Antonio Blay
PERSONALIDAD Y
NIVELES SUPERIORES
DE CONCIENCIA
Primera edición: Mayo, 1991
PRÓLOGO
Esta obra inédita hasta hoy, está compuesta por el
material de un curso de Psicología profunda que A. Blay impartió en
varias ocasiones. Es el resultado de la transcripción de las
grabaciones realizadas en directo durante las conferencias
correspondientes a dicho curso y que luego se han conservado en
cassettes. Esta transcripción ha sido realizada por uno de sus
estudiantes con la autorización explícita de los herederos de Blay.
En la adaptación se ha procurado mantener el estilo
directo y la espontaneidad propia de Blay en sus charlas. También se
han respetado, en la mayoría de los casos, las repeticiones de las
ideas básicas por su función didáctica. Blay cultivaba
voluntariamente la repetición de conceptos presentándolos de
distintas formas; así lo que no resultaba suficientemente claro
expresado de un modo, podía ser entendido al cambiar la formulación
del ejemplo. Esto también resultaba práctico por la diversidad de
personas que formaban parte de su auditorio.
Constituía algo habitual en sus cursos -y un mérito en
la forma en que desplegaba sus argumentaciones-, el que partiendo
desde lo puramente psicológico y más inmediatamente evidente a la
comprensión de su auditorio, basándose precisamente en esto
comprensible, poco a poco los temas iban escalando altura hasta
abordar los más abstractos, pero, incluso éstos, eran expresados
siempre con su proverbial claridad, lúcidamente, y con una
naturalidad tal que excluía cualquier impresión de una supuesta
presunción por su parte.
Era un maestro de los juegos de palabras y su charla, en
el fondo sencilla, llana, aunque discurriera frecuentemente por
profundos cauces metafísicos, iba calando hondo en el auditorio.
Naturalmente, este efecto no sólo era una consecuencia de las
palabras sino también del modo y la intención con que eran
pronunciadas, de la profundidad de su procedencia y, sin duda alguna,
de su presencia centrada y expandida. Y esto,
evidentemente, es imposible de trasladar a la imprenta; es ésta la
diferencia capital entre «el espíritu y la letra». A pesar de
esto, en la obra escrita (y transcrita) de Blay hay mucho, mucho
«espíritu».
Éste es el único libro de Blay en el que se trata
profundamente -además de otros temas más habituales en su
enseñanza-, del uso de técnicas de autoexpresión, de descarga y de
profundización, basadas en el estímulo musical, que desarrolló en
sus grupos con grandes resultados psicológicos.
En la segunda parte de la obra se tratan los temas más
profundos y metafísicos de su enseñanza, aunque siempre desde un
punto de vista práctico, como de algo alcanzable, experimentable,
como siempre él mismo aseguraba y confirmaba con su irradiante
presencia, cálidamente humana.
Para el estudiante que siente en sí una verdadera
aspiración hacia lo Superior, este libro puede constituir un
verdadero instrumento de trabajo experimental hacia el conocimiento
de sí mismo en todos los niveles, psicológicos y espirituales, y
llegar así a una auténtica expansión de conciencia, a la
liberación interior.
Finalmente, sirvan también estas líneas para destacar
la encomiable labor emprendida por Ediciones Indigo en la
recuperación de parte de la obra de A. Blay.
PRIMERA PARTE
1.
DINÁMICA Y NIVELES DE LA PERSONALIDAD
La
vida humana como contraste
La mayor parte de las personas vive su existencia como
un contraste entre ilusiones y desilusiones, entre unas situaciones
que son placenteras y otras de conflicto, de dolor. Si encuestáramos
a un grupo numeroso de personas en relación a la idea que tienen de
su vida, evaluada como
positiva o negativa, agradable o desagradable, etc., probablemente
encontraríamos a un mayor número de ellas que afirmarían que la
balanza se inclina del lado negativo.
Esto es realmente decepcionante si, por otra parte,
consideramos que la vida debiera ser algo completamente positivo, que
la vida debiera constituir un crecimiento constante en relación a
las propias facultades, a la conciencia clara de sí mismo, a la
comprensión de las cosas, a la capacidad creativa, y este
crecimiento conduciría progresivamente a una mayor vivencia de lo
positivo.
Pues la vida está hecha, básicamente, de cosas
positivas. El impulso extraordinario que nos hace vivir, que es
nuestro impulso vital, es algo totalmente positivo, totalmente
afirmativo. Y todas las facultades que van emergiendo de nuestro
interior, también todas ellas son básicamente positivas. Si todos
los componentes básicos de la vida son, en sí, positivos ¿por qué
la vida, en lo personal, resulta frecuentemente tan negativa, tan
amarga? Examinemos qué es lo que ocurre; pues al ser todos pacientes
o víctimas en un grado u otro, es de la mayor importancia que
entendamos qué es lo que nos pasa, qué es lo que trastorna este
plan, podríamos decir, previo, inicial, de la vida, convirtiendo
algo sumamente positivo en algo tan negativo.
Todos buscamos la felicidad, el bienestar; ¿por qué
los buscamos? La respuesta inmediata sería: «porque no los
tenemos». Pero examinándolo más a fondo veremos que la cosa no es
tan simple, ya que la verdadera respuesta añade otro matiz.
Efectivamente, buscamos la felicidad porque no la tenemos, pero
además, porque de
algún modo sí la tenemos. Cuando
yo tengo en mí el deseo de felicidad, de plenitud, de paz, de
bienestar, de inteligencia, de poder, etc., cuando yo siento esa
ansia de lo positivo, ¿de
dónde me viene sino de algo positivo que está
en mí? ¿De dónde me viene la demanda, la
intuición, el deseo, sino de algo que de algún modo está ya en mi
interior? Si yo no tuviera en algún grado esa felicidad, esa
plenitud, yo no tendría ni noción de
esta posibilidad de plenitud.
Cuando registro en mí un malestar, es porque de algún
modo existe en mi interior una noción profunda de bienestar. Y este
contaste entre lo que hay profundamente en mí y lo que yo vivo en mi
zona consciente periférica, es lo que moviliza
mi aspiración. Es este contraste el que nos
hace desear un modo más pleno, más completo, de vida -en la forma
que se plantee cada uno. Así, el hecho de que exista en nosotros un
malestar, es testigo de que hay en nosotros en algún sitio, un
bienestar. Cuando hay en mí un dolor, hay también en mí, de algún
modo, una felicidad. Si todo yo fuera
dolor, yo no podría aspirar a la felicidad. Aspiro a la felicidad,
tiendo hacia ella, porque de algún modo la siento vivamente en mí,
porque para mí tiene un «sabor» de algo conocido y deseable.
Es lo mismo en cuanto a la inteligencia. Si yo deseo
desarrollar mi inteligencia, es porque de algún modo esa mayor
inteligencia está en mí. Pues si yo llegase al término, al
«completo» de mi propia
inteligencia, en mí no habría la demanda de mayor inteligencia.
Estaría saturado, para mí sería suficiente.
Cuando en nosotros aparece la aspiración, la demanda
espontánea, natural, hacia algo, es porque ese
algo está pidiendo desarrollarse,
actualizarse. Por lo tanto, cuando nos lamentamos de las cosas
desagradables o del modelo negativo que vivimos, hemos de aprender a
intuir, detrás de la experiencia inmediata negativa, la
presencia de algo positivo, que es lo que nos
impulsa a buscar la solución.
Lo
que nos sobra
Gran parte del trabajo de realización consiste, no en
adquirir cosas que no tenemos, en adquirir una felicidad, una
plenitud, una paz, una comprensión, una energía que no tenemos,
sino en eliminar las cosas que entorpecen la toma de conciencia
actual de lo que ya tenemos. Nuestro desarrollo siempre va de dentro
hacia fuera; todas nuestras capacidades surgen siempre de un núcleo,
y a partir de él se desarrollan centrífugamente, periféricamente.
El núcleo primordial, básico, siempre es interno; lo exterior sirve
como material para actualizar lo interior. Si una cualidad, una
facultad, no está en lo interno, por más facilidades, información
o ayudas que se presten desde lo externo, la persona no llegará a
realizar o actualizar nada de dicha cualidad. La persona sólo puede
desarrollar lo que de algún modo ya tiene dentro.
A través de un trabajo de limpieza y simplificación
interior es posible llegar a la realización de sí mismo, a vivir en
un estado
de serenidad, de paz, plenitud, fuerza y eficiencia. Y el trabajo no
consiste nunca en poner cosas dentro, sino más bien en soltar cosas
de dentro, en eliminar cosas que estorban la actualización de estas
cualidades.
La
base está en lo interno
En el terreno de los problemas personales, para lograr
entender qué es lo que ocurre, no basta que miremos (como solemos
hacer) las circunstancias que nos rodean y protestar por aquello que
nos parece negativo, desagradable, o contrario
a nuestro deseo, y decir: «yo sería feliz
sólo si mis circunstancias externas cambiasen, si
las personas que me rodean fuesen de otro
modo, si yo tuviera una situación económica distinta de la que
tengo, etc.». Efectivamente, lo exterior está compuesto de cosas
muy necesarias; pero lo exterior solamente
lo podemos conseguir a través de lo interior. Mediante el
ejercitamiento y la dinamización de nuestras capacidades podremos
movilizar lo exterior; en su
aspecto social, económico o incluso
circunstancial (por lo menos hasta cierto punto). Lo externo está
supeditado a lo interno en un 80 o un 90 %. Por otra parte, la
experiencia demuestra que cuando a una persona, por un factor extraño
a ella misma, le cambian las circunstancias, una vez pasado el
período de novedad, alegría e ilusión, al cabo de un tiempo la
persona vuelve a encontrarse con problemas similares a los existentes
antes del cambio. Porque los problemas no vienen dados por una
determinada situación exterior sino por el modo
de vivir las situaciones.
Y si no cambia el modo de
vivir no puede cambiar la situación de un modo estable. Estudiemos,
pues, estos mecanismos, porque ello nos señalará el camino a
recorrer.
Nuestra vida es una confrontación constante con el
mundo, con el ambiente que nos rodea, y nuestra mente es el campo
donde confluyen todos los factores de esta confrontación. Estos
factores pueden dividirse en dos grandes grupos: a) factores internos
y b) factores externos. Por a), nosotros nos proyectamos hacia el
ambiente, tratamos de utilizar el ambiente para satisfacer nuestras
necesidades, nos apoyamos en lo externo viviendo en una simbiosis con
ello. Por b), el ambiente está penetrando en nosotros, nos obliga a
ser de un modo y no de otro, nos impone unas normas que nosotros
hemos de aprender a obedecer y a adaptarnos a ellas. Pero esta
fórmula de apariencia tan sencilla, cuando se analiza con detalle,
ya no lo es tanto.
Para eso, hemos de examinar cuáles son los factores internos que
confluyen en nuestra mente, pues constituyen la parte más importante
de nuestro bien-vivir o de nuestro mal-estar.
Los
niveles de la personalidad
Nuestra mente registra impulsos y necesidades, registra
estímulos y respuestas de varios órdenes, pues nuestra personalidad
presenta una gama muy compleja de vivencias. Para facilitar su
comprensión podemos estudiarla en forma de estratos o niveles.
1. El primer estrato, el más evidente, es el del nivel
físico. Mi mente, al registrar lo físico, tiene la noción de yo
como cuerpo.
2. El segundo nivel es el de
la fuerza que está animando el cuerpo. A esta fuera la podemos
llamar energía vital y corresponde al nivel vital-instintivo.
3. Este nivel es el de nuestro campo afectivo; comprende
todo lo que
corresponde a la afectividad en todos sus grados y matices.
4. Éste es el que
corresponde a nuestro campo mental con todas sus facultades.
Por encima de estos niveles hay todavía tres más, que
son los que constituyen la personalidad en su dimensión superior o
espiritual, así como los
que hemos enumerado constituyen la personalidad elemental. Estos tres
niveles más sutiles son la contraparte superior de los elementales;
así, hay un nivel mental-superior, un nivel afectivo-superior y un
nivel de energía-superior. Examinaremos esto brevemente para tener
unas nociones claras de cada uno de esos niveles, tratando de que
nosotros reconozcamos a cada uno de ellos en nuestra propia
experiencia.
El nivel físico es evidente;
es el primero del que tomamos conciencia porque es el
que percibimos mediante nuestros sentidos: yo
como cuerpo. Pero curiosamente, este cuerpo que consideramos tan
importante, al que queremos tanto -la prueba de que nos interesa
mucho es de que nos preocupamos cuando sufre una alteración; si está
más flaco o más gordo, si hace más buena cara o más mala cara, si
está más «algo» distinto de lo normal-, este cuerpo, que nos
parece la base, el substrato de nuestra vida, de nuestra experiencia,
este cuerpo, no tiene vida propia; este cuerpo es una cristalización,
y su animación proviene del otro nivel, del nivel de la energía
vital. O sea, que la vida de
nuestro cuerpo está en el nivel vital, y el cuerpo, como forma, como
materia, es sólo un producto de esta energía vital y de su modo de
funcionar. Por esto, si nosotros queremos «arreglar» cosas del
cuerpo, podemos, sí, echar mano de procedimientos físicos,
materiales, pero la verdadera base para modificar el funcionamiento
del cuerpo está en trabajar desde el nivel de las energías vitales
y no desde el nivel de la materia física en sí. La energía es la
que está manteniendo a la materia. La materia es la cristalización
de la energía que circula y funciona de un modo particular. La
energía es la causa, el cuerpo es el efecto. Si necesitamos actuar
sobre nuestra salud, no nos preocupemos del efecto y trabajemos al
nivel de las causas, al nivel de las energías vitales. Sólo eso ya
traslada la dirección de nuestro interés a otro nivel.
El nivel de la energía vital (o
nivel instintivo-vital) es muy importante, no
sólo porque es el fundamento de la vida y de la salud sino porque,
desde el punto de vista del funcionamiento psicológico, es el que
proporciona la energía base a
nuestra personalidad elemental. Cuanto más y
mejor funcione la energía a nuestro nivel vital, más la persona, en
su vida cotidiana, se sentirá optimista, fuerte, con solidez, con
empuje, en forma. Todos tenemos la experiencia de que en cuanto se
presenta un malestar orgánico (aunque sea un simple estado febril),
automáticamente disminuyen nuestras facultades. Es como si nuestro
organismo se hundiera cuando existe una alteración intensa en el
funcionamiento de la energía vital. Por eso, la energía vital es
importantísima por ser el soporte de nuestra psicología cotidiana
elemental. En la mayoría de las personas es el nivel que aporta más
energía al psiquismo. En este aporte de energías le sigue en
importancia el nivel afectivo (el siguiente).
El nivel afectivo es en el
cual yo siento atracción o rechazo hacia algo. Es la sede del amor y
del odio. Yo tiendo a amar aquello que es afín conmigo; aquello que
tiende a completarme, a darme lo que me falta. Y tiendo a rechazar,
porque en mí despierta odio (aunque ésta es una palabra muy
fuerte), antipatía, etc., todo aquello que aparece como contrario a
mi afirmación, mi satisfacción, mi plenitud. Así, vemos que
nuestro amor o nuestro rechazo no están basados en un criterio
esencialmente ético o moral sino que tienen una base psicológica de
satisfacción personal. Lo que va a favor de mi afirmación despierta
automáticamente mi simpatía, mi aprobación, es algo bueno,
agradable; y yo tiendo a amar aquello. En cambio, las cosas (o
situaciones, o personas) que van en contra o que a mí me parece que
se oponen a mi satisfacción, a mi plenitud, despiertan
automáticamente en mí un sentimiento de rechazo. Lo curioso es que
este deseo de satisfacción personal, de afirmación, de bienestar,
de plenitud, o la negación de ello, yo lo confundo frecuentemente
con unos valores morales determinados. Así, digo de una persona que
es buena y de otra que
es mala; y si no lo
digo, lo pienso. Y si no digo que es mala, digo otra palabra que en
un grado u otro representa lo mismo. O sea, que yo vivo el mundo
dividido en dos sectores: el sector que va a favor de lo que deseo,
de lo que pido, de lo que anhelo, y éste es el mundo bueno;
y el otro sector que es el que se opone, o me
obstruye (o así lo creo), y a ese sector le llamo malo.
Pero eso no quiere decir que estos sectores
sean en sí buenos o
malos. Son buenos o malos sólo en relación con mi objetivo
personal. El nivel afectivo es de gran importancia porque es ahí
donde están la mayoría de los problemas de las personas. Es ahí
donde sufrimos y donde, gozamos. Es el campo de batalla en el que
luchamos para sentirnos felices o desgraciados.
La mente -aunque en el nivel
de la personalidad elemental presenta muchos sub-niveles- es, en
general, un instrumento maravilloso mediante el cual, por un lado
percibimos el mundo que nos rodea y lo convertimos en datos y en
símbolos, y por otro lado percibimos el mundo interno, el cual
también nos lo formulamos en datos, en información. Luego, de los
datos que hemos formulado del mundo exterior y del mundo interior,
elaboramos relaciones y sistemas de relaciones entre ellos,
estructuras. Como consecuencia de esta elaboración, disponemos de
unos esquemas de valores que serán el patrón de nuestra conducta.
Es porque yo puedo retener en mí la idea de objeto, de
tal objeto o tal otro, y que esta idea yo la puedo relacionar con mis
deseos y necesidades, que se elabora el proceso de pensamiento por el
cual yo puedo manejar las cosas en mi mente sin necesidad de las
cosas físicas. Esta capacidad representativa de mi
mente es una maravilla, y es lo que permite
que podamos tener una acción eficaz, productiva, que podamos ordenar
nuestra vida y transformar hasta cierto punto las cosas exteriores.
Es una facultad extraordinaria; mas esta facultad también está al
servicio de mi afirmación personal, de mis necesidades personales; y
es lógico que así sea, pues es gracias a mi mente que yo veo lo que
me conviene, lo que es bueno y útil para mí. Pero fijémonos en que
toda esa valoración de lo bueno, lo
útil, está centrada alrededor de mi
satisfacción, mis deseos, mis objetivos. O sea, es una mente
egocentrada. Igual que
el sentimiento, que también era egocentrado. Son facultades que
están al servicio de
la construcción, consistencia y desarrollo de nuestra personalidad
individual.
Los
niveles superiores
La mente superior es el nivel
gracias al cual nosotros podemos percibir las verdades en sí,
verdades universales, verdades de un orden abstracto; no la verdad
inmediata de cada cosa referida a otro sistema de valores, sino los
valores en sí, universales: la noción de verdad, de justicia, de
orden, etc. Éstas son nociones que van más allá de las modalidades
meramente individuales, que van más allá de nuestra convergencia
hacia lo personal. Diríamos que son facultades que se extienden más
allá de la persona, que la trascienden, pero facultades que están
en nosotros.
El nivel afectivo superior es
aquél en el cual sentimos el amor, el bien y la belleza, pero como
realidad en sí; no como algo que va a favor
de mi satisfacción o bienestar personal, sino como la capacidad que
tengo para comprender, para intuir y sentir admiración ante lo que
es la Belleza en sí, el
Bien en sí, o el Amor en sí. El amor
superior no me añade ni me quita nada personalmente, es
supra-personal.
El nivel de energía superior es
el de la voluntad espiritual, y viene a ser como
el polo opuesto al de la energía vital. Así
como la energía vital es la principal fuente de energía en
el plano de la personalidad de la vida
cotidiana, la energía del nivel superior de la voluntad espiritual
-que es una energía fabulosa- es,
de algún modo, la fuente de donde procede todo lo
que llamamos personalidad superior o
niveles superiores de la personalidad.
Estabilidad
de los niveles superiores
La característica de los niveles superiores es que, una
vez se establece contacto con ellos, una vez les abrimos paso, tienen
una vigencia constante, permanente.
Como hemos visto antes, cuando mi energía vital está
alterada, mi mente personal
también sufre alteraciones, disminuye; también mi afectividad
influye en mi modo de pensar, o en mi salud. Vemos que hay unas
fluctuaciones habituales y que todos las tenemos. Podríamos decir
que el ritmo de la personalidad elemental está acelerado y sujeto a
los cambios, a las oscilaciones, de tono alto, de tono bajo, a estar
bien, a estar mal, etc. En cambio, los niveles
superiores tienen una estabilidad, una vigencia constante.
La persona que llega a establecer contacto, a abrirse al
campo mental superior, mantiene
siempre la claridad mental que corresponde a este nivel superior;
aunque su salud esté resentida o sus facultades elementales
mermadas.
El nivel afectivo superior, una
vez se abre camino hacia él y se contacta, se mantiene siempre
brillando, tanto si yo
me encuentro bien como si me encuentro mal, tanto si las cosas me
satisfacen como si no; es algo que brilla con una luz propia que no
se altera nunca.
En el nivel de la voluntad
espiritual ocurre exactamente lo mismo; es
una energía que no sufre ninguna oscilación, es un potencial
extraordinario que siempre está allí, y que cuando conseguimos
contactarlo es para nosotros una fuente que nunca se agota ni
disminuye, pase lo que pase.
De hecho, los niveles superiores son la fuente de lo que
estamos buscando. La mente superior es la fuente de la verdad, de la
evidencia; el nivel afectivo superior es la fuente de la felicidad,
del bienestar y la paz; y el nivel de la energía superior es la
fuente del poder, de la voluntad.
A través del contacto, de la sintonía con esa
dimensión superior, nosotros podremos vivir eso que anhelamos. El
problema está en que nosotros sentimos la demanda de esos niveles
superiores -demanda de bienestar, de felicidad, de verdad, de
inmortalidad- pero pretendemos vivir esta demanda mediante los
niveles elementales. Ahí es donde se producen cortocircuitos,
contradicciones, tensiones, conflictos. Esto lo veremos con detalle
más adelante.
Puntualicemos que estos niveles no son estáticos, todos
ellos son dinámicos; son energías que están fluyendo
constantemente. Y este fluir, esta dinámica
natural, espontánea, de estos niveles, es lo que hace funcionar a
nuestra existencia. De hecho, nuestra vida es exactamente el
resultado del modo de funcionar de
esos niveles. De ahí podemos colegir cuál es el sentido real de
nuestra existencia. ¿Para qué vivimos? ¿Qué buscamos tras las
sucesivas acciones de nuestra vida?
¿Cuál es la razón, el objetivo que se
busca, consciente o inconscientemente?
El
sentido de la vida
El sentido de nuestra vida consiste en desarrollar las
capacidades que están en nuestro interior; desarrollarlas,
consolidarlas y expandirlas. Estas facultades
se desarrollan hasta cierto límite. Luego, algunas de ellas
cristalizan, otras se expanden,
y otras disminuyen. Veamos, por ejemplo la curva de crecimiento del
cuerpo; ésta tiene una trayectoria definida, llega a
un punto en que se detiene, y después de un
tiempo de un trazado, podríamos decir, en planicie, declina,
regresa. En algunas personas, la mente declina paralelamente con la
disminución de su energía vital, y llega un momento en que la
persona ya no puede adaptarse a situaciones nuevas, tendiendo a
repetir lo que
ha aprendido, pues su mente está conectada a su energía vital
porque no ha adquirido una independencia
propia. En cambio, en otras personas observamos como a pesar de su
declinación vital se produce una mayor expansión de su nivel
mental.
En cuanto a los niveles superiores, si se llega a
establecer un contacto estable con ellos, permanecen inalterables a
través de todas las curvas o regresiones de la evolución e
involución de lo elemental. Así, la persona que ha sido capaz de
vivir el amor en su dimensión superior, ese amor no declina, no se
oscurece, sino que cada vez brilla más. La persona que ha alcanzado
el nivel intuitivo de la mente superior, el cual le permite
comprender las cosas de un modo directo, esto no declina con su
cuerpo, ni siquiera con su cerebro
físico, sino que la intuición se mantiene vigente y cada vez más
lúcida. Y lo mismo cabe decir del nivel de energía espiritual.
Por lo tanto, vemos que en un sentido externo, objetivo,
la demanda que hay en nuestra vida es la de desarrollar todas
nuestras capacidades. En la medida en que las
desarrollamos, vivimos nuestra vida afirmativamente; pero en la
medida en que las facultades quedan por desarrollar, nos sentimos
incompletos, frustrados, insatisfechos.
Conciencia
de sí
Paralelamente al desarrollo de las facultades existe un
desarrollo subjetivo: es el de la conciencia de uno mismo. Yo tomo
conciencia de mí en la medida en que ejercito mis facultades, y
cuanto más ejercito
activamente mis facultades, más tomo conciencia de mí. Por lo
tanto, la conciencia que tengo ahora de mí es exactamente la
resultante de las facultades que yo he ejercitado. Cuanta más
energía yo he ejercitado activamente, más sólida será la
conciencia que tenga de mí; cuanta más inteligencia he ejercitado,
más clara y luminosa será la intuición que tenga de mí como
sujeto.
En la medida en que el desarrollo de las facultades
adquiere un grado óptimo, también la conciencia de sí adquiere una
condición de felicidad, de plenitud, de totalidad. Esto es lo que
está detrás de nuestra existencia; y nosotros somos infelices
cuando no desarrollamos nuestras facultades positivas, pero vivimos
de un modo pleno, afirmativo, cuando hay un desarrollo real,
completo, de nuestras capacidades positivas.
Todos estamos buscando siempre estas dimensiones
profundas de Ser, de Plenitud, de Inteligencia clara, de Libertad.
Esto es algo que necesitamos vivirlo, pues esta demanda se origina en
nuestra naturaleza profunda, la cual está empujando para que
desarrollemos más y más nuestras capacidades. En definitiva, la
Plenitud está al término del desarrollo.
Para vivir la plenitud hay que vivir de un modo
cumplido, pleno, las cosas de la vida; y a nosotros mismos,
activamente, movilizando todo lo que está dentro y que no se ha
vivido. Y en la medida que movilicemos, que ejercitemos, que tomemos
conciencia de estos contenidos, se produce automáticamente una
tranquilización, una satisfacción, un
bienestar, una plenitud interior.
2.
LA BASE DE NUESTROS PROBLEMAS
A
modo de resumen del capítulo anterior
Decíamos que el sentido de la vida tenía una doble
vertiente: la objetiva, que
consiste en la necesidad de desarrollar nuestras capacidades latentes
movilizando todos los niveles, tanto los
elementales como los superiores; y la
subjetiva, la cual
presenta la necesidad de una expansión y profundización de la
conciencia, que se produce paralelamente al desarrollo objetivo de
las facultades; así, yo voy
tomando conciencia de mí, conciencia
profunda de ser,
de paz, de armonía, de plenitud. Si los niveles externos, objetivos,
no se movilizan, no se puede llegar a esta realización interior como
sujeto. Por lo tanto, podemos decir que todos los estados deficientes
que la persona vive, todos los estados negativos de duda, de
inseguridad, de tensión, de depresión, son debidos a que algo
interior no se ha
desarrollado plenamente y no se ha podido convertir en experiencia
positiva y afirmativa de la realidad en sí mismo y de sí mismo.
Los
factores que condicionan nuestras experiencias
Estando en nuestra naturaleza todo predispuesto hacia la
Realización, hacia la Plenitud, ¿por qué, pues, vivimos alejados
de esta plenitud? ¿por qué esa plenitud se considera incluso como
algo utópico e imposible de alcanzar en esta vida?
Porque existen unos problemas fundamentales ligados a
factores internos y externos, pues nuestra experiencia siempre es el
resultado de estos dos factores: el interno,
por el cual los niveles de la personalidad
tienden a movilizarse a través de los propios impulsos, y el
externo, elemento
inseparable de toda experiencia ya que el mundo exterior es el lugar
de contacto para la satisfacción de nuestras necesidades. Veámoslos.
1.
Factor interno
Por el factor interno existen
tres motivos básicos.
a) Vivimos de una manera muy elemental. Vivimos
solamente a través de nuestro cuerpo, de nuestra energía vital, de
nuestra afectividad y de nuestra mente. Y esto es lo que constituye,
en la mayoría de los casos, la gama exclusiva de experiencias
cotidianas. Existen en nosotros unas demandas de orden superior, pero
no están suficientemente vivas y por ello no se les da una
respuesta, una salida, y no se desarrollan. Y no obstante, nosotros
aspiramos a
una paz superior, a una armonía superior;
mas, si aspiramos a lo superior pero sólo vivimos lo inferior, lo
elemental, no hay duda de que estaremos en un callejón sin salida.
Lo inferior es lo inferior y lo superior es lo superior; y sólo
podemos recoger el fruto de la plenitud superior, viviendo,
actualizando y movilizando las energías y las experiencias a un
nivel superior.
b) Vivimos de una manera muy superficial. ¿Por
qué? Porque la educación que recibimos no nos educa de un modo
profundo, no nos ayuda a tomar conciencia profunda de nosotros; de
tal manera que cuando a una persona se le pregunta qué piensa o qué
siente respecto a tal cosa o a tal otra, muchas veces «se pierde» y
no es capaz de descubrir cuáles son sus motivaciones, sus
necesidades interiores. Todo eso le pasa completamente inadvertido, y
tiene que ser quizá un extraño, un experto o un psicólogo (o
alguien que desempeñe un rol similar) quien pueda intuir qué es lo
que está ocurriendo dentro de la persona, pues ella vive con la
sensibilidad encerrada en su propio interior.
Otra causa de la falta de profundidad la constituye el
ritmo habitual de vida que llevamos, pues constantemente estamos
solicitados por lo exterior. Tenemos que atender al trabajo, resolver
asuntos, ver personas, desplazarnos, manejar factores externos, etc.,
y eso, con prisas, y en una gama compleja y variada de situaciones.
Esto hace que nuestra mente se desarrolle sólo de puertas hacia
fuera y no hacia dentro. Vivimos «centrifugados»
c) Nos hemos desarrollado de un modo desintegrado, de
un modo inconexo. Un sector se ha desarrollado al margen del otro, y
así cada sector viene a tener su vida propia, su objetivo propio.
Esto crea luchas, tensiones, contradicciones interiores. La persona
desea, por su sentimiento y aspiración, una cosa, por su mente, otra
cosa, y quizá por su fuerza instintiva, otra diferente; y estas
cosas están en conflicto entre sí. Y este
conflicto interior le obliga a vivir en conflicto con lo exterior.
Porque cuando exteriormente trata de
adaptarse a una situación que satisface a uno de los niveles de su
personalidad, están los otros niveles en desacuerdo; realmente, es
difícil encontrar una persona que esté toda ella integrada en lo
interno y en lo externo.
Todas estas circunstancias impiden la realización de
nuestras potencialidades, impiden que se llegue a esta vivencia
afirmativa, positiva, plena. Por ello conviene estudiar qué podemos
hacer por nuestra parte para compensar lo que la educación o las
circunstancias no nos han proporcionado. Y conseguir así, gracias a
una dirección, a una autoformación, suplir esta deficiencia en la
formación y desarrollo de nuestra personalidad.
2.
Factor externo
El mundo exterior no es algo pasivo, en el cual nosotros
podamos expresar, exteriorizar, nuestros impulsos, nuestras
necesidades, nuestros deseos, sin más, sino que es un mundo vivo,
con una configuración, con una forma, con una fuerza y un dinamismo
propios. Entonces, nuestro dinamismo y fuerza personales se ponen en
contacto con el dinamismo y fuerza del ambiente que nos rodea, y esto
trae como consecuencia el que nosotros lleguemos a una adaptación
o a
una inadaptación con
el exterior.
El exterior me proporciona el material que necesito para
crecer, para desarrollar mi cuerpo, mi afectividad y mi inteligencia.
El ambiente me ofrece el medio para poder manifestar mi aportación,
mis elaboraciones. Pero el ambiente también me está diciendo cómo
he de ser yo, cómo me he de conducir y cómo no he de hacerlo. Así
pues, es una doble corriente la que se establece, de exigencias y de
necesidades, entre yo y el ambiente. Yo quisiera prescindir del
ambiente porque me pone trabas o porque me obliga a cosas que no me
gustan, pero, por otra
parte, no puedo prescindir del ambiente porque él me da la materia
prima con la cual nutrirme y crecer personalmente, y también el
medio donde poder expresar y aplicar de un
modo concreto mis elaboraciones.
De esto resulta que vivimos una especie de ambivalencia
en relación con el mundo. Por un lado me es indispensable, me es
útil; quiero a este ambiente, este entorno,: porque gracias a él yo
me desarrollo y subsisto, y a la vez me siento relativamente seguro,
relativamente protegido, afirmado. Por otro lado, ese mismo ambiente
provoca en mí un rechazo
porque me obliga, me impone cosas y me frustra en muchos de mis
deseos y demandas. Así, hay una constante dialéctica entre lo que
yo pretendo ser y lo que el mundo pretende de mí.
Esto es una constante, no ya hablando de la sociedad en
general, sino en el ejemplo más concreto como el que viene
representado en toda relación entre dos personas. Yo necesito de la
otra persona, sea para comunicar, sea para amar, para proteger o para
ayudar; sea para ser amado, ser protegido o ser ayudado. Pero esa
persona, a quien necesito y amo, tiene un modo propio de ser, quizá
unas deficiencias, me falla en determinados momentos, o me pide unas
cosas que no son
las que yo quería darle, (o que no creía tener que darle). Éste es
el habitual
y constante juego, a veces dramático, de la interrelación.
Análisis
de nuestras experiencias
Cada instante consciente de interacción entre yo y el
mundo es lo que se llama una experiencia. La
experiencia es el elemento base gracias al cual se desarrolla mi
personalidad. Se desarrolla mi cuerpo cada
vez que yo lo ejercito,
que lo hago andar o correr, que practico un deporte, o cuando como,
etc. Se ejercita y desarrolla mi afectividad
cada vez que
yo puedo expresar algo que siento o cuando recibo algo que los demás
expresan afectivamente. Me permite desarrollar mi
mente cada vez que yo estudio, conozco,
recibo datos, informaciones, o
cuando yo elaboro mis propias ideas y las
comunico o las pongo en
práctica.
Siempre es a través de un hacer, de una ejercitación,
como se desarrollan mis capacidades y, consecuentemente, mi
conciencia como sujeto que está haciendo,
que está
experimentando, que está viviendo. Podemos decir que somos la
suma de nuestras experiencias. Nosotros hemos
desarrollado, externa e internamente exactamente lo que hemos
ejercitado a lo largo de nuestra vida. Cada experiencia viene a
ser como un ladrillo en la
construcción del edificio de nuestra
personalidad.
Estudiemos estas experiencias porque son esenciales para
entendernos a nosotros mismos y entender a los demás; y también
para actuar constructivamente en la relación humana.
Varias
clases de experiencias
Las experiencias pueden verse desde varios ángulos y
cada uno de ellos tiene su propia importancia, y se pueden clasificar
como:
1) positivas y negativas; 2) superficiales y profundas;
3) activas y pasivas.
1.
Experiencias positivas y negativas
Una experiencia es positiva
cuando gracias a ella se sigue el curso
normal de mi proceso de desarrollo; es positiva cuando yo puedo
desarrollar mis facultades o cuando recibo la afirmación de lo que
yo soy. Es la que apoya el crecimiento de mi
ser y de mi hacer. Eso ocurre cada vez que yo
puedo ejercitar alguna de mis facultades positivas; y también cada
vez que el ambiente me confirma que yo tengo esas capacidades o unos
valores o cualidades positivas.
Una experiencia negativa es
la que niega u obstruye el desarrollo de mis capacidades positivas.
La experiencia negativa se produce cada vez que yo intento hacer algo
o pretendo ser algo, y la experiencia se traduce en un fracaso, en
una negación de ese algo. La experiencia
negativa es la que representa la negación de mi ser y de mi hacer.
El niño que empieza a andar, siente el impulso de
andar, lo intenta y se cae; ahí tenemos una experiencia sencilla de
tipo negativo: el niño se cae. Es una experiencia negativa mientras
está ejercitando algo. También lo es cuando el niño trata de
expresar algo a su madre, por ejemplo, y la madre, en aquel momento
muy nerviosa, irritada y poco consciente de lo que dice, riñe al
niño diciéndole que se calle, que se esté quieto, que es tonto,
que no sirve para nada, etc. Es también un ejemplo de negación que,
en este caso, se recibe del exterior. Todos, de pequeños, habremos
sido objeto de crítica en alguna ocasión, que no servimos para tal
cosa, que no valemos, que no llegaremos nunca a nada, que somos una
desgracia, etc. Ahora, de mayores, seguramente nos reímos de esas
cosas, pero en el momento en que se dijeron, en una mentalidad
infantil y procedentes de una persona a quien se ama, esto representa
un traumatismo, es una sentencia de negación.
La experiencia negativa es de dos tipos: completa e
incompleta.
a) La experiencia negativa completa representa
la expresión de algo que fracasa. Es cuando, como decíamos, el niño
se pone en pie e intenta andar, pierde el equilibrio y cae. Cuando
intentamos pasar un examen y nos suspenden. Cuando pretendemos hacer
un negocio y fracasa. Cuando quiero hacer una amistad y soy
rechazado.
Las experiencias negativas son inevitables en nuestra
vida. Pero la experiencia negativa puede tener un resultado positivo,
dependiendo de cómo nosotros reaccionemos ante ella. Si ante la
experiencia negativa yo reacciono con mi capacidad de ver y de hacer,
me habrá servido de aprendizaje previo; entonces, mi próxima
gestión, mi próximo intento será más perfecto, más elaborado. De
hecho, todo aprendizaje se hace de esta manera; todo aprendizaje se
hace equivocándose, fallando, fracasando en los pequeños intentos.
