindiendo del estímulo inicial, es
decir, prescindiendo de la imagen concreta de la persona. Tan sólo
debe mantenerse activa en la conciencia la vivencia, fuerte y clara,
de una gran energía interior.
Para conseguir este resultado se requieren normalmente
unas ocho o diez sesiones. Tan sólo cuando se ha conseguido esto,
aunque no sea más que durante unos pocos segundos, puede pasarse al
punto siguiente.
4.° Evocar la vivencia de sí mismo, dejando resonar
dentro del pecho la palabra «Yo» hasta que la vivencia adquiera una
clara consistencia. Nótese que no se trata de pensar de un modo
conceptual en el Yo, sino de despertar ese sentimiento profundo que
se siente en la vida cotidiana cuando uno dice: «Yo quiero, yo
deseo, yo siento, etc.». Cuando la vivencia del Yo se ha despertado
de un modo claro y fuerte, hay que procurar mantenerla en la
conciencia durante unos instantes, para lo que es útil ir repitiendo
mentalmente: «Yo, yo, yo...».
5.° Ahora que ya se ha conseguido despertar a voluntad
y mantener en la conciencia tanto la vivencia del Yo como una
vivencia determinada del no-Yo, es necesario aprender a mantener
presentes las dos al mismo tiempo. Esto presentará alguna dificultad
debido al modo alternante con el que funciona nuestra mente como ya
hemos mencionado antes. Al principio, sólo se conseguirá
aproximarse a esta simultaneidad pasando con cierta agilidad y
delicadeza de la una a la otra, diciéndose mentalmente con calma:
«Yo, energía, yo, energía», etc.
Este último paso que estamos comentando puede
facilitarse asociando progresivamente ambas ideas. Así puede
repetirse mentalmente con calma y evocando las correspondientes
vivencias: «Esta energía
-la de la otra persona- la siento yo.
Esta energía está
en mí. Esta energía
es mía.
Esta energía
soy yo».
De esta manera, al unificar ambas ideas, se unifican al
mismo tiempo sus contenidos energéticos. Se notará que la última
frase cuesta algo más de decir que las demás, pero en cuanto se
consiga hacerlo, se experimentará una nueva sensación que
corresponde a la nueva experiencia de absorber en el Yo consciente la
energía evocada del no-Yo.
El ejercicio en conjunto, cuando se ha alcanzado el
pleno dominio de todas y cada una de sus fases, apenas ha de durar
más de cinco o seis minutos.
Conviene dedicarse al trabajo de absorción de una sola
cualidad, repitiendo el ejercicio completo tantos días como sean
necesarios para que todo el valor
o la fuerza que
contiene el no-Yo respecto a la cualidad seleccionada haya quedado
plenamente absorbida y asimilada. Hay que evitar, por lo tanto, el
dejarse llevar por el impulso a variar cada día el tema o estímulo
de integración.
Cuando se alcanza cierta práctica en esta técnica tal
como se ha descrito -pero no antes-, puede acelerarse el proceso de
la absorción centrando la atención directamente sobre la vivencia
de la cualidad a actualizar, sin necesidad de ninguna fórmula ni de
ningún otro proceso intelectual. La atención centrada sobre la
vivencia y mantenida así, con estabilidad, aunque sea por muy breves
momentos -dos o tres minutos serían más que suficientes para
producir una integración completa si se fuera capaz de mantener una
atención perfecta sobre la vivencia-, conducirá asimismo en pocas
sesiones a un grado muy estimable de crecimiento energético del Yo.
El ejercicio descrito puede hacerse a cualquier hora,
pero conviene dentro de lo posible que esta hora sea todos los días
la misma. Recordemos que antes de intentar hacerlo en la forma
completa, tal como se ha expuesto, es conveniente detenerse los días
que sean necesarios para adquirir con suficiente claridad y rapidez
lo requerido en el punto tercero.
Este ejercicio, además de los efectos señalados, es
también excelente para el control de la mente. Bien ejecutado, no
tiene ninguna contraindicación.
Esta técnica que hemos recomendado aquí no es nueva.
Ha sido conocida y practicada, siempre con resultados excelentes, por
millares de personas desde hace varios siglos, en la India y en el
Tíbet. En efecto, este ejercicio en sus líneas fundamentales forma
parte de las prácticas prescritas por el raja Yoga y es conocido con
el nombre de samyama.