En la medida en que ante el fracaso nosotros reaccionamos con nuestra
capacidad de hacer y con nuestra inteligencia activa, entonces el
fracaso se convierte en un elemento constructivo porque moviliza más
energía y más inteligencia (o con más datos). La experiencia
negativa, sea cual sea el nivel en que se produzca -físico,
afectivo, intelectual, profesional, etc.- se convierte en un elemento
positivo cuando nosotros reaccionamos positivamente. Todas las
grandes personas, en el terreno que sea, se han hecho grandes gracias
a su reacción frente a lo negativo; nadie se ha hecho grande sólo
con experiencias positivas. Crecemos apoyándonos sobre las lecciones
amargas aprendidas.
b) La experiencia negativa incompleta se
produce cuando, existiendo el impulso a hacer algo, se reprime este
impulso para evitar una experiencia negativa. Yo estoy en una reunión
y se me ocurre una idea, la voy a decir pero me callo por temor a
quedar mal, a que no me interpreten correctamente, por miedo a
equivocarme, a que me critiquen, etc. Era una experiencia que iba
a producirse; y como toda experiencia era una
energía que a través de mi mente, de mi cuerpo y de mi afectividad
iba a formularse en una experiencia concreta, pero la idea de
fracaso, el temor, me impiden dar salida a esta energía y completar
la expresión que se estaba elaborando; entonces la experiencia queda
reprimida, incompleta, y aquella energía queda inhibida, replegada,
por falta de expresión. Con esta actitud pretendo evitar un mal,
hacer el ridículo o fracasar; pretendo evitar una experiencia
negativa, pero eso mismo es ya una experiencia
negativa, pues la vivo negativamente. Pero
además, con la gravedad de que la inhibición, al no liberarse la
energía que estaba en curso, deja retenida aquella energía en lo
interno. Una energía que estaba en marcha y destinada a convertirse
en acción queda replegada, retenida. Una energía que tenía que
transformarse en un modo de vivirme a mí mismo, en un crecimiento de
la propia conciencia, al no producirse, no se traduce en una
experiencia de
mí, no fortalece mi yo; en su lugar hay una noción de fracaso de mí
mismo ante la situación; no de fracaso en relación al exterior,
sino de mí ante mí.
De esto, pues, se originan dos focos de tensión. Por un
lado, la energía retenida produce
una insatisfacción interior y una inquietud,
porque busca una salida, expresarse de un
modo u otro. Y por otro lado, el juicio que se
forma en mí, de fracaso, de no estar a la
altura de las circunstancias, me perseguirá empujándome a que yo
trate de recuperar este prestigio, de mejorar mi «marca» para
demostrar que valgo igual o más que los demás. Éste es el origen
de nuestro mundo de ensoñación, del
mundo onírico que
estamos constantemente elaborando; soñando en
situaciones que me gustaría o que espero llegar a vivir, en las que
yo podré demostrar mi capacidad, mi inteligencia, mi valor, y los
demás tendrán que aceptar mi capacidad, mi prestigio, mi fuerza,
etcétera. En mi sueño estoy jugando a ser la persona ideal que
quiero llegar a ser, porque estoy tratando de compensar la imagen
frustrada y el sentimiento carencial que tengo de mí.
Una experiencia negativa completa, o un fracaso rotundo,
no me deja así en un término medio; me produce un hundimiento total
o bien es causa de una reacción positiva; pero no es algo que
perdura, que se interpone constantemente entre mi capacidad real y mi
presente inmediato como en el caso de la experiencia incompleta. Las
energías inhibidas se llevan constantemente dentro, empujando,
buscando liberarse, realizarse.
Esto será objeto de estudio particular, pues
precisamente en este tipo de experiencias está la base de casi todos
los estados negativos de inseguridad, de tensión y de depresión.
2.
Experiencia superficial y experiencia profunda
La mayor parte de experiencias o de situaciones de la
vida diaria despiertan en nosotros un eco relativamente superficial;
son las más corrientes en nuestra vida cotidiana, familiar, social,
profesional.
Pero todos hemos tenido momentos en que la situación se
vive de un modo que despierta algo muy
profundo en nosotros, algo muy íntimo;
aquella circunstancia se vive como algo muy especial, algo único.
Puede tratarse de una situación exterior muy dramática o muy
solemne, pero puede no serlo. Puede tratarse de una experiencia que
en sí no tiene nada de particular, pero algo
hace que yo viva aquello profundamente; y
quizá se trata de algo que yo he estado haciendo diariamente,
rutinariamente, y de repente, un día, aquello despierta una
resonancia muy profunda dentro de mi ser.
No deben confundirse la experiencia profunda
con la experiencia intensa.
Una experiencia puede ser intensa y a la vez
puede ser superficial. Si estoy leyendo tranquilamente en mi
habitación y de repente oigo una explosión, aquello puede producir
en mí un sobresalto, una experiencia intensa,
incluso muy intensa, pero no necesariamente
profunda. La intensidad depende de la cantidad
de energía que se moviliza en mí, pero la
profundidad viene dada por el nivel en que se vive esta energía.
La importancia de las experiencias que nosotros vivimos
en momentos de una profunda resonancia, reside en que se convierten
en los pilares de nuestra personalidad. Si las experiencias en sí
eran como los ladrillos, las experiencias profundas constituyen los
pilares básicos del edificio. Todo lo que estoy viviendo en el
momento de una resonancia profunda, queda marcado como con fuego en
mi interior porque la profundidad yo
la vivo con un sentido de realidad e
importancia muchísimo mayor que todo lo demás. En estos momentos es
cuando yo me siento más yo; es
cuando yo estoy más
cerca de mi propia realidad. Y esto se vive con una
fuerza y un sentido de importancia tan
grandes, que hace que la situación externa (o incluso interna) que
se vive en aquel momento quede asociada al sentido de profundidad.
Entonces, el psiquismo queda condicionado por la situación concreta
de aquel momento. O sea, que son dos cosas
diferentes pero que se asocian: la situación
que se produce y mi
respuesta más o menos profunda a ella.
Hemos dicho que la situación puede derivar del exterior
(a) o de mi propio interior
(b).
a) Experiencia derivada del exterior
Yo puedo estar simplemente, mirando un jardín que he
mirado ya muchas veces. Pero un día, al mirar el mismo jardín,
siento una impresión más profunda y de repente aquel jardín se
convierte para mí en algo muy importante. De hecho, la importancia
no está en el jardín sino en la resonancia profunda propia; pero
como ésta se produce en el momento en que estoy viendo el jardín,
yo, sin darme cuenta, traslado la importancia
al jardín. A partir de aquel momento, aquel
jardín, (y los jardines en general) tendrán una importancia
preponderante en mis valores.
b) Experiencia interior
Yo puedo encontrarme pensando en un problema o
imaginando una situación; o quizá esté temiendo una situación
determinada, un castigo o una desgracia. En otros muchos momentos
similares he estado pensando e imaginando sin que ocurriera nada de
particular; pero un día, quizá en aquel momento en que estoy
pendiente de un temor, se abre algo
más profundo en mí, llego a un estrato más hondo de mi ser
experimentando la profundidad; entonces,
aquel temor que otras veces se había deslizado por mi psiquismo sin
mayores consecuencias, de repente queda registrado en profundidad
porque lo asocio a la hondura de la vivencia que tengo de mí. A
partir de aquel momento, el tener miedo o el estar en una situación
expectante se convertirá para mí en algo muy importante.
Yo tiendo frecuentemente, y casi siempre sin darme
cuenta, a buscar la repetición de las experiencias profundas.
Mediante la repetición de la situación (exterior o interior) yo
intento renovar la experiencia. Esto hace que se forme en mí una
gama de valores alrededor de unas situaciones determinadas.
Si queremos averiguar cuáles son las experiencias
profundas que hemos tenido -por lo menos algunas de ellas- sólo
tenemos que observar que es lo que más nos gusta; pero por afición,
no por obligación, lo que nos gusta de veras. Generalmente es algo
que en una ocasión despertó en nosotros una vivencia interior. Y
aquello que me gustó, no me gustó por sí
mismo sino por lo que despertó en mí. La
vivencia fijó aquella cosa, aquel juego, aquel deporte, aquella
situación, y la fijó de un modo tan intenso, que yo luego me he
dedicado a girar alrededor de aquello, una y otra vez, intentando
revivir la experiencia.
Así se forman las aficiones a los deportes, por
ejemplo; pero también se forman así ciertas obsesiones de tipo
sexual, ciertas preocupaciones de tipo económico, o profesional,
etc.
Así se explica la situación paradójica de la persona
que ha vivido en profundidad una experiencia de temor, o miedo. El
resultado de esta experiencia será que la persona se sentirá
obligada una y otra vez a buscar situaciones
de miedo para revivir la resonancia profunda.
Lo curioso del caso es que el miedo es algo desagradable, negativo;
por lo tanto, la persona conscientemente
rechaza el miedo, pero el condicionamiento
profundo le obliga a buscar situaciones de miedo. Inconscientemente
busca lo que conscientemente rechaza.
Se puede dar toda clase de combinaciones. Pero lo
importante para nosotros es darnos cuenta de la causa de nuestras
motivaciones profundas.
3.
Experiencias activas y pasivas
Experiencia activa es cuando yo me siento yo, haciendo;
yo me siento ser según hago. Experiencia
pasiva es cuando yo me siento yo al percibir, al recibir; yo me
siento ser según me hacen.
Ahí está la clave del problema tan general de la
dependencia del exterior. ¿Por qué dependemos tanto de la opinión
de los demás? ¿De lo que los demás piensan o dicen de mí, o de lo
que me hacen? ¿Por qué para mí es tan importante esto? Porque yo
no me vivo de un modo directo sino que he aprendido a vivirme en
función de los otros.
Cuando el otro me alaba, despierta en mí un sentimiento
positivo de valor y entonces
me siento afirmado; pero me siento afirmado sólo como reacción a lo
exterior, no porque yo sea realmente más, no porque yo haya
desarrollado algo o crecido en algo, sino simplemente porque el
exterior se muestra favorable y me dice que yo valgo, que soy más,
etc. Y, naturalmente, cuando el ambiente me critica, cuando no me es
favorable, entonces, como yo no he aprendido a apoyarme en una
conciencia directa de mi ser, me siento negado, desgraciado.
Estoy pendiente siempre de la opinión de los demás.
Estoy necesitando constantemente que los demás piensen bien de mí y
no puedo soportar la crítica ni siquiera la indiferencia. Y eso es
así porque yo no he aprendido a vivir una conciencia independiente
de mí; porque yo he crecido en una conciencia de mí que de
hecho es una relación con el ambiente. No
es una conciencia de «yo» sólo, sino que
es un conciencia de yo-tú o de tú-yo.
Por eso, las personas que han desarrollado solamente
este nivel de experiencia horizontal, de contacto con, de relación
con -lo mismo si es activa que si es pasiva-, cuando se encuentran
solas, después de pasado un tiempo pensando, teorizando y poniendo
en orden sus problemas, se aburren, se sienten solas; porque están
añorando una vez más esa constante relación, ese hacer hacia el
otro o recibir del otro. Y una vez más se juega con el mismo juego
de sentirse afirmado o de sentirse negado, el mismo juego de tratar
de afirmarse haciendo unas cosas determinadas para provocar en el
otro una respuesta afirmativa.
Hemos de aprender a ver cómo está constituida nuestra
vida y qué es lo que predomina en ella mediante un análisis de los
puntos estudiados:
1) ¿Cuáles son mis experiencias negativas más
intensas, las que condicionan negativamente mi vida? ¿Cuáles son
mis miedos?
2) ¿Cuáles son mis experiencias profundas más
importantes? Esto lo descubriré observando cuáles son mis
principales valores.
3) ¿De qué modo he construido yo mi
conciencia de relación con el mundo? Cuanto
más la haya constituido de un modo activo y radiante, más
relativamente independiente será. Cuanto más se haya formado de un
modo pasivo, recibiendo, resultará mucho más dependiente de las
situaciones y tenderé a sentirme víctima de los demás o del mundo.
Es importante ver esto, pues así tendremos los
elementos para poder empezar a dirigir a voluntad las experiencias y
encauzarlas en la dirección que sea más conveniente, más positiva.
3.
ENERGÍA, AUTOIMAGEN Y ESTADOS EMOCIONALES
La
personalidad como sistema de energías
Decíamos que mediante las experiencias hemos ido
desarrollando nuestra personalidad, nuestras capacidades y también
nuestra conciencia. Por lo
tanto, nuestro funcionamiento actual es
el resultado de la suma de nuestras
experiencias. Pero toda experiencia tiene varias facetas; en este
capítulo las trataremos
desde el punto de vista de la energía.
La personalidad total es un
sistema de energías. Todos los niveles de la
personalidad son energía cualificada que se manifiesta en forma de
energía vital, afectiva, mental, intuitiva, ética, estética, etc.,
pero siempre se trata de energías. Es interesante aprender a
estudiar nuestro modo personal de ser en razón de las energías
porque toda experiencia es (y ha sido) una dinamización de energías.
Este estudio nos hará ver un sentido más dinámico, más operativo,
de las experiencias y el porqué se producen en nosotros determinados
estados.
Energía
en la noción del mundo
En relación a las experiencias activas y pasivas, se ve
claramente que si yo he desarrollado en mi vida una actitud de
espectador más bien que de actor, en mi mente se han ido registrando
más imágenes del mundo, dedos demás, de lo que ocurre en mi vida,
de lo que me hacen, que no de mí mismo en acción. En consecuencia,
la imagen que tengo del mundo se ha ido cargando de energía y yo
vivo la energía de los otros, en lo que me rodea; no la vivo en
primera persona.
Son los demás que hacen, que dicen, que me imponen, que
me obligan, que me quieren, que no me quieren. Esta acción que yo
veo constantemente en los demás, en todo lo demás, va cargando el
sector de mi mente en
el que yo registro el mundo exterior con
más energía. En cambio, el sector que yo vivo como propio, el que
vivo con el nombre de yo,
no recibe energía porque no actúa. El
resultado de esto es que para mí, la imagen del mundo tiene más
fuerza que mi propia imagen; el valor que veo en los demás tiene más
fuerza que mi propio valor. Así, yo siempre me sentiré disminuido
en relación con los demás, siempre creeré que los demás son más
importantes, más fuertes, más reales, porque habré desarrollado
más la energía en el sector de la mente que registra el mundo
objetivo.
Energía
en la noción del «yo»
En cambio, si yo desarrollo más experiencias de tipo
activo, estoy dinamizando mi capacidad de acción, sea física,
mental o afectiva. Esta energía que se expresa activamente se
registra en mi interior como algo que yo hago, o que yo
soy, o que
yo expreso. Entonces, la noción que yo tengo de mí mismo se va
cargando con más energía, con toda la energía que voy
exteriorizando, y esta energía es la que hace que yo me viva con
fuerza, con realidad, con seguridad.
Intentemos ver en qué proporción están cargados los
sectores de nuestra mente, si con más fuerza en la noción de
nosotros mismos o en la noción de los demás.
Yo ¿me siento igual que los demás? A la hora de
actuar, de convivir, de tratar con las personas, de manejar los
asuntos ¿me siento, en general, igual que
los demás, o me siento menos que
los demás? La respuesta a estas preguntas depende de cómo se hayan
vivido las experiencias, si de un modo activo o de un modo pasivo. La
energía es lo que nos da conciencia de realidad, de seguridad; no
existe seguridad si no hay una gran cantidad de energía
inmediatamente disponible para el yo personal. Cuando dispongo de
energía yo me siento fuerte, seguro; y cuanta más energía sienta
disponible en mí, más sólido, fuerte y seguro me sentiré. Si
dispongo de poca energía en mí, me sentiré débil; y cuanta más
energía yo sienta en los demás, no sólo me sentiré más débil
sino inferior a los
demás. Vemos, pues, que el tema de las energías es fundamental
porque nos explica la noción tan importante de la seguridad y la
decisión, de la fuerza y de la realidad con que uno vive frente a
los demás.
Las personas que tienen problemas de inferioridad
-aparte de otros mecanismos que estudiaremos- son personas que han
vivido más en plan de espectadores que de actores. Posiblemente
ellas ampliarían este comentario diciendo: «no en plan de
espectadores sino de víctimas». Porque seguramente han vivido las
situaciones como víctimas, estando debajo de, y sufriendo la fuerza
de los demás.
Poder dinamizar energías, actualizarlas y conectarlas
con el yo consciente es recuperar la fuerza de sí mismo, la
seguridad; no una seguridad ficticia basada en ideas o en sueños
sino una seguridad real basada en la materia prima de nuestro ser: la
energía.
Las
actitudes
El problema de las energías conlleva el de las
actitudes. Cuando yo me siento fuerte, estoy
tranquilo ante las situaciones; cuando yo me siento débil, tiendo a
eludir las situaciones, tiendo a protegerme. Esta protección adopta
dos actitudes: huyendo o encerrándome dentro de mí mismo (que es
otro modo de huir). Depende de la energía que la persona ha
actualizado en nombre propio el que se viva a la defensiva o que se
viva en un estado de apertura serena, tranquila. Nadie puede abrirse
si tiene miedo, si se siente amenazado. Existe un instinto básico de
autodefensa cuando uno es débil; y éste conduce a protegerse. En el
reino animal, ante un enfrentamiento, el más débil o inferior,
huye, y si no puede huir, se encierra dentro de sí y queda inerte
(como muerto).
Hemos aprendido a adoptar distintas actitudes según
sean las situaciones.
Ante los amigos, por
ejemplo, solemos sentirnos tranquilos porque
los amigos son personas que nos aceptan -por eso son amigos-; con
ellos no tenemos
que defendernos ni ocultarnos, nos sentimos libres, sueltos. Pero
ante los padres -por ejemplo, en el caso de personas jóvenes que
conviven con los padres- muchas veces lo que existe, o persiste, es
un mecanismo defensivo, de cierre; aunque existan una buena voluntad
y un afecto,
frecuentemente existe también como un aislamiento, un sentimiento de
autoprotección o cerrazón, quizá porque uno ha vivido más de una
vez situaciones de amenaza, de incomprensión, de rechazo o de
impotencia.
La actitud ante los superiores, por ejemplo, en el
trabajo, o ante las autoridades, etc. ¿cuál es? Puede ser la misma:
de protección, de huida; o también, de protesta, (lo cual es otro
modo de huir, de protegerse). Siempre que por parte de la persona
existe un ataque sistemático, significa que la persona necesita
defenderse atacando, lo que es otro modo de defenderse. Así, vemos
varias actitudes: la huida, el replegarse y el ataque. Pero el ataque
sólo se produce si la persona de algún modo
se siente fuerte, aunque sea sólo
en parte, pues si se sintiera fuerte del todo
no necesitaría atacar. Lo que ocurre es que la persona a veces se
siente débil en un sentido y se siente fuerte en otro; entonces ante
la situación la persona siente miedo, pero a la vez
surge su protesta, y la energía que la
persona moviliza se manifiesta en forma de agresividad «en contra
de». Por eso es tan general en todo el mundo la actitud de protesta
ante los que gobiernan, sean de la ideología que sean; se trata de
un mecanismo natural.
¿Tenemos una actitud de autoprotección, de
encerrarnos, de vivir como detrás de una trinchera? ¿O tenemos una
actitud abierta, de sintonía, de aceptación? Si lo observamos, esto
nos dará una indicación clara de la seguridad o inseguridad en que
vivimos. Las actitudes que hemos desarrollado funcionan de un modo
automático, y suelen ser diferentes según sea el ámbito de
nuestras relaciones. Para los amigos
tenemos un tipo de actitud; para los familiares, otro; para el jefe
(o jefes), otro; para los
subordinados, otro. Examinando cuáles son
nuestras actitudes habituales ante los distintos sectores de la vida,
descubriremos en qué nos sentimos fuertes y en qué tenemos miedo.
La
valoración de las experiencias
Otro aspecto de toda experiencia es que siempre existe
una idea de la
situación y en consecuencia, una valoración
de lo que ocurre.
Cada vez que
yo entro en contacto con el mundo, éste, o bien se muestra favorable
o propicio hacia mí, o
bien se muestra hostil, difícil. Entonces,
yo, no solamente tengo la imagen de la persona o
de la situación
que me hace fácil o difícil una cosa, sino que inmediatamente añado
una valoración del mundo, de aquel pequeño
sector del mundo, de aquella persona, de aquel ambiente, y digo: ese
ambiente, esa persona, ese «mundo», es malo
para mí. Además, existe una reciprocidad
entre la imagen que yo me formo del mundo y la imagen que yo me formo
de mí en relación con este mismo mundo (o ambiente, o situación).
Porque no son dos valoraciones distintas; se
trata de una misma valoración a
la que por un extremo llamo «mundo» y por el otro llamo «yo».
Cada vez que yo estoy con una persona compartiendo con
ella una situación determinada, yo vivo aquella situación «bien»
o «mal». Si la vivo «mal», este sentido del «mal» abarca
al otro y a mí. Si la
vivo «bien» abarca a mí y al
otro.
Esto es muy importante porque nos demuestra que cuando
nosotros nos sentimos mal, vemos todo mal,
y cuando nos sentimos bien, vemos todo bien.
¿Por qué? Porque no hay separación real entre nuestro modo de
valorarnos a nosotros
y nuestro modo de valorar el mundo. En cada instante, en cada
experiencia, se hace una valoración conjunta. Toda experiencia de
contacto con el entorno es una relación que se establece; una
relación que tiene dos polos, pero
que es una sola experiencia. La
valoración que me hago de mí y del mundo es importantísima pues es
lo que da sentido o no a
mis experiencias.
La
imagen-idea del yo
Hemos visto que el sentido real de nuestra vida consiste
en que desarrollemos todo nuestro potencial interno y a la vez
lleguemos a una conciencia de plenitud, de felicidad de realidad, ya
que eso es lo que está detrás de
todas nuestras motivaciones.
Ésta es la necesidad primordial que existe en nosotros.
Pero ocurre que hay experiencias que resultan ser negativas. Hay
experiencias en que yo trato de conseguir esta afirmación, esta
plenitud, pero el mundo no me la ofrece, me rechaza, me niega algo, o
por lo menos yo lo vivo
así. En lugar de la afirmación que busco, me encuentro con un
rechazo, un vacío, un malestar. Pero la demanda de plenitud, de
felicidad, subsiste, es una constante; ¿qué ocurre, entonces? Pues
ocurre que yo trato de
elaborar a través de mi mente una imagen de mí. Esta yo-imagen es
muy importante porque la estoy viviendo en cada momento. Esta imagen
de mí se va formando poco a poco mediante mis experiencias. Si yo
tengo experiencias felices con las personas o las situaciones, yo me
hago una imagen-idea de mí, positiva, armonizada con el mundo. Yo
sintonizo armónicamente con el mundo, el mundo está en armonía
conmigo. Pero ante experiencias negativas -desengaños, rechazos,
fracasos-, yo me siento negado por
el mundo, me siento
disminuido. Y esa necesidad que tengo de felicidad y de plenitud, al
chocar con la negación o el fracaso, me obliga entonces a
desear, a querer, a pensar, a imaginar una
felicidad. Y esto lo hago a través de mi
mente. Y así se va formando una idea,
una imagen idealizada
de mí mismo, que yo mismo me fabrico.
Yo ya poseo una idea de mí, pero esta idea de mí, como
vive facetas negativas, entonces yo la utilizo para perfeccionarla
idealmente. Entonces me digo: «a mí me
gustaría llegar a ser una persona muy inteligente, muy hábil, muy
fuerte, etcétera» (una serie de
cualidades). Hasta que esta imagen idealizada llega a constituir el
objetivo máximo. Se trata de la
misma plenitud-felicidad que busco, pero
revestida con un lenguaje de imágenes e ideas a
través de mi mente. Entonces, este
yo-idealizado es el que estoy tomando como referencia para medir y
valorar las cosas, y como objetivo a lograr para mi felicidad; esto
es una
constante. Tanto si me doy cuenta de ello como si
no me doy cuenta, cada situación que vivo la
comparo con este objetivo: ¿me ayuda o me acerca esto, a
esta afirmación ideal de mí? ¿Eso va a
favor de este valor, de esta fortaleza, de esta perfección? En la
medida que la experiencia me afirma en esa dirección, yo la viviré
como afirmativa, positiva. Pero si la entiendo como opuesta a esta
valoración, la viviré como negativa. Así, esta idea que yo me he
hecho de mí (y la consecuente idealización) se convierte en el
punto central que me sirve para medir todas
las cosas y situaciones; es esta medida la que utilizo para decidir
si me he de sentir feliz o desgraciado. Cuanto más exigente sea este
yo-idealizado más difícil será que en mi vida real yo encuentre
condiciones que satisfagan esta exigencia; cuanto menos exigente sea
yo en esta
idealización, menos problemas tendré con las personas porque no
estaré comparando mi situación con algo tan «ideal».
Si yo pudiera vivir sin ninguna idealización,
simplemente en mi realidad presente, sin
ningún proyecto ideal para
mi futuro, yo no tendría ningún conflicto ni con las personas ni
con las situaciones. Yo me siento negado por
una situación porque espero ser afirmado. Y
cuanto más espero ser afirmado más corro el
peligro de sentirme negado. Cuanto más
estoy pendiente de lo que deseo, cuanto más
identificado o más «colgado» estoy con lo
que yo sueño, deseo y espero, con lo que yo
creo que debo llegar a ser, más lejos estaré
de la realidad inmediata; más la realidad
presente estará chocando, contrastando con este ideal, y yo estaré
teniendo más dificultades con las personas y las situaciones.
Si yo formo una imagen de
mí mismo como siendo un personaje con muchos derechos, mucho
prestigio e inteligencia, mucha habilidad -nos referimos a la
imagen-idea, no a la habilidad o inteligencia reales-, entonces cada
vez que alguien no reconozca esta habilidad, o el prestigio, o los
derechos, etcétera, yo me sentiré frustrado, y estaré en conflicto
con aquella persona que no acepta o no reconoce estos valores.
En cambio, si yo vivo en la simplicidad de mi ser, sin
preocuparme de teorizar, de idealizar, sino viviendo mi habilidad, mi
inteligencia, mi capacidad tal
como es; sin estar pendiente de la idea ni
del ideal sino viviendo la realidad inmediata
del presente, yo estoy pendiente de la idea de
mí, mas también estoy pendiente de los demás respecto a mí.
Cuanto más yo esté viviendo la realidad de mí, más podré
prescindir de mis propias ideas de mí y de las de los demás.
Las
emociones
La valoración que yo hago de mí y que hago del mundo
es lo que me induce eso que llamamos emociones
o estados. Cada vez que yo pueda vivir
situaciones que van a favor de lo que deseo, me sentiré feliz,
afirmado, satisfecho, ilusionado; siempre que mi experiencia va en
dirección a esta afirmación -real o ideal- yo vivo un estado
positivo. Cuando la experiencia parece que va en contra de lo que yo
pretendo real o idealmente, entonces siento una reacción interior
negativa. En definitiva, las emociones no son nada más que el
contraste entre lo que yo deseo y lo que el mundo me da.
Cuanto más cosas deseo más difícil es que el mundo me
dé lo que deseo; en consecuencia, soy más vulnerable
emocionalmente, más cosas pueden ir en contra del deseo. Cuanto
menos deseo, menos vulnerable soy porque no
hay nada que se oponga. Por esto, un estado
emocional intenso, muy sostenido, indica que la persona está
excesivamente pendiente de lo que desea, y que está constantemente
comparando, contrastando este deseo con lo exterior; está esperando
de lo exterior
la confirmación, la ayuda, la realización de lo que ella desea.
Indica que la persona no se vive ella misma en presente sino que se
vive en sus deseos, en su proyecto de
llegar a ser; no vive su capacidad real, actual, no dinamiza su
energía aquí y ahora sino que está pendiente de sus logros o
demostraciones futuras. Es un mundo psicológico de fantasía -que
todos conocemos por haberlo vivido en un grado u otro- que denota que
la persona no vive su realidad, su fuerza, su inteligencia, su
capacidad de amar, en presente; está
pendiente de una idea-deseo que se expresa a través de la
imaginación de un futuro, y eso hace vulnerable a
la persona. No encontraremos a ninguna
persona con tensión, con angustia o inseguridad, que no esté
pendiente de un deseo de futuro y que no
lo sienta amenazado. Toda inseguridad, o
tensión, o depresión -lo veremos en detalle más adelante- no es
más que la negación, real o supuesta, de este deseo de afirmación
futura.
Esto deriva del hecho de que nuestras ideas y
valoraciones son injustas o erróneas (por lo menos, parcialmente),
pues estamos juzgando no objetivamente sino en relación a nuestros
deseos, aspiraciones o exigencias. Esto, que resulta cómico viéndolo
en una competición-espectáculo como el fútbol, por ejemplo donde
al señalarse una falta, ésta es inevitablemente protestada por los
jugadores del equipo culpable y sus partidarios, puede llegar a ser
trágico cuando estamos juzgando a personas, a familiares, a
colaboradores y les estamos aplicando inconscientemente este criterio
de comparación o contrastación con nuestros deseos personales de
afirmación.
El juicio objetivo sólo es posible cuando uno no
depende para nada de la otra persona ni de la
situación, cuando uno se da cuenta de que no
le será quitado ni añadido nada sea cual sea el resultado de la
situación. Pero mientras yo
esté involucrado (o crea estarlo) en una
situación, es muy difícil que exista una objetividad real. Esto lo
vemos también frecuentemente en las discusiones entre amigos, o
familiares, donde cada persona tiene razón.
Si uno logra situarse bien dentro de la
perspectiva de cada uno por separado, se ve que cada uno tiene razón,
mejor dicho, su razón;
y desde esta razón
particular, es natural y justificable que la persona esté molesta.
Pero la misma situación vivida por la otra persona desde su
razón, origina su enfado o molestia también
perfectamente justificable. ¿Por qué?, porque cada uno está
viviendo la situación no por lo que es en sí, sino en virtud de
unas valoraciones personales y esto produce una inevitable
tendenciosidad. Por eso hemos de ser precavidos al emitir juicios
sobre personas. A no ser que estemos estrictamente obligados -a causa
de nuestra función de padres o de superiores en el trabajo- a tomar
decisiones, hemos de ser sumamente cautos en emitir juicios, pues no
basta con ver unos hechos como ciertos; para poder juzgar
correctamente una situación hay que ver todos
los aspectos, incluido el
modo de ser y de sentir de la persona
involucrada. Juzgar a una persona por unos pocos datos, por ciertos
que sean, es incorrecto; a veces es inevitable hacerlo, pero existe
el riesgo de ser injusto.
Lo curioso es que este mismo problema existe con
nosotros mismos, pues nos estamos juzgando siempre. Tenemos la misma
actitud frente a nosotros que frente a los demás. Yo tengo la
exigencia de llegar a ser de un modo X; yo me exijo ser una persona
lista, que no se equivoca, que tiene habilidad y una serie de
cualidades. Entonces, cuando descubro que tengo fallos, que me
equivoco, esto representa una negación de mi valor ante mí mismo,
representa una depreciación (una disminución de precio) de mí
mismo, y me enfada, me deprime. Constantemente nos juzgamos: ¿He
hecho bien esto? ¿He quedado bien? ¿He demostrado mi inteligencia?
Y eso es funesto, porque
cuanto más yo formule juicios sobre mí mismo, más me alejaré de
mi capacidad de funcionar tal como soy; cada vez que interpongo la
pantalla del juicio en lo que hago, estoy poniendo un muro a la
espontaneidad, a la capacidad real de hacer, de entregarse, de
movilizar los recursos interiores, las capacidades profundas, ante
una situación. Esto se ve claramente en los exámenes; cuando uno ha
de examinarse de algo, pasa grandes apuros. ¿Por qué?; pues no sólo
porque el suspenso de una asignatura pueda representar una pérdida
de tiempo y dinero, o se quede mal ante los padres o tutores, o ante
los demás, sino porque se trata de un examen
del yo; no es simplemente un examen de
matemáticas o de economía, sino que se vive la situación como si
examinaran al yo. Porque el yo se atribuye esa inteligencia, esa
capacidad que desea llegar a poseer, entonces se vive la situación
como una prueba en relación a «si soy tan listo o no lo soy». Y la
tristeza por un suspenso se origina en el hecho de que «yo he
quedado mal» ante mí mismo y ante los demás. He quedado mal ante
mi propio pedestal, ante mi yo-idealizado. Si no existiera esta
amenaza del «prestigio» ante mí mismo, de que yo valgo o no valgo
ante mí, entonces las angustias de los exámenes quedarían
reducidas al mínimo.
Vemos pues que el deseo expectante de desear una
afirmación, una revalorización de mí, y la sensación de sentirme
constantemente amenazado eso ya no es simplemente una emoción
de miedo, temor o protesta, sino que se
convierte en un estado emocional.
La emoción es una reacción de descarga ante una
situación, es algo que se produce en un momento determinado, pero si
lo que produce la reacción es algo que permanece (o se vive como si
permaneciera), entonces lo que se crea es un estado de malestar, de
angustia, un estado negativo que, como todos ellos, está basado en
la constante comparación o contrastación entre lo que yo quiero o
pretendo imaginativamente llegar a ser y lo que el mundo me está
concediendo, o del modo en que me valora. Siempre se trata de una
valoración de presente-futuro.
Hay que resolver el problema de los estados negativos. Y
no es distrayéndose, no es huyendo de la situación, aunque pueda
ser correcto «distraerse» en un momento de gran ansiedad o gran
preocupación (para dar descanso a la tensión interior), pero eso
nunca ha solucionado nada, eso es simplemente un alivio momentáneo.
Tampoco la medicina puede solucionar a fondo el
problema, pues aunque proceda a anestesiar las vías a través de las
cuales registramos la ansiedad, esto no resuelve nada; simplemente
soluciona el malestar, pero no el problema. La solución está en
eliminar las causas. ¿Por
qué vivo la situación de un modo negativo? Porque no
me siento fuerte, sólido, no me siento con
un valor real, y espero llegar a
ser fuerte, a tener este valor. Y porque estoy «colgado» de este
futuro, vivo el presente como una especie de denuncia constante a mi
inseguridad, a mi
debilidad. Sólo desarrollando y reforzando
mi capacidad de ser, desarrollando mis energías a partir de mi
valoración real, en presente, de
mí, sólo así eliminaré las causas de toda comparación, -dualidad
que es el elemento básico de toda debilidad-, sólo así eliminaré
todo lo que sean estados negativos y esa vulnerabilidad que tanto
hace sufrir.
4.
ESTRUCTURAS PSICOLÓGICAS BÁSICAS
El
Yo-experiencia y el Yo-idea
Examinemos los elementos estructurales básicos de
nuestra personalidad ya que ellos son la clave de la
comprensión de nuestros estados internos en
lo que tienen de negativo y de positivo. Hemos visto que estos
elementos son:
1.
El Yo-experiencia (lo real)
Es el resultado de todo lo que vivimos de un modo
activo. Gracias a las experiencias, dijimos, movilizamos las
energías, desarrollamos nuestros niveles, actualizamos nuestra
inteligencia y adquirimos unos modos de reacción ante las
situaciones. Esta respuesta que damos una y otra vez va desarrollando
en nosotros un eje que es la base de nosotros
mismos en el mundo de los fenómenos, en lo
existencial. Yo realmente soy lo que he
desarrollado: en inteligencia, en energía,
en afectividad, en capacidad de adaptación, etc.; ésta es mi
verdad objetiva, yo soy exactamente esto.
2.
El Yo-idea (mecánica mental fantasiosa)
A través de las experiencias incompletas,
insatisfactorias, la idea que tenemos de nosotros mismos va
adquiriendo una fuerza especial porque se utiliza esta idea imagen
para verse a sí mismo en una situación distinta, realizando
imaginativamente lo que, de hecho, no se ha podido desarrollar. Es un
modo de vivir la satisfacción que no se ha
podido tener en la vida real a causa de unas experiencias
frustrantes. Así, yo voy utilizando mi imagen y mi idea de mí en un
sentido imaginativo orientado a los deseos internos y que se va
alejando poco a poco
de lo que es el yo-experiencia real. Entonces yo tiendo a
ser en mi mente distinto de lo que soy en
mi realidad. Por esto existe tanta diferencia
entre mis propósitos y mis realizaciones; por ejemplo, cuando me
hago un programa de trabajo, lo hago con mi mente y por lo tanto está
en juego el yo-idea, pero
la realización del programa debe hacerla el
yo-experiencia, y éste siempre presenta un
desfase con el
yo-idea. Este desfase puede ser en más o en menos, pero lo frecuente
es que uno crea que puede hacer mucho más; y compone un programa
magnífico en el que hay tiempo para todo, se cumplen los
objetivos, todo es excelente, pero luego, un
día por una circunstancia, otro día por otra circunstancia, otro
día porque uno lo pospone para el día siguiente, etcétera, el
hecho es que hay una reducción notable en la realización de los
objetivos, y cuando la persona al cabo de un tiempo vuelve a hacer un
nuevo programa suele suceder lo mismo. Esto indica que están en
juego mecanismos distintos, los de planificación y los de ejecución:
el yo-idea y el yo-experiencia.
Este yo-idea es muy importante porque es el que usamos
para pensar en nosotros, es el que tomamos como referencia para
valorarnos y para medir las cosas que los demás dicen o hacen. Así,
por ejemplo alguien puede manifestar una idea que
me lesiona; ¿por qué me lesiona? Porque
implica una valoración de mi prestigio. Yo me siento ofendido porque
alguien me ha dejado de lado o porque no se me tiene la consideración
que creo merecer. Entonces este yo-idea pasa a ser el centro de mi
vida intelectual, mi vida
vivida como mente, como
idea.
O sea que vivimos dos planos
distintos. El plano de la idea en el cual soy
vulnerable a toda idea negativa y en el que me siento atraído por
toda idea afirmativa. Y el plano de mi experiencia real, de mi
yo-experiencia, en el que soy
capaz de hacer unas cosas determinadas o no
soy capaz de hacerlas. Cuanto más se separe el yo-idea del
yo-experiencia -cuanto más yo vaya hinchando o deformando la idea
que tengo de mí- más estaré en conflicto con la vida real porque
estaré viviendo en mi
mente con la presunción de hacer y de
valorar unas cosas,
y de que me valoren a mí de una manera determinada, y la realidad
cotidiana no estará de acuerdo con esta planificación mental.
Cuanto más yo choque con la realidad, más frustrado me sentiré y
mayor necesidad tendré de desear futuras realizaciones, futuras
grandezas; iré hinchando más y más este yo-idea.
Análisis
de estos sectores
Es importante ver claro el mecanismo del yo-idea y el
valor real de nuestro yo-experiencia. Para calibrar el valor real de
éste, hemos de mirar lo que nosotros hacemos realmente.
Si hago un examen retrospectivo de las
experiencias de mi vida, lo que he hecho en una ocasión y en otra
ocasión, y en otra, aparte de
las motivaciones, simplemente los
hechos, aquello me dará una visión clara,
innegable, del yo-experiencia.
Para apreciar la importancia que para mí tiene el
yo-idea he de observar cuáles son las cosas que me molestan, que me
enfadan o que
me deprimen. Las cosas me disgustan en la medida que van en contra de
los contenidos del yo-idea cuando este yo-idea es fuerte en mí y yo
dependo de él. Cuando yo no vivo
sólidamente el yo-experiencia es cuando yo
estoy más colgado a mi representación;
entonces, más me duelen las ideas negativas
de mí. Este dolor, al vivirse como una ofensa o una negación, puede
llegar a producir resultados fisiológicos funestos. Hay personas que
han padecido un colapso cardíaco a causa de un disgusto. Y ¿qué es
un disgusto? Simplemente la negación de una
idea; la negación de un valor que hay en la
mente alrededor del yo-idea.
Es importante que uno aprenda a distinguir en su vida
práctica esos dos niveles de su realidad. El yo-idea lo
vivimos cuando estamos pensando; el
yo-experiencia cuando actuamos. Cuanto más débil es el
yo-experiencia más fuerte es el yo-idea. Cuanto más uno necesita
refugiarse en la idea y en las interpretaciones de sí mismo es que
vive con poca fuerza la positividad de su yo-experiencia en su vida
inmediata.
Observando nuestra vulnerabilidad -respecto a las
personas o al ambiente- mirando qué es lo que con mayor facilidad me
enfada, me molesta, me irrita, me deprime, tendré una medida
aproximada de la fuerza que tiene en mí el
yo-idea. Este yo-idea está a medio camino entre
lo que soy (el
yo-experiencia) y lo que desearía llegar a ser (el yo-idealizado), y
funciona siempre en dirección hacia el
yo-idealizado. Llega un momento en que
es muy difícil diferenciar entre yo-idea y
yo-idealizado, pues forman un continuo. Eso es muy importante porque
la mayor parte de estados negativos afectan al yo-idea o al
yo-idealizado pero no al yo-experiencia; y la verdadera solución
para los estados negativos no consiste en hacer nada con el yo-idea o
el yo-idealizado, sino en hacer algo con el yo-experiencia, porque
éste es la única base real. Precisamente
porque esta base real no está plenamente desarrollada, por eso
tienen tanta fuerza el yo-idea y el yo-idealizado. En la medida en
que aprendamos a desarrollar el yo-experiencia, fortaleceremos
nuestra noción directa de nosotros mismos, nos viviremos con mayor
seguridad y plenitud y no necesitaremos depender de unas
interpretaciones de nosotros ni de unos proyectos de futuro. Estaré
viviendo cada vez más mi presente de un modo pleno, intenso,
profundamente afirmativo
Inseguridad,
tensión, miedo, angustia, depresión
A partir de la base psicológica conocida podremos
entender esos estados negativos.
La
inseguridad
El estado de inseguridad se produce cada vez que hay en
mí la amenaza, real o supuesta, contra la plenitud o la afirmación
de mi yo-experiencia, mi
yo-idea o mi yo-idealizado.
Supongamos un ejemplo de amenaza a mi yo-experiencia
derivada de una situación de peligro real. Yo voy en avión y el
aparato empieza a hacer movimientos bruscos o ruidos extraños. En
aquel momento yo vivo una
situación de posible peligro o amenaza para mi yo-experiencia, para
mi vida real. Entonces me siento inseguro; pero ésta es una
inseguridad natural, es una inseguridad que no
se puede valorar como un estado negativo sino
como una reacción propia positiva, de la mente y del organismo. Es
un mecanismo
normal que tiende a buscar soluciones para alejar el peligro.
Ahora bien, existen otras situaciones en que se producen
los mismos efectos y en cambio el peligro no es del mismo orden. Cada
vez que yo siento amenazado mi yo-idea se produce exactamente esta
sensación de inseguridad; y siento esta amenaza cada vez que alguien
o algo parece que va a demostrar o a decir
que yo no valgo, que yo no
soy lo que yo creo ser; no lo que soy en mi experiencia sino lo que
«creo», lo que está inscrito en mi yo-idea. Y cada vez que yo me
enfrente a una situación en la que exista el peligro de que se
contradiga la afirmación que yo
busco de mí, que
deseo o pienso de mí, yo viviré un estado
de inseguridad equivalente a un peligro para mi
yo físico.
También se producirá un estado de inseguridad no ya
cuando alguien ataque mi yo-idea sino
cuando se ataque al yo-idealizado, o sea, la
posibilidad de que yo llegue a esa meta ideal
que se fabrica en mí. Todo lo que vaya en contra de esta
idealización yo lo viviré como algo que me produce un malestar, una
inseguridad.
Lo importante aquí es ver cómo vivimos de un modo muy
real algo que sólo tiene valor en el orden de las ideas, y porque se
parte de la idea, de la representación de uno mismo y no
de la realidad de uno mismo.
Observemos, además, que esta posible amenaza que
produce inseguridad, lo mismo puede proceder del exterior que del
interior. Puede llegar del exterior cada vez que alguien me critique,
me rechace o me menosprecie; o cuando una circunstancia me haga
quedar mal, o mi negocio
fracase, o me suspendan en un examen. Pero también puede venir del
interior, pues yo tengo muchas cosas en mi interior; puntos débiles,
defectos, etcétera, pero especialmente tengo impulsos
reprimidos; y estos impulsos se refieren,
básicamente, a la sexualidad y a la agresividad. Naturalmente, si
salen de mi interior,
entonces deterioran la idea amable, bonita, educada, civilizada,
evolucionada, que tengo de mí mismo; entonces yo dejo de ser esa
persona buena y aceptable que yo pensaba y me siento una persona
primitiva, una persona que ha bajado de nivel.
Para evitarlo, he de estar vigilando de que
no salgan estos impulsos reprimidos, esas tentaciones, esas
debilidades interiores. Cuando existen estos factores interiores,
entonces la inseguridad ya no depende de una situación externa sino
que es un estado permanente. Mientras haya en mí fuertes impulsos
que amenacen, que empujen por salir, siempre estaré en peligro. Este
peligro interior se manifestará más intenso, se hará más patente,
en el momento en que una situación externa provoca la salida de lo
interno; cuando esté frente a una injusticia, o frente a una
situación violenta, entonces estos hechos estimulan a mis propios
impulsos a que salgan. O sea que la inseguridad habitual que hay en
mi interior queda actualizada por una situación exterior y entonces
yo creo que la inseguridad me viene dada por lo que es externo a mí;
pero la situación exterior no me produce la inseguridad sino que
simplemente agudiza, pone de manifiesto, despierta la inseguridad que
ya existe dentro de mí. Si yo interiormente no tuviera esta
represión, podría afrontar la situación externa de un modo
tranquilo, sin problema. Esto se ve muy claro cuando la persona ha
hecho un trabajo de limpieza y de actualización de sí mismo, pues
entonces puede asistir a situaciones de violencia, a situaciones
intensas, con una gran tranquilidad interior.
Resumiendo, la inseguridad deriva
de toda amenaza real o teórica, efectiva o supuesta, que recibe la
persona respecto a su yo-experiencia, su yo-idea o su yo-idealizado;
y esta amenaza lo mismo puede venir del exterior que del interior.
La
tensión
¿Qué es la tensión? La tensión es el resultado de
vivir en medio de dos fuerzas de dirección contraria y que afectan a
la valoración del yo.
Nuestro organismo está acostumbrado a la alternancia
entre esfuerzo y descanso (o tensión y reposo). Cuando la persona
tiene un motivo que le invita o le obliga a seguir el esfuerzo, por
ejemplo el cumplimiento de un deber, el hacer una obra útil para
alguien, etcétera, se encuentra por un lado con este factor exterior
que le empuja a hacer, y por otro lado está toda su tendencia
instintiva y de costumbre que le invita a desinteresarse de aquello y
a descansar. El «encuentro» entre estas dos tendencias produce una
tensión, que en este caso será orgánica al estar relacionada con
un esfuerzo físico. Pero las tensiones afectan también al yo-idea y
al yo-idealizado. El yo-idea vive en tensión constantemente. ¿Por
qué? porque ya nace de una tensión. El
yo-idea se origina del hecho de reprimir
dentro de sí cosas que están empujando por salir. Pueden ser
impulsos de protesta o de desagrado que yo he de retener, mientras
por otra parte estoy obligado a hacer otras cosas, o a ser amable, y
hacer buena cara cuando de hecho lo que yo desearía es explotar.
O sea, que el yo-idea, ya por definición, es una
tensión. Por esto, cuando la persona llega a normalizar su vida
interior, a madurar, a actualizar sus energías, la primera
experiencia notable es la de gran descanso, la de una relajación
interior. Toda persona psicológicamente madura nos producirá
siempre la impresión de una serenidad, de una calma, aunque esté
trabajando intensamente. Y ello es debido a que sus esfuerzos, si los
realiza, son externos, no internos. Los peores esfuerzos son los que
resultan de la división interior, de la división de sí mismo;
porque esa dualidad conflictiva interna, uno la está viviendo en
todo momento y situación. O sea, que no existe nada que uno pueda
hacer en paz.
Las personas que viven de esta manera conflictiva -y son
muchas-, utilizan mucho más esfuerzo del necesario para su trabajo y
tampoco descansan realmente a la hora de descansar. Es frecuente el
caso de la persona que dice que se levanta más cansada que al
acostarse. Ello es debido a que hay una constante tensión interior,
y esa tensión se lleva siempre sobre
uno mismo; si además se le añade una tensión externa, eso no hace
más que aumentar la tensión total.
Otras veces la tensión se produce, por ejemplo, cuando
la persona quiere vivir tranquila y aislarse, retirarse, evitando
todo lo que sea esfuerzo o lo que sea riesgo, para refugiarse en el
aislamiento, en el abandono, podríamos decir, de la vida de lucha;
pero por otra parte hay otro sector suyo que le obliga a luchar,
porque si no lucha no se sentirá afirmado, no sentirá que triunfa,
no demostrará que vale (independientemente
de necesidades objetivas, como el trabajo para vivir, para mantenerla
familia, etcétera).
Cuando la persona se encuentra entre estas dos líneas
de acción vive un estado de tensión.
¿Cómo sabemos cuándo hay tensión en nosotros? Se
puede ver claramente que hay tensión cuando, no teniendo una
obligación expresa de hacer algo, no obstante no podemos descansar.
También hay tensión cuando ante un estímulo determinado mi
respuesta es desproporcionada al mismo. Cuando me dicen algo y yo
contesto a voz en grito o en unos términos exagerados. Siempre que
no hay una adecuación entre estímulo y respuesta, eso indica que la
respuesta está influida por algo interior: la tensión.
La tensión también puede ser debida a factores
internos o externos. Cuando yo estoy en circunstancias difíciles en
que se me exige un rendimiento superior al habitual, yo estoy en
tensión porque he de aumentar mi capacidad de esfuerzo; existe una
demanda superior y yo he de incrementar mi capacidad de respuesta.
También es causa de tensión una época de crisis, por ejemplo, en
que el dinero va perdiendo valor, o disminuyen las ventas, etc. Éste
es un caso donde lo exterior reduce sus posibilidades de satisfacer;
entonces yo he de aumentar mi rendimiento para compensar estas
insuficiencias.
En otras ocasiones la tensión no es debida a factores
materiales sino emocionales. Un ejemplo: yo estoy pendiente de mi
lucha para abrirme paso en la vida, para afirmarme, para triunfar;
pero resulta que mi esposa tiene sus propios problemas, sus
dificultades, y en lugar de ser una persona que colabora en mi
esfuerzo para abrirnos paso, me plantea nuevas exigencias, nuevas
demandas de afectividad o de atención extra. Éste es un aumento de
demanda exterior, pero de tipo emocional. Si además resulta que he
de atender a mi mamá política o al papá político y existen
divergencias de opinión, entonces se crea una lucha familiar, y por
consiguiente aumenta la tensión emocional. Cuando yo sufro un
desengaño afectivo o una desilusión, entonces yo, para mantener el
ritmo habitual de trabajo he de hacer un sobreesfuerzo, estando
también en este caso sometido a presión, a tensión.
Pero hay tensiones que son satisfactorias. Son aquéllas
que nos planteamos por entretenimiento -que no afectan a nuestro yo
ni a cuestiones fundamentales- y que pueden ser fácilmente
resueltas, por ejemplo, el hecho de leer una novela. Leer una novela
consiste en entrar dentro de un mundo de problemas artificiales,
nuevos, que antes no teníamos, y que por el hecho de leerla
participamos de los conflictos, de las incidencias, de los misterios
en que nos va sumergiendo el relato. Y es satisfactorio porque yo
sé que no arriesgo nada fundamental en ello
y porque después se resuelve. O sea que la persona obtiene un placer
al manejar tensiones que no sean básicas y que sabe que tendrán una
solución. La persona que hace crucigramas y que se pasa tiempo
tratando de encontrar la palabra que reúna los requisitos de aquella
regla convencional, que no resolverá nada en sí pues no tiene la
menor trascendencia, pero que la persona busca con interés, con
tesón, preocupándose, y encontrando después una satisfacción al
resolver el crucigrama, o la partida de ajedrez, o lo que sea.
Vemos pues, que las tensiones, si bien son el resultado
de unas fuerzas opuestas y la base de la mayor parte de los
conflictos, a veces pueden ser una fuente de placer, especialmente
cuando sabemos que podemos resolverlas fácilmente a corto plazo.
El
miedo y la angustia
Tanto el miedo como la angustia se basan en el estado de
inseguridad cuando éste se encuentra acentuado y sostenido.
Cuando un estado de alarma o de peligro es muy intenso o
deviene persistente, produce el miedo. Cuando
la alarma o el peligro no tienen ya una base externa sino una base
interna -como es el caso de los impulsos reprimidos que amenazan con
salir y desarticular el yo-idea- entonces esos estados de amenaza y
de inseguridad se denominan angustia. Aquí
está la clave de todos los estados
negativos, pues todos ellos son variaciones de estos factores que
estamos estudiando, sea en su modo de presentarse, en su intensidad o
en su duración.
La
depresión
Existe la depresión orgánica como resultado de una
disminución de las energías físicas, de un cambio metabólico, un
cambio en la circulación o en la presión sanguínea, etc. Todo esto
puede producir una depresión basada en lo fisiológico con unas
consecuencias psíquicas derivadas de aquélla.
Y también existe la depresión a nivel del yo-idea,
cuando una experiencia se vive como negativa del propio valor. Cada
vez que alguien de importancia para nosotros nos niega nuestro valor
como persona, el valor de nuestras posibilidades o de algo que hemos
realizado, de algo que vivimos como el yo, aquello nos produce una
irritación violenta o una reacción depresiva. La depresión se
produce en el momento en que yo vivo la situación como una
imposibilidad de llegar a la afirmación o a la plenitud que busco.
Un caso más extremo ocurre cuando se muere una persona
querida. Entonces, yo tengo una depresión. ¿Por qué? Se puede
justificar muy bonitamente diciendo que es el cariño, el amor, la
ausencia de la persona amada, etc. pero mirándolo desde
un punto de vista de causas y efectos, de
mecanismos psicológicos, veremos que se estaba viviendo una faceta
afectiva, positiva, en contacto con aquella persona. Era mi afecto,
era mi ilusión, era lo que yo recibía de la persona o lo que yo
podía dar a aquella persona, era el intercambio con la persona; el
hecho es que esta situación me hacía vivir algo de valor, algo
positivo. En el momento en que aquella persona desaparece de mi vida,
también desaparece, como arrancada de cuajo, esa faceta positiva,
afectiva, plena, que yo vivía. Entonces yo me siento sin
fuerza. Al no poder vivir la afectividad
positiva producto de aquella relación, que me nutría, que me
fortalecía, en la que yo me apoyaba; al fallarme aquello, yo me
siento sin fuerza, me siento des-animado, deprimido.
También es típico el hecho de que, al fracasar un
negocio propio, la persona afectada padezca una gran depresión. Pero
lo común, lo normal de la situación no ha de impedir el
interesarnos en buscar, en mirar el porqué se produce la depresión.
Y se produce porque la persona vivía su actividad, no como una
actividad natural de sí mismo, sino como un medio para reafirmar su
idea de sí mismo. Y
cuando el negocio fracasa es como si fracasara la pretendida y
buscada afirmación de sí mismo. Entonces es como si él no valiera,
como si fracasara él (no el negocio); entonces, automáticamente
se produce esta de-preciación de sí mismo,
este descenso de tono afectivo y vital que se llama depresión.
La depresión, cuando no es producto de un deficiente
funcionamiento orgánico, siempre es consecuencia de algo que
obstruye la libre circulación de energías, vitales y afectivas, y
lo que obstruye las energías es la idea de
negación: «yo ya no puedo», «yo ya no
valgo», «yo ya, no sirvo», «no tiene remedio». La idea de
negación bloquea la energía vital que por otra parte está toda
entera dentro o la capacidad afectiva que también sigue toda entera
dentro. La idea de negación bloquea todas las fuerzas aunque las
fuerzas estén todas allí. Y si de repente surgiera una situación
de emergencia, un peligro grave, un incendio, un cataclismo, veríamos
a aquella persona olvidarse de su depresión, la veríamos correr,
saltar y actuar con una energía insospechada; pues estaba toda
entera y no ha quedado afectada para nada; tampoco ha quedado
afectado el sentimiento ni la felicidad interior. Pero la idea que
cae como una losa encima de la mente y da la noción de No,
de negación, «ya no soy»,
«ya no puedo», «ya no vivo», etc. lo
bloquea todo.
Es la tragedia del «valor» de las ideas. Así, vemos a
veces a una persona llena de vida y de facultades, de recursos,
incluso con realizaciones notables y con un ambiente fantástico pero
que vive como si no tuviera absolutamente nada, como si su vida fuera
una negación, un fracaso rotundo, debido a la idea que la persona
tenía de un valor determinado que le ha sido negado. Estas son las
consecuencias de vivir enajenados, ausentes del yo-experiencia, de
vivir hipnotizados con el yo-idea.
Resumen
de definiciones
La inseguridad se
vive como consecuencia de un peligro para la seguridad (o la
realización) y puede afectar al yo-experiencia, al yo-idea o al
yo-idealizado.
La tensión es
un conflicto entre dos fuerzas opuestas que también puede afectar al
yo-experiencia, al yo-idea o al yo-idealizado.
El miedo y
la angustia no
son más que la inseguridad convertida en algo agudo e intenso.
Cuando existe una situación externa, que yo asocio con el peligro,
es el miedo; pero cuando el peligro no está en lo exterior sino en
mi interior, se trata de angustia.
La depresión es
el resultado de vivir la experiencia real o
supuesta (pero que uno vive como real), de que la total o parcial
realización de la plenitud y el valor de uno mismo quedan negados.
Vivir
en el yo-experiencia
Repetiremos lo dicho en el capítulo anterior sobre la
importancia de vivir centrados en el yo-experiencia. El
yo-experiencia sólo se puede vivir en presente: yo soy lo que soy
aquí y ahora. Es mi capacidad de hacer ahora,
mi capacidad de vivir cada instante en la
conciencia clara y total de mí mismo, mental, afectiva, intuitiva,
sin olvidar la física, por
ser la que más nos sitúa en el
yo-experiencia, por lo prosaico e inmediato de lo material. Viviendo
todas las situaciones de la vida centrados en el yo-experiencia,
resolveremos eficientemente nuestros problemas, porque
desarrollaremos energías, capacidades y la conciencia de nosotros
mismos que es conciencia de realidad. Al crecer la conciencia clara
de sí, al hacer, al actuar, en el nivel que sea, la persona crecerá
en seguridad, vivirá más la evidencia profunda de sí mismo, y
automáticamente se aflojará su crispación, su dependencia respecto
al yo-idea, respecto a la imaginación y la
idealización. Y por lo
tanto, respecto a las opiniones de los
demás. Irá adquiriendo una independencia de
las ideas y opiniones de la gente, de las circunstancias. Vivirá de
un modo inteligente su «presente» atendiendo a lo inmediato, con
toda capacidad, sin divagar, sin teorizar, sin soñar, sin
correr, sin huir,
y cuanto más viva el presente, el yo-idea
y el yo-idealizado recuperarán su posición correcta, armónica, en
correspondencia con el yo-experiencia; y la persona, al dejar de
depender de ideas y opiniones, también deja de depender del pasado y
del futuro, ya que cuanto más la persona se proyecta en el pasado y
en el futuro menos vive el presente. Cuando yo estoy todo yo viviendo
mi capacidad de ser aquí y ahora, eso desarrolla una conciencia de
realidad tan grande del presente, que las nociones de pasado y futuro
que yo arrastraba, quedan absorbidas, disueltas.
5.
NUESTRO ÁNGULO DE VISIÓN. ENFOQUE DEL TRABAJO
Nuestra
reacción a las cosas
Después de estudiar lo que determina que se
produzcan los estados de inseguridad, de
tensión y de depresión, conviene enfocar el trabajo en busca de los
medios de actuación sobre las causas de estos estados negativos. El
primer paso en esta dirección, paso fundamental, es
el comprender que el problema reside en
nuestra reacción a
las situaciones.
Nosotros creemos siempre que el
problema consiste en que la situación
externa es muy distinta a la que nos sería favorable o conveniente.
Estamos convencidos de que tenemos el problema debido a... (la
situación X); quizá se trata de un problema económico, o de salud,
o social, o familiar, o de lo que sea. En la medida en que yo crea
que mi problema, que mi inseguridad, mi
angustia, mi tensión o
mi depresión, son consecuencia de la
situación exterior, yo no podré resolver el problema. Es cierto que
existen unas situaciones externas que despiertan
en mí
el conflicto; pero mirándolo con más exigencia veremos que este
factor externo es problema según como yo lo valoro y lo vivo, lo es
en la medida en que yo reacciono ante él de
una manera determinada. Nunca es la situación
exterior en sí la que
provoca mi estado negativo interior, sino el modo en que vivo la
situación, según sea mi reacción ante
ella.
En el trabajo interno es necesario darnos cuenta de que
no nos enfrentamos realmente con problemas exteriores sino con
problemas que del exterior se han instalado en
el interior.
Hay una parte de mi mente que registra las cosas
externas y es con esta parte de la mente con
la que yo tengo el conflicto. No es con el
exterior en sí mismo, no es con
la persona A (o B, o C) en sí misma; es con
mi imagen mental, con la valoración y
significación que para mí tiene esa imagen, de la persona o la
situación.
¿Cómo puedo yo influir en el problema? Si creo que el
problema se resolverá sólo si la otra persona o la situación
exterior cambian, estoy en un camino equivocado. Y esto es
lo más frecuente; estamos tan hipnotizados
con las imágenes y situaciones que percibimos del exterior, que
creemos que solamente el cambio de las circunstancias externas podría
ser la solución efectiva.
No
podemos cambiar el modo de ser de los demás
Todo problema presenta dos polos: el
otro (o lo otro) y yo. Y al otro, yo
no puedo modificarlo en sí mismo; ésta es
una pretensión que debo alejar de mí.
Porque la experiencia enseña que no se
puede cambiar a las personas, que uno no
puede hacer que los demás
sean del modo que uno
cree que deberían ser. Es imposible. Pero a pesar de esta
imposibilidad de hecho yo puedo modificar este
factor del problema; pero no en su
aspecto objetivo exterior sino
en el registro que yo tengo en mí de la
persona o situación. Porque el problema depende
de mi valoración. Cuanto más yo esté
exigiendo a una persona o situación que sean de un modo determinado,
más problema tendré si no son de ese modo. Pero si
yo puedo modificar mi exigencia, o mi modo de
ver o valorar a la persona o a la situación, entonces el factor
problema se modificará. No cambiará la persona, pero cambiará mi
visión de la persona, cambiará mi
valoración del factor externo del problema.
Es necesario que yo aprenda a vivir con las personas y
en todas las situaciones sin estar pendiente de que se ajusten a un
modelo, sin pedir que sean de un modo o de otro.
En la medida en que yo concedo en mi interior mayor
libertad al modo
de ser y de hacer del otro, en la medida en que yo no le impongo un
reglamento o un modo particular de ser o un molde de mi gusto, en esa
misma medida esta persona irá aflojando en su papel de oposición y
de conflicto. Las personas son como son; las circunstancias son como
son. Una de dos: o yo
puedo aceptar o no
puedo aceptar a las personas tal como son. Si
puedo aceptarlas, he de hacerlo sin más (y eso no implica que me
parezca bien lo que creo que está mal); y si no puedo aceptarlas, he
de hacer lo posible para cambiar o bien alejarme de la persona. Lo
que no se
puede hacer es estar rechazando a la persona pero tratar de vivir
como si se aceptara a la persona; porque eso está creando un
conflicto permanente. Si yo me decido a aceptar plenamente el derecho
del otro a vivir como puede o como sabe y no trato de imponerle un
modelo, gran parte del problema se afloja, y en algunas ocasiones el
problema entero se disuelve.
Muchos problemas existen porque yo estoy criticando o
protestando constantemente por el modo de ser de la otra persona. Es
posible que la protesta esté justificada, es posible que la otra
persona esté haciendo cosas desagradables, perjudiciales o molestas.
Pero es evidente que
yo sólo tengo dos opciones: o acepto a la persona o me alejo de la
persona; si no puedo
alejarme no tengo otra opción que aceptarla. Pero
lo que no se puede hacer es permanecer y rechazar.
Muchas veces el otro es problema porque yo soy débil;
porque yo no
vivo mi propia fuerza, mi propio equilibrio, mi propia paz; y estoy
esperando que el otro contribuya a mi equilibrio, a
mi energía, a mi satisfacción y bienestar.
Y cuando el otro no satisface este deseo, esta esperanza, entonces se
convierte para mí en una persona irritante, desagradable y estoy en
constante protesta contra ella.
Todo esto lo mismo es aplicable a personas que a
situaciones. Gran parte de estos problemas dependen de que nosotros
nos sentimos débiles, insatisfechos, y deseamos sentirnos fuertes y
dichosos; y nos apoyamos en la otra persona, o en una situación o
unas circunstancias determinadas. Pero el caso es que si la otra
persona se adaptara de un modo mágico a mis deseos, esto tampoco me
produciría la felicidad; me aportaría una satisfacción pasajera,
pero a la larga se convertiría en un malestar, porque
no me desarrollaría, no me fortalecería, no me permitiría crecer.
La
base de mi seguridad está en mí
Yo he de aprender a descubrir la vida que yo soy, he
de aprender a actualizar en mi interior mi
propia energía, que es la base de mi seguridad y de mi noción de
realidad. He de desarrollar mi capacidad de amar, no de ser amado. He
de desarrollar la capacidad de comprender las cosas objetivamente y
con amplitud, y no de un modo tendencioso e infantil. Y eso lo he de
desarrollar por mí mismo y en mí mismo; eso no puedo recibirlo del
exterior. En cambio, yo estoy constantemente buscando que los demás
me den seguridad, satisfacción, me den todo lo que deseo. Pero nada
puede sustituir a la necesidad fundamental de vivir y crecer por uno
mismo. Sólo en la medida en que yo viva y desarrolle mi
propia energía, mi
propia capacidad de amar, mi
propia capacidad de ver, de comprender, de
discernir, sólo en esta medida yo alcanzaré una plenitud interior.
Nunca alcanzaré la felicidad y la plenitud por el modo de ser de los
demás o por las circunstancias favorables que me rodeen. La paz, la
felicidad, la seguridad y el amor sólo pueden manifestarse de dentro
hacia fuera. Como todo desarrollo es algo que nace en nuestro
interior y que crece, y entonces inunda toda nuestra personalidad.
Pero yo debo darle salida, debo impulsarle a crecer desde mi centro,
si no, nada podrá producir este desarrollo.
Cuando la persona aprende a vivir esta conciencia de
seguridad, de fuerza interior, de alegría, de positividad,
apoyándose en sí misma, entonces descubre que los problemas que
achacaba a los demás han perdido prácticamente toda su fuerza, que
no le afecta que la otra persona sea así o asá, porque no se apoya
en la otra persona, no depende de ella. No espera, no desea.
Solamente confía en su evidencia interior, en su capacidad de ser y
de expresar; porque ésta es la única base, el único fundamento de
la realización humana.
Aprendamos a hacer esta transposición, dejemos de creer
que el problema está en el exterior, que mis dificultades dependen
de tal situación o tal persona. Es evidente que si las
circunstancias fuesen mejores, yo,
de un modo inmediato, me sentiría mejor.
Pero, aun así, a la larga surgiría de nuevo el problema porque
yo sigo siendo el mismo.
Lo único que puede dar la felicidad es el crecimiento
interior, la actualización, el desarrollo de lo más profundo y
auténtico, de la fuerza, de la inteligencia y del amor que nos hace
vivir. Toda persona, aun en las circunstancias más desagradables,
puede contactar con su plenitud
y felicidad interiores. En cambio, todas las condiciones externas más
favorables no pueden asegurar que uno vivirá con plenitud y
felicidad. Esto es algo que merece profunda reflexión. Porque es
evidente que si yo creo que mi descontento o mi
malestar dependen de una persona o de una
circunstancia externa, yo no me sentiré
obligado a trabajar yo; estaré esperando que
lo exterior cambie. Es
sólo cuando me doy cuenta de que el problema depende de mí, que
veré que si quiero solucionar este problema -y
todos los problemas interiores-, no tengo
otra alternativa que trabajar yo y llegar a
ser yo por mí mismo.
Las
tres vertientes del trabajo
A partir de esa evidencia es cuando se puede enfocar el
trabajo en busca de la solución para todos esos
estados negativos. El trabajo puede
orientarse desde tres vertientes distintas, las cuales no son más
que tres facetas de una sola realidad: mi
conciencia.
Los problemas pueden solucionarse desde la vertiente de
las energías y actitudes, desde la vertiente de los sentimientos y
estados afectivos, y desde la vertiente de las ideas y valoraciones.
Porque nuestro problema es, a la vez, un desequilibrio o conflicto de
energías, una negación de nuestra afectividad y un problema
planteado a nivel de valores; y es porque vivimos el problema en esas
tres dimensiones por lo que se hace posible manejarlo desde tres
niveles diferentes. Naturalmente, hay problemas que se resolverán
más directamente desde uno de esos niveles; pero siempre,
inevitablemente, cada uno implica los demás, porque los tres forman
una unidad indisoluble.
Al
nivel de las energías
Cuando actuamos sobre nuestras energías consiguiendo
vivir más nuestra propia capacidad de hacer y
por lo tanto nuestra conciencia de ser, automáticamente
muchos problemas afectivos desaparecen, dependemos menos del afecto
de los demás. Igualmente, cuanto más yo viva centrado en esta
conciencia de realidad y energía, más claridad tendrá mi mente
para poder ver y valorar mejor las cosas, pues vivirá con menos
tensión. Así, el trabajar sobre el nivel de las energías creando
más y más esta conciencia profunda de fortaleza, de realidad, de
solidez interior, de seguridad, produce automáticamente un cambio en
nuestra afectividad y en nuestra mente.
En
el nivel afectivo
Cuando actuamos sobre el nivel afectivo, no dependiendo
de los sentimientos de los demás, sino aprendiendo a sentirnos
fuertes expresando nuestros sentimientos positivos, al cambiar esa
polaridad de nuestra afectividad, esto igualmente produce: a)
una intensificación de mi conciencia de
realidad; de mi sentimiento de ser, dinamiza mis energías y me
siento más positivo frente a mí y frente al mundo; b) un
ensanchamiento de mi mente.
Lo afectivo puede ser el factor más obstructivo de
nuestra vida, incidiendo en lo mental e incluso en lo físico; es el
verdadero campo de batalla, es donde las personas tienen planteados
sus problemas dramáticos, fundamentales. Y será ahí donde tendrán
que trabajar más directamente; y como consecuencia de este trabajo
saldrán beneficiados los demás niveles.
En el nivel de las ideas
También es cierto que muchos problemas dependen de
nuestras ideas. Eso es algo que ya hemos explicado en el anterior
capítulo. Yo me hago una idea de mí mismo y entonces estoy
comparando esta idea con el valor que me otorgan los demás; estoy
constantemente juzgando, evaluando la conducta de los demás. Porque
tengo un aprecio natural hacia mí mismo y a la idea de mí mismo,
espero que los demás reconozcan este valor, incluso espero que «la
vida» reconozca este valor. Y «siento» que tengo derecho a que las
circunstancias me sean propicias. Y cuando estas expectativas
resultan frustradas, entonces aparece la irritación, la tensión o
la depresión. Cuando aprendamos a tener una visión correcta de
nosotros mismos, entonces tendremos progresivamente una idea más
correcta de las demás personas y de sus acciones. Pero mientras yo
tenga como punto de partida una idea distorsionada sobre mí mismo,
se estará distorsionando todo juicio que yo haga sobre las demás
personas y sus acciones, sobre las circunstancias y sobre el sentido
de la vida; mi filosofía de la vida y todas mis reacciones estarán
influidas por esta idea primaria que tengo de mí. Al tener una idea
distorsionada de los demás y de las circunstancias, entonces
«tropiezo» con la realidad tal como es, pues estoy pretendiendo ser
distinto de lo que soy o bien que los demás sean distintos a como
son; y creo que existe una base objetiva, justificada, para mis
reivindicaciones o mis protestas, cuando de hecho todo ello se
origina en esta idea equivocada que desde el principio tengo de mí.
El gran error consiste en que estoy pendiente de mi interpretación
de los demás y de mí mismo. Estoy «interpretando» mi vida; estoy
haciendo una traducción constante, una evaluación intelectual. Y
esto es funesto si la persona no vive por encima de todo la realidad
de su experiencia. Yo soy lo que soy y
debo vivir eso que soy y tal como
lo soy de un modo directo, inmediato; y eso es lo que me dará mi
base auténtica, lo que me dará confianza y un criterio efectivo
real, lo que me dará la experiencia de mi propia capacidad de vivir,
de sentir, de hacer y de arriesgarme. Pero mientras yo viva mi
importancia, mis derechos, etc. sólo en mi mente, estaré comparando
esta importancia con mi éxito profesional, con la consideración que
recibo de los demás o de las circunstancias, y mi vida será un
drama constante.
Vivir
la realidad inmediata del yo
Cuando yo
vivo apoyado en mi experiencia inmediata, en
mi capacidad real de vivir, a nivel físico, afectivo, intelectual y
espiritual, entonces no hay comparaciones. Entonces hay una expresión
constante de esa energía, de esa afectividad y de esa inteligencia
que yo soy. Vivo de un
modo directo e inmediato eso que Es; y
eso es totalmente positivo, totalmente afirmativo, siempre, sin
depender del exterior. Cuanto más ejercito mi realidad
inmediata, más profundamente real,
positivo y afirmativo me siento; y es
entonces cuando los hechos exteriores no me afectan. Y cuando los
hechos exteriores son contrarios a mis objetivos, esto no hace más
que estimular mi capacidad de lucha y mi inteligencia para entender o
adaptarme a la situación, esto provoca la
reacción de mis recursos básicos, todos
ellos positivos.
Es cuando lo exterior no lo vivo de un modo inmediato
sino que lo vivo a través de mi mente, como una negación de la idea
de mi valor, cuando entonces se produce el drama en mi mente y en mi
corazón. Entonces esa vida espontánea, natural, se apaga porque un
muro desde la mente y desde la afectividad está bloqueando el libre
fluir de mi energía y mis capacidades. Hemos de aprender a pasar del
nivel de las ideas representativas y de las valoraciones teóricas al
nivel de las experiencias inmediatas. He de aprender a
vivir mi energía y mi capacidad de amar; a
vivir mi capacidad de ver por mí
mismo, mi capacidad de crear, de hacer. Y
vivir apoyado en esa capacidad que soy
yo; vivirla integralmente, apoyándome en
ella, sin dejar de ser yo en
ningún momento. Sólo viviendo así seré independiente y
no estaré
buscando el apoyo y la alabanza de los demás, o la ayuda mágica de
las circunstancias. Aprenderé a sentirme más y más positivo en la
medida en que yo exprese mi capacidad de amar, de crear, de vencer
obstáculos. El sentido positivo de mi vivir no
consiste en que todo me sea otorgado
mágicamente, en que todo me vaya tan a la medida que yo pueda
descansar apaciblemente durante toda mi vida, gozando de las cosas
que se me dan. Estamos viviendo para desarrollar capacidades
y conciencia, para desarrollar la vida que se
expresa en nosotros en sus dos vertientes: externa, objetiva, en
cuanto a capacidades, instrumentos y expresión exterior; y en cuanto
a la realización interna, con una conciencia cada vez más sólida,
más plena, amplia y profunda, más auténtica de nosotros mismos.