Quizás extrañará a muchas personas que estas
técnicas, siendo tan eficaces, no sean más y mejor conocidas en
Occidente. La explicación de este hecho hemos de buscarla en la
particular idiosincrasia de las minorías selectas de Oriente que se
han dedicado con una entrega completa al estudio y dominio de las
fuerzas de la mente humana. Incondicionalmente han preferido aplicar
los beneficios de estas técnicas al perfeccionamiento interior y a
la vida mística, con un desprecio total de lo que representa el
aspecto material de la vida y aún mayor hacia toda clase de
propaganda y publicidad. Pero, evidentemente, las técnicas son
operativas por sí mismas y pueden ser aplicadas de modo indistinto
tanto en los niveles superiores de la mente (vida espiritual), como
en los planos más concretos de la mente personal (vida corriente
normal).
Otras
técnicas
Existen otras técnicas que conducen igualmente a la
integración energética de los dos núcleos de la mente.
Uno de los medios para conseguirla ya lo hemos
mencionado, es el simple proceso evolutivo natural. A medida que con
el tiempo la persona va madurando psicológicamente -y nos referimos
aquí a una verdadera madurez, producto de la
plena asimilación consciente de las experiencias
de la vida, y no al mero desinterés o apatía, como efecto del
envejecimiento-, se verifica de modo progresivo la unificación de
muchos de los contenidos energéticos de ambos núcleos. Esto se
traduce en una mayor serenidad y en una desidentificación de su
autoconciencia personal con varios de los valores
superfluos o efímeros del mundo que le rodea.
La vida auténticamente religiosa produce, entre otros,
este efecto de la unificación energética. Cuando la persona
consigue vivir de un modo habitual con la conciencia de que Dios
actúa a través de su personalidad de la misma manera que se
manifiesta a través de sus semejantes y de cuantas cosas ocurren en
su vida, se produce poco a
poco la unificación de los contenidos del Yo y de los del no-Yo en
un nuevo núcleo superior situado en la tríada de los niveles
superiores de la personalidad, en el que la noción viva de Dios
resuelve en una unidad trascendente esa dualidad experimentada en el
nivel psicológico.
Queremos mencionar otra técnica, que explicaremos con
mayor detalle en la tercera parte, que se refiere a una fase superior
del desarrollo de la personalidad creadora, derivada de las prácticas
del antiguo Taoísmo y del Budismo Zen. Para darle un nombre más
gráfico y familiar, podríamos denominarla Judo
mental. En los libros de
J. Krishnamurti se encuentran también claras indicaciones de esta
técnica.
En esencia, podemos resumir esta técnica como sigue. El
hombre vive con una actitud alternante de identificación con el Yo y
con el no-Yo. Al hablar con alguien, por, ejemplo, cuando estoy
atento a lo que quiero decir, dejo de prestar plena
atención a lo que el otro me está diciendo, y
cuando presto de veras mi atención al otro dejo de ser consciente
por unos instantes de
lo que yo quiero decir. Esto
escapa muchas veces a la autoobservación general de la gente, porque
no distinguen con suficiente claridad los rápidos cambios que
efectuamos de una atención profunda a una atención superficial.
Cuando se amplía esa capacidad de autoobservación, los vaivenes de
la atención se perciben directamente y aparece con gran claridad el
intermitente predominio del núcleo del Yo y el
del no-Yo. Quizá se verá esto más claro con
otro ejemplo. Una persona que está hablando ante un auditorio, se
apoya mentalmente en el núcleo del Yo, mientras que quienes la están
observando y escuchando con atención se apoyan en el núcleo del
no-Yo. Si cualquiera de los oyentes
tuviera de repente que subir al estrado y ponerse a hablar, se vería
obligado a hacer un gesto de conmutación mental por el que pasaría
a apoyarse en el Yo.
Ahora bien, ¿qué pasaría si aprendiéramos a estar
simultáneamente
atentos al Yo y al no-Yo, apoyarnos a la vez y
con la misma intensidad en ambos núcleos? Pues sencillamente que se
integrarían los contenidos energéticos de un núcleo y del otro y
pasaríamos a experimentar un nuevo estado de conciencia superior con
una capacidad totalmente nueva de valoración y de reacción.