Este es el
sentido de los problemas;
no el vivir fácil, cómodo, y que los demás me eviten los
problemas. El sentido de los problemas es el de fortalecerme. Viendo
esto claro, entonces podremos emprender la práctica de medios
concretos para desarrollar nuestras energías, para desarrollar la
polaridad positiva de nuestros entendimientos, y para desarrollar una
capacidad de visión realmente objetiva, amplia, universal.
6.
TOMA DE CONCIENCIA Y DINAMIZACIÓN DE LAS ENERGÍAS
Expresión
de las energías
Entre los
medios de que disponemos para poder
normalizar los estados interiores, mencionaremos en primer lugar el
basado en la dinamización de las energías. Expresar energías es el
medio más rápido para desarrollar la voluntad y un auténtico
estado de seguridad y decisión.
Nuestro problema en relación a la expresión de
energías es que siempre hemos estado motivados por causas ajenas a
nuestra voluntad. O bien nos hemos encontrado con un estímulo
interno que nos sobreviene, que nos impulsa, nos dinamiza -casi a
pesar nuestro-, a hacer cosas, a lanzarnos, a luchar, o bien hemos
experimentado estímulos externos, posibilidades exteriores que nos
han invitado a responder con entusiasmo, con nuestra capacidad de
acción.
Digo que éste es nuestro problema porque nunca nos
hemos acostumbrado a ser nosotros mismos los dueños reales de
nuestras energías. No nos hemos acostumbrado a vivir en nombre
propio nuestras energías. Y esto es así de tal manera, que siempre
estamos pendientes de algo que nos estimule, estamos «colgados» del
exterior, de las circunstancias, del ambiente; estamos yendo a
remolque de los demás y de las cosas.
Nuestras energías son nuestras y
las tenemos siempre. Y el que las expresemos
o no, no debe depender de razones especiales, sino que debe depender
de un acto nuestro, libre,
autodeterminado. Yo he de motivarme a mí mismo, he de obligarme a
expresar mi capacidad de energía simplemente porque yo
soy yo, y porque la expresión de la energía
es el modo de expresar este yo que soy. Es
por mí mismo que he de expresar la energía y no por ninguna otra
razón. Hemos de aprender a hacer este cambio de motivación; hemos
de dejar de apoyarnos en las cosas externas y hacerlo en nosotros
mismos. Esta es la primera lección a aprender: autodeterminarnos a
dinamizar la energía interior; a vivirla dentro, como estado de
potencia, de fuerza; y a exteriorizarla, aunque siempre de un modo
inteligente, adecuado a la situación.
Es por mera rutina por lo que nos hemos acostumbrado a
vivir siempre con el mínimo esfuerzo; una rutina perniciosa, porque
el ahorrar esfuerzo solamente produce anemia, decaimiento. Expresar
las energías es el modo más directo que existe para acrecentar las
energías. Las energías no se acrecientan guardándolas
indefinidamente; las energías se acrecientan utilizándolas,
dándolas, como todo lo que es básico en
nosotros. Así, el amor no crece guardándolo,
sino haciéndolo trabajar, expresándolo; y la inteligencia no crece
guardándola, sino ejercitándola, haciéndola producir. Con la
energía, igual. Estamos en contacto con una fuente infinita de
energía. La cuestión está en el caudal que permitimos pasar a
través nuestro. Cuanto más obligamos o permitimos pasar a la
energía, más se renueva y más crece la capacidad de expresión de
esa energía, de ese caudal infinito que es la vida
básica que nos está dando nuestra propia
vida personal.
La
expresión en los tres niveles
Esta energía nosotros la hemos de expresar a tres
niveles diferentes.
1°: Energía a nivel físico-vital, la cual es la base
de la salud y de la
energía aplicada a la vida cotidiana.
2°: Energía del nivel afectivo. Ahí es donde está el
fallo de muchas personas; son las personas que tienen problemas de
inseguridad en el trato de los demás, las que tienen el problema de
no haber desarrollado su capacidad expresiva en el nivel afectivo. Y
como no la han desarrollado, no han adquirido una seguridad de sí
mismas en relación con lo afectivo. Y así puede ocurrir que una
persona tenga una seguridad en el plano físico -porque ha ejercitado
este nivel, este tipo de energías-, y que, en cambio, en el momento
en que se encuentra ante personas desconocidas o ante personas
superiores, o simplemente ante un grupo de personas, se encuentre
inhibida, se sienta amenazada, disminuida. Toda persona que está
acostumbrada a una expresión consciente, continua, intensa, de
energía afectiva, disfruta en toda situación humana, en todo
contacto, en toda relación y comunicación humana.
Hay muchas personas que confunden el sentir
emociones y sentimientos con el expresarlos;
y lo que fortalece no
es el sentir sino el expresar de un modo
consciente y deliberado. Se trata de expresar mis sentimientos porque
quiero hacerlo y soy consciente de que lo estoy haciendo, de que
soy yo quien se expresa. Esto es lo que
fortalece el nivel afectivo y no el sentir interiormente; el sentir
interiormente sólo desarrolla la sensibilidad interior, pero
no se
desarrolla el resto del circuito -o sea, la expresión-, y el
yo-experiencia no se fortalece en este nivel.
3º: Hemos de aprender también a expresar energía a
nivel mental; y ahí vemos también el fallo de algunas personas, y
aunque no es tan frecuente como en el nivel afectivo, en algunas es
muy evidente.
Hay personas que tienen una inseguridad en expresar sus
ideas, sus opiniones, y justifican esta inseguridad diciendo que son
ignorantes, que no tienen una formación cultural, que temen decir
cosas incorrectas, inoportunas. Y éstos son factores que pueden ser
ciertos, pero generalmente y en gran parte son sólo una
justificación. El verdadero problema consiste en que la persona no
vive con convicción sus propias ideas frente a los demás. Y no las
vive con convicción porque no está acostumbrada a expresarlas y a
discutirlas, a trabajar las, a hacer circular dinámicamente la
energía a través de su mente y de su vía de expresión verbal. Y
esto es algo que es absolutamente necesario hacer. Esas personas son
las que suelen estar siempre calladas en las reuniones, en cualquier
circunstancia en que hay la posibilidad de comunicación; están sólo
en plan de espectadores: yo escucho, yo aprendo, yo tengo tan pocas
cosas que decir, etcétera. El problema está en que falta un
ejercitamiento activo en ese nivel concreto de la mente y de la
expresión verbal.
Por lo tanto, todos podemos mirarnos y determinar ¿cuál
es mi grado de seguridad en esos niveles? A nivel físico, a nivel
afectivo y a nivel mental.
¿Cómo nos expresamos a nivel físico-vital? ¿Cómo
uno puede comprobar si en este nivel está desarrollada su capacidad
expresiva o no lo está? El nivel vital no sólo es el que regula
nuestra capacidad de movimiento físico; es también la base de
nuestro instinto de conservación, de nuestro instinto combativo y
del instinto sexual. Y es sobre todo en los aspectos combativo y
sexual donde podremos ver si vivimos o no de un modo actual nuestra
propia capacidad. Siempre que hay problemas de miedo ante la
experiencia sexual -no por otros motivos, sino por la experiencia en
sí-, ello indica que hay algo allí que hay que aclarar, que hay que
resolver. Pero como en el factor sexual intervienen tantos factores
distintos, no es éste el más específico para indicar si existe o
no problema. Porque a veces una persona en el aspecto vital puede
funcionar bien, pero en cambio este funcionamiento queda inhibido, no
por lo vital en sí, sino por influencias de otro sector, sea el
mental o el afectivo.
En cambio, donde se ve claramente si uno ha desarrollado
o no el aspecto energía, es en su disposición, en su comportamiento
y actitud ante las situaciones de violencia. Siempre que la persona
tiene miedo y tiende a huir de
estas situaciones, siempre que prefiere ceder aun sacrificando la
razón y los principios para no presentar batalla en el terreno de la
discusión, es decir, siempre que el motivo para no discutir o pelear
es el miedo, eso indica que el aspecto vital no está suficientemente
actualizado.
En el aspecto afectivo reconoceremos
si hemos desarrollado nuestra capacidad de expresar sentimiento,
cuando nos sintamos fuertes, positivos, sólidos frente a los demás.
Cuando mi actitud afectiva dependa sólo de mí mismo, cuando yo
pueda seguir amando y teniendo una actitud
interior cordial (aunque exteriormente a
veces tenga que callármelo) pase lo que pase, sea como sea y haga lo
que haga la otra persona. Cuando hay una susceptibilidad, una
vulnerabilidad, cuando fácilmente se pasa de la alegría y de la
cordialidad a la tirantez, a la tensión y al resentimiento, ello
indica que falta un gran desarrollo en esta capacidad de expresión
afectiva.
En lo mental hemos de
desarrollar también nuestra capacidad de razonamiento, de
argumentación, de discusión, y si hace falta, de protesta. Y hasta
que la persona no desarrolle esta capacidad, hasta que no tome
conciencia clara de que es capaz de enfrentarse a una situación y de
que en este enfrentamiento utiliza todos sus recursos
-independientemente de que gane o pierda-, hasta entonces no vivirá
su propia energía de un modo afirmativo.
Cuando las personas se sienten frustradas o angustiadas
por situaciones de discusión, es porque existen impulsos combativos,
agresivos, que están fuertemente reprimidos. Y hasta que estas
fuerzas no se actualicen y se incorporen en el yo-experiencia como un
aspecto más de nuestro patrimonio de energía, hasta ese momento la
persona no descubrirá lo que es vivir con seguridad, con
tranquilidad y aplomo.
Sé que esto que expongo es pedir mucho más de lo que
se vive normalmente. Pero lo que pretendemos aquí es precisamente ir
mucho más allá de lo que se vive normalmente. Pretendemos
solucionar, eliminar de veras, los estados
negativos; no disimularlos, equilibrándolos más o menos, sino
eliminarlos. Y el camino de su eliminación pasa por la plena
expresión de nuestra capacidad positiva; y la capacidad de lucha es
una capacidad positiva.
Es cuando esta lucha se hace sin discriminación,
oponiéndose y negando al otro por sistema, cuando adquiere un
carácter negativo. Es el uso de mi combatividad, rechazando al otro,
lo que convierte mi combatividad en negativa. Pero la combatividad en
sí es fundamentalmente positiva. La persona que no desarrolla su
capacidad combativa es una persona débil; por mucho éxito que pueda
tener en algunas facetas de su vida, se sentirá interiormente
vulnerable y a merced de las circunstancias. Estará viviendo
constantemente con el temor de que ocurra lo malo y deseando lo
bueno; y estos bueno y malo son
el índice exacto de su debilidad y seguridad interior.
Cómo
hacer esta expresión
Uno de los requisitos que ya se han apuntado para que la
expresión de la energía tenga un efecto totalmente positivo es que
se haga en una actitud de plena lucidez; que no me pelee yo porque
llego al límite de mi resistencia, de mi aguante, de mi paciencia,
sino que yo pueda expresar toda mi capacidad combativa simplemente
porque considero que debo expresarla, sea como ejercicio, sea como
respuesta ante una situación exterior real. Y que yo me
dé cuenta de lo que estoy haciendo, y que lo
estoy haciendo porque quiero hacerlo. Que
exista esta lucidez y esta clara autoconciencia.
Esto es fundamental para que la expresión intensa de
energía se integre en nuestro yo consciente, se incorpore a una
auténtica solidez, ya para siempre, de nuestro yo consciente.
Siempre que hemos tenido experiencias de explosión de
energía han sido seguidas de un estado de malestar, de inquietud, de
depresión, de autocrítica. ¿Por qué? Precisamente porque hemos
expresado una energía que no estaba prevista dentro del yo-idea.
Entonces yo desbordo la configuración del yo-idea, yo hago algo que
no está permitido dentro del programa del yo-idea y entonces el
yo-idea se siente contrariado, negado, y por eso se produce esta
irritación contra uno mismo. En cambio, cuando se hace como
ejercitamiento consciente, deliberado, con la clara autoconciencia
del yo que está haciendo, que está
expresando, entonces se va fortaleciendo el yo consciente y se va
rectificando paralelamente el yo-idea por sí solo. O sea, que la
actitud de clara autoconciencia es la que transforma, y al
transformarse el yo-experiencia se transforma el yo-idea. Tanto es
así, que cuando la persona ha expresado toda su capacidad combativa,
cuando la ha vivido varias veces (con unas tres veces basta), la
persona ya no le teme más a las situaciones violentas o tensas entre
las personas. Y curiosamente, cuando la persona ha desarrollado su
capacidad combativa, es cuando se vuelve más
tranquila, es cuando vive más pacífica,
realmente pacífica.
Tengamos en cuenta que la mayor parte de personas que se
apuntan, se afilian, a un determinado pacifismo, de hecho lo hacen
como huida, como reacción de miedo ante la violencia. Esas personas
dicen que prefieren una solución pacífica porque están temiendo en
su interior la solución violenta. No porque sea más justa sino
porque es menos peligrosa para su estabilidad interior.
La expresión de las energías hay que hacerla una y
otra vez, hay que ejercitarse en ella, porque al llevar muchos
atrasos en este sentido, la persona siempre tiene la impresión de
que ya está expresando toda su energía y le parece que ya no puede
ir más allá, que ya está todo expresado; y no es así. La persona
tiene que perseverar en la actitud de expresar intensamente sus
energías, siempre de un modo adecuado, inteligente, pero con
reiteración, día tras día, sin creer que ya está todo hecho
porque un día se ha sido capaz de vivir algo más intenso.
Dos
fases complementarias: expresión y descanso
El circuito de las energías tiene un ritmo y el
crecimiento interno de la energía se produce a través de este
ritmo. Por un lado la expresión (como hemos dicho) intensa,
sostenida. Por otro lado, mediante el reposo, el descanso, el
silencio. Y es necesario seguir este ritmo. Todo nivel que se expresa
intensamente necesita a continuación pasar por una fase de descanso,
de silencio.
Se equivoca la persona que pretende estar en todo
momento expresando una gran intensidad de energía en el mismo nivel,
sea mental, afectivo o físico. Nuestra naturaleza sigue un ritmo y
éste es fundamental para su crecimiento y estabilidad. Este ritmo es
compensatorio: a mayor consumo, mayor reposición, pero pasando por
la fase de descanso; pues durante el descanso se reponen y se
acumulan interiormente las energías. Esta expresión, seguida del
correspondiente descanso o silencio del nivel expresado, es algo que
hemos de motivar momento tras momento.
A) Fase expresiva. Durante el
día hemos de estar siempre en una actitud positiva. Y eso quiere
decir sentirnos conectados con
nuestras fuerzas positivas, estar instalados
en nuestra realidad positiva, y por lo tanto,
poder actuar desde ahí, desde
mi energía vital, desde mi energía afectiva y desde mi energía
mental. En un momento se expresará una, en otro momento otra, pero
en todo momento yo estoy centrado en lo que yo
me siento ser: ESA ENERGÍA QUE YO SOY (la
exprese o no).
Es preciso que hagamos un esfuerzo en los momentos en
que menos ganas tenemos de expresarla o en los momentos en que menos
razones existen para expresar estas energías positivas; incluso
cuando la situación exterior es difícil o desagradable. Cuando en
estos momentos aprendemos a reaccionar positivamente, es entonces
cuando realmente estamos reeducando nuestra capacidad de
autodeterminación. Siempre que me dejo llevar por la reacción fácil
no desarrollo nada; es cuando estoy ejercitando algo con esfuerzo
cuando desarrollo algo. Por esto, el desarrollo de la expresión de
energías requiere una actitud de sobre-esfuerzo, de sobre-esfuerzos
pequeños pero continuados. No importa que al principio el resultado
no sea brillante; lo que importa es que yo no me haya dejado llevar
por la corriente, por la inercia de los hábitos adquiridos, que yo
empiece a reaccionar, que yo empiece a ser yo
quien determine mi estado, a
ser yo quien ejercite en todo momento mi
derecho a ser yo mismo, a expresarme, tanto si me siento en forma
como si no. Para esto no es necesario andar expansionándose o
gritando por la calle; para esto es necesario que yo viva siempre en
mi interior la noción de mí mismo como
fuerza, como potencia. Si yo estoy conectado
en mi interior con mi propia energía, con la energía que yo soy,
estaré disponible ante cada situación.
B) Fase de descanso-silencio. Es
importante que la toma de conciencia de energía no se limite sólo a
la fase expansiva o de exteriorización, sino que, incluso cuando
estoy en la fase de descanso o de silencio, también en mi ser
interior yo esté viviendo la energía en el centro, en lo más
profundo de mí; energía que en aquel momento está en una fase
estática y que en cualquier momento puede transformarse a mi
voluntad en energía dinámica.
Medios
de ejercitación. Técnica
¿Cómo ejercitar sistemáticamente la expresión de
estas energías? Hay el ejercitamiento hecho como ejercicio especial
y luego el ejercitamiento en la vida diaria.
A nivel físico. En primer
lugar cabe hablar del deporte, preferentemente competitivo. Que yo
pueda luchar contra alguien, y que este luchar sea utilizando
energías físicas y habilidades. Que yo utilice la competición como
medio para tomar conciencia y expresar más y más mi capacidad, mi
energía combativa. Que yo me lance con mayor intensidad al combate,
pero manteniendo una actitud amistosa y
cordial hacia el contrario. Mi energía
combativa debe ser en relación al ejercicio
que estoy haciendo como expresión de mí, no
contra alguien. Esta distinción es
fundamental. Es mi expresión
porque es una energía mía; no
porque vaya dirigida contra nadie. Cuando la dirijo contra alguien es
la mente quien la dirige. Pero en sí la
energía no tiene dirección; por eso debe ser sólo expresión de mí
en la acción del juego o la lucha, pero sin dirigirla contra el
adversario ni contra nadie.
En segundo lugar es bueno tener un medio apropiado que
permita ejercitar la capacidad de discutir, de gritar, de exclamar
vitalmente. Aquí, el ejercicio de la música como expresión, cumple
en parte esta función de poder expresarse vitalmente. Pero
recordemos que la eficacia está en la expresión con
plena lucidez y autoconciencia.
A nivel afectivo. La
expresión a través de la música es un medio muy eficaz. Pero no se
trata de sentir interiormente grandes cosas al escuchar cierta
música, sino que yo dé salida a esto que siento; que yo enriquezca
todo mi circuito expresivo con esto que siento, pues todo lo que
siento y se queda dentro no me enriquece; o me enriquece sólo un
poco, sólo la mitad de lo que podría enriquecerme. Toda persona que
practique la expresión por medio de la música descubrirá que, al
expresarla, vive la música con una mayor intensidad y riqueza, con
una mayor profundidad y plenitud.
Y lo mismo ocurre en el amor. Yo puedo sentir
interiormente un gran amor, pero cuando yo puedo expresar este amor,
entonces el modo de sentir y vivir este amor se ensancha, se ahonda y
crece; porque los sentimientos son de naturaleza esencialmente
dinámica, están hechos para ser expresados, y cuando nosotros los
guardamos dentro, nos quedamos con la mitad de la experiencia. Nos
fortalece lo que expresamos, la energía que exteriorizamos
conscientemente, no lo que sentimos sólo por dentro.
En el aspecto afectivo hay que mencionar también la
oración -faceta espiritual de la que hablaremos más adelante- como
medio para poder exteriorizar también el sentimiento sin limitación
alguna.
A nivel mental. Para la
expresión mental hay que buscar un medio adecuado, como puede ser el
de un grupo de amigos en el que sea posible expresar las propias
ideas, inquietudes, elaboraciones interiores. Interesarse por el modo
de pensar de los demás, intercambiar y defender puntos de vista,
discutir si es necesario, ejercitar activamente la capacidad de
exteriorizar, de explicitar. No basta con pensar, hay que formular; y
cuanto más aprendo yo a formular, más se fortalece y aclara mi
capacidad de pensar y de expresar, y más crece mi seguridad en ese
nivel.
En
la vida diaria
Luego, en la dinámica de la vida diaria, en lo
cotidiano, hay que mantener una actitud constante de conexión con
esta conciencia clara de yo como energía, y
aprovechar las incidencias del día para
ejercitar los diferentes tipos de energía. La vida diaria presenta
las condiciones ideales para el ejercitamiento de las facultades
humanas porque es donde se producen situaciones más variadas.
Naturalmente, si la persona puede vivir una vida de cierta amplitud;
la persona que está completamente monopolizada por una rutina
estrecha, limitada, cerrada, puede ejercitar muy poco.
Cuando estemos inmersos en una actividad de tipo físico,
aprovechémosla para expresarnos vitalmente, disfrutemos haciendo lo
que tengamos que hacer a nivel físico. En lo afectivo, al tratar con
las personas, no desaprovechemos esa oportunidad de poder sentir y
expresar el calor humano, el interés, la cordialidad, el afecto, el
buen humor (ese buen humor que puede curar todas las cosas). Y en la
fase de comunicación a nivel mental, he de ejercitar deliberadamente
mi capacidad de pensar cada vez que deba resolver problemas, o tomar
decisiones, o defender mis puntos de vista articulándolos con los de
los demás.
Y luego, descansar. Cuando estoy esperando que me reciba
alguien, o cuando llego a casa y puedo sentarme por un momento, debo
aprovechar aquel momento para descansar
conscientemente. Y eso quiere decir que yo
dejo de estar dinamizado, paralizo, detengo toda mi actividad mental,
física e incluso afectiva para tomar conciencia de mí mismo como
realidad, como energía estática, central, como energía en el fondo
del todo de mí mismo. Una energía que está quieta, que es
profunda, pero que es enorme; que es una fuente de paz, una fuente de
estabilidad, de tranquilidad. Debo ejercitarme en este descanso
integral, consciente, deliberado, sin que se interfieran unos niveles
con otros, viviendo la realidad de mi ser en el descanso.
Entonces nuestra vida diaria se enriquecerá y veremos
como situaciones que antes eran desagradables dejan de serlo. Porque
las situaciones nunca son desagradables por sí mismas; son
desagradables sólo en relación con lo
que provocan en mí como reacción, y si yo
vivo centrado en esta actitud de energía expansiva a nivel vital,
afectivo y mental, toda situación provocará en mí una respuesta
positiva.
Tenemos ya la experiencia de esto en los
días en que, sin saber por
qué, nos encontramos muy eufóricos. En esos
días las cosas se resuelven solas; lo que no habíamos sido capaces
de hacer durante días o semanas, en un momento se decide y se
resuelve. Esto que ya hemos constatado en determinadas ocasiones, es
un anticipo de lo
que nosotros podemos vivir constantemente si nos
obligamos a esta práctica, a esta disciplina, la
disciplina de ser uno mismo; la disciplina de
«descolgarnos» del exterior, de vivir hacia el exterior, pero desde
nuestro interior; de no permitir que yo
me confunda con las cosas que me ocurren, con las
ideas que me llegan, con las opiniones de los demás... con nada. Que
yo sea yo, porque siempre soy el mismo. Mis
energías están siempre presentes; sólo depende de mí el que me
obligue a conectarme con ellas y abrirles paso para que se
expresen.
Superación
de la inseguridad, la tensión y los estados depresivos
Viviendo esto día tras día, se
eliminan en breve tiempo los problemas de
inseguridad porque se desarrolla intensivamente el yo
experiencia. Y permite descargar la tensión,
porque a través de la energía que estoy invirtiendo en mi hacer,
estoy derivando la energía que estaba retenida en el interior y que
era causa de tensión.
Y esto, a su vez, elimina los estados depresivos. En la
depresión es cuando resulta más difícil practicar, porque no
solamente existe un desplome de las energías -aunque están todas
enteras, incólumes, dentro-, sino porque hay una idea de negación,
de desilusión o de fracaso, y esta idea es la que impide adoptar la
decisión de la actitud positiva. Pero incluso en un estado de
depresión, si la persona ha trabajado antes, o puede determinarse a
hacer ejercicio físico y mantenerse en este ritmo de ejercicio
(aunque sea suave), el nivel físico-vital le irá poniendo en marcha
todo el resto de sus energías. Y poco a poco se irá animando más,
y se irá abriendo a lo
exterior recuperando su propia capacidad de vivir, pues
la ha tenido siempre.
De hecho, la disciplina de la actitud positiva elimina
la posibilidad de caer en depresiones (naturalmente, a condición de
que se haya practicado). Cuando la persona ya es víctima de la
depresión, tiene que remontar esto mediante pequeños esfuerzos de
movilización de energía allí donde esa energía sea más fácil de
expresar y generalmente suele ser mediante una actividad física.
Pero, según en qué
casos, lo será a través de una actividad
afectiva, sea con el ejercicio de expresión con música, con la
oración o a través de una buena amistad a quien pueda expresar lo
que siente y dar salida a su
tensión, a su represión emocional.
Así, pues, tenemos ya, desde ahora, este medio a
nuestra disposición. Sólo falta nuestra decisión para aprovecharlo
como es debido.
7.
ELIMINACIÓN DE LOS ESTADOS NEGATIVOS A TRAVÉS DE LA MENTE
Las
ideas
¿Qué son las ideas? ¿Por
qué las ideas son tan importantes en relación a los
estados internos negativos?
Digamos primero que las ideas son formas
de la substancia mental que tienen
significado para nosotros. El significado está en las «formas de la
mente» (o «substancia»
mental). La mente tiene como función, a través de estas formas,
«conformar» las energías, las actitudes, las acciones, los
estados; en definitiva, la vida total de la persona.
Si la persona tiene un
caudal potencial de energía, éste se
actualizará en la medida que las ideas lo permitan. Las ideas hacen
una función de compuerta que -según su significación sea
afirmativa o negativa- abre o cierra el paso
a las energías. Aquí está
la gran importancia de las ideas; ellas son las que determinan los
modos de ser, de hacer, de sentir, de vivir.
En nosotros existe una gran capacidad, pero de hecho
sólo vivimos lo que nuestras ideas nos permiten manifestar de esta
capacidad inmensa que hay dentro. Las ideas son las que dan un
contorno, una forma, las que delimitan el modo de actualización y de
expresión de las energías interiores. Por esto, si la persona, en
sus ideas profundas, tiene una valoración pequeña, minúscula, de
sí mismo, circulará poca energía y esto se traducirá en una
personalidad débil; y aunque se esfuerce en desarrollar cosas, en
cambiar actitudes, mientras el núcleo de su mente mantenga esta idea
pequeña básica de sí mismo, seguirá siendo una persona débil.
Es importante ver clara esta función de la mente
profunda: las ideas son lo que da paso a las
cosas. Dan paso en la medida que son
afirmativas y cierran en la medida que son negativas; todo gira
alrededor de la idea que uno tiene de sí mismo.
Aquí conviene distinguir entre lo que es la idea
profunda de sí mismo y lo que es el campo
o estructura
del yo-idea. Porque a veces podemos encontrarnos con personas que
tienen una idea muy grande de sí mismas; y no obstante nos damos
cuenta de que son personas débiles, inseguras. Y es que hay que
distinguir entre la idea central de la mente, que corresponde al
núcleo mental del
yo-experiencia, y lo que es el yo-idea en su configuración. Una cosa
es este núcleo central y otra es el campo general de la mente
alrededor de la idea de sí mismo. Cuanto más pequeño sea el
núcleo, más necesidad habrá de hinchar toda la periferia (el
campo). Cuanto más sólido sea el núcleo, menos necesidad habrá de
hinchar nada, porque se vivirá ya en la evidencia clara de sí
mismo.
El
trabajo que hacer
La clave de la eliminación de los estados de
inseguridad a través de la mente consiste, pues, en conseguir que el
núcleo interior de la mente en el cual yo
tomo conciencia mental de mí mismo sea un
núcleo abierto al máximo, totalmente afirmativo. Y esto debe ser en
una dimensión honda, profunda, central, de nuestra mente; no en las
ideas que flotan alrededor del núcleo. Porque si solamente pensamos
-como lo hacemos habitualmente alrededor del núcleo, esto no
modifica el núcleo. Llegamos al núcleo cada vez que nosotros
tenemos una conciencia clara de sujeto, una conciencia clara de ser
nosotros mismos.
Cada vez que nosotros decimos yo
y sentimos una resonancia
en nuestro interior, en el momento en que
estoy viviendo este yo, esta noción clara de mí mismo como centro,
es cuando tengo acceso al núcleo de la
mente. Y serán las ideas que yo pueda instaurar en aquel momento las
que tendrán eficacia para modificar este núcleo central.
Cuanto más sólidamente la persona llega a vivir su
núcleo, menos necesita proyectarse hacia el futuro y menos pendiente
está del pasado. La apertura del núcleo (la conciencia clara de sí
mismo) da como consecuencia la vivencia plena del presente; entonces,
el presente absorbe el pasado y el futuro, y todas las energías de
la persona, toda su capacidad lúcida, se centra en vivir
intensamente la realidad del presente. En cambio, cuanto más ahogada
o restringida está esa capacidad de vivirse en presente, más se
proyecta la persona hacia el futuro y está pendiente de su pasado;
más está girando alrededor de la dualidad temor-deseo.
El
núcleo central y las tres vertientes de manifestación
Nuestra realidad profunda como sujetos, como individuos,
está constituida por esta triple vertiente que estamos explicando
desde diversos ángulos. El yo, la parte más profunda de nosotros
mismos es en sí, por una parte, esencialmente energía, por otra, es
inteligencia, y por otra, es felicidad. El Yo, este yo profundo, no
es algo que se hace a través de las experiencias. No
es algo que se va estructurando y que puede resultar positivo o
negativo. Esto se refiere a nuestra parte externa, a nuestro yo
externo. El sector profundo, el que nos hace decir yo, este sector o
Sujeto central, éste ya posee su naturaleza intrínseca; es lo que
en lenguaje religioso diríamos «la naturaleza esencial del alma»,
la naturaleza espiritual. Después, resultará que esta naturaleza
podrá exteriorizarse, expresarse o no a través de nuestras
experiencias. Pero en sí, nuestra
identidad profunda está constituida esencialmente por estas tres
cualidades o atributos, todos ellos totalmente
positivos. En mi identidad profunda yo soy
básicamente Energía. Toda la energía que
yo pueda llegar a desarrollar en mi vida, en las condiciones más
favorables, sale de este núcleo central: Yo como Energía. Y lo
mismo con las demás vertientes. Toda la capacidad de inteligencia
que yo pueda llegar a desarrollar, a través de condiciones ideales
de educación, de ambiente, de facilidades, de todo lo que podamos
imaginar como más favorable, es expresión de lo que ya
es esta identidad profunda nuestra, esta
inteligencia natural. Luego, viene el trabajo de actualizar esa
inteligencia a través del estudio, la reflexión, la experiencia y
el ejercitamiento activos. Pero todo esto no podría desarrollarse si
no hubiera dentro esta inteligencia básica; todo desarrollo surge
siempre de dentro hacia fuera. Por lo tanto, todo lo que yo pueda
llegar a desarrollar de algún modo está ya dentro; pero no está
explicitado, no está particularizado; y esto me lo dará la
experiencia del contacto con el mundo exterior.
Igualmente ocurre con la gama afectiva, con lo que
llamamos nuestra capacidad de vivir el amor, la belleza, la
felicidad. Yo soy consciente de que en determinadas situaciones puedo
vivir estados de felicidad, de paz, de amor, o de sensibilidad
estética. Pero todo estado que yo soy capaz de vivir -o que sería
capaz de vivir si las condiciones externas fueran totalmente
favorables-, todas estas capacidades están ya dentro y surgen sólo
de dentro.
Por lo tanto, este yo profundo, esta identidad profunda
que es mí mismo, es
intrínsecamente energía, inteligencia, amor-felicidad. Se trata de
que yo pueda ver, intuir y afirmar profundamente esa identidad mía
de un modo mental. Como mi mente se ha ido estructurando a partir de
las experiencias, y como las experiencias han sido parciales y a
veces contradictorias, yo he ido formándome una
noción de mí mismo parcial y contradictoria. Y no
he llegado a tomar contacto con este núcleo, esta identidad
central de mí mismo. Pero todos cuanto han
trabajado en esta vertiente interior -aparte, al margen de toda
ideología- los que se han tomado el trabajo de ahondar en sí
mismos, todos sin excepción han descubierto lo mismo. Tanto si
pertenecen a una cultura oriental como a una cultura occidental, con
total independencia de las condiciones de ambiente, de educación o
formación, de circunstancias externas, todos, en un grado u otro,
han descubierto esta grandeza extraordinaria que hay dentro de
nosotros, eso que somos en
el fondo de nosotros mismos. Luego esto se ha expresado de formas muy
diferentes -según la formación intelectual de la persona- pero la
experiencia es siempre la misma.
Yo
soy energía
Se trata, pues, de que yo aprenda a ver, a intuir
claramente, que yo soy energía; no
que soy sólo lo que he ejercitado hasta ahora, mitad positivo y
mitad negativo, y parcial respecto a todo lo, que yo aspiro y deseo.
Que yo vea clara e intuitivamente que el yo está hecho esencialmente
de energía, y que se trata de un potencial de energía que toda mi
vida no llegará a agotar. Cuando yo pueda instaurar en el fondo de
mi mente esta evidencia clara de que yo soy energía, y de que toda
mi vida no es más que una expresión de esta energía inagotable que
es mi identidad, entonces se abrirá la mente y permitirá que esa
energía real, permanente, que hay en nosotros, se exprese. Pero
mientras en mí subsista la idea de que yo soy algo relativo, algo
pequeño, es decir, mientras yo tome como mí mismo la idea que tengo
de mis experiencias vividas hasta ahora, yo estaré a merced de las
circunstancias y de lo exterior.
Es preciso dar un salto que convierta la intuición que
todos tenemos de nuestra identidad en una idea
clara que se instaure en el núcleo de
nuestra mente; y que yo pueda afirmar: yo soy energía. No he de
confundir esta energía que yo soy con la energía que yo tengo; la
energía que tengo es sólo una parte de la energía que soy, es la
parte que se va expresando, que se va dinamizando sobre la demanda
del momento. Pero yo soy más, muchísimo más que la energía que
tengo, porque yo soy intrínsecamente energía. Y seguiré siendo
energía, porque es mi naturaleza central y
nada puede cambiar esto. Y esta energía
central que soy, que está en contacto con la
fuente infinita de energía -llamémosle Dios,
o Absoluto, o el nombre que queramos-, está
totalmente a disposición de la mente que es capaz de aceptarla, de
afirmarla, que es capaz de meter en el núcleo profundo esta verdad
profunda: Yo soy intrínsecamente energía. Cuando la persona llega a
poder afirmar esta idea, automáticamente libera
todas las ideas de parcialidad, de negación,
de duda que uno tiene sobre sí mismo.
La famosa pregunta de Hamlet «¿Ser o no ser? ¡éste
es el problema!»
es, en cierto modo, ese mismo problema. O yo llego a la evidencia de
que yo soy esencialmente
energía -aparte de cómo me encuentre, o de lo que tenga o
no tenga ahora-, de que en mi centro soy
energía, y de que todo yo pueda afirmarlo, y entonces se abren para
mí las puertas de la energía sin límites, o bien yo sigo viviendo
sólo como el resultado de las experiencias vividas hasta ahora, y
por lo tanto
con una conciencia fragmentaria y contradictoria de la energía y de
mí mismo.
Yo
soy inteligencia
Lo mismo que hemos dicho de la energía podemos verlo en
relación a la inteligencia. Al decir «Yo soy
inteligencia», no
quiero decir que tengo una inteligencia, sino
que la soy; mi yo, mi realidad profunda,
intrínsecamente, es inteligencia.
Esa inteligencia que soy se ha desarrollado (en un grado u otro) en
función de las circunstancias. Pero aparte de lo que se
haya desarrollado, mi naturaleza básica es
inteligencia (y energía). Y todo conocimiento que yo pueda llegar a
tener, toda comprensión que yo pueda llegar a desarrollar, a
adquirir, no será nada más que otra expresión -y otra, y otra- de
esa inteligencia inagotable que yo soy en mi yo profundo.
La persona tiende a valorarse en función de su modo
de ser, y de ahí surgen muchos problemas
porque el modo de ser se define en relación con los modos de ser de
los demás. Cuando yo digo como soy yo,
siempre estoy comparándome con los
demás. ¿Soy inteligente?; sí, no, mucho,
poco, a medias...; la noción que yo tenga de mi inteligencia siempre
estará en relación con la inteligencia de los demás. Yo me sentiré
muy inteligente si los demás están por debajo de mi inteligencia, y
me sentiré limitado si descubro que los demás tienen más
inteligencia que yo. Pero, fijémonos; estamos valorándonos sólo
por comparación, sin conocer lo que somos por
nosotros mismos.
Hemos de aprender a afirmar no
lo que somos por comparación, sino
lo que somos por nosotros mismos, en nosotros
mismos, lo que
somos intrínsecamente. O sea, lo que yo soy por mí, en mí mismo,
que no depende de nadie más.
Y yo soy inteligencia, mi yo está hecho de
inteligencia; y aparte del desarrollo que yo haya actualizado hasta
ahora de esta inteligencia, el yo, todo él, es inteligencia.
Yo
soy amor-felicidad
Lo mismo ocurre en esta otra vertiente. El yo,
intrínsecamente, es amor-felicidad; y toda capacidad afectiva que yo
pueda desarrollar, todo gusto, toda alegría, toda satisfacción o
felicidad que pueda llegar a sentir
en las condiciones más ideales, no será nada más que una expresión
de ese amor-felicidad que es mi
naturaleza esencial.