Esto es lo mismo que ocurre en las etapas superiores de
la práctica del judo. Si estoy pendiente de la llave que yo podría
hacer en este momento, descuido o relego a segundo término la
vigilancia del contrario y quedo en inferioridad de condiciones. Por
el contrario, si estoy atento al menor movimiento del contrincante no
permanezco suficientemente a punto para tomar mi mejor iniciativa.
Solamente cuando consiga mantenerme despierto por igual respecto a mí
mismo y respecto al adversario -esto es, atento y abierto
simultáneamente al Yo y al no-Yo-, estaré en condiciones óptimas
de acción y de reacción, puesto que tanto la una como la otra
tendrán lugar de un modo instantáneo, sin reflexión alguna,
dirigidas por la potentísima
y fulgurante mente impersonal.
Exactamente el mismo proceso puede trasponerse a
cualquier nivel psicológico. Cada situación humana, cada
experiencia, es una contraposición del Yo con un no-Yo determinado,
que puede resolverse no precisamente en un sentido de lucha, triunfo
y fracaso, sino en términos de colaboración y complementación,
aceptando con el Yo plenamente abierto la realidad del no-Yo en un
proceso de fecundación que dé lugar al nacimiento de un nuevo
estado mental intuitivo y creador.
Algunas
aclaraciones complementarias
Casi invariablemente al exponer la materia de este
capítulo en mis cursos,
surgen diversas dudas y objeciones entre los asistentes sobre alguno
de los puntos expuestos, sea por la total novedad del tema tratado,
sea por chocar a primera
vista con las ideas habituales o hasta con la experiencia corriente
vivida en un nivel superficial. Por ello creo conveniente responder
por anticipado a las preguntas más corrientes que probablemente
desearía formularme el lector.
1. ¿Cómo es posible que yo pueda llegar jamás a ser
tan inteligente como determinado genio
matemático, por ejemplo Einstein, a quien tanto admiro?
-Es cierto que usted puede llegar a actualizar todas
aquellas cualidades básicas que es capaz de reconocer y de admirar.
Y la inteligencia ciertamente es una cualidad básica. Por
consiguiente, usted podrá
desarrollar plenamente la misma altura y profundidad intelectual que
ve en Einstein. Porque, en realidad, lo único que le permite
comprender de un modo directo
la inteligencia de este genio es precisamente su inteligencia de
usted. Todo cuanto sea inteligible para usted lo es gracias a su
propia inteligencia. Y aquello que supere su capacidad intelectual no
lo entenderá usted de ninguna manera, no tendrá sentido, se le
escapará y ni siquiera sabrá si aquello es o no inteligible. Por
esto hay que distinguir muy claramente entre lo
que usted sea capaz de apreciar directamente, de
ver y comprender por sí mismo de
un modo intuitivo -y esto es lo que puede actualizar-, y por
otro lado el hecho de creer, pensar o deducir que
Einstein es muy inteligente porque dice o hace cosas que usted no
puede comprender ni hacer. Lo que es producto de una deducción no es
una evidencia directa, no es un reconocimiento inmediato y no entra,
por consiguiente, en la categoría de los valores actualizables que
hemos indicado.
Además, hay que distinguir entre la cualidad básica,
en este caso la inteligencia natural y la cualidad elaborada, o sea
la inteligencia aplicada de un modo concreto a un campo determinado.
Esta última requerirá la educación o adiestramiento necesario en
el campo particular de que se trate, que en el caso que comentamos
serán los estudios de Matemáticas, Física, etc. Si bien la
inteligencia natural capacita potencialmente para la adquisición de
los conocimientos concretos correspondientes, aquélla no podrá
nunca expresarse adecuadamente sin éstos.
Si soy capaz de extasiarme ante una obra de arte, no
quiere esto decir que por ello sea ya un artista, sino que indica que
en mí existe una capacidad
artística potencial y que debidamente cultivada, esto es,
adquiriendo la técnica correspondiente, podré llegar un
día a plasmarla de un modo definido.
Un artista, un intelectual, un financiero, un
comerciante, un técnico, lo serán
cuando su inteligencia
natural se haya adiestrado en la especialidad correspondiente. Pero
las cualidades positivas básicas -como son, según hemos visto, la
energía interior, la seguridad, la decisión, el amor, la confianza,
la cordialidad, la comprensión y muchas otras-, precisamente por el
hecho de ser básicas, no requieren ningún adiestramiento especial,
ninguna adquisición exterior y pueden ser actualizadas en su
totalidad sin otra condición que la práctica
de una adecuada técnica de integración.