No
dependamos del exterior
Pero como hasta ahora yo estoy pendiente de las
situaciones exteriores, como mi valoración la hago en
relación con el mundo, con la gente, con las
situaciones, entonces mis emociones dependen del acontecer, de la
valoración que yo hago de las situaciones. Así, yo no vivo lo que
soy en mí, sino que vivo sólo mi transacción con el mundo; y este
modo particular de relación lo vivo como si fuera mi realidad, fuera
mi inteligencia, mi felicidad. O sea, que estamos viviendo fuera
de nosotros mismos. Estamos viviendo lo que
es sólo una expresión
nuestra como si fuera nuestra identidad. Y hasta que no descubramos
que nuestra identidad está detrás de toda relación, y que ninguna
relación puede afectar esencialmente a
nuestra identidad -pues desde el principio al
fin es siempre la misma-, estaremos pendientes de lo exterior,
estaremos sobre un terreno completamente falso.
Sólo cuando llegamos a intuir clara y profundamente, y
sacamos las consecuencias prácticas, inevitables, de esta intuición
de que el yo profundo es energía, es inteligencia y amor-felicidad,
entonces es cuando en nuestra personalidad se irá expresando esto
mismo. Al aceptar y afirmar el núcleo, se abre la puerta, y entonces
esta energía-inteligencia-felicidad puede exteriorizarse. Y se
exterioriza siempre desde el centro, con total independencia de lo
que pase, de lo que me ocurra, pues ya no es mi cotización externa
la que valoro, ya que he aprendido a centrarme en mi naturaleza
profunda, esencial, mía; tan mía que nada ni nadie la puede
alterar. Es el centro que es la Fuente de toda mi personalidad. Y
este centro es inalterable porque está anclado en la eternidad, está
anclado en la naturaleza absoluta del Ser que es Dios. Por lo tanto,
al afirmar esto estamos afirmando algo Real; no algo que podría
llegar a ser, sino algo que ya Es, lo sepamos o no, lo reconozcamos o
no. Pero que al no aceptarlo, al no verlo, y creer que yo no soy eso,
sino que soy sólo unas experiencias relativas, pequeñas,
contrapuestas, solamente permito que mi realidad profunda se
manifieste de un modo relativo, pequeño y contrapuesto, y eso me
hace vivir en la incertidumbre.
Aquí, pues, tenemos un campo extraordinario de trabajo
para la mente, pero en su nivel profundo. No
para añadir unas cuantas ideas más a las
muchas que ya tenemos; no para aumentar el contenido del campo
mental, sino para descubrir, identificar y
realizar de un modo real nuestro verdadero
núcleo de identidad personal: el Yo Soy.
Decir Yo Soy, es decir que soy lo que son atributos
básicos del Ser: Energía, Inteligencia y Felicidad. Cuanto más yo
pueda ver y aceptar claramente esta afirmación en mi interior, más
esta energía encontrará el camino abierto. Pero si yo dudo o niego
lo que soy básicamente, cierro el paso, y entonces quedo pendiente
del exterior, de cómo me relaciono con el mundo y de cómo el mundo
se relaciona conmigo. Dejo de ser yo mismo
para convertirme en una relación; una
relación siempre variable, incierta y cambiante.
Este trabajo, que comporta el
cambio desde mi modo de sentirme pendiente de
la relación con el mundo (y de valorarme del mismo modo), hacia
sentirme directamente a mí mismo y a valorarme por lo que soy, es un
trabajo esencialmente de la mente; es el trabajo de Realización
central de uno mismo. Porque esto que yo soy he de aprender a serlo
conscientemente en todo momento; he de aprender a vivir con este
reconocimiento que abre el camino, abre la compuerta, y permite que
lo que ya está dentro se manifieste, dentro y fuera de mí. Entonces
mis modos de sentirme, de ser y de hacer, no están «colgados» del
exterior sino que estaré constantemente autodeterminado; empezaré a
ser Yo mismo. Me ajustaré inteligentemente a la situación exterior,
me adaptaré a lo que convenga hacer, pero sin dejar de ser en ningún
momento esto que soy: este Yo-energía, este Yo-inteligencia, este
Yo-amor-felicidad.
Práctica
Para hacer este trabajo fundamental de realización a
través de la mente, es preciso que la persona reflexione
profundamente sobre esta intuición que tiene del Ser íntimo de sí
mismo, y que dedique todos los días de 15 a 20 minutos a ver esto
claro: la naturaleza profunda de uno mismo. Y luego, hacer la
afirmación de «Yo soy energía»; y que al decir «yo» se viva la
resonancia clara, real, de sí mismo; no una idea teórica, alejada,
representativa, sino que «yo» sea una resonancia profunda. La
resonancia profunda que siento de mí mismo en los momentos de mayor
importancia de mi vida, en los momentos más solemnes, este «yo» (o
mí mismo) es lo que debe sentirse; y sintiéndolo, afirmar «Yo soy
energía», energía básica que me viene de la Fuente infinita. Y
este Yo siempre será energía y nunca podrá dejar de serlo.
Repetimos: no debe confundirse la energía que yo soy
con la energía que tengo. La energía que yo
tengo en un momento dado puede fallar; en un momento de debilidad
orgánica mi energía vital disminuye, pero yo sigo siendo energía.
Es importante mantener esta noción clara de «soy energía», y
entonces este «ser» se convertirá en «tener». Pero mientras me
apoye en el «tener», éste puede vaciarse o alterarse y entonces no
encuentro la manera de reponer este tener. Es sólo instaurándose en
la Fuente, afirmando la naturaleza en sí de esta Fuente del Yo
-Fuente de energía-inteligencia-amor-, como se mantiene la idea
abierta, la idea positiva que permite que la energía, la
inteligencia y la felicidad interiores se expresen. Entonces podremos
vivir todas las situaciones desde esto que somos. No con lo
que el exterior nos dé. No tendremos que ir
mendigando alabanzas, seguridad y protección del exterior. Entonces
podremos dar. Y
descubriremos que cuanto más demos y expresemos energía,
comprensión-inteligencia y amor-felicidad desde este centro del Yo,
más va creciendo y nos va llenando todo esto, y más se convierte en
una irradiación efectiva, eficaz, constructiva, en todo el ambiente
que nos rodea.
8.
LA CONCIENCIA DEL EJE, MEDIO DE DESIDENTIFICACIÓN
Hemos explicado una técnica basada en la dimensión y
expresión de la energía (cap. 6) y otra apoyada en el poder de la
afirmación en el nivel profundo de la
mente (cap. 7). Ahora describiremos la
combinación de los dos elementos: energía y
mente.
La
identificación
Un gran problema que existe en todos nosotros y que está
en la raíz de las preocupaciones y de los estados negativos es el
fenómeno de la identificación.
¿Qué quiere decir identificación? Quiere decir que
nosotros en un momento dado vivimos una situación con tal realidad
que absorbe toda nuestra capacidad de atención y de valoración; es
decir, que vivimos aquella situación confundiendo
nuestra propia identidad con lo que está
ocurriendo en la situación. Me confundo con la idea de ofensa o de
fracaso; con el sentimiento de hostilidad, con el estado de
depresión, etc. Yo me confundo con ello, yo
creo ser aquello; y esto ocurre tanto con las
cosas negativas como con las
positivas. Es preciso que pase un tiempo para que
yo me dé cuenta de que yo sigo siendo yo y que aquello ha pasado; y
que yo no era aquello. Pero
lo curioso es que de nuevo volvemos a caer en una nueva
identificación; y así, en nuestras experiencias vamos pasando de
una identificación a otra.
Hay identificaciones placenteras; cuando yo hago o vivo
algo positivo, me identifico con lo que hago o con lo que me hacen, y
entonces me siento feliz. O me identifico con situaciones negativas y
entonces me siento desgraciado, me siento disminuido o hundido. Y el
fenómeno siempre es el mismo: el confundir mi
propia identidad con lo que en aquel momento se está experimentando.
O sea, que yo no conservo mi identidad aparte de lo que ocurre, yo no
soy un sujeto que vive su
propia realidad aparte de lo accidental, de
lo que está pasando en un momento dado. En cada momento vivo la
situación como si yo fuera aquello que siento. Esto me hace
funcionar en altibajos, porque es evidente que las cosas a veces van
bien y otras veces van mal, y que pasamos constantemente de tratar
personas agradables a tratar personas desagradables, o de unas
circunstancias favorables a otras desfavorables. Entonces, al quedar
cogido dentro de esta trama de los hechos, viviéndolos como mi
propia realidad, yo voy
viviendo las mismas sacudidas que los hechos,
el vaivén de las personas o de las circunstancias.
Ahora bien, toda identificación se produce siempre en
mi mente. Y se produce precisamente en el plano
anterior de mi mente, o
sea, en la parte frontal,
delantera. Si uno se fija, cuando se está
preocupado por algo, se dará
cuenta que siempre hay como una presión en la frente. Cuando uno
está claro, despejado o
alegre, entonces no
existe ninguna presión en la frente; esta
zona frontal está relajada, despejada.
Cuando se observan los momentos en que uno está en
forma o se siente eufórico
-momentos que a veces aparecen espontáneamente-, uno se da cuenta de
que es como si estuviera viviendo «desde más atrás» y con la
mente, el tórax, el cuerpo, abiertos; es como si su centro, el
centro de gravedad donde se apoya normalmente, se trasladara hacia
atrás. Éste es un dato muy importante y
muy práctico, porque si nosotros aprendemos a
situarnos en la parte posterior de nuestra mente, de nuestra
afectividad e incluso de nuestra sensación del cuerpo, entonces nos
trasladamos a un plano en que se viven más las energías puras y
menos las formas concretas. Si uno se mantiene en este plano
posterior, entonces no se puede producir la identificación. Allí es
donde la persona puede vivir más su propia realidad con
independencia de las cosas que están ocurriendo, o sea, sin
dependencia, sin identificarse, manejando la
situación pero sin quedar prendido en ella.
El
eje vertical
Hay que descubrir este eje posterior que va de arriba
abajo y que, en líneas generales, corresponde al eje de nuestra
columna vertebral. Desde un punto de vista neurológico nuestro
cuerpo funciona -en lo que se refiere a la actividad voluntaria-
mediante el sistema nervioso central, el cual parte de la columna
vertebral, o sea que realmente todo movimiento voluntario se
hace a partir de la columna vertebral aunque
no nos demos cuenta.
Alrededor de la columna vertebral no solamente está el
sistema nervioso central (la médula espinal de la que parten los
nervios) sino que también están los ganglios del sistema nervioso
simpático. Así pues, hay un eje en
el que se está originando constantemente el impulso al movimiento,
al sentimiento, a la elaboración, y que se expresa hacia fuera. Pero
nosotros, psicológicamente, estamos habitualmente en la zona
externa, la zona de los productos elaborados, no
la zona de la fuerza elaboradora. Este eje,
de hecho, se prolonga no sólo a lo largo de la columna vertebral
sino incluso hacia la
parte posterior de la cabeza, la parte que
corresponde a la médula oblonga, al bulbo raquídeo, al cerebelo, e
incluso más arriba, o sea toda la parte posterior, llegando hasta la
base de la columna vertebral.
No se trata sólo de una localización anatómica, pues
estamos hablando no sólo de impulsos físicos sino también de
sentimientos, de voluntad, de pensamientos; pero analógicamente
puede situarse en esta misma zona el punto o la serie de puntos desde
los cuales se inicia el movimiento, y en los que está la energía.
No olvidemos que, en todo ser vivo, la vida tiene un
movimiento centrífugo. En la célula, el movimiento se origina a
partir del núcleo. Toda la vida se va desarrollando porque hay una
fuerza central que se proyecta al exterior, y gracias a ella asimila
del exterior lo que necesita para su propio crecimiento, pero esta
fuerza interior, central, siempre es centrífuga (de dentro hacia
fuera).
Cuanto más en este «dentro» podamos estar instalados,
cuanto más desde este «dentro» podamos vivir, más estaremos en
nuestra propia sede, en nuestra propia realidad. Hay que aprender a
encontrar este eje, a situarse en él y a vivir desde él. Este eje
debe descubrirse a nivel físico, a nivel afectivo y a nivel mental.
Más adelante, cuando tratemos la parte superior de la personalidad,
veremos que también hay una zona que va más allá, a lo que
llamamos las zonas de la vida espiritual. Pero ahora nos limitamos a
lo que venimos estudiando desde el primer capítulo: la persona como
cuerpo, vitalidad, afectividad y mente.
¿Cómo conseguir descubrir este eje, o mejor, el punto
de este eje desde donde surge nuestra actividad física, el punto de
donde surge la actividad afectiva y el punto de donde surge la
actividad mental? Esto no es exactamente así, pues nuestra actividad
física surge de varios puntos, e igualmente nuestra actividad
afectiva y nuestra actividad mental. Pero el origen de esta actividad
tiende a situarse en esta parte posterior.
Técnicas
En
lo físico
a) Movimiento voluntario consciente.
Para descubrir este punto central (en el eje) en lo que
se refiere a lo físico, uno de los medios más útiles consiste en
el movimiento que se hace voluntaria y conscientemente. Si yo hago
una serie de movimientos muy lentamente, pero controlando el proceso
por el cual yo estoy poniendo en marcha mis músculos y mi cuerpo, yo
descubriré que todo este movimiento se va centrando en la columna
vertebral; y que es en la columna vertebral donde se inician los
movimientos, el impulso, la sensación y la «voluntad» de los
movimientos.
En Oriente, una de las prácticas que se hacen en el
grupo llamado Satipathana (dentro de la escuela budista Hinayana que
se practica especialmente en Ceilán), consiste en que la persona
ande, pero que ande sólo por su movimiento
voluntario. O sea,
que se dé cuenta de (y queriéndolo) cada movimiento que está
haciendo al andar. Esto obliga a andar muy, muy despacio, porque en
todo momento se ha de estar presente en
el querer y el hacer del movimiento. Así como ahora nos conformamos
con que los movimientos salgan automáticamente, en esta práctica se
trata de que se produzcan conscientemente, estando presentes y
activos detrás de cada instante del movimiento. Este ejercicio
conduce -cuando uno lo hace con la intencionalidad requerida- a la
toma de conciencia del punto desde donde uno inicia y dirige el
movimiento.
b) Respiración consciente.
La respiración consciente, practicada con la máxima
atención, conduce igualmente a la toma de conciencia de que el punto
de donde surge el impulso a respirar está detrás. La respiración
nace de detrás aunque se manifieste delante, a través del
movimiento del vientre y del tórax, pero nace detrás.
En
lo afectivo
De lo afectivo trataremos profundamente más adelante al
hablar de las técnicas de expresión con estímulo musical en las
que se ejercita especialmente la parte afectiva; y también cuando
tratemos de las zonas superiores, espirituales.
Pero también podemos indicar ahora la utilidad de
cultivar la actitud positiva afectiva. Si yo ejercito el querer
activamente a las personas, no el esperar que las personas despierten
en mí el afecto, sino cultivar por mi voluntad el acto de querer, el
acto de tener cordialidad y afecto, iré descubriendo que esta
afectividad positiva, voluntaria, está también surgiendo desde más
adentro. Y cuanto más yo pueda mantener esta actitud de querer y
cuanto más pueda yo ensanchar el «campo» (o radio de acción)
-hacia la persona, o el número de personas, o las circunstancias-, o
sea, la amplitud con
la que se vive y a la que se dirige mi afectividad, más iré
descubriendo esa dimensión en profundidad de donde surge lo
afectivo.
En
lo mental
También aquí tenemos varias maneras de llegar a esta
zona posterior. Lo mental es muy importante, pues ya sabemos que es
en esta zona donde tenemos todas las preocupaciones y las ideas
negativas que no podemos quitarnos de la cabeza y que llegan a veces
a adquirir un carácter obsesivo. Pero también aquí tenemos varias
maneras de llegar a esta zona posterior.
Aprender a cultivar la toma de conciencia de este eje es
aprender a salirse de las ideas cuando uno quiera. No obstante, en
las preocupaciones no basta con trabajar el nivel de la mente, porque
la raíz de las preocupaciones siempre está en el sentimiento; y si
no se desarraiga primero el mal de la zona afectiva no se podrá
solucionar en el nivel mental. Aunque la preocupación, la tensión,
se manifieste en forma de ideas u obsesiones, lo que da fuerza a
estas obsesiones y tensiones es el sentimiento: el miedo, el odio,
etc. Esto se tratará mediante las prácticas afectivas, y cuando
quede sólo el nivel mental para ser trabajado, entonces podremos
hacer varias cosas para descubrir este punto posterior.
a) Actitud mental positiva.
Una vez más, ante las situaciones, es importante la
actitud mental positiva. Esta actitud consiste en afrontar
deliberadamente en mi mente la situación aunque sea en pensamiento.
Que yo no huya de la idea de la situación, que yo no dé vueltas por
detrás de la idea de la situación, sino que yo trate de mirar
directamente la situación encarando todas las posibilidades de un
modo real, estando todo yo presente a través de la mente, es decir,
utilizando el yo-experiencia. Todo yo presente como si estuviera
viviendo el hecho, enfrentándolo, sea el que sea.
b) Ensanchamiento del campo mental.
También puede hacerse otra cosa. Cuando tenemos la
preocupación, si no podemos afrontarla directamente porque no
estamos ejercitados o porque no conocemos suficientemente los datos,
o por lo que sea, podemos salirnos de esta zona externa donde hay la
forma mental que nos obsesiona, la idea que nos preocupa, ensanchando
el campo mental en un sentido temporal o en
un sentido espacial.
En un sentido temporal quiere decir que yo me obligue a
mirarme en una perspectiva larga de tiempo, en lugar de estar
crispado en mi idea del hecho particular. Que yo mire mi propio
desarrollo, mi evolución, en una mirada que abarque, por ejemplo,
mis diez años últimos y que se prolongue diez años adelante. Que
yo adquiera una perspectiva larga de mí, y entonces el hecho
presente queda situado en su correcta dimensión. O sea, se ve como
un hecho más dentro de una continuidad.
El problema nos preocupa, entre otros motivos, porque yo
lo vivo como exclusivo, como si absorbiera toda mi realidad. Y de
hecho, el problema no absorbe mi realidad, pues la experiencia me
enseña que a través de los años yo he ido viviendo muchas
situaciones, algunas de ellas con este mismo agobio, con esta
urgencia, pero después han pasado y han sido sustituidas por otras
situaciones, por otros problemas. Y aquella urgencia era sólo un
modo de ver, desorbitado, desproporcionado. Por lo tanto, un modo de
centrar el caso en su perspectiva más correcta es que yo me vea a mí
mismo en una continuidad temporal, larga, hacia el pasado y el
futuro, y que dentro de esta perspectiva trate de situarme ante el
problema presente.
Cuanto más real sea este cuadro que yo trace de mí,
del pasado al futuro -las cosas que he hecho, las situaciones que he
vivido, agradables y desagradables, los problemas que he afrontado y
los que he superado, o los que han dado origen a otros caminos,
etc.-, cuando esta continuidad la veo clara, entonces mi problema
presente queda situado en una perspectiva más correcta.
Otra forma es que yo trate de ver mi problema en un
espacio ensanchado, en
relación con todo lo demás que sea actual. Por ejemplo, si trato de
ver el funcionamiento de la sociedad como un todo, observaré que el
que unas personas funcionen de un modo implica muchas veces que otras
funcionen de otro modo; o que las mismas que funcionan bien en un
momento, luego funcionan mal, y a la inversa,
las que funcionaban mal, luego funcionan bien; que esto se está
produciendo ahora y que yo soy
el resultado de unas circunstancias de
conjunto, que en un
momento dado originan en mí un estado de
descenso, de baja, y en otro momento motivarán un ascenso, un alza.
Que yo me obligue a ver todo lo que conozco, aunque se
refiera a materias completamente distintas, abarcando una perspectiva
amplia. Esto me obligará a situarme en un punto de vista profundo,
central, pues yo no puedo abarcar una visión amplia si no es
retrocediendo. Esto se ve muy claro en el gesto que hay de crispación
en la mente (y la fijeza en los ojos) cuando uno está preocupado.
Por contra, el efecto sedante que sentimos en la naturaleza cuando
hay grandes horizontes. Precisamente porque los grandes espacios
permiten a la vista abarcar un horizonte amplio y, en consecuencia,
no converger sino ensanchar; y cuando yo ensancho el campo de visión,
entonces ensancho también el campo mental, pues la vista y la mente
van estrechamente unidas. Cuando hay una preocupación en mi mente
hay una crispación en mis ojos; cuando la mente está relajada, mis
ojos también lo están.
Pues bien, esto que es cierto en un sentido visual,
panorámico, también lo es en lo que son contenidos mentales; y
cuando más pueda tener yo un horizonte mental amplio, por ejemplo,
por los conocimientos que tengo sobre astronomía, sobre ciencia,
sobre arte, o sobre lo que sea, y en un momento dado yo pueda
situarme frente a todo lo que conozco (como si me pusiera frente a
mí mismo y mis contenidos mentales), más
esto producirá esta visión panorámica; entonces mi punto de visión
desde el cual yo tengo que abarcar todo esto, retrocede, se
va atrás, y suelta todo lo que había
delante. Es imposible poder abarcar un contenido amplio estando
crispado; por eso, el
«soltar» lo
particular, para ir en busca de este
horizonte amplio, sea visual, sea mental, produce una distensión de
la mente y paralelamente nos sitúa en un punto más profundo.
El
silencio
Hay otra técnica muy importante pero que requiere que
la persona haya cultivado durante un tiempo esta actitud positiva, la
capacidad de estar centrado y de dominar su propia personalidad; se
trata del silencio.
El silencio, cuando se mantiene con una actitud
consciente, de observador, tiende por sí solo a decantar todo el
psiquismo hacia lo profundo. Entonces la persona toma conciencia y se
sitúa más en su plano posterior y «suelta» todo lo que hay en su
plano anterior. De esta técnica trataremos al hablar de los niveles
superiores.
Resumen
de este ejercitamiento
Con lo expuesto ya podemos hacer una especie de plan
para cultivar de un modo sistemático esta conciencia del eje
profundo, para ahondar en la conciencia de realidad de nosotros
mismos y también como medio específico en momentos de dificultades
concretas.
Paso 10
Se empezará la práctica mediante una
pequeña sesión muy breve -de 3 a 5 minutos - de movimientos
conscientes y voluntarios, haciendo el ejercicio para descubrir cómo
se produce el movimiento. Sentir que todo yo me muevo a partir de un
eje que es la columna vertebral. Este breve ejercicio físico es el
que conviene hacer primero porque es el medio más concreto, más
real, que tenemos para tomar conciencia de nosotros, distinta del
nivel de identificación o de preocupación en que estemos metidos.
(Lo físico representa la base más antigua, más primitiva, en
nosotros; por eso es la más fácilmente movilizable.) Después de
este ejercicio concreto, en que se han de mover los brazos, la
columna vertebral, etc. para sentir que todo se origina en este eje,
piernas, brazos, cabeza, todo surge del mismo sitio.
Luego, hacer unos instantes de respiración, prestándole
toda la atención, durante unos 3 minutos. Puede hacerse un tipo de
respiración completa, o se puede hacer la respiración abdominal
(que es específicamente calmante); o sencillamente, puede hacerse la
respiración que salga de un modo natural, sin obligarse a ningún
ritmo. Lo importante es que yo me dé cuenta
de que se está produciendo en mí la
respiración, y que trate más y más de darme cuenta de cómo esta
respiración se origina desde atrás. Delante está el movimiento
pero la palanca que lo produce está detrás. Detrás está el punto
de apoyo, el origen del impulso. Yo he de llegar a descubrir, con
paciencia, sin prisas, pero con atención tranquila y despierta cómo
todo se está produciendo desde un poco más atrás. Disfrutando del
gusto de respirar, pero, a la vez, viendo que incluso el gusto de
respirar me está viniendo desde atrás.
Al hacer estos movimientos y al tomar conciencia de esta
respiración, aprovechar este ejercitamiento para poder decir con
plena conciencia: «Yo soy energía»; pues entonces uno está
realmente expresando energía. La respiración, aunque nunca debe ser
forzada, es realmente una expresión constante de energía. La
respiración y el movimiento cardíaco son las energías más
regulares de nuestra vida, pues siempre están funcionando; se trata
de una energía fabulosa que se expresa continuamente.
Pues bien, yo tomo conciencia de mi energía motora y de
mi energía respiratoria; simplemente tomar
conciencia y afirmar «Yo soy energía».
Pero conviene pasar de la energía que uno siente a
la energía que uno es. Es necesario pasar de
lo que yo tengo a lo que yo soy; de lo que yo siento a lo que yo soy;
de lo que yo pienso, o quiero, o vivo, a lo que yo soy. Yo soy
intrínsecamente energía, inteligencia y amor, y lo
soy siempre. Lo soy, se exprese o no se
exprese. Aunque en mí no se manifieste en un momento dado la
energía, o la afectividad, o la inteligencia, yo sigo siendo lo
mismo y esta capacidad puede movilizarse en cualquier momento, porque
está dentro, la soy. Por eso no he de confundir lo que vivo, lo que
se manifiesta en mí, con lo que yo soy intrínsecamente en mi
origen, en mi base, en mi intimidad profunda. Y es esta identidad
profunda la que hemos de llegar a descubrir y afirmar, aunque nos
apoyemos, como en este caso, en lo que sentimos. Al hacer el
movimiento y la respiración, siento la energía, tomo conciencia de
ella y eso me sirve para afirmar: «yo soy energía». Pero a la vez
paso de la energía que yo siento al yo que es
la energía, al sujeto
que vive esa experiencia, al yo
profundo que está más allá de esa energía
que se siente, y que es la Fuente de toda esa energía y de toda la
que pueda surgir durante toda mi existencia.
Paso 2° Una vez cumplida
esta parte del ejercicio se pasa a la fase afectiva. Ahora conviene
la respiración completa pues debe funcionar la zona del pecho.
Entonces, motivarnos, no hacia nadie en particular. Aunque si hay
alguien a quien se tenga un afecto particular puede utilizarse como
punto de partida, para luego, al repetir este mismo ejercicio de
expresión de amor, ir ensanchando de campo de manera que vaya
abarcando más y más. Primero a una persona, después a toda la
familia (o a un grupo), a toda la ciudad, a todo el país, a todo el
mundo, a toda la humanidad. Y mientras se está haciendo esto,
obligándose a expresar este sentimiento afectivo -incluso
formulándolo con palabras si esto ayuda a sentirlo más claramente-,
entonces notar cómo el afecto se va sintiendo cada vez más
profundamente. Y desde lo más profundo afirmar: «yo soy
amor-felicidad». Y también ahora pasar de lo que se siente a la
intuición profunda del yo del cual surge todo esto.
3e
paso. Y luego pasar a la etapa mental, en la
que se hace lo que decíamos de vernos dentro de una perspectiva
temporal larga, o bien en una perspectiva amplia de campo, de
espacio. Y dándome cuenta de que yo, como mente, soy una capacidad
de entender, de comprender; no de comprender esto o lo otro, sino de
comprender como facultad en sí; y tomando
conciencia de esto, afirmar: «yo soy inteligencia». Y también
ahora, pasar de esto que entiendo al yo que es inteligencia.
Se trata siempre de pasar del hacer al ser, del sentir
al ser, del pensar al ser, al yo.
Entonces, ese ejercicio, empezándolo desde lo físico y pasando por
las etapas afectiva y mental, va conduciendo a esta conciencia
profunda del eje; conciencia profunda que ha de mantenerse luego (en
lo posible) al actuar. Cuando esto se hace varias veces, es cada vez
más fácil actuar y moverse en la vida diaria sintiendo la misma
conciencia que al hacer los ejercicios intencionales de movimiento.
Cuando uno habla con una persona, especialmente si hay una amistad o
afecto con esa persona, es muy fácil volver sentir lo mismo que en
el ejercicio, esa cordialidad profunda, ese amor, y así darme cuenta
de que «yo soy amor», y que estoy expresando alegría, gozo,
felicidad. Y en lo mental, igual. Cuando más tomo conciencia de la
capacidad de comprensión y del yo que es inteligencia-comprensión,
más permanezco yo como un espectador detrás de las operaciones
mentales, detrás de los fenómenos, de los problemas que debo
manejar.
Nunca debo perder esta posición de «atrás», desde
donde yo he de manejar lo de delante. Detrás es donde está el
conductor para manejar los mandos de su desenvolvimiento en el mundo
exterior, de un modo hábil, inteligente, decidido, pero sin perder
nunca su posición. En cuanto dejamos de estar en este eje y nos
pasamos a la zona frontal, ya estamos perdidos, porque cualquier cosa
nos absorberá y entonces iremos de un lado a otro como pequeños
monigotes.
Yo soy yo y ese yo es siempre idéntico a sí mismo, y
no debe perder nunca esa identidad. No debo dejarme absorber nunca
por ninguna situación, por ningún hecho; y eso lo he de cultivar a
todo trance. Sólo eso me dará independencia interior, me dará
libertad y verdadera eficacia en el manejo de toda clase de
situaciones.
9.
LA AFECTIVIDAD Y LA AUTOEXPRESIÓN CON ESTÍMULO MUSICAL
Los problemas en el nivel afectivo
La afectividad, recordemos, es la línea principal que
debe trabajarse porque aun cuando los problemas en su origen derivan
todos de la mente, es en la afectividad donde se producen los puntos
sensibles que luego en la vida diaria nos estimulan o nos
obstaculizan. Por esto, todas las personas viven los problemas
especialmente a nivel afectivo (aun cuando dependan de lo mental),
porque nadie es capaz de ver al principio este origen en la mente.
Pues las personas suelen ver que las situaciones de las que se
lamentan son reales: «esta persona me ha dicho tal cosa y me ha
ofendido», «me ha ocurrido tal situación», etc.; y se trata de
hechos concretos, reales, que justifican plenamente el que la persona
(en su comprensión) se sienta atacada, ofendida, disminuida,
menospreciada, etc. Y entonces, donde siente el problema es en su
zona afectiva.
El problema básico, en lo afectivo (dejando aparte su
origen mental), está en que hemos aprendido solamente una
afectividad pasiva. Hemos aprendido a amar sólo en relación con lo
que se nos ame, con lo que recibimos, en la medida en que se
satisfacen nuestras demandas o nuestros deseos afectivos. Así,
nuestra afectividad activa está siempre condicionada a lo que los
demás hacen o a lo que la vida hace conmigo. Entonces yo estoy
valorando, estoy interpretando los hechos, las acciones de las
personas y las circunstancias, y me pronuncio en contra o a favor
según la interpretación que hago. Esta afectividad, que es la más
corriente y que todos conocemos muy bien, no es más que una pequeña
fase de lo que
debe ser la afectividad humana madura.
La
afectividad debe ser activa
Cuando se nos habla de voluntad, todos entendemos como
tal la capacidad de decidir y perseverar en una dirección a pesar de
las dificultades y de los esfuerzos que esta decisión y esta
perseverancia puedan costar. O sea, se ve claro que la voluntad es
algo activo que yo
he de hacer por mí mismo aun en contra de lo
exterior. Esto que se ve claro en la voluntad no se ve tan claro en
la afectividad, y no obstante es lo mismo.
La afectividad en su dimensión profunda es una cualidad
esencial del yo, de la naturaleza espiritual del yo,
y es una facultad activa, no pasiva. Todo lo
que es genuino de nuestra esencia íntima es siempre profundamente
positivo y afirmativo, y tiene siempre un aspecto de irradiación, de
acción, es dinámico. Es
en la contraparte inferior de esta afectividad profunda, la
contraparte que se relaciona con mi cuerpo y con la idea que yo me
hago de mí artificialmente en relación con el cuerpo y con el
mundo, en donde esta afectividad adquiere un carácter pasivo; y es
ésta la que confundimos con la verdadera afectividad.
La afectividad no es nunca esta respuesta que produce el
contacto con las personas y con el mundo; la afectividad es esa
capacidad básica que hay en mí por la cual yo
puedo querer a alguien o a algo.
Es curiosa la similitud en el lenguaje entre amar
y querer. Nuestro amor, nuestra afectividad
debe ser muy semejante a la voluntad. Y precisamente se conoce el
verdadero amor por lo que tiene de voluntad. Cuanto más genuino es
el amor, es más «voluntad» y menos sensibilidad. Lo que le da la
calidad en sí es precisamente este carácter volitivo, de energía,
que tiene en común con el querer. Y querer lo
mismo se aplica al concepto voluntad que al
concepto amor.
Yo he de aprender a cultivar la actitud del querer, de
la afectividad positiva por la cual yo me exteriorizo al
mundo en mi
vertiente afectiva, irradiándome hacia los demás en una actitud de
afecto, deseando el bien dedos demás. Y esto lo he de desear, lo he
de ejercitar, sin depender de que los demás me vayan a
favor, sino porque es
una cualidad mía, porque yo
soy eso. Yo soy más yo en la medida en que
soy capaz de amar por mí mismo. De la misma manera que yo soy más
en la medida que soy capaz de tener más voluntad y energía por mí
mismo. O que soy capaz de tener una comprensión, una visión clara
de las cosas por mí mismo.
Vivamos lo afectivo, el amor, de un modo
autodeterminado; no como un reflejo del exterior sino por nosotros
mismos. Cuando la afirmación
interna «yo soy amor» es nuestra constante, eso nos conduce a la
plenitud. Nunca nos llenará el amor que nos
den los demás sino el que procede de nuestro interior. Es cierto que
existe una fase en la que necesitamos recibir;
pero se trata de la fase infantil en la que
la persona aún no ha tomado conciencia de sí misma como sujeto. El
niño, lo mismo que necesita recibir una educación e información
sobre las cosas, fundamentalmente necesita
recibir afecto. Eso es
algo que el niño necesita para nutrirse (en todos los sentidos) y
para poder ir tomando conciencia de su propia capacidad de afecto. Y
eso ha de dar paso a la fase más madura, adulta, en la que ya no
está pendiente de lo que recibe sino que es él quien da. Cuando uno
es niño (o niña) necesita que
se le indique qué debe hacer y el porqué y
lo que debe evitar, pero a medida
que se hace mayor se
determina por sí mismo, sabiendo lo que conviene y lo que no
conviene hacer; pues del mismo modo debería
ocurrir en el
aspecto afectivo. De pequeños, todos necesitamos afecto, y es
natural; pero en la medida que crecemos tendríamos que pasar a la
fase del amor adulto, en la que amar consiste en dar, no en recibir.
Amar consiste en querer hacia el otro lo bueno; y este querer no se
apoya en el otro sino en mi propia naturaleza, en esa capacidad mía
de expresar lo que realmente soy.
El cultivo y la perseverancia en esta actitud positiva y
activa en el amor, en lo afectivo -con el sobreesfuerzo que sea
necesario-, es suficiente para eliminar todos los problemas que
tenemos en este nivel; problemas de inseguridad, de soledad, de falta
de sentido en la vida, en fin, toda la enorme gama de manifestaciones
de este mismo problema. Esta actitud positiva es
suficiente para solucionar los problemas
porque, en la medida en que yo desarrollo esa capacidad activa de
afecto, en que yo expreso mi afecto hacia los
demás, por mí mismo
y con independencia de sus reacciones, en esa misma medida yo dejo de
ser susceptible, dejo de ser vulnerable a lo que los demás me hagan
o me digan.
Cuando yo doy afectivamente, cuando hay en mí la
voluntad de dar, de irradiar, en esos momentos nada puede penetrar en
mí, nada me puede herir, porque estoy en una
actitud centrífuga. Es cuando yo estoy
esperando recibir cuando soy vulnerable; cuando estoy esperando
recibir una cosa y recibo otras diferentes, eso es
lo que me hiere. Pero si yo puedo cultivar
una actitud interna sólida e
irradiar, aunque yo no encuentre comprensión
o se me trate con
indiferencia o injustamente, eso no herirá mi sensibilidad o mi amor
propio porque no necesitaré alimentarme de lo que me den los demás;
no necesitaré sentirme satisfecho o seguro a través de los demás.
Es mi propio dar, mi propio hacer, lo que me satisface y me llena, y
es lo único que puede llenarme. Esta
es una de las grandes paradojas de la vida interior: sólo
lo que damos es lo que nos llena; lo que
recibimos, de momento nos satisface, pero no nos llena profundamente.
Sólo cuando existe la capacidad de dar más y más, de vivir más y
más profundamente nuestra capacidad de amar, de comprender, de
hacer, de servir, sólo en esta medida uno encuentra la
plenitud.
Autoexpresión
con música
Lo que se ha explicado se trata de una consigna
fundamental, pero como hay dificultades para pasar de una fase
inmadura a una fase de madurez, existen procedimientos especiales que
pueden ayudarnos en este desarrollo positivo de la afectividad.
Dentro de esta línea está la técnica de la autoexpresión con
estímulo musical.
La técnica consiste en poner música, y la persona o el
grupo de personas que hacen la práctica deben estar receptivas a la
música dejando que ésta penetre en su
zona afectiva, estética; entonces tienen que
dar expresión a los
sentimientos, emociones o
estados que la música provoca. Debe
exteriorizarse la expresión lo más completamente posible, a
través del cuerpo, con movimientos que se
improvisan sobre la marcha, a través de mímica, incluso a través
de la voz, con palabras, o gritos cuando la expresión de los
contenidos interiores lo requiera.
De hecho, se trata de una práctica en dos fases aunque
se hagan simultáneamente: la receptividad
interna, afectiva, sensible a la música y la exteriorización de
todo lo que la música
suscita o provoca en mí. Este ejercicio, que debe durar de 20 a 30
minutos, requiere que uno
esté muy atento, de manera que mantenga una conciencia
clara de sí mismo mientras está practicando
esta expresión. Conviene que la
persona se obligue a exteriorizar lo que
siente, a romper los moldes de la reserva, a romper esta tendencia a
quedarse cerrado dentro y obligarse a que todo lo de dentro salga
fuera.
Con la música estamos acostumbrados a sentir cosas,
pero a sentirlas dentro y quedárnoslas dentro; lo mismo que hacemos
con los sentimientos en la vida corriente: yo me siento herido o me
siento satisfecho y eso me lo reservo para mí. Esto puede ser
correcto hasta cierto punto en la vida social porque no podemos andar
por ahí exteriorizando sin más todos nuestros sentimientos y
emociones, pero lo cierto es que toda nuestra vida afectiva debe ser
expresada porque es esencialmente dinámica, y este dinamismo impulsa
a la acción, a la expresión, a la exteriorización; es sólo por la
educación recibida que guardamos las cosas dentro. Por esto todos
los pueblos, desde los más antiguos, han sentido la necesidad de
celebrar sesiones colectivas de cantos, de danzas, para poder
expresar los sentimientos interiores a través de movimientos y de la
voz.
Música
diversa, expresión amplia
¿Qué clase de música es la adecuada para estimular
esta expresión afectiva? Pues toda clase de música, pero que sea
buena; porque sólo la buena música es música. En otras palabras,
sólo es realmente música la que expresa algo real, o sea, la música
en la que el compositor ha expresado algo vivo, un sentimiento
sincero, más elevado o más superficial, pero sincero. Debe ser
música, que no sea sólo sonido.
Decimos, además, que debe expresarse toda
clase de música porque esto equivaldrá a
expresar toda la gama afectiva. Existe una música que moviliza los
sentimientos más superficiales y éstos también deben expresarse.
Otra movilizará sentimientos muy profundos, que también debemos
expresar. Otra música expresará sentimientos intensos, violentos;
otros serán de delicadeza, de grandiosidad, etc.; todos deben ser
expresados.
En esto, muchas personas tienen dificultades, pues cada
cual tiene sus preferencias musicales. Muchas personas dicen: «a mí
lo que me gusta es tal música, en cambio la otra no me dice nada».
Si una música realmente comunica algo por sí misma ¿por qué a una
persona no le dice nada? Pues porque la persona no
acepta lo que le comunica aquella música.
Porque la persona se cierra a cualquier cosa que no sea lo que le
gusta sentir y quizá expresar en su vida. Quienes gustan de la
música solemne y rechazan todo lo que sea música más ligera, son
personas que suelen rechazar a otras que expresan sentimientos más
superficiales, más ligeros. En cambio, hay otras que dicen: «a mí
lo que me gusta es la música ligera, rítmica, la música muy
animada y divertida, pero que no me pongan música de esta llamada
clásica porque me duermo». En este caso se trata de personas que se
desenvuelven en un ambiente quizá muy espontáneo, desenfadado, pero
con poca reflexión, con poca profundidad. El rechazo de una
determinada música es el reflejo inevitable de la actitud que se
tiene hacia determinadas personas.
Es evidente que necesitamos desarrollar toda la gama
afectiva; no basta esta preferencia estética que en el fondo refleja
una actitud interior parcial. Hemos de esforzarnos en escuchar con
interés, en abrirnos a la música, incluso a la música que en
principio no nos gusta. Hasta que podamos descubrir la fuerza, el
valor, la calidad que existe en ella, y podamos expresar todo esto.
Cuando seamos capaces de aceptar la música, haciéndola
pasar por dentro de nosotros y la expresemos,
descubriremos que podemos entendernos con personas que antes habíamos
mantenido separadas de nuestro sector de relación.
Expresar
lo positivo
Aparte de esta repercusión, diríamos social, la
expresión con música nos interesa como medio de eliminación de
estados y actitudes negativas en el sector afectivo. Mediante esta
práctica nos obligamos a vivir sentimientos positivos, altos o
bajos, superficiales o profundos, pero siempre
positivos. Observemos que cuando estamos de
mal humor o deprimidos, no nos apetece la música; porque la música
siempre expresa un sentimiento, lo que en el fondo es positivo. Por
eso -si estamos receptivos, si respondemos a su expresión- siempre
nos motivará, nos movilizará cosas positivas; incluso el aspecto de
fuerza, de violencia interior, de combatividad, de protesta, es un
aspecto nuestro sumamente positivo. Estos aspectos son en sí una
fuerza positiva, aunque luego podría manifestarse en formas
negativas de comportamiento que, naturalmente, deben evitarse. Si las
personas hubiésemos vivido en nuestro desarrollo esta fuerza real de
protesta, de un modo auténtico, nos hubiéramos ahorrado luego, de
mayores, muchos problemas. El problema de sentirse supeditado,
humillado, insatisfecho porque los demás abusan de que uno se siente
débil frente a ellos. Es porque no se ha actualizado esta potencia,
esta energía que hay dentro, asimilándola a través del
yo-experiencia en el nivel afectivo, por lo que uno se encuentra
débil afectivamente y por lo tanto se vive como víctima de los que
manejan una mayor fuerza.
Por esto es fundamental poder desarrollar ese aspecto
combativo; la capacidad de expresar energía, violencia, como una
fuerza mía que existe y que yo vivo. Sin dirigirla contra nadie pero
viviéndola, en el ejercicio de la expresión, como algo que hay en
mí.
Esta es una de las grandes ventajas de este ejercicio,
pues permite expresar incluso violencia sin ninguna repercusión
negativa en la conducta, porque es una expresión que yo hago de un
modo libre y neutro, sin dirigirla a nadie; en cambio, en mi vida
social, yo he de controlar las palabras que digo y el tono en que las
diga, para no molestar, no ofender, y evitar que se conviertan en
algo negativo contra mí mismo.
En el ejercicio, la regla es precisamente lo contrario;
aprender a expresar más y más toda la fuerza interior sin
preocuparse de nada más, siendo siempre muy consciente de uno mismo,
sabiendo que se expresa aquella fuerza porque uno la siente como
propia y quiere expresarla, sin
otras consideraciones. Este ejercicio permite actualizar dentro de
nosotros unas facetas que en la vida diaria es muy difícil
desarrollar, y por lo tanto, expresar.
Para eliminar los estados negativos, no luchemos contra
ellos. Nunca luchemos contra los estados negativos; nunca
luchemos contra nada. Luchemos a
favor de algo, luchemos a favor de lo
positivo. Si queremos eliminar el miedo luchemos a favor de la
energía y el miedo desaparecerá sin ni siquiera mencionarlo. Los
estados negativos no son más que un déficit
de lo positivo. Lo negativo no es nada de por
sí; es sólo una forma deficiente de algo positivo que por su
estructuración adquiere una significación negativa, algo que
vivimos como una negación de nosotros, como ocurre con la depresión,
con la sensación de fracaso, con la ansiedad, etc.
Éste es un principio capital, importantísimo: sólo
desarrollando lo positivo desaparecerá lo negativo. Y es
que nosotros solemos pasarnos la mayor parte del tiempo girando
alrededor de nuestras preocupaciones, miedos y obsesiones. Y con eso
lo que hacemos es aumentar su fuerza. Por eso, cuando aprendemos a
hacer el ejercicio de la música con más y más entrega,
obligándonos a expresar sentimientos positivos, siempre con la
conciencia clara de uno mismo, esto elimina, lentamente pero de un
modo seguro, todo lo negativo. Y lo que se elimine será la
equivalencia exacta de lo que se haya expresado. Cuando yo sea capaz
de expresar combatividad, sin problemas, durante el ejercicio de la
música, comprobaré que ha desaparecido mi miedo en la vida de
relación incluso frente a situaciones embarazosas o tensas.
Asociación
de imágenes
Cuando la persona ya es capaz de vivir más intensa,
profunda y sinceramente, con toda conciencia,
los sentimientos que la música va evocando,
entonces conviene completar esta práctica con un doble juego,
podríamos decir. Se trata de asociar a ese estado que se tiene de
positividad intensa de lo afectivo, alguna de las situaciones de la
vida diaria, especialmente las situaciones que puedan ser problema (o
que lo hayan sido). Cuando se consigue vivir intensamente un estado
positivo, sea de lucha, de euforia, de alegría, etc., entonces
-mientras se ejercita con la música- conviene imaginarse que uno
está frente a la persona o personas, o situación, que en la vida
diaria son causa de problemas, o que me causan miedo, inseguridad,
rechazo, etc. Y seguir expresando esto positivo ante la imagen mental
de estas personas o de la situación; como si a esta imagen se le
dijese: «eso soy yo, esa energía soy yo, mi acción es mi voluntad,
nadie puede impedir mi plenitud». Este desafío, esta expresión de
mi energía, esta actitud frente a la imagen (de la persona o
situación) que yo evoco en el ejercicio, tienen la gran eficacia de
asociar la situación externa con la sensación positiva que yo vivo.
Y cuando he hecho esto dos o tres veces, descubro que luego, al
encontrarme en la situación visualizada, mi estado interior es
completamente positivo y seguro.
Otra forma de ejercitar lo mismo consiste en que durante
la práctica con la música yo me dé cuenta muy claramente de mí
mismo en el estado positivo, sintiendo que «yo soy esto que expreso,
yo soy esta fuerza, luego yo soy capaz de expresarla y ése es mi
modo positivo de ser». Luego, yo evocaré ese estado que consigo
ante la música cuando esté frente a la situación-problema. Se
trata de asociar una cosa a la otra, lo que producirá un cambio en
mi actitud cambiándola en totalmente positiva.
Resumimos los dos modos de hacerlo: a) trayendo la
imagen de la situación a la sesión de trabajo con la música; b)
evocando el estado logrado en la sesión con la música a la
situación de la vida cotidiana.
Esta fase debe practicarse, pues si no se hace existe el
peligro de que se cultive una actitud positiva durante el ejercicio
pero luego en la vida diaria siga funcionando otro sector de la
mente, el que está acostumbrado a reaccionar con los hábitos
adquiridos, con miedo, etc. En cambio, si yo me obligo a asociar la
vivencia positiva con la situación (o imagen de la situación)
negativa, entonces son todos los sectores de mi mente consciente los
que están viviendo lo positivo.
Este trabajo de expresión con música, practicado con
regularidad y sinceridad, es un medio de transformación real,
efectivo, pues con él yo aprendo a descubrir mi capacidad positiva
afectiva, y manteniéndola en mi vida diaria se elimina todo lo
negativo y me positiviza ante
mí mismo y ante toda situación.
Pero además, este trabajo tiene otra faceta. Es también
un medio de desarrollo de nuestras facultades superiores, ya que el
afecto se prolonga hacia arriba y entonces nos permite ir tomando
conciencia de unos niveles, podríamos decir, de Belleza, de Fuerza y
de Amor, superiores a nuestro mundo personal. Es como si de algún
modo me conectara con esa intuición que hay en mí de lo Real, de
Dios, o el nombre que quiera darle, como por ejemplo Amor universal,
o Belleza universal, y que de esa Belleza o ese Amor-Felicidad
universal yo aprenda a ir expresando una porción.
Y también con la música, a través de una receptividad
más elevada, aprendo a abrirme a la Fuente universal, ya que esa
Fuente se va expresando a través de mí de un modo más y más
consciente y voluntario por mi parte. Pero esta faceta corresponde a
una fase más adelantada que veremos al tratar del desarrollo de las
facultades espirituales.
10.
RECOMENDACIONES PARA EL EJERCITAMIENTO DE LA AUTOEXPRESIÓN INDUCIDA
CON MÚSICA
Principales
requisitos
Debe enfatizarse la necesidad de la autoconciencia
constante durante los ejercicios y, en el
caso de las sesiones de grupo, la presencia de un
controlador-vigilante del grupo. Sólo así se evitarán (o se
detendrán) posibles situaciones de descontrol emocional.
Los principales requisitos para el máximo
aprovechamiento de esta práctica son atención, sinceridad y entrega
activa.
Atención. Esto significa que
hemos de estar conscientes de nosotros mismos mientras expresamos
todo lo que la música nos moviliza o nos sugiere. Atención al
sentir y al expresar; gracias a esta atención es posible mantener un
control sobre lo que se expresa.
Sinceridad. Eso quiere decir
que yo trate de dar salida a cuanto hay en mi interior sin que mi
mente interfiera tratando de buscar un mejor
modo teórico de hacer las cosas, sin interpretar ni juzgar.
Sinceridad implica que lo que hay en mi interior salga al exterior,
directamente, sin pensamiento.
Entrega activa significa que
yo he de volcarme en la expresión dinámica. No basta con sentir
dentro lo que la música pueda evocar; es preciso que yo
me entregue activamente dando salida a todo
sentimiento, a todo estado interno.
Y todo eso, expresarlo a través
de movimientos en los que mi cuerpo se convierta en vehículo activo.
Todo lo que yo sienta he de
decirlo del todo a
través de los movimientos de los brazos, del tronco, de las piernas,
de la cabeza, todo yo convertido en movimiento expresivo de lo que
siento en mi interior. La mímica puede ser un elemento
complementario de expresión. En algunos momentos también la voz
puede ser necesaria, sea como un susurro o en forma de canto o de
grito; como salga. Durante la práctica debe evitarse el pensar;
pensar lo que voy a hacer, lo que siento, si realmente lo siento, si
es correcto expresarlo, de qué modo lo voy a expresar, etc. Debe
evitarse esto. Debe pasarse del sentir al hacer, sin pensar, sólo
estando atentos, despiertos, vigilantes, pero sin interferir; con la
mente lúcida, en todo momento presente, pero sin detener la
espontaneidad con el análisis o el juicio.
También hay que evitar los movimientos automáticos
repetitivos como insistir en unos pasos de baile aprendidos, por
ejemplo. Cuando en la música predomina el ritmo es una tentación
seguir sencillamente este ritmo, especialmente para aquellas personas
con hábito de bailar. La expresión con música ha de ser algo
creativo, algo que se improvisa en cada momento; no debo saber lo que
haré en el momento siguiente, no me he de encerrar en ninguna rutina
o automatismo. Por eso, si bien al principio puede ser útil para
ponerse en movimiento seguir el ritmo (en los primeros momentos) en
forma de baile, hay que superar este automatismo y conseguir la
espontaneidad.
Hay que moverse aunque al principio cueste «sentir».
El mismo movimiento facilitará el sentir más la resonancia de la
música, resonancia que al principio puede quedar bloqueada por la
situación de espera, o de expectativa, o incluso de alarma por la
experiencia nueva que se vive. A algunas personas les ha servido de
ayuda para estimular el inicio del movimiento el imaginarse que están
dirigiendo la orquesta, y de este dirigir la orquesta pasar luego a
una expresión más espontánea. A otras personas les ha sido útil
vivir la música como si estuvieran improvisando un ballet en el que
hay que dar forma plástica a un mundo interior de sentimientos.
Otras mencionan que se imaginan una escena que la música les
sugiere; entonces pueden situarse dentro de esta escena y actúan de
acuerdo con ella. Aquí la imaginación juega un papel preponderante
al inicio, pero también hay que pasar de la representación mental
de la escena a la expresión directa, hasta llegar a sentir-hacer,
sentir-hacer, sentir-hacer.
Debe procurarse estar muy receptivos interiormente a
todo lo que es sentimiento. Esto es algo que se siente como una
apertura al nivel del pecho y en el interior de la cabeza. Que la
música vaya directamente allí, despertando el sentimiento, la
emoción estética. Hay que relajar la mente para que la música no
se oiga sólo en el exterior, sino que resuene más y más en el
fondo, en el interior del tórax y de la cabeza. Al provocar la
música su resonancia interna de belleza, de grandeza o solemnidad,
de violencia o de lo que sea, debe darse inmediata salida a esta
resonancia a través del cuerpo de un modo pleno, total, obligándose
a expresar todo el sentimiento. La expresión no debe ser sólo un
símbolo indicativo de algo que hay dentro, sino que se debe
exteriorizar todo lo que se siente.
Esto parece muy complicado pero no lo es. Se descubrirá
que el abrirse a la música es un placer extraordinario, una
experiencia única que permite ahondar más y más en esta dimensión
viviente de nuestro sentimiento y permite abrir una salida directa de
éste al exterior. Esto hará que nos sintamos despiertos, atentos,
vigilantes, detrás de lo que sentimos y, a la vez, adquiriremos un
sentido de dominio y de trascendencia de lo que sentimos y
expresamos.
Si nos entregamos a ella, la música nos permitirá
engrandecer, ensanchar nuestra dimensión interior y vivir esa
calidad afectiva de gozo, de satisfacción que raras veces en la vida
(tal como suele vivirse) podemos llegar a sentir. Así llegaremos, en
nuestra vida diaria, a una disposición apta para exteriorizar ese
tono afectivo positivo que habremos desarrollado mediante la práctica
con la música.
En el ejercicio deben llenarse de vida, de expresión y
sentido las varias clases de música que pueden constituir una
sesión. Deben ser diferentes entre sí. En unas predominará el
ritmo, en otras la melodía, unas serán superficiales, otras,
profundas; algunas, elevadas, otras, más elementales. No se debe
rechazar ninguna música, pues cada una de ellas corresponde a una
dimensión de la afectividad interior que ha de ser vivida y
expresada plena y profundamente.
Ejemplo
de combinación de piezas para una sesión (de unos 25-30 minutos)
1. Una marcha, festiva, ligera, pero con cierta
majestuosidad (del tipo de las de Eric Coates).
2. Música animada de orquesta de cuerdas, que contenga
algún accelerando (del tipo de Zorba, el
griego, o bien Ojos
negros).
3. Vals melódico, del tipo inglés.
4. Algunas orquestaciones espectaculares de melodías
americanas (de tipo cinematográfico).
5. Alternando con las anteriores, alguna melodía ligera
(del tipo melodía italiana).
6. Un allegro de
sinfonía, pero no de tipo dramático (Haydn, Mozart, etc.).
Ésta es una sugerencia de sesión con música poco
profunda, muy apta
para los inicios. Al final del capítulo sugerimos otra combinación
más profunda para cuando esté ya
más avanzado el trabajo. Pero eso son sólo
ejemplos indicativos, ya que pueden hacerse numerosas combinaciones.
Después
del ejercicio
Descansar en el suelo. Relajarse y tomar conciencia de
cómo se ha sentido uno durante las distintas fases de la expresión
inducida por la música. Darse cuenta de que detrás de la resonancia
afectiva que se expresaba existe un fondo (aún poco claro) que es
uno mismo; existe la sensación como de estar detrás, mirando,
asistiendo a todo lo que ocurría en la expresión. Este fondo
es de la máxima importancia. Al descansar,
olvidarse de todo y atender sólo a este fondo, que puede sentirse en
el fondo del pecho o en
la parte posterior de la cabeza, o en los dos sitios a la vez.
Mantenerse en silencio tomando conciencia de uno mismo (del yo) que
está ahí, mientras el cuerpo descansa, silencioso. Este tipo de
sesión puede practicarse dos veces por semana,
no más. Una vez realizada
cinco o seis veces, entonces se puede pasar a otra combinación con
música más profunda que también se hará cinco veces. Luego pueden
alternarse los dos tipos de sesión, pues en conjunto ofrecen una
gama muy completa. Cada sesión debe hacerse como algo completamente
nuevo, sin recordar ejercicios anteriores, sin imitar ni repetir.
Cada sesión debe ser un experimento nuevo, de entrega, de expresión,
de autodescubrimiento.
Ejemplo
de sesión más profunda
1. Marcha, del tipo de las de Pompa
y circunstancia de Elgar.
2. Danza animada, de tipo ruso o danzas eslavas; o un
fragmento de R. Korsakov, como la 2ª parte del Capricho
español, por ejemplo.
3. Dos o tres fragmentos espectaculares de gran
orquesta, como Cabalgata de Valkirias de
Wagner, fragmento de Fuentes de Roma de
Respighi, La guerra de las galaxias de
Williams, «Tormenta» de la Suite del Gran
Cañón, de Grofé, etc.
4. Música muy melódica, como Melodía
en Fa de Rubinstein, por ejemplo.
5. «El cisne» de El carnaval de
los animales, de S. Saéns, o
Meditación de Massenet, etc.
6. «Aleluya» de El Mesías, de
Haendel.
Observaciones
finales
Es recomendable que la sala en
que se practiquen los ejercicios esté
alfombrada o enmoquetada y que se disponga de esteras individuales
para tumbarse al final del ejercicio. La vestimenta debe ser holgada,
tipo chándal ligero.
En las sesiones de grupo es necesaria la presencia de un
controlador-vigilante. Así se evitarán o detendrán en su inicio
posibles situaciones de descontrol ante una afluencia emocional
intensa. De todos modos, esto no debe producirse si se mantiene firme
la consigna de la autoconciencia. Esta
autoconciencia debe enfatizarse aún más cuando se trabaja en
solitario.
11.
LA INVESTIGACIÓN DEL YO
Resumiendo
el tema de la identificación
Éste es un
tema de gran trascendencia porque es el
mecanismo responsable de todas nuestras desventuras y es algo que
está funcionando constantemente.
Identificarse es confundir la realidad de sí mismo
con las cosas que uno vive, con las cosas que
a uno le suceden y con lo que uno siente y piensa. Nuestra vida es
una sucesión de experiencias e intercambios con
el ambiente, en las que se movilizan nuestros
niveles (fuerza, afectividad, inteligencia). O sea, que la
relación con el mundo provoca en nosotros
una serie continua de movimientos interiores (psíquicos) y cada uno
de ellos tiene su razón
de ser, su importancia, pero nosotros no vivimos sólo su
importancia sino que nos
vivimos a nosotros como si fuéramos este
mismo movimiento, este mismo
fenómeno.
Las experiencias desagradables en el terreno de las
relaciones personales pueden producirnos malestar, tristeza, enfado,
etc., como si uno fuera esa
irritación o enfado que siente. Lo mismo ocurre con las
situaciones positivas: cuando yo tengo un éxito
o algo me sale bien, la importancia que aquello me da ante los
demás o ante mí mismo me produce una
satisfacción, una euforia; entonces yo creo
ser aquella euforia y aquella satisfacción,
incluyendo una valoración superlativa de mí mismo. Después aquel
hecho pasa y sucede otro, y otro y otro. Así me doy cuenta de que lo
que creía ser en
un momento dado no es cierto, y puedo creer que soy
otra cosa. En definitiva, todas las cosas que
vivo como mi realidad, desaparecen, pasan; pero en cada situación
nueva yo me identifico nuevamente sin darme cuenta de que vivo una
posición falsa, ya que estoy prestando mi
identidad a la situación.
Aunque yo pueda identificarme con muchas cosas, todas
las identificaciones parten de una identificación original, la
identificación con la idea que tengo de mí, con
las cualidades y defectos que hay en esta idea de mí, con las
aspiraciones y reivindicaciones que hay en este yo-idea. Cuando
alguien me critica, esta crítica se siente como contraria a la idea
positiva que tengo de mí; de hecho, se trata de una idea (la
crítica) que va contra otra idea, pero como yo estoy identificado
con mi idea de mí, entonces vivo esta crítica como si estuviese
atacado yo.
Por esto la crítica, la dificultad el fracaso, el
desengaño, etc. me producen estos disgustos, estos bajones de ánimo,
de moral, porque los vivo como si yo
fuese menos, como
si yo estuviera lesionado, herido. Ésta es la identificación
primordial, la idea que tengo, de mí; y luego, esta identificación
la ensancho, la extiendo a todas las cosas que yo hago, que yo
pienso, siento, vivo, y a las
cosas que me pertenecen. Y cualquier hecho desagradable en contra de
estas cosas es causa de dolor, de enfado, de depresión.
Aquí se hace necesario recapacitar un
poco y ver qué poco sentido tiene el que,
sucesivamente, uno pase de una identificación a
otra. Se impone el enfrentarse al problema y
decirse: «si yo en un momento dado creo ser aquella idea, aquella
situación, aquel éxito, aquel personaje que estoy representando, y
luego esto pasa, y veo que yo juego a ser otra cosa..., ¿no tiene
todo esto un carácter artificial, falso? ¿Cuál es mi verdadera
identidad? ¿Quién soy yo, realmente? Porque mientras yo no descubra
quién soy yo, estaré creyendo ser otra cosa, y
estaré totalmente pendiente de lo que le
ocurra a esa otra cosa con la que me confundo».
Lo
que no soy
1.
Yo no soy el cuerpo, yo tengo el
cuerpo
El cuerpo es algo mío; no soy yo. Es algo que yo poseo,
a través de lo cual me expreso y actúo físicamente, pero yo no soy
el cuerpo. El cuerpo está sujeto a una serie de
variaciones y a través de
los años va cambiando toda su condición celular, todo su «tejido»
y, no obstante, yo sigo siendo yo. Mi cuerpo no tiene ahora ningún
elemento material de los que tenía hace 10 ó
15 años y en cambio yo sigo creyendo que yo
soy el cuerpo. Y es que realmente yo sigo teniendo la misma noción
de mí mismo, sigo siendo el mismo que cuando tenía 10 ó 20 años
menos; sé que soy el mismo sujeto, pero
el cuerpo es totalmente otro, ha cambiado completamente. Luego yo
no soy el cuerpo.
El cuerpo es algo que pasa, se transforma, y yo soy el
que estoy dando vida y animando al cuerpo; él me sirve de
instrumento físico para toda expresión en el nivel material, pero
yo no soy el cuerpo. Cuando
estoy enfermo, no soy yo el
que está enfermo, es el cuerpo; no obstante, en este caso todos nos
sentimos como si fuéramos
menos nosotros mismos a causa de esta identificación. Curiosamente,
cuando la persona consigue desidentificarse, desprenderse de esta
noción de que él es el cuerpo y puede sentirse a sí mismo aparte
del cuerpo -aunque dentro del cuerpo-, entonces las enfermedades se
manejan mucho mejor y la salud se recupera mucho más rápidamente.
Pero al estar confundidos con el cuerpo, cuando éste está mal,
nosotros creemos estar mal; si el cuerpo está disminuido creemos ser
menos, y entonces la
mente y la afectividad se crispan sobre el malestar o la deficiencia
y esta crispación no hace más que fijar, prolongar o agravar la
dolencia física.
2.
Yo no soy mis sentimientos y emociones
Toda la gama que constituye mi afectividad, estados de
euforia, tristeza, afecto, rechazo, resentimiento, ilusiones, etc.,
toda esa extensa gama afectiva, también son cosas que yo siento, que
poseo, que vivo, pero yo, como sujeto, no soy ninguna de esas cosas
que vivo, son cosas que pasan a través de mí.
Porque yo permanezco y
las cosas se van, yo sigo siendo el mismo
antes y después. Así, las cosas que pasan, las cosas que yo siento,
sean agradables o desagradables, elevadas o inferiores, no le añaden
ni le
quitan nada a mi
profundidad, al sujeto
profundo que yo soy.
Yo no soy ningún sentimiento, ninguna emoción. Yo
tengo sentimientos, yo
vivo emociones, pero
el yo que los vive es en todo momento distinto a la cosa vivida. Pero
ocurre que yo creo ser en un momento sentimiento, en otro, miedo, en
otro, ilusión, o pasión. Y porque creo ser ilusión o deseo, luego
me sentiré desilusionado o frustrado.
Si yo aprendiera a descubrir mi identidad y a vivir
anclado en esta realidad propia del yo, entonces yo viviría todos
mis sentimientos pero no quedaría afectado profundamente por ellos.
Los sentimientos estarían igualmente porque es natural que existan,
pero al no confundirme con ellos yo mantendría una serenidad y una
capacidad de manejo y de control sobre las situaciones. Disfrutaría
más de lo positivo eliminando lo negativo por la ausencia de
identificación, pero además, yo viviría más auténticamente, más
de acuerdo con la Realidad de mi propia
identidad.
3.
Yo no soy mi mente ni mis pensamientos
Yo no soy ninguno de los movimientos de mi mente. Mi
mente piensa constantemente, maneja imágenes e ideas y elabora
juicios; pero soy yo quien maneja la mente. Antes, durante y después
del proceso pensante, yo siempre soy el mismo. Yo soy el sujeto que
está detrás, y precisamente porque no soy ninguno de los
pensamientos, por esto puedo seguir pensando y puedo dejar de pensar
y seguir siendo el mismo. Pero cuando los pensamientos tienen una
vinculación con el pensamiento básico de mí mismo (el yo-idea),
entonces yo me confundo con mis pensamientos y surgen las
preocupaciones, las obsesiones, y una idea adquiere el carácter de
una realidad total, como si aquello fuera lo más importante; cuando,
de hecho, un pensamiento sólo es una
representación de algo, no es ninguna cosa
en sí, es como una fotografía de algo, no es el algo, del mismo
modo que la imagen de una persona no es la persona.
Mi identificación con las implicaciones que una idea (o
una imagen) tiene conmigo, hace que yo viva aquello como si tuviera
la máxima realidad, como si se tratara de mí mismo, de mi yo, en
lugar de ser una cosa mía. Cuando
yo tengo un traje, el traje puede mancharse o romperse, y para mí no
debe ser problema y debo poder manejar la situación de un modo
sereno, tranquilo. Aunque también es cierto que hay personas que
cuando les pasa algo a su traje, a su coche o a algo suyo, lo viven
como si se hubiera herido o manchado su yo, como si se les hubiera
aplastado el yo. Pero
una persona madura, que viva un poco centrada, debe manejar la
situación sin problema,
se cambia el traje, se limpia la mancha, etc., y su yo no
debe quedar afectado.
Yo
soy sujeto, no objeto
En otro orden de cosas más profundo, lo
que ocurre con nuestros pensamientos, con
nuestras emociones y con nuestras sensaciones físicas es muy
parecido a lo del traje o lo del coche: se trata sólo de vehículos
de expresión. Tanto mi cuerpo como mi afectividad o mi mente son
importantísimos, pero son instrumentos, no
son yo mismo. Yo no soy ninguna de las cosas
que puede ver o sentir o pensar. Yo no puedo ser nada que sea un
objeto para mi conciencia, porque yo estoy al
otro extremo de la conciencia. Soy
el sujeto que ve. Soy el sujeto que vive. No
soy el objeto percibido, sea externo o interno. Yo soy el que no se
mueve, soy un centro de conciencia inmóvil
alrededor del cual va desfilando todo; pero
yo me confundo (me identifico) con cada cosa que desfila. Y por esto
me fatigo tanto. Si yo pudiera desprenderme de esta constante
identificación con cada cosa que ocurre dentro o fuera de mí, yo
recuperaría de
golpe una vida extraordinaria, yo quedaría
libre automáticamente
de todas las cosas que me oprimen, que me preocupan, que me
obsesionan, que me hacen vivir encogido y a la defensiva. Yo me daría
cuenta de que este yo
es el verdadero sujeto de cada acto que vivo en cada momento y no
puede ser afectado por nada. Pase lo que pase yo seguiré siendo yo
en mi profundidad.
Pero este yo que yo soy aún
no sé lo que es. Como sólo vivo las manifestaciones
de este yo, o sea, mis experiencias y mis
facultades, me parece que si
les sucede algo (al contenido de mis
experiencias o a mis facultades), entonces yo
quedaré negado, disminuido, o que me ocurrirá algo malo.
Sólo cuando vea claro que estoy equivocándome
constantemente en mi actitud, al tomarme yo mismo por mis
cosas, sólo entonces estaré motivado para
tratar de descubrir quién soy yo realmente. Si no veo claro que
estoy funcionando mal, no buscaré funcionar bien. Si no veo el
problema, no buscaré su solución. Si no descubro que estoy viviendo
en el error, no buscaré la verdad. Por eso es necesario reflexionar
y darse cuenta de lo que ocurre cuando uno vive mal, ver qué es lo
que nos duele y por qué, hasta descubrir en nuestra propia
experiencia eso que explicamos; en lugar de lamentarnos, de protestar
o de huir, mirar. Adoptemos
una actitud inteligente ante las cosas que vivimos negativamente y
descubriremos que aquello que es dolor o preocupación para mí, lo
es porque yo me estoy confundiendo con algo que realmente no soy.
La
pregunta ¿quién soy yo?
Entonces, lo que se plantea es tratar de descubrir la
propia identidad. Si yo no soy nada de lo que le ocurre a mi cuerpo
(aunque todo lo que le ocurre a mi
cuerpo es mío), si yo no soy nada de lo que pueda fabricar mi mente
(aunque la mente es mía), ¿qué soy yo? ¿Cuál es mi
verdadera naturaleza, mi
verdadera identidad? ¿Quién
soy yo, realmente? Sólo cuando esta pregunta
se plantea de un modo directo, intenso, dramático, sólo entonces
uno puede empezar a descubrirlo. El camino para descubrir quién soy
yo pasa por el planteamiento sincero de la pregunta, mediante una
actitud investigadora, de querer ver, de querer descubrir quién soy.
Yo he de tener una actitud reivindicativa, de protesta correcta,
dirigida a descubrir y vivir mi verdad, la verdad de mí mismo. Y
para esto uno ha de quererlo con toda el alma.
Para descubrir la propia
verdad, la propia identidad, uno ha de obligarse a vivir cada
instante con una conciencia más clara, más exigente, de sí mismo.
Si soy yo quien está viviendo cada situación, yo
he de exigirme ser consciente, no sólo de la
situación, sino del yo que la está viviendo. He de obligarme a
ampliar la conciencia que tengo de mí y de
las cosas que estoy viviendo para que no viva sólo las cosas en su
proceso -lo que pienso, lo que siento, lo que hago o lo que me
hacen-, sino que yo esté
atento a «yo que estoy haciendo» «yo que estoy pensando», etc.,
atento al yo que es el denominador común de todos mis
actos. Mi conciencia suele vivir sólo la
mitad externa de mi experiencia y deja de vivir (está cerrada a) la
parte interna, el extremo interno de la experiencia.
Hay que estar atento a la noción que uno tiene
de sí mismo como sujeto mientras está viviendo cada cosa: «yo y lo
que hablo», «yo y lo que hago», «yo y lo que estoy escuchando»,
«yo que estoy descansando», - etc. Siempre es un yo, siempre hay
alguien que está
haciendo (lo que sea). Se debe estar consciente de toda experiencia
(lo que se hace, se percibe,
etc.) y del yo que es el protagonista de esta experiencia.
Esta autoconciencia no debe aislarnos de nada; al
contrario, significa una ampliación de mi actual conciencia de modo
que incluya al sujeto en
lugar de limitarse al objeto de
la experiencia.
Esto sólo puede practicarse correctamente cuando existe
una urgente demanda interna, y ésta sólo existe cuando uno ve que
no tiene sentido vivir constantemente en el error. Pues si yo estoy
viviendo sobre una base errónea, todas mis acciones, todas mis
valoraciones, participarán de este carácter erróneo básico. Yo
solamente podré adquirir, o recuperar, la objetividad cuando deje de
estar subjetivamente equivocado.
Lo que yo soy nunca puede ser descrito de un modo
intelectual; porque lo que yo soy no es objeto. Lo que yo soy es
algo que parece intangible. Y porque parece
intangible frente a las experiencias concretas y tangibles que
vivimos, por eso no le prestamos
atención, y quedamos «amarrados» a cada una de las experiencias. Y
no obstante, este yo que parece intangible,
que parece una abstracción, este yo es la fuente de donde surge toda
experiencia; es la fuente de donde surge toda mi energía, toda mi
capacidad de lucidez y de comprensión, toda mi capacidad de afecto y
de felicidad, todo surge de este núcleo que yo soy.
Así este núcleo es lo más intenso, lo más
rico que existe, ya que toda mi vida,
por espléndida que pueda ser (o que pudiera llegar a ser), no será
más que una expresión parcial de
este yo que soy.
No existe ninguna cualidad básica que me venga dada del
exterior; no hay ni un poco de voluntad que
me venga del exterior; no hay ni un poco de felicidad,
ni un poco de inteligencia
(o comprensión) que me vengan del exterior.
Del exterior me vienen estímulos y datos, pero es mi
respuesta, mi actualización frente a estos
estímulos, datos o situaciones, lo que produce el desarrollo de las
facultades. ¿De dónde surgen pues estas capacidades, estas
cualidades básicas? Salen del núcleo central,
surgen del yo, de este sujeto, de esa
identidad profunda.
No podemos describir qué es este yo, pues describirlo
sería dar un contenido delimitado, objetivo, a lo que es
esencialmente sujeto, lo cual
sería una contradicción. Pero todos podemos intuir
que se trata
de lo más
importante de nuestra vida. Y lo
intuimos; una prueba de que lo intuimos es
que la palabra yo es
la que más pronunciamos a lo largo de
nuestra vida. Pero estamos pronunciando la palabra sin
saber a qué corresponde. Es como si
percibiéramos el aroma pero sin ver la flor que desprende el aroma.
Sentimos una resonancia de
algo importante cuando decimos yo, pero
no vivimos la fuente de donde surge esta resonancia.
Efectos
del trabajo de autoinvestigación
Cuando se trabaja en serio, planteándose constantemente
la obligación de mantener la autoconciencia en cada instante, eso va
produciendo la progresiva desidentificación de los fenómenos que
vivimos. Al cabo de un tiempo de practicar este ¿quién soy yo?, no
como una fórmula mental que se repite mecánicamente sino tratando
de buscar, de ver, de sentir, de descubrir con toda nuestra capacidad
de percepción, este yo profundo que está viviendo la experiencia de
cada momento, uno se desprende de lo que ocurre, de lo que sucede.
Esto va liberando a la persona de cargas inútiles, de
preocupaciones, y al mismo tiempo desarrolla una noción de mayor
fuerza interior, mayor claridad, mayor decisión, y sobre todo un
sentido amplio, profundo y claro de sí mismo.