2. ¿No conducirá esta técnica de absorción de
energías y valores en el Yo a una sobrevaloración personal
desmedida, a un orgullo absurdo?
-La sobrevaloración personal, el orgullo, es siempre
producto de la idea deformada
que uno se hace de la propia importancia. Implica asimismo la idea de
que los demás tienen un valor inferior al propio. En el orgullo,
siempre es el Yo-idea el que se hincha artificialmente.
En la técnica que he explicado manejamos principalmente
vivencias y estados interiores, gracias a los cuales el
Yo-experiencia se incorpora energías reales. Esto se traduce en una
conciencia directa de mayor fuerza y seguridad. Seguridad y confianza
que son reales y permanentes.
Y, cuando se vive con auténtica seguridad, no hay la menor necesidad
de hinchar nada, de aparecer diferente de como se es. La persona se
siente segura sin necesidad de compararse con nadie. No hay
sobrevaloración, aunque ciertamente hay una valoración más elevada
que antes. Pero esto es debido a que en realidad ha subido el valor
intrínseco del Yo-experiencia. La persona vive, pues, más próxima
a su verdad, más ajustada a sus
auténticos valores, el Yo-idea coincide con mayor precisión con el
Yo-experiencia, sin lugar ni motivo para desviaciones ni proyecciones
mentales de su realidad e
importancia. Se apoya cada vez menos en la idea de sí mismo, en la
representación mental de su realidad, puesto que ya está viendo en
la experiencia de cada momento esta realidad de sí mismo con mayor
intensidad y plenitud. De hecho,
el único modo de evitar el orgullo -y también la falsa humildad- es
vivir y conocer experimentalmente la propia realidad, la propia
plenitud, la propia verdad.
3. El hecho de atribuirme a mí mismo la realidad de lo
exterior, ¿no me conducirá a un excesivo subjetivismo, a un
peligroso desprecio o a una injusta minusvaloración de las personas
y cosas que me rodean?
-Cuidado. Fíjese bien, por favor, que no tiene que
atribuirse nada. Se trata tan
sólo de descubrir la verdad de los hechos y manejar esta verdad de
un modo consecuente. Lo exterior tendrá su propia realidad, sea cual
sea la que tenga en sí mismo. Lo único que he afirmado es que lo
que usted vive como realidad
del exterior, precisamente la realidad que usted acostumbra a
atribuir a lo exterior, esa realidad le pertenece del todo a usted. Y
precisamente cuando usted consiga vivir su propia realidad de un modo
pleno e inmediato, empezará a poder ver la plena realidad que tienen
las demás personas y cosas. Cuando usted se viva
a sí mismo con toda la fuerza, sentirá esta misma fuerza en el
interior de las personas, de los animales y hasta de los objetos
inanimados. Del mismo modo que cuando usted se siente hueco y vacío,
todo lo encuentra igualmente hueco y vacío; cuando usted viva toda
la fuerza de su realidad interior, reconocerá lo mismo en los demás,
y sólo a partir de entonces empezará realmente a sentir un sagrado
respeto hacia cada ser viviente, sólo entonces empezará a valorar a
las personas y cosas con su máximo, justo y verdadero valor. Al
vivirse usted mismo de un modo directo, inmediato, empezará a poder
vivir lo otro, lo exterior, igualmente de un modo directo e
inmediato. Únicamente podemos descubrir la realidad íntima de
nuestros semejantes pasando a través de nuestra propia íntima
realidad.
4. La técnica que usted propone viene a ser una especie
de autosugestión, más o menos disfrazada, ¿no es eso?
-No, señor. La técnica descrita no opera por los
mismos mecanismos que la sugestión. Precisamente en otro momento
hemos tratado la autosugestión y hemos visto que actúa
directamente, sin necesidad de disfraz alguno. La sugestión consiste
en la introducción en la mente -en especial en la mente
inconsciente- de una determinada idea para que produzca ciertos
efectos en el estado de ánimo o en la conducta. En nuestro
ejercicio, en cambio, manejamos principalmente y de un modo directo
vivencias y sentimientos, esto es, cargas energéticas que
precisamente tratamos de unificar. Y los resultados que se consiguen
con tal técnica son producto de esta fusión real de energías y no
de un autocondicionamiento mental. Las ideas utilizadas durante la
práctica tienen por única misión el evocar y actualizar en la
conciencia dichos sentimientos y vivencias.