Eso es algo que no
puede ser dado por nada exterior, sino que se
manifiesta de un modo espontáneo cuando le quitamos las cosas que le
hemos puesto encima: las identificaciones. Entonces se descubre el
yo; y descubrir quiere
decir quitar lo que lo cubre; quiere
decir quitar todas las cosas que yo estoy creyendo ser, quitar las
falsas identidades producidas por identificación. Cuando yo voy
tomando conciencia de mí en
relación con cada cosa que vivo, estoy
quitando una
identificación que allí existía; y sólo
por este hecho se va produciendo una liberación interior. Así, este
procedimiento, esta exigencia, conduce ya durante el camino a unos
resultados magníficos.
A medida que uno se acerca más
y más a este centro –y uno se acerca al
centro a medida que se va desidentificando de la periferia-, crece
este resplandor interior, aumenta el sentimiento de grandeza y la
fuerza interna se hace más y más patente, y es como si toda la vida
de uno se transfigurase, cambiase. La experiencia de la Realización
auténtica del yo central no es para ser descrita. Baste con indicar
la razón de ser de este trabajo y apuntar esas señales que nos
indicarán que estamos progresando por el camino correcto.
Muchas personas temen que al desidentificarse su vida
pierda sabor, calor, pierda humanidad: «si yo me desprendo de mis
sentimientos, si no me identifico con las situaciones, con las
personas, quizá me convertiré en alguien frío, insensible,
indiferente»; éste es su razonamiento. La verdad es que nadie por
hacer este trabajo se ha convertido en insensible o indiferente. Las
personas que son insensibles o indiferentes lo son no porque hayan
buscado su yo, sino porque se han cerrado a vivir realmente unas
experiencias, porque han bloqueado su capacidad de respuesta, porque
no se han arriesgado a vivir valientemente las experiencias de la
vida. Entonces estas personas se enfrían, se insensibilizan
artificialmente porque se rodean de una muralla y no se abren a la
experiencia, no la viven profundamente; y al no vivirla profundamente
no pueden ahondar ni descubrir
qué hay en el centro.
No creamos que nos convertiremos en personas frías,
apáticas, indiferentes o menos humanas. Viviremos realmente más
independientes pero no menos sensibles. No nos afectarán tanto las
situaciones pero las comprenderemos mejor. No estaré tan apegado a
las personas pero, en cambio, me sentiré más cerca que nunca de su
interior. Adquiriremos una auténtica libertad e independencia pero
al mismo tiempo una
mayor conciencia de proximidad interior con todo y con todos.
Éste es el síntoma del progreso: poseo una mayor
conciencia de comunidad, de comunión interior con los demás, y a
la vez respeto más su
libertad, su independencia. No deseo poseer a la
persona, no le exijo que me dé afecto ni obediencia a cambio de mi
afecto o de mi obediencia;
dejo al otro libre porque yo también me siento libre. Y éste es un
signo de madurez. La persona va viviendo cada vez
más una presencia interior que le da una paz profunda, una fuerza y
una claridad que le posibilita poder desprenderse de los demás sin
ningún
problema, y eso, entonces, la convierte en
persona capaz de vivir con los demás para
aportar, para hacer, no para retener, no para exigir o utilizar a los
demás. Es realmente un camino auténtico de realización interior.
12.
LA RELACIÓN HUMANA
Conflictos
en la relación humana
Además de la necesidad natural de intercambio social
y de las necesidades
ineludibles de la convivencia, la relación humana es un medio
extraordinario de expansión y enriquecimiento, de autoexpresión
creativa y de servicio. La relación humana debería ser para
nosotros una fuente de satisfacción constante, de bienestar y de
plenitud. Y es un hecho frecuente el que la relación humana se
convierta en fuente de preocupaciones, de disgustos, de conflictos.
Recapacitemos para ver qué es lo
que no va en la relación humana. No basta
con decir que lo que no va son los demás. En realidad si hay algo
que no va es nuestro modo de vivir la relación; porque si queremos
cambiar algo pero esperamos que sean los
demás los que cambien, más vale no
esperarlo. Si existe alguna posibilidad de cambiar algo, será en lo
que nosotros podamos cambiar.
Las
actitudes erróneas
La relación humana funciona mal, es tan poco
satisfactoria porque existen en nosotros unas actitudes erróneas,
las cuales pueden resumirse en seis.
1ª°
actitud errónea. En la relación humana yo
estoy esperando algo de la otra persona; estoy esperando algo que me
favorezca, quizá su aprobación, su
aceptación, su alabanza o su admiración.
Siempre espero ser bien acogido, espero que lo que yo diga o haga sea
aceptado o que mi simple presencia sea reconocida por
el otro como algo valioso.
2 a actitud
errónea (que se manifiesta más en unas
personas que en otras). Es que yo,
a veces, utilizo al otro para afirmarme en
él, sea tratando de imponer mi autoridad o mi criterio, utilizando
de algún modo al otro para
la afirmación de mi superioridad sobre él. Quiero que los
demás acepten lo que yo pienso o que hagan algo
que yo considero que hay que hacer. En unas personas este rasgo
activo es más importante que el pasivo (el 1°), y en otras personas
es lo contrario, lo que predomina es el esperar de los demás, y
raramente tratan de desarrollar un rol activo de imposición, de
autoridad o de superioridad intelectual.
3ª actitud (ésta sí es
común a todas las
personas). Yo estoy
normalmente comparando a la persona con la idea que yo
me hago de cómo
debería ser esta persona. A mí me gustaría
que las personas fueran de un modo determinado. Que tal persona
tuviera unas cualidades, un modo de ser X; y como yo estoy esperando
eso y veo que la persona no responde a este ideal, entonces yo me
lamento de su modo de ser. O sea, que los defectos que yo encuentro
en una persona no son
defectos en sí, son defectos sólo en
relación con la idea que yo me hago de cómo debería ser. En
definitiva, yo no vivo nunca a la persona como ella es
por sí misma, pues en mi mente la estoy
comparando siempre con un modelo. Y eso ocurre con las personas que
yo trato en mi vida
íntima, en mi vida familiar y en la relación
social y profesional.
Tratemos de ver si esto es así. Pues no basta leer una
lista de actitudes erróneas si uno no las identifica luego en su
vida diaria.
Veamos si los defectos que encontramos en las personas son realmente
defectos o si sólo lo son en relación al modelo que nos hacemos de
ellas. Si nosotros no comparásemos, si nosotros simplemente
tratásemos de contactar con la persona tal
como es por ella misma, en sí misma, sin
compararla con nada ni con nadie, entonces descubriríamos una
persona totalmente nueva.
4ª actitud. También es
erróneo el tener de las personas una idea
fija. La idea que yo me he hecho después de
algunas veces de tratar con ella; idea basada en su
apariencia y en su modo habitual de actuar.
Esto fija un clisé
(o clisés) en mi mente y le hago una especie de ficha, quedándome
con esta ficha para siempre; y para mí, aquella persona es aquella
ficha y no otra cosa. O sea, que estoy interpretando siempre lo que
hace la persona en función de la idea que me he hecho de ella. Ya no
trato con una persona sino con la idea que tengo de ella.
5ª actitud. Las actitudes
enumeradas proceden básicamente de otra actitud, oculta, que las
resume. Es la de que, en el fondo, yo no
me intereso para nada por la otra persona.
Sólo me intereso por lo que aquella persona puede aportarme a mí,
por lo que pueda darme, o ayudarme; por lo que
pueda darme de afecto, de información, de oportunidad económica, de
prestigio, o de lo que sea. Y si yo no me intereso por la persona en
sí, es muy difícil que
tenga una buena relación con la persona,
pues la estaré evaluando
constantemente por las cosas que me da o que no me da.
6ª actitud. Otra actitud
errónea y que parece correcta es la actitud de querer ayudar y
proteger a los demás. Esta actitud -aunque puede ser muy buena- es
errónea cuando detrás de ella existe la idea de sentirse mayor que
el otro, más bueno, más fuerte, más importante, etcétera.
Estas actitudes erróneas son las que envenenan la
relación humana; son la causa de toda clase de conflictos, de
tensiones, de recelos, de desilusiones. Cuando yo estoy mirando o
interpretando al otro en razón de una escala de valores, y sólo
prevalece lo que me interesa a mí, lo que yo
pueda recibir en un sentido u otro, entonces
no hay relación humana posible, hay explotación, hay conflicto,
utilización, oposición, hay la lucha para ver quién da más por
menos. Es muy importante descubrir nuestra actitud básica:
¿realmente me estoy relacionando con alguien o con algo
de alguien?
Solución
a las actitudes erróneas
La clave para solucionar estas actitudes erróneas, para
edificar nuestras relaciones sobre una base más auténtica, se
podría resumir en dos puntos.
En primer lugar, no debo apoyarme nunca en nadie, debo
aprender a desarrollar una plena independencia interior. Y en segundo
lugar, debo aprender a interesarme de veras por el otro, por él
mismo como persona; no por sus cualidades o por su situación, por lo
que me pueda dar o yo le pueda dar, sino por él mismo.
Examinemos esto, pues aquí está la clave para que
nuestro mundo de contacto humano pase de ser algo conflictivo y quizá
peligroso a ser una cosa estupenda.
1. En el primer punto, decimos que debemos aprender a
vivir con independencia interior, sin depender de nadie. ¿Qué
quiere decir esto? Quiere decir que yo no he de sentirme más
yo por nada exterior; mi propia seguridad,
realidad, confianza o bienestar interior no debe depender de que los
demás me digan que valgo, que me admiran, que me necesitan (o de que
no valgo, no me admiran, etc.).
Yo debo aprender a desarrollar una conciencia de mí
basada en mi propia capacidad de ser, de vivir, de expresar; yo no
debo apoyarme en la opinión de los demás, en el afecto de los
demás, en la ayuda de los demás, yo he de apoyarme sobre mis
propios pies. De tal manera, que aunque los demás no reconozcan mi
valor -el que yo pueda tener-, o me nieguen determinadas cualidades,
o me critiquen, o me dejen de lado, yo no me sienta disminuido en
nada, porque realmente no se me disminuye en nada.
El que las personas me alaben o no, me valoren o no, eso
en mi interior no me
añade ni me quita nada. Yo sigo siendo el mismo, sigo teniendo el
mismo valor intrínseco. Es sólo porque yo me he acostumbrado a
creer que soy lo que los demás dicen que soy, que estoy pendiente de
su opinión y de su actitud. Es porque yo no he descubierto mi propia
realidad de ser, por lo que creo ser cuando
los demás me dicen que sí
soy -y soy en la medida que soy inteligente,
bueno, fuerte, hábil, etc. Yo he de poder hacer este traslado
de la valoración de mí que depende de mi
cotización exterior a una toma de conciencia directa de mi propio
ser, de mi propio yo, el cual es la fuente de todo el dinamismo de mi
personalidad.
Sólo cuando se hace este trabajo, día tras día,
momento tras momento, sólo entonces es cuando uno puede estar con
las demás personas sin depender de ellas en el sentido de esta
afirmación interior, pues exteriormente
todos dependemos de todos.
Exteriormente, en todo momento conviene que los demás
tengan una buena opinión de nosotros. Es lógico que yo haga unas
determinadas cosas (pues tengo unas obligaciones respecto a los que
me rodean), y también que yo espere el cumplimiento de unas
obligaciones tácitas que la convivencia trae consigo. Pero una cosa
es esta dependencia en el tejido externo de nuestra existencia y otra
cosa es la dependencia interior de creerme o sentirme feliz o
desgraciado según sea el modo de conducirse de los demás. Esta
distinción es muy importante: interiormente he de ser y sentirme
independiente; exteriormente yo estoy vinculado con todas las
personas. Y sólo sobre esta base de solidez e independencia interior
podrá estructurarse una auténtica relación productiva,
constructiva, humana, con los demás.
Existe una noción equivocada cuando se dice: «yo me
siento más yo en la medida en que los demás me comunican cosas o yo
me comunico con los demás». La realidad interna como sujeto debe
descubrirse directamente en sí mismo, y se descubre más a través
del dar que del recibir. Cuando yo soy activo en relación al mundo,
cuando estoy en una actitud centrífuga, irradiante, es cuando yo
tomo una conciencia más directa de mi foco de energía interior, más
que cuando estoy en actitud de recibir. También puede hacerse al
recibir, pero generalmente al recibir estoy tan pendiente de
la cosa que recibo que no vivo en profundidad
el acto en sí de
recibir, que es lo que me daría conciencia de sujeto.
Hay que conseguir esta fuerza por la cual yo
interiormente no espero nada de nadie. No porque esté desengañado,
o desanimado, o desilusionado, no; sino porque sé que nadie puede
añadirme ni un poquito a la realidad que yo soy, ni nadie puede
quitarme nada de la realidad que yo soy. Pero eso sólo lo sé cuando
descubro, cuando tomo conciencia directa de lo que soy
intrínsecamente, cuando vivo la realidad de mi ser en mi experiencia
diaria.
Cuando no dependo de nadie es cuando puedo empezar a
amar a alguien.
A amar de verdad. Porque cuando dependo de alguien, y amo a quien me
va a favor, a quienes me ayudan o me dan algo de lo que necesito, ese
amor es muy poco amor, es una versión infantil del amor; es el amor
del niño pequeño que se condiciona afectivamente hacia la persona
que satisface sus necesidades. El niño pequeño vive unas
necesidades pequeñas y nosotros los adultos vivimos unas necesidades
mayores, pero el procedimiento es el mismo si sólo amamos a las
personas que son útiles para nosotros. Es sólo cuando no dependo de
nadie cuando yo puedo amar, porque amar es dar, amar es esta
exteriorización gratuita de mí mismo hacia la otra persona;
gratuita, sin que esté condicionada a nada. Amo cuando estoy
deseando que la otra persona viva su propia
realidad, alcance su propio bien, su bienestar,
su plenitud. Es esta buena voluntad hacia el otro sin esperar nada a
cambio. Esto es amor.
2. El segundo requisito es que uno se interese por el
otro por él mismo. Eso quiere decir que yo me dé cuenta de que el
otro es alguien. Alguien
que está viviendo una vida, que tiene un mundo interior de
conciencia, de sentimientos, de voluntad, de deseos, de aspiraciones.
Alguien que está viviendo exactamente como vivo yo; que tiene en su
interior los mismos valores que yo veo o intuyo en mí, alguien que
por lo menos es tan importante como yo. Que yo trate de penetrar en
este modo de ser, de sentir, de vivir, de desear, de temer, del otro.
Porque al penetrar en ese modo de vivir del otro estoy descubriendo
un valor genuino, auténtico, que es el mismo valor que yo vivo como
valor en mí.
Cuando soy
capaz de interesarme por el otro por él
mismo, sin juzgarlo, sin compararlo, sin relacionarlo (en más o en
menos) con mi propia escala de valores, cuando soy capaz de vivir al
otro simplemente tal como es, entonces se produce en mí una
renovación de mi propia conciencia de ser, una expansión en cuanto
al modo de ser y una activación en mi capacidad de expresarme en
relación a un modo nuevo de ser; o sea, que se produce en mí un
auténtico descubrimiento, una verdadera expansión interior.
Además, cuando yo me intereso por el otro y empiezo a
percibir sus modos de ser, es cuando yo estoy en condiciones óptimas
para comunicar con el
otro, porque puedo hablar su lenguaje y adaptarme a su modo de sentir
y de pensar sin defender ninguna posición mía, sin querer influirle
tendenciosamente de ninguna manera. Se trata simplemente de una
compenetración, una participación interior.
Cuando yo no estoy buscando nada del otro ni pretendo
utilizarlo, entonces el otro se siente seguro, libre de cualquier
amenaza, tranquilo. Y entonces es capaz de abrirse un poco más, de
ser un poco más sincero, de entregarse un poco más. Y ésta es la
mejor ayuda que podemos dar a una persona; no consiste en darle
«productos» sino en estimularla para que sea más ella misma y se
exprese tal como es, para que exprese su verdadera naturaleza.
Cada
uno debe ser él mismo
Esta es una buena consigna para todos aquéllos que
quieren ayudar a otros, sean padres que quieren ayudar a sus hijos,
sean superiores que quieren ayudar a sus empleados, etc., que el modo
de ayudar a los demás no consiste en decirles lo que han de hacer
sino en tener una actitud que estimule al otro a ser más él mismo,
a expresarse con más libertad, a que dé salida a sus capacidades
naturales ejercitando su propio talento, su libertad y su posibilidad
de equivocarse. Pues cada vez que le queremos ahorrar a una persona
esta posibilidad de equivocarse y nosotros intentamos -para su bien-
sustituir su propia capacidad de elección, de tanteo, de búsqueda,
no le hacemos un bien sino un mal, porque el descubrimiento de uno
mismo en todas sus facetas es algo intransferible, es algo que cada
cual ha de vivirlo de primera mano, por sí mismo.
El problema de los educadores está en que viven
pendientes de las personas que están a su cargo, y cuando el que
está a su cargo sufre, ellos
también sufren (por un proceso de identificación). Y quieren evitar
todo riesgo, toda inseguridad a los que
están a su cargo; con esto, de hecho les incapacitan para que puedan
aprender a discernir, a reaccionar y a ser fuertes ante las cosas
desagradables. Los educadores deberían ser personas que estimularan
la capacidad de ser y de hacer de los demás, que sugirieran, que
dieran información, pero que nunca impusieran, que nunca
sustituyeran la capacidad de acción y de elección de los demás.
Esto, naturalmente, tiene unos límites. Cuando el niño
es muy pequeño, los mayores tienen que sustituir (en parte o
totalmente) su pequeño
conocimiento, su falta de discriminación; pero a medida que el niño
crece deberían ir retirando esa tutela, esa sustitución, para que
el niño adquiriese su propia capacidad (en todo).
Para
que los demás nos entiendan
Cuando yo hablo
con una persona, con el deseo lógico de ser entendido por ella, debo
partir de su modo de ser y de pensar. El otro sólo puede entenderme
en la medida en que puedo enlazar lo que ya conoce con algo nuevo. Si
lo que le digo es algo totalmente extraño a lo que conoce, no podrá
entenderme porque no podrá relacionarlo con nada. Por lo tanto, si
yo quiero que una persona me entienda, he de tratar primero de
entenderla a ella. Y sólo manteniendo por un lado esto que entiendo
de la persona, de su modo de ser, de pensar, de sentir, y por otro
lado lo que yo quiero decir (o sea, las dos cosas a la vez), sólo
así podré establecer el puente, el nexo, el modo de expresión
correcto para que la otra persona me entienda.
No basta con que una cosa sea muy clara para mí para
que sea entendida por los demás. Hay que darlo justo en la dosis, en
la medida, en el lenguaje y en la forma en que el otro pueda
entenderla. Cuando nos expresamos hemos de mirar hasta qué punto,
nosotros intentamos adaptarnos al otro, o si estamos exigiendo que el
otro se adapte a nosotros. Si cuando hablamos los demás nos
entienden con facilidad, es que conseguimos esta adaptación al modo
de ser del otro. Pero si los demás nos entienden con dificultad o no
nos entienden, no digamos que ellos son tontos, más bien será que
nosotros no sabemos adaptarnos a su modo de ser. De dos personas que
hablan siempre es la más inteligente la que primero se adapta al
modo de ser del otro.
En la relación humana no hemos de perder la atención a
la presencia del otro. En la
medida que yo me sienta en contacto con la
persona, dándome cuenta que estamos compartiendo algo común, un
deseo de crecer, de expansión, de descubrir cosas, de ser más
nosotros mismos, etc., en la medida en que yo viva mi
propia conciencia profunda y al mismo tiempo
me dé cuenta de que la otra persona es eso
mismo, en esta misma medida mi forma de
hablar será más adecuada, más eficaz, más fácilmente
comprensible y aceptable por
la otra persona. Frecuentemente ocurre que cuando nosotros queremos
decir algo a alguien, estamos tan preocupados por la cosa
que queremos decirle que nos olvidamos del
alguien. Nos crispamos
sobre la cosa y olvidamos a la persona. Por eso, yo
he de mantener este estado interior, esta
conciencia de sintonía mientras hablo, y esto dará una adecuación
y un calor a mi expresión,
la cual llegará fácilmente al otro.
El
contenido de la comunicación
Cada persona al hablar tiene razón; y tiene razón
aunque a veces creamos que lo
que dice aquella persona es un disparate. Aquello es un disparate
sólo desde un punto de vista; sin embargo, aquella misma cosa puede
estar justificada y ser correcta desde otro punto de vista. Para
poder llegar a una relación armónica yo he de poder situarme en el
punto de vista del otro y a la vez en el mío.
Hemos de aprender a descubrir que las personas cuando
hablan generalmente no quieren decir lo que dicen. Lo que la persona
dice es sólo una minúscula parte de lo que quiere decir. La persona
cuando habla no sólo está comunicando unas ideas sino que se
está comunicando ella, toda ella, con todo
su modo de ser y estar; por lo tanto, está comunicando sus
problemas, sus necesidades, sus miedos, y la frase que dice o
defiende es sólo un símbolo de algo mucho más rico. Y cuando
nosotros nos contentamos con recoger sus palabras contestando sólo
al sentido intelectual de ellas, no nos extrañemos de que la otra
persona no se sienta contestada, pues realmente no hemos contestado a
la persona, hemos contestado a una frase o a una idea.
Contestar a una persona requiere que yo esté atento a
ella, sin separar nunca las palabras de la persona que las está
pronunciando; y que me dé cuenta de que detrás de las palabras hay
algo, hay una intención, hay una demanda, una necesidad, y yo he de
poder entender intuitivamente las palabras en función de esta
necesidad interior. Entonces descubriré el verdadero significado, la
verdadera intencionalidad de las palabras, y sólo contestando a la
intencionalidad la persona se sentirá contestada.
Al fin y al cabo, esto no es ningún misterio. Si nos
tomáramos la molestia de examinarnos mientras estamos hablando, esto
lo descubriríamos a cada momento, porque cuando hablo, lo que digo
intenta expresar muchas más cosas de las que digo realmente. Porque
lo que expreso es el resultado de un modo de pensar, pero también de
un modo de desear, de vivir; lo que digo lleva toda una dinámica
interna, y la verdadera perspectiva de las palabras que digo está en
esta dinámica que existe detrás de ellas.
En general, las personas buscan su propia seguridad, su
tranquilidad, su afirmación. Y ésta es una demanda constante,
consciente o inconsciente. Yo he de darme cuenta en qué medida
respondo realmente a esta demanda, porque si yo no respondo a ella no
debe extrañarme que los demás se alejen de mí o me consideren
raro. El problema está en que la otra persona espera su afirmación,
y si yo también estoy esperando mi afirmación, entonces hay un
choque de demandas de afirmación Cuando yo no espero mi afirmación
es cuando puedo ayudar a esa demanda del otro sin esfuerzo.
La consigna es mantener una auténtica independencia
interior trabajando la conciencia clara de sí mismo en la vida
diaria y, a la vez, interesarse de veras por el otro, como persona,
en sí mismo, sin compararlo con nada ni con nadie; por él mismo,
tal como es, como si cada encuentro fuera una aventura, un constante
descubrimiento.
SEGUNDA PARTE
13.
REALIDAD, DIOS, EXISTENCIA
A
modo de introducción y de resumen
Entramos ahora en una fase que podríamos llamar de
transición entre lo psicológico y los niveles superiores,
espirituales. Pero primero convendrá examinar brevemente qué
queremos decir al hablar de espiritual como distinción de lo
psicológico.
Hasta ahora hemos visto que se produce en nosotros toda
una fenomenología de estados interiores, de actitudes frente al
mundo, de conflictos y de ajustes; también hemos indicado unas
técnicas para movilizar las energías interiores y nuevas actitudes.
Es decir, hemos estado tratando de todas estas zonas de la
personalidad que cambian, que
evolucionan. Esto es
lo que nosotros vivimos de un modo más consciente, las ideas sobre
las cosas, los afectos, sentimientos, valoraciones, tendencias. Todo
este mundo es, evidentemente, muy importante; pero es muy
importante sólo para la persona que no vive
más que esto, pues el ser humano tiene unas dimensiones más
profundas que este aspecto fenoménico.
Anteriormente ya hemos hablado del yo central, de la
identidad profunda del hombre, y vimos que de allí surge toda esa
fenomenología, todo lo que vivimos en nuestros estados de conciencia
y en las situaciones cotidianas; vimos que todo son manifestaciones
del centro más íntimo, más profundo de nosotros mismos, que es el
que propiamente merece ser llamado yo. Llamamos campo
psicológico a todas las manifestaciones que
surgen de este yo en
su contacto con el mundo exterior, con todos los desajustes y
reajustes que se producen en esta inter-acción. En cambio, cuando
nos dirigimos a buscar la esencia que es causa
de estos fenómenos, entonces entramos en un
terreno que llamamos espiritual.
Por lo tanto, nosotros entendemos lo espiritual en una
acepción muy amplia, en un sentido equivalente a
esencia. No seguimos aquí ninguna escuela ni
confesión espiritualista determinada ni tampoco nos oponemos a
ninguna; nosotros tratamos estos temas a nivel de esencias, a nivel
de principios primordiales, y, en consecuencia, pueden ser aceptados
por cualquier
persona, sea cual sea su modo particular de pensar.
Los
tres aspectos de la realidad
El enfoque analítico a nivel de esencia puede
plantearse del siguiente modo:
Nosotros vivimos una multiplicidad de estados, vivimos
constantemente cambios; cambios
dentro y fuera de nosotros mismos. El mundo se mueve, cambia, se
transforma, y yo (con el mundo) también me muevo y me transformo.
Pero hay algo en mí que mantiene una identidad permanente, que
manifiesta una misma naturaleza, algo que yo
sigo intuyendo como idéntico y que llamo yo;
Yo como realidad última de mí mismo.
Esta noción de realidad a la que llamo «yo» tiene una
curiosa semejanza con la noción de realidad que yo percibo y
atribuyo al mundo que me rodea. Si existiera sólo lo cambiante yo
percibiría únicamente este carácter de cambio, pero no percibiría
una constante de realidad detrás
de lo que cambia. Esta intuición que tengo de realidad detrás de
las personas, dentro de ellas, dentro de las cosas, dentro de la
naturaleza y de todo cuanto existe, tiene una notable semejanza con
la realidad con que yo me vivo a mí mismo a pesar de todos los
cambios que se producen en mi mente y en mi
cuerpo. Vemos, pues, que hay una doble noción de realidad: 1) una
noción de realidad que yo vivo en primera persona y que llamo yo;
y 2) otra noción de realidad que yo percibo como externa a mi cuerpo
y que llamo mundo, o
sociedad, o naturaleza (según sean los
aspectos a que me refiera).
Pero la noción de realidad no acaba ahí. Existe
todavía otra noción de realidad que para nosotros -y para la mayor
parte de personas- es muy importante. Y es la realidad con que
valoramos lo que llamamos valores
trascendentes. La noción de belleza
universal, la noción de justicia, de orden, de poder, de
inteligencia, de mente universal; algo a lo que podemos llamar Dios,
Divinidad, Absoluto, Lo Trascendente, etc., el nombre que queramos,
pero que siempre, para todos, tiene un carácter Superior y una
calidad igualmente superior a lo
que percibimos habitualmente. Y a esa calidad superior, por
tenue que sea, le atribuimos también una noción
de realidad que para
nosotros es muy importante.
Cabe preguntarse si se trata de tres nociones de
realidad, de tres realidades distintas: yo,
mundo, Infinito (o Absoluto); o
si se trata de una sola realidad que
percibimos a través de tres vías distintas: una vía interior a la
que llamo yo (o que me conduce a lo que llamo yo); una vía exterior
que a través de los sentidos me conduce a lo que llamo no-yo,
mundo, naturaleza; y otra vía distinta (muy
tenue, pero que de algún modo situamos hacia Arriba) a la que
llamamos Lo Superior.
Lo
espiritual, algo experimentable
Lo espiritual como objeto de creencia
puede modificar en cierto grado nuestros
valores e influir en nuestros esquemas de conducta relacionados con
nuestra vida diaria. Pero lo espiritual sólo empieza a ser algo
realmente revolucionario en nuestra vida cuando pasamos de la
creencia a la experimentación de ese algo Superior.
Por lo tanto, aquí no vamos a proponer ninguna creencia
sino que más bien vamos a partir de esta intuición de realidad que
ya se posee, e intentaremos convertir esto que hasta ahora es sólo
una intuición o una aspiración en algo experimental, en algo que
penetre activamente en nuestra vida, y que sea algo tan concreto,
intenso y real como puedan serlo las cosas más concretas de la vida
cotidiana. Lo espiritual empieza a ser realmente importante cuando es
operativo en nuestra vida diaria; no cuando es sólo objeto de una fe
o una creencia. La fe y la creencia son puntos de partida; pero
mientras uno se quede en el punto de partida no llegará a su
destino. Si existe una realidad espiritual, si existe una identidad
profunda, algo que está detrás de esa intuición o aspiración que
tenemos de algo esencial, esta realidad la hemos de realizar en
nuestra propia experiencia humana. Pues si nosotros no podemos
realizar esa Realidad, entonces no será realidad para nosotros, y
por lo tanto no será operativa en nuestra vida, tendrá poco valor.
Trataremos ahora de esa Realidad Trascendente y
dejaremos para más adelante el tema del mundo exterior como
Realidad. Para ello, vamos a ver qué podemos hacer en relación con
esta Realidad trascendente, llamémosla Dios, o Mente Universal, o
Infinito, o como queramos, el nombre no es lo más importante, sólo
es un símbolo. Y precisamente lo que nos interesa es pasar del
nombre a la Realidad nombrada, del símbolo a la cosa significada.
El
Yo Absoluto, fuente de toda la existencia
La primera característica que observamos de esta
Realidad trascendente es que tiene, en relación a la existencia, los
mismos atributos que tiene el Yo profundo en relación a nuestra
personalidad.
Anteriormente decíamos que: a) todo lo que desplegamos
en nuestra vida, la energía, inteligencia, amor, estado de
conciencia, es el resultado de algo que surge de dentro al contacto
con el exterior; y todo lo que está desplegado es lo que constituye
nuestra personalidad tal como la vivimos ahora; b) el origen de todo
lo que aparece en el campo fenoménico está en el centro, en el
núcleo profundo que llamamos yo, que intuimos con la noción del yo.
Este yo es la fuente de donde surge toda nuestra capacidad de vivir.
Pues bien, este principio del yo como fuente de toda
nuestra personalidad es el mismo atributo esencial que intuimos en
eso que llamamos Trascendente, Dios, etc., en relación con todo lo
que existe. Todo lo que existe surge (de alguna manera) de una
Fuente, de un Origen, de una Inteligencia, de un Poder. Es expresión
de esta Inteligencia y de este Poder. Diríamos que este Absoluto es
el Yo Absoluto de esa Personalidad Cósmica que es todo cuanto
existe.
En consecuencia, todo cuanto existe es expresión de la
naturaleza profunda de este Yo Absoluto que es Dios. Así, toda la
energía que yo soy capaz de percibir en el Universo, esa energía es
expresión de este Yo Absoluto; toda la inteligencia que se
manifiesta en todo lo que existe no es más que una expresión de la
Inteligencia Absoluta de Dios, y todos los estados de gozo, de
felicidad, de alegría, de amor, de belleza, de bondad imaginables,
son expresión universal de esta Fuente Absoluta que es a su vez gozo
y felicidad absolutos.
Esto es, de hecho, lo que nos dicen las grandes
tradiciones religiosas e incluso las tradiciones filosóficas
espiritualistas. Pero una cosa es que las religiones y la filosofía
nos digan que el Principio Absoluto (o el Ser en sí) es la fuente de
todas esas cualidades o atributos, y otra cosa es el que nosotros
saquemos las consecuencias prácticas que se derivan de estas
afirmaciones.
Este Yo Absoluto es Inteligencia, Poder y Felicidad. Es
lo que en el lenguaje cristiano se expresa diciendo que Dios es
Omnipotente, es Omnisciente (que es Inmenso y está en todo lugar) y
es el Amor Absoluto. Y en el lenguaje oriental se dice que la Esencia
del Ser es Sat-Chit-Ananda. Sat significa Existencia absoluta, Chit,
Conocimiento absoluto, y Ananda, Felicidad o Beatitud absoluta.
Dios
como Poder Absoluto
De esto se derivan unas consecuencias muy concretas que
trataremos de analizar. Si Dios es el Poder Absoluto, eso quiere
decir que todo poder, todo, sea cual sea su forma de manifestación,
su grado, su nivel, es expresión de este único Poder. Esto, en
lenguaje evangélico, queda expresado en la frase que dice: «ni una
hoja de un árbol cae sin la voluntad del Padre». O sea, se da
precisamente el ejemplo de una cosa que parece muy pequeña,
insignificante, para destacar que, como consecuencia de unas leyes
(biológicas, de gravedad), incluso esto ocurre por voluntad
explícita, activa, actual, del Ser Absoluto.
Dios, el Ser Absoluto, es el Poder Absoluto; no existe
otro poder. Por lo tanto, todo el poder que yo pueda intuir en las
personas, en el universo, en las fuerzas de la naturaleza, en las
circunstancias (sean cuales sean), es expresión de este único
poder. Todo el poder que yo tengo, todo el
poder que yo soy como realidad central, está
siendo expresión actual de este único poder. Sólo
hay un Poder. Y este Poder se expresa en mí
y se expresa en todo.
Pero ocurre que yo vivo con la noción de que yo soy un
poder enteramente distinto del poder de las demás personas, del
poder de la naturaleza y del poder del universo. Y porque creo que yo
soy un poder aparte de todo, yo estoy tratando siempre de proteger
este poder de los demás poderes; tiendo a estar a la defensiva o
trato de atacar, si es preciso, para defender mi integridad, mi
realidad, mi ser; porque parto de esta visión fragmentada y múltiple
de poderes, estoy viviendo en guerra con todo lo demás. En cuanto yo
me dé cuenta de la significación real de que sólo hay un Poder, y
que este Poder proviene de la única Inteligencia Absoluta, también
me daré cuenta de que yo no me he de defender de ningún otro poder,
pues no hay ningún poder opuesto a mi
Realidad, ya que el mismo poder que me está
dando vida, existencia, que está manifestando mi ser, es el mismo
poder que está haciendo ser al otro, y al otro, y a todo lo que
existe. Mientras yo viva en la conciencia separada, pequeña,
superficial, yo necesitaré defender esta pequeña personalidad de
todos los poderes que aparecen como externos, múltiples y opuestos.
En el momento en que yo en mi conciencia pueda sintonizar mi noción
de ser con la noción
de Poder Absoluto, en el momento en que mi mente se ponga en línea
relacionando mi yo con el Tú Absoluto que
es Dios, en este momento mi conciencia estará en armonía completa
con la profunda Realidad de todo lo
que existe, el Poder Absoluto, Dios como
Poder. Y en la medida en que yo me mantenga en
sintonía interna de mi propio ser, que es el Poder Absoluto, no
habrá ningún poder que pueda estar contrapuesto a esta conciencia
de Realidad que yo tengo de Dios. Desaparece toda posible oposición,
desaparece toda noción de lucha, de conflicto. Entonces yo realizo
en mi conciencia la unidad entre mi poder y
el Poder Absoluto, entonces yo estoy automáticamente en armonía con
el Poder único que Existe, que Es y que se manifiesta a través de
todo.
Ahí es donde se ve la
diferencia entre una idea, una intuición o
una creencia, y lo que es una realización.
Sólo existe realización espiritual cuando
yo puedo vivir esa unidad, no sólo creerla, pensarla o imaginarla,
sino realizarla en mi conciencia como experiencia. Del mismo modo que
yo vivo experimentalmente que soy una persona adulta y que tengo unas
capacidades de hacer, de trabajar, etc., con esa misma evidencia yo
he de poder vivir, experimentar en mí esa Unidad profunda, esa
armonía con el Poder Absoluto que es Dios. Hasta que no
se produzca esta armonía, esta unión de mi
voluntad o de mi ser con la Voluntad Absoluta, no habrá auténtica
Paz, auténtica Unificación en mi interior.
Es
necesario un trabajo
Para que se produzca esta realización yo he de
trabajar. Pues aunque esta Realidad ya existe,
ya está funcionando (ya que no existe otra
energía ni otro poder aparte del Poder Absoluto), aunque yo no puedo
ni debo modificar nada de lo que Es, es cambio sí debo modificar mi
pequeña visión de las cosas, he de
modificar el hecho de apoyarme sólo en lo que perciben mis sentidos
materiales y en las ideas que me han transmitido las personas con las
que me he educado. Pues las personas, en general, viven sólo a un
nivel psicológico y no me han podido trasmitir esa realidad
espiritual. Me han hablado de ella, pero desde una postura de
creencia, de fe, de moral y quizá de ritual, pero no como de algo
realizable experimentalmente en mi propia conciencia.
Nosotros somos lo que nuestra mente nos permite ser. Y
actuamos de acuerdo a unos esquemas mentales, a unas ideas, a unos
sistemas de valores que nos hemos hecho de las cosas, y estamos casi
ciegos para lo que no está dentro de estos esquemas y de estos
sistemas de valores. Estamos delimitados por nuestro horizonte
mental, por estas estructuras mentales en las que nos sentimos
seguros... aparentemente, relativamente, y nos cuesta ver, entender,
ir más allá de esas estructuras.
Aunque yo tenga la intuición y haya recibido una
enseñanza de que existe una Realidad trascendente, esto no me ha
sido enseñado como algo realizable, como algo operante, ni he visto
personas que den testimonio de esta realización; luego es como si no
me lo hubieran enseñado y, naturalmente, he ido edificando mis
sistemas mentales de acuerdo con lo que la experiencia cotidiana me
ha obligado a vivir. Así, a nivel psicológico yo quedo encerrado
por esa misma experiencia. Y aunque, por un momento, yo pueda
entender, aceptar e intuir la verdad de que todo poder sólo es
expresión del único Poder, y de que tengo la posibilidad de
abrirme, de sintonizarme con Él dentro de mi conciencia, de hecho,
en la vida diaria, seguiré con la misma rutina, las mismas actitudes
y temores de siempre.
Si no modificamos los esquemas mentales, si no cambiamos
lo que constituye el condicionamiento de nuestra conducta, nosotros
no podemos experimentar algo nuevo, no podemos hacer entrar una nueva
dimensión a lo que ya está delimitado por los hábitos. Ésta es la
razón de un trabajo en este sentido. Yo, si tengo esta aspiración
hacia lo Superior, hacia esta Realidad trascendente, si tengo la
intuición de que esto es cierto, de que existe, no por simple
creencia sino porque algo en mí me dice que esto es así, entonces
es necesario que yo me aplique a un trabajo sistemático en mi mente
y en mi corazón (en mi afectividad) para modificar mi
capacidad perceptiva; no para cambiar nada
sino para descubrir lo que ya existe desde siempre; para abrir los
ojos, para afinar la percepción y poder ensanchar mi conciencia
hacia esta dimensión trascendente.
Recuperar este sentido espiritual
es lo que nos falta. No es que Dios esté aparte y que si yo hago
unas prácticas Dios hará algo especial para conmigo. Ésta es una
visión infantil. Dios no dejará de hacer lo que desde la Eternidad
está haciendo. Pero el hombre, a través de su proceso evolutivo,
llega a un punto en el que se da cuenta de que debe
tomar conciencia de la Realidad. Y entonces
se hace necesario el trabajo.
Hay un tiempo en que la persona tiene la noción de que
Dios es como una especie de papá Noel que mágicamente ha de
solucionar los problemas, las cosas difíciles o que ella misma no
puede solucionar. Pero Dios no es un papá Noel que solucione
mágicamente las cosas. Dios es la Inteligencia y el Poder Absoluto,
que se expresa a través de nosotros, a través de las cosas y a
través de lo que aparece como
problemas. Y la solución de los problemas también ha de venir a
través de esa plenitud de expresión de Dios en nosotros, de manera
que funcione toda la capacidad que Dios está comunicando
naturalmente a través de nosotros. Esto multiplicará nuestra
capacidad de visión y de acción. No es nunca sustituyendo nuestra
acción como Dios solucionará las cosas; porque Dios actúa a través
de su manifestación, que somos todos nosotros.
No podemos pedir a Dios una manifestación extra, de
tipo mágico; pero sí podemos pedir que se abran nuestros ojos, que
se abra nuestra percepción para que esta plenitud de Poder llene
nuestra conciencia y podamos expresar lo que es nuestra herencia
desde siempre.
Esta toma de conciencia, este trabajo de
re-descubrimiento, este cambio nuestro, no de Dios, puede producirse
mediante varias formas de trabajo, que se conocen con los nombres de
meditación -que es el
trabajo a nivel mental-, oración -que
es el trabajo a nivel afectivo-, y silencio,
que es el aspecto receptivo
de todo proceso de re-descubrimiento.
Meditación y oración representan más bien la parte
activa: yo que modifico mis esquemas mentales, en la meditación; yo
que modifico mis actitudes humanas, en la oración. Y en el silencio
me hago receptivo a nuevas vías de percepción, descubro nuevos
estados de Ser, nuevos niveles de Realidad. Cuando mediante la
meditación y la oración hemos movilizado, agitado, nuestras
estructuras más cristalizadas o solidificadas, entonces, gracias a
la práctica del silencio atento, activo, vamos descubriendo lo que
ya Existe, lo que ya Es, lo que desde siempre ha estado dando sentido
a nuestra vida.
Se ha dado a veces el ejemplo de la persona que tiene
una gran fortuna pero olvida que tiene esa fortuna y se siente pobre;
y lucha contra la pobreza y se lamenta haciendo grandes esfuerzos
para salir de ella. No es consciente de que tiene un gran,
patrimonio, una fabulosa fortuna. Nosotros somos como esta persona
amnésica que ha perdido la memoria de algo que es suyo desde siempre
y que está a su plena disposición. Todo trabajo espiritual viene a
ser, de hecho, como una terapia para recuperar la capacidad de
recordar, la conciencia.
Por lo tanto, esto no es un atributo exclusivo de
algunas personas elegidas o con algún don especial; esto es algo
inherente a todas las personas, está al alcance de todos. Porque la
Fuente Absoluta es la misma para cada uno de nosotros. Y todos
tenemos la misma posibilidad de acceso inmediato, de apertura, a ese
Dios que es Poder Absoluto. A medida que se realiza el trabajo que
explicaremos, la persona va descubriendo una fantástica fuerza
interior, una seguridad, una paz, una proximidad con todo lo que
existe, y que tiene además la característica especial de que no hay
nada en el mundo -ni fuera del mundo- que se lo pueda quitar. Es algo
que pasa a ser definitivo. Por
poco que reflexionemos, por poco que funcione nuestra intuición,
coincidiremos en que esto es lo único que realmente debería tener
sentido en nuestra vida; es lo único que merece ser trabajado con
toda el alma.
14.
NUESTRA NATURALEZA PROFUNDA
No
conocemos nuestra naturaleza profunda
El Ser Trascendente, el Ser Absoluto, es la única
Realidad en sí, auténtica, definitiva, permanente, eterna. Esta
Realidad Trascendente se manifiesta a sí misma, desde el punto de
vista humano, a través de dos mundos o de dos esferas de conciencia,
por un lado, lo que llamo yo, y por otro lado, lo que llamo lo
otro, el mundo, la existencia; Yo/No-Yo.
Todo es obra del Ser Supremo, todo es Su expresión;
así, el Ser Supremo es la unidad que
vincula lo que vivimos como distinto, como opuesto. En consecuencia,
el único camino para unir lo separado, para encontrar la Unidad
detrás de la multiplicidad, consiste en poder situarse interiormente
en este punto de conciencia de Dios en nosotros que nos vincula a la
conciencia de Dios en lo otro. Es el punto de unión entre yo y lo
otro. Es donde lo que es dos se
convierte en uno. Es
el único camino de verdadera fusión, de verdadera realización de
la Unidad.
Dios es expresión
(expresión-presión hacia el exterior). Y
esta expresión lo es de Su naturaleza, pues Dios no puede expresar
nada que no sea Él mismo, nada que no sean sus propios atributos
divinos. Eso significa que todo lo que existe es expresión de su
Inteligencia Infinita, de su Poder Absoluto, de su Amor-Felicidad
totales. Todo es expresión de esos tres atributos esenciales. Así,
la naturaleza profunda de cada cosa que existe, de todo lo que
existe, es, precisamente, Amor, Inteligencia, Poder. Es la esencia
profunda de lo que llamo yo y
es la esencia profunda de lo que llamo mundo
(personas, naturaleza, universo,
circunstancias).
Si no conocemos esta naturaleza profunda, esta verdadera
identidad que es lo que hace que toda cosa sea,
no nos conocemos, ni a nosotros mismos ni a
nada de lo exterior. Conocer una cosa es realizar
su naturaleza profunda, su ser esencial; y el
ser esencial de la cosa está hecho de Inteligencia, Voluntad y
Felicidad divinas. Hasta que yo no llegue a
mi propia Identidad, reconociéndola, viviéndola, experimentando que
estoy hecho de esos atributos, y hasta que yo no pueda reconocer la
Identidad profunda que hay en la otra persona, lo que es la otra
persona, como inteligencia, como voluntad, como amor-felicidad (y
todo ello como expresión de Dios), yo no
conozco a las personas.
Sirva esto para evidenciar cuán lejos estamos del
verdadero conocimiento de nosotros y de los demás. Nos hemos
acostumbrado a mirar a las personas -y a nosotros mismos- solamente a
través de lo aparente, por lo que registran nuestros sentidos, y
como lo que éstos registran son diferencias, cosas distintas,
separadas (pues éste es el modo de funcionar de nuestra mente
sensorial), entonces creemos que una persona es una serie de rasgos
diferentes de otra persona; creemos que es un modo
particular de inteligencia que la diferencia
de otra; y lo mismo en el sentido de energía, estado interior, etc.
O sea, que interpretamos a la persona como si ella fuese sólo esas
diferencias. Decimos ¿cómo es tal persona? Pues es muy alta, muy
inteligente, poco hábil, es fuerte, egoísta, etc. Pero cada una de
estas cosas no definen nada de lo que es la
persona. Solamente se refieren a rasgos comparables con otras
personas. Es alta, en relación a otras personas; es inteligente, o
egoísta, en comparación con otras personas. O sea que nos
conformarnos, por inercia, por
hábito, con un conocimiento superficial, no
real de la persona. Es solamente un
conocimiento de contrastes.
¿Qué es la persona en sí? ¿Cuál es su naturaleza
real? Sin compararla, sin relacionarla con otras cosas, sino lo que
es sustancialmente,
intrínsecamente. Cuando más a fondo llevemos esta investigación
más nos acercaremos a identificarla como una expresión de la
inteligencia, del amor y de la energía de Dios. Esta inteligencia se
expresa en un grado u otro y de un modo u otro, pero lo que la
persona es en sí es esa inteligencia
divina. Comparándola con otras manifestaciones podremos decir que es
muy o que
es poco
inteligente, pero sea muy o poco, toda
ella es inteligencia,
porque está hecha de eso; como
está hecha de energía y
de una gama afectiva cuyo fondo es felicidad.
Y ésa es la naturaleza en sí de las
personas; pero nosotros no vivimos esto, ni siquiera en nosotros
mismos.
Nosotros estamos constantemente pendientes de nuestra
cotización exterior, de nuestro éxito o fracaso, de si los demás
nos consideran o no, de la opinión y valoración que hacen de
nosotros. Entonces, como yo quisiera ser de un modo distinto a como
soy, o quisiera tener algo que no tengo, o quisiera no tener unos
defectos que tengo, etc., siempre me estoy viviendo en razón de unas
expectativas; y esto me impide tomar conciencia de lo que soy. El
estar constantemente abocado a lo que espero, a lo que deseo o a lo
que temo, me impide vivir la total positividad de esa naturaleza
esencial que me hace vivir, que es Dios expresándose en forma de mi
ser como energía, inteligencia y amor.
Como yo no
me vivo así, creo ser todas esas diferencias e interpretaciones que
hago de mí, y ese mismo criterio lo aplico a los demás. El
resultado es que no conozco
nada real de mí ni de los demás, estoy
viviendo puramente en un mundo de símbolos y se me escapa lo que es
viviente, lo que
es una expresión directa de lo Superior.
La
idea de carencia
La persona en sí no es más que cosas positivas. La
persona no está hecha de nada malo, pues no existe el mal como algo
sustancial; el bien
sí existe, pues la Realidad es, en sí,
bien. Pero cuando este bien, en lugar de vivirlo en directo, lo
estamos comparando con otro modo de
bien, entonces es cuando surgen las interpretaciones, y en lugar de
vivir las cosas tal como son, las vivimos tal como quisiéramos que
fueran y nos lamentamos de que no sean de otro modo.
Si yo tengo una inteligencia 10 pero me gustaría tener
una inteligencia 25, lo que sucede es que yo me lamento por un valor
de 15. Y este 15 del que me lamento, que creo me falta y desearía
tener, me absorbe tanto que me impide vivir la inteligencia 10 que
tengo. Entonces yo me defino a mí mismo no como inteligencia 10 sino
como ignorancia 15.
Si yo pudiera vivir sin interpretar,
sin comparar, si yo aprendiera a vivir la simplicidad de lo que soy,
si yo tomase conciencia directa de mi
inteligencia actual, tal como es, sin compararla,
esta inteligencia 10 me llenaría. Y
si yo me capacitase para desarrollar más mi inteligencia, es -a
partir de la inteligencia real que
poseo como la desarrollaría más rápidamente. Pero mientras yo esté
pendiente de comparaciones, de lo que me falta, mientras me esté
interpretando en función del contraste, esta crispación sobre el
contraste me impide vivir mi inteligencia 10.
Lo mismo ocurre con el amor y la felicidad. Yo estoy
hecho de felicidad, ella es mi naturaleza profunda. Pero yo aspiro a
una felicidad determinada, porque dentro de mí hay el
presentimiento, la demanda, de una felicidad muy grande, sin límites.
Entonces, como yo tiendo hacia esta felicidad sin límites y por otra
parte estoy viviendo una pequeñísima felicidad, veo la gran
distancia que hay entre lo que vivo y lo que desearía vivir.
De hecho, ocurre lo mismo que con la inteligencia. En
lugar de vivir la felicidad 10 que está presente en mí, estoy
pendiente de lo que me falta para llegar a la felicidad 25; el
resultado es que yo me siento desgraciado 15. Y entonces me lamento
constantemente de que soy desgraciado, y deseo que las cosas cambien,
que los demás sean diferentes, para que yo pueda tener la felicidad
25. Pero el único modo de llegar a la felicidad 25 es vivir
conscientemente la felicidad 10. Mientras yo
esté pendiente de la diferencia, de la crispación sobre lo
que no es, no podré vivir lo que sí es.
El único modo de desarrollar algo es
ejercitarlo. Ejercitar
lo que es, la felicidad real, la 10, la que tengo. Sólo
ejercitándola, viviéndola, ésta crecerá hasta su total capacidad,
hasta la plenitud.
Veamos cuán importante es aprender a centrarse en el
aspecto real positivo que es la naturaleza profunda de sí mismo (y
de los demás). Pues si yo, en lugar de vivir el grado 10, estoy
lamentándome de la infelicidad 15, lo que estoy desarrollando es la
conciencia de infelicidad. Y mientras yo no
viva esto mío positivo como positivo, esto no podrá crecer.
Esto recuerda aquellas frases del evangelio en que
se ensalza la sencillez,
la simplicidad, la humildad -no la humillación ni el relajamiento,
sino la auténtica sencillez- como camino para crecer y llegar a
Dios. Cuando yo vivo
simplemente lo que soy, con toda el alma, entonces vivo mi
verdad, de un modo sencillo pero intenso; y esta
sencillez es la que
permite que todo lo que está en mi interior encuentre camino libre
para crecer y desarrollarse.
Los
defectos y las cualidades
Cuando hablamos de que las personas son (o somos) muy
imperfectas, de que son egoístas,
o muy vanidosas,
orgullosas, etc., cuando nos lamentamos de esto, tenemos razón, pero
desde un punto de vista comparativo incidiendo en el concepto de
defecto. Pero lo que llamamos defectos no
es nada más que una interpretación de
las cualidades; naturalmente, una mala interpretación, una
deficiente interpretación. Pues si la persona está hecha toda ella
de cualidades positivas -como expresión que es de Dios-, todo lo que
vemos o valoramos como negativo no forma parte de su naturaleza
esencial, sino que es consecuencia de un modo
de funcionar de esto que es en sí positivo.
La persona egoísta no es realmente egoísta. Egoísmo
es el nombre que damos
a un modo de
manifestarse que tiene su origen en dos cualidades positivas básicas:
un amor a sí mismo (1ª
cualidad), el cual es profundamente positivo, pero que queda reducido
a esta área de sí mismo en lugar, de vivirse de un modo amplio,
como un valor colectivo (2ª
cualidad). Pero el amor de la persona hacia sí misma es totalmente
positivo; aparece como negativo al compararlo con un amor vivido con
mayor anchura, a un nivel más amplio, más inclusivo. Observemos que
el egoísmo no es
nada; es el nombre que
damos a una diferencia. Por eso, cuando a una
persona se le dice que no sea egoísta, no
sirve de nada, no tiene sentido, porque
estamos diciendo a la persona algo que no es
(que no es real en sí).
Si nosotros en propia persona queremos modificar eso que
se llama egoísmo, no hemos de
simular que pensamos menos en nosotros y más en los demás, porque
esto simplemente cambia las apariencias pero no lo que yo pueda ser.
No sirve cambiar la acción
externa si no cambia la motivación, la causa de la acción. Si mi
problema es que estoy encerrado en un campo restringido de intereses
de amor, yo he de vivir más conscientemente la
misma gama que vivo ahora, para que ahondando en
ella pueda ampliarse. Pero si yo pretendo interesarme de repente por
los demás por un gesto de mi voluntad, yo estaré jugando al
escondite conmigo mismo. Se crece por
desarrollo, no se crece cambiando algo
exteriormente. Y la única forma que tengo para crecer es ejercitar
mi desarrollo actual, lo que yo soy actualmente.
Para que una persona deje de ser egoísta debe vivir de
un modo más consciente y más pleno su propia
realidad. Viviendo más consciente, más afirmada, más segura,
entonces, de un modo natural, crecerá, expandirá su interés, su
conciencia hacia otras y otras personas. Pero si decimos que la
persona no debe pensar en sí misma y sí en los demás, eso es
simplemente un cambio artificial en su mente, lo cual no desarrolla
nada. Se intenta sustituir una dirección de la mente con otra
dirección que se contradice con la primera, y eso no es desarrollo,
es la imitación de una cualidad pero sin la
cualidad, porque no existe la conciencia
correspondiente a aquella cualidad.
Dios
se expresa en nosotros
En todo hemos de partir de nuestro modo de ser; no se
trata de jugar a ser de otro modo. Hemos de descubrir nuestra
identidad, pues ella en sí es profundamente positiva, y ejercitando
esto positivo es como obtendremos
la posibilidad de un desarrollo óptimo. Es en la medida en que yo
ejercite lo que soy y que lo haga a partir de mi situación real
presente como tendré la posibilidad de crecer. En esto puede
ayudarnos el recordar que Dios -que es la Inteligencia, la Energía y
la Felicidad absolutas- está expresándose en mí. Que está
expresando estos atributos porque ésta es su naturaleza; y que yo
soy básicamente (también) estos atributos, a los que
he de dar paso a través de mí. Y que toda
persona con quien me pongo en contacto, lo sepa ella o no, lo quiera
o no, es igualmente esos atributos. Y aunque esto pueda quedar oculto
bajo un estado de angustia de sugestiones, de negación o de
crispación, detrás de todo esto que niega o que impide una plena
expresión de esas cualidades, éstas siguen allí y siguen empujando
para expresarse. Podríamos decir que todo el mundo es esto y que lo
está expresando en la medida que puede. Esta
es la verdadera naturaleza de las personas
y la verdadera naturaleza de todo lo que existe; todo es expresión
activa y voluntad manifestada de Dios; es
Dios en la forma; es Dios revelándose a través del mundo; es Dios
que se encarna para dar forma a esos atributos esenciales de su Ser.
A medida que la persona va tomando más y más
conciencia de esa Realidad, esto le permite dar una mayor expresión
a estas
cualidades, y ésta es la única perfección del hombre. Reconocer
esta naturaleza y abrirle paso para que se exprese es lo que en
lenguaje cristiano se llama «unirse a Cristo» (o la Conciencia
Crística, la Conciencia del Verbo manifestado). Que no viva yo, sino
«que Cristo viva en mi»; pero no Cristo en el
sentido personal, humano, sino Cristo como Verbo
creador, Cristo como la Conciencia creadora que da existencia a
todo lo existente. Ésta es la Conciencia
Crística, el auténtico «vivir en Cristo y de Cristo», en el
sentido del Verbo divino, que es ese
nivel de Unidad de la Existencia.
15.
LA PRESENCIA DE DIOS (1). MEDITACIÓN Y ORACIÓN
Meditación
en nuestra naturaleza profunda
Hemos llegado al reconocimiento de que nuestro ser está
unido a
la Conciencia creadora de todo lo que existe.
Esto hay que meditarlo un día y otro día. Hay que reflexionar
seriamente y comparar nuestro modo de vivirnos a nosotros y de vivir
a los demás para ver qué hemos de hacer para ir descubriendo y
viviendo más esta Identidad profunda.
Nadie puede expresar nada distinto a la
conciencia que tiene de sí mismo. Eso es lo
único que puede expresarse en acción, en actitud, en todo. La
conciencia es el límite interno que
da paso, que se exterioriza en actitudes y conducta. Si no crece la
conciencia interna no puede crecer la forma de hacer, la forma de
conducirse. Por eso es tan importante hacer diariamente una
meditación seria
tratando de penetrar la verdad de esto, relacionando esta verdad que
uno intuye con las
situaciones concretas que uno vive a lo largo
del día. ¿Cómo me vivo yo durante el día? ¿Me vivo realmente
como esa energía, esa inteligencia, ese amor-felicidad a los que doy
paso? ¿O me vivo
simplemente como alguien que está en lucha con unas circunstancias,
como alguien que trata de defenderse de unas personas, de unos
juicios, etc.? En la medida en que yo pueda ir reconociendo esa
identidad mía, mi actitud ante las personas y las circunstancias
cambiará, y descubriré que no hay nada que pueda herirme, que nada
puede lesionarme, que los enemigos eran sólo el resultado de un
juego de comparaciones, como ya se ha explicado.
Esto nos sitúa en una perspectiva de profunda armonía
con todo. Porque no sólo yo soy esa energía en expresión, esa
voluntad en expresión; es que los demás también lo son. Y detrás
de las diferencias (a veces
enormes) que hay entre las personas, entre modos de pensar y modos de
conducta diferentes, existe esta misma Unidad: el
Verbo expresándose.
Hemos de poder vivir, de poder intuir esa Unidad que hay
detrás de lo aparente, esa Identidad profunda de mí y del otro.
Sólo viviendo esa Identidad, sólo reconociendo a Dios en mí y en
el otro detrás de las apariencias, empujando, tratando de expresarse
según cada modo personal particular, sólo entonces la relación que
yo establezca con las personas será creadora, enriquecedora, y me
llenará porque estará renovando en mí un modo nuevo de percibir
esta conciencia de realidad, y yo podré despertar en el otro un poco
más de conciencia de esa propia realidad de sí mismo.
La
práctica de la Presencia de Dios y la oración
Un modo práctico de hacer esto es vivir el
ejercicio de la constante Presencia de Dios.
Es obligarse a recordar que Dios está constantemente presente y
actuando en mí; que es Él quien me está dando todo lo que soy y la
posibilidad de expresar todo eso que me da, que me comunica mi propio
ser, mi identidad. Darme cuenta de que Dios está ahí, que yo
no estoy nunca separado de Dios ni El de mí;
es mi mente la que se cierra, la que se pone de espaldas, es mi mente
que, por pequeña y miope, se limita a lo aparente, a lo evidente, a
lo que estimula el sentir más externo, más superficial. Cuando mi
mente trabaja en un plano más profundo, intuitivo, entonces va
reconociendo que existe en mí esta fuente que se está expresando
constantemente; es Dios que se está expresando en forma de mi yo, y
de ahí surgen todas mis capacidades. Y en las otras personas igual.
Dios está siempre presente; Él es el verdadero fondo del yo de los
demás y también el auténtico fondo de todo lo
que ocurre.
Vivamos la Presencia de Dios a lo largo de todo el día;
de un Dios que es Inteligencia absoluta, Energía absoluta y Amor
absoluto. Y esos atributos que Dios manifiesta a través de mí se
expresarán en la medida que yo lo permita, en la medida que yo me
abra a ello; y que mi conciencia pueda aceptar que es
así, porque si mi conciencia no lo acepta, si mi
mente no lo reconoce, yo seguiré actuando en virtud del minúsculo
esquema que tengo de mí. Es mi mente la que acepta o rechaza, la que
abre o cierra, la que
reconoce o ignora. La Presencia de Dios hay que vivirla mediante este
reconocimiento constante de Dios presente y actuante en mí, en los
demás y en todo, siempre y en toda circunstancia.
Además, yo
puedo dirigirme personalmente a Dios y tener
una relación humana, concreta, definida, sincera, con este Dios
presente, con este Yo Absoluto que es Dios. Puedo dirigirme a El, y
hablar con Él, con la misma naturalidad con que yo puedo hablar con
la persona que más quiero, con la persona a quien más acepto,
comprendo y admiro. Puedo tener este intercambio constante, sincero,
en lo que siento, en lo que pienso, en lo que busco, al dirigirme a
este ser Absoluto que está hecho de todas mis cualidades pero en
un grado absoluto. Pues no se trata de un
Dios inhumano, sino de un Dios, diríamos, humanamente
absoluto, en el que todas las cualidades
humanas están en un grado total.
Esta práctica de la
Presencia de Dios, hecha mediante un
reconocimiento reiterado, constante, a lo largo del día, y mediante
una relación personal en forma de oración espontánea dirigida a
Dios, es uno de los medios para ir reconociendo esta Identidad
profunda y para convertir esto en una realización efectiva que
transformará nuestra vida.
Resumen
de la práctica
Es bueno que se empiece con un rato especial dedicado a
meditación y oración al
empezar el día, para penetrar más y trabajar de un modo particular
este reconocimiento y esta actitud de contacto personal con Dios. La
práctica de la mañana será
de unos 15 ó 20 minutos, dedicados a este reconocimiento y a este
diálogo espontáneo e inconvencional con Dios. Luego, durante el
día, irse repitiendo esta Presencia de Dios en cortas frases: «Dios
está presente, Dios está actuando en mí»; y tratar de dirigirse a
Él en oraciones breves pero sinceras y profundas. Cuando hay un alto
en el trabajo o en momentos de descanso, aprovecharlos para renovar
esta conciencia. Durante el primer tiempo que uno dedica a esta
práctica es necesario el esfuerzo personal, de voluntad, para ir
repitiendo, renovando la actitud de contacto. Y debe también
ejercerse un control para ver en qué medida se es constante en el
ejercicio. Por la noche, uno puede revisar las experiencias del día
para comprobar si se ha mantenido esta Presencia de Dios, o en qué
medida se ha aflojado, a qué es debido y en qué medida puede
mejorarse en esta ejercitación.
Esquema del trabajo. Mañana:
ejercicio de penetración mental en forma de
reflexión profunda sobre la verdad de esta Presencia activa de Dios
en mí y en todo; y una oración sincera, total, en que yo hablo con
la máxima apertura con Dios; lo que me salga, lo que sienta. Durante
el día: ir repitiendo estos actos de
Presencia y de oración. Por la noche: repaso,
para ver en qué medida se practica bien (o deficientemente) y cómo
se puede mejorar.
16.
LA PRESENCIA DE DIOS (II). EL SILENCIO
Fase
receptiva: el Silencio
La Presencia de Dios es algo que debe ser descubierto
experimentalmente, y
esta experiencia es lo que da comienzo a la vida espiritual.
No se trata sólo de que yo piense que Dios está
presente, que este océano de felicidad y de inteligencia está en
todo momento presente dentro y fuera de mí; tampoco se trata sólo
de que yo me dirija a esta Persona Absoluta que es Dios en un diálogo
de demanda y de aspiración. Todo esto hay que hacerlo, pero esto
solamente es la puesta
en marcha, la preparación para adecuar el terreno, pues esta
práctica debe culminar en la experiencia activa de la Presencia de
Dios en nuestro campo de conciencia.
Cuando yo estoy hablando con alguien importante y le
estoy pidiendo un favor, o una información, o
lo que sea, yo pongo el máximo interés, el
máximo, énfasis en lo que
estoy diciendo porque vivo la situación como
algo muy importante. Pero una vez yo he
expuesto lo que deseo, lo que pido, una vez yo he
formulado de un modo explícito, claro, todo lo que hay en mí de
demanda, entonces viene la otra parte en la que yo hago silencio
para escuchar lo que el
otro me ha de decir, para dar paso a la información o a la respuesta
que estoy pidiendo.
En la relación con Dios es exactamente igual; cuando
sólo se está pendiente de lo que pensamos, de lo que deseamos o de
lo que queremos, todavía no
hemos salido de nosotros mismos. Hay que
pasar a la segunda fase en la cual yo dejo de hablar, dejo de pensar
y estoy simplemente presente, receptivo, en espera de la respuesta.
Éste es el paso que resulta difícil a muchas personas.
Porque todos nos hemos acostumbrado a hacer las cosas y a sentirnos
vivir en la medida que hacemos, y
nos parece que si no estamos haciendo algo no aprovechamos el tiempo.
En el fondo estamos girando alrededor de nuestro yo personal y esto
no nos permite salir de su círculo cerrado. Lo único que me puede
hacer salir es cuando lanzo una demanda más allá de mí y luego
quedo receptivo, en silencio, en
espera de la respuesta. Mientras yo esté actuando, me expreso dentro
de mi modo de ser y de hacer. Pero en el momento en
que mi aspiración
se dirige más allá del círculo del yo, hacia este otro que es Dios
y me mantengo en silencio, entonces renuncio a mi continua afirmación
de hacer; y este momento en que dejo de hacer, de pensar, de desear,
en que todo yo estoy como un niño pequeño en espera de la solución,
este momento es el más importante de la oración, es el momento en
que damos paso a una Presencia y acción de lo Superior en nuestra
conciencia.
La
respuesta
Toda persona que haga una oración sincera dirigida a
Dios -tal como intuya a
ese Dios-, diciendo todo lo que tiene dentro,
y que luego se quede en silencio, esperando en calma y haciendo un
completo vacío interior, esta persona recibirá una respuesta. La
respuesta vendrá en forma de un estado interior que es distinto del
estado personal propio de cualquier momento de su vida. Un estado en
el que aparece como una calma de un orden más profundo, o una paz
que tiene solidez, o una luminosidad, o una alegría, o una libertad
y ligereza interior, y que puede traducirse físicamente en una
respiración espontánea más profunda. Este estado tiene un «sabor»
enteramente distinto de lo que nosotros podemos vivir por nuestro
propio esfuerzo; es algo que nosotros nunca podremos fabricar. Es
algo que puede ser muy suave, pero tiene el sello de una calidad
Superior. Esta paz, este silencio, esta calma, esta fuerza, esta
luminosidad, esta libertad que nos viene, marca el momento de un
cambio total, de una orientación distinta en toda nuestra vida.
En aquel momento yo tengo la certeza de que Dios
establece un contacto directo conmigo, con mi conciencia. Entonces ya
no soy yo solo que estoy
tratando de relacionarme con las personas, con las circunstancias o
con Dios; en aquel momento siento que hay una Inteligencia, que hay
un Amor, que hay una mano que me conduce, que me empuja.
Éste es el instante más solemne de la experiencia
interior. Y esta experiencia viene de una manera inevitable cuando se
pone toda la sinceridad y se está a la espera. Siempre
hay respuesta. La respuesta podrá ser sutil,
no aparatosa, pero siempre la habrá porque
Dios está siempre presente y
lo único que obstruye esta Presencia vívida
es que nosotros estamos cerrados en nuestros circuitos mentales y
emocionales. En el momento en que nosotros abrimos una brecha
mediante nuestra aspiración y nuestra
demanda, y mantenemos
la brecha
abierta mediante nuestro silencio, en
este mismo momento, de una manera inevitable, viene lo Superior hacia
lo inferior.
Entonces comienza la verdadera vida espiritual, pues me
doy cuenta de que ya no soy yo quien vivo, de que no soy una unidad
aislada enfrentada a la vida, enfrentada a los demás, sino que esa
Realidad que intuía y a la que he aspirado de muchas maneras empieza
a aparecer en mi propia
experiencia. Por sutil, por suave que sea al
principio, la calidad que trae consigo es
testimonio de que viene de una zona mucho más alta.
Nadie está excluido de esta experiencia, es nuestro
patrimonio. Las enseñanzas de todos los maestros testifican lo
mismo; también Jesucristo a través del mensaje del Evangelio nos
invita a esta experiencia: «pedid y recibiréis»; «buscad primero
el Reino de los Cielos y todo lo demás os será dado por añadidura»;
«cuando quieras orar, entra en tu cámara, cierra la puerta y ora en
secreto a tu Padre; y tu Padre, que ve en el secreto, te
recompensará»; «todo lo que pidierais en mi nombre os será dado»
Todo el Evangelio es una reiteración de la prioridad absoluta de
este contacto con Dios y del descubrimiento de Su Presencia activa,
viviente en nosotros: «el Reino de los Cielos está dentro de
vosotros».
Constantemente, desde todos los ángulos se está
señalando en la misma dirección; y la persona no puede decir que
vive si
no convierte esta experiencia en consigna.
Esto es lo que nos hace participar de la vida Crística, de la vida
del Verbo, de la conciencia Divina que está actuando en nosotros. Se
trata de abrirnos a esta Presencia Superior para que sea ella la que
dirija nuestra personalidad. En la medida en que nos abramos a esta
Presencia y que la experimentemos aunque sólo sea por un instante,
veremos cómo todos nuestros problemas se desvanecen. Problemas
externos y problemas internos. Preocupaciones, miedos, ansiedades,
problemas de cosas que no van bien, familiares, de enfermedades, etc.
Veremos que todo esto que nos angustia, que nos preocupa, en el
momento en que nos abrimos a esta Presencia activa de Dios, en el
momento en que aparece este soplo divino en nuestro interior, veremos
que se desvanece como por encanto la fuerza de todas las
circunstancias que vivíamos como problemas importantísimos,
insolubles.
No quiere decir esto que un solo momento de Presencia
resuelva para siempre todos nuestros problemas; pero por un instante
habremos saboreado algo auténticamente espiritual y por lo tanto
real, y habremos visto
que esto es suficiente para desvanecer durante un tiempo todas las
angustias, las preocupaciones, todo lo que nos tiene interiormente
aprisionados. Y no sólo se trata de una liberación interior, sino
que se produce inmediatamente un cambio exterior; veremos cómo
cambian las actitudes de las personas con quienes tratamos; cómo se
arreglan las circunstancias, aunque no siempre según nuestro deseo o
nuestro gusto, pero se arreglan.
Renovar esta experiencia de la Presencia activa de Dios
es dinamizarnos de un modo real y cambiar la polaridad de toda
nuestra vida. Antes mi vida estaba dedicada a defenderme, a
afirmarme, a consolidarme frente a los demás y frente a las
circunstancias. En el momento en que descubro el hecho real de que
Dios está presente y activo en mí, entonces también descubro que
toda seguridad, toda realidad, me está viniendo de esta Presencia y
que esto es invulnerable, que no hay nada que afecte a esta Presencia
de Dios en mí, y que esto no es algo que se refiere a otro mundo,
sino que es el centro mismo de toda experiencia humana, sea cual sea
el ámbito en que se manifieste, sea en el sentido de la salud, sea
en el profesional o en el social, o en el de la paz interior. La
Presencia de Dios es el centro de todo lo que ocurre.
Entonces dejo de buscar seguridad en las cosas, dejo de
defenderme o de afirmarme en las situaciones, porque descubro que la
única afirmación posible es esa Presencia de Dios en mí. La única
satisfacción, la única plenitud posible, sólo me la puede dar esta
Presencia. No porque yo lo crea o porque me lo hayan dicho sino
porque lo descubro experimentalmente, porque la paz que se me da está
por encima de todas las satisfacciones que puedan darme las cosas y
las situaciones. Y tiene un carácter tan absoluto que todo lo demás
se desvanece como el humo.
La vida se convierte entonces en un estar más y más
permanentemente abierto a la Luz, a la Presencia Divina en nosotros,
y aunque nosotros sigamos actuando de acuerdo con las exigencias
cotidianas de nuestra situación, nos damos cuenta de que quien lleva
realmente la dirección de mi vida no es mi
inteligencia personal, mi
previsión, mi
cálculo,
mi voluntad, sino
que me doy cuenta de que hay una Voluntad Superior, una Inteligencia
Superior, un Poder Superior que está actuando en mí, dinamizando en
mí todo lo necesario. Es como si yo me descargara del enorme peso de
llevar la responsabilidad de mi vida y de mi lucha, y la descargara
totalmente porque me doy cuenta de que Alguien infinitamente poderoso
es realmente quien está siendo el protagonista de esta vida. Y esto
es una liberación interior extraordinaria.
La
Presencia está presente siempre
Ciertamente, al principio hay que trabajar porque
predominan en nosotros los viejos hábitos mentales, los miedos, los
recelos, las inseguridades; y aunque en un
momento dado nos sentimos muy ligeros, muy libres, al poco tiempo
vuelve otra vez la fuerza de
la costumbre a encerrarnos en nuestras ideas, en nuestros miedos y
precauciones, y hemos de renovar una y otra vez esta Presencia hasta
que va adquiriendo una continuidad. Y llega un
momento en que esta Presencia constantemente
renovada cambia por completo toda mi actitud en la vida en un sentido
totalmente positivo; donde había angustia, deja de haberla, donde
había preocupación, duda, sospecha, todo eso deja de existir; y me
doy cuenta de que interiormente estoy siendo conducido, como en el
fondo siempre lo he sido.
Pero ahora reconozco que mi inteligencia no es nada más
que una pequeña avanzadilla, una pequeña delegación de la
Inteligencia Absoluta. Y al estar conectado con esta gran
Inteligencia dejo de apoyarme exclusivamente en mi pequeña
delegación. Entonces estoy constantemente atento para ver
con claridad desde la Gran Mente, no desde mi
pequeña mente; ésta se convierte en lo que realmente es: en una
delegación.
Y esto no solamente afecta a la mente para ver y valorar
las cosas, sino también al corazón para sentir y a la voluntad para
actuar. Descubro que el amor no
es algo que fabrico yo, sino algo que me es
dado; y que, en la medida que yo me abro a esta Presencia activa de
Dios, este Amor-Felicidad aumenta y aumenta, y es como un pozo sin
fondo; es realmente
una Fuente que mana desde la Vida Eterna. Y me doy cuenta de que la
fuerza no es la que
tengo yo personalmente, no es la
que puedo acumular o renovar a través del descanso, sino que hay una
Fuente enorme, fantástica, de Energía que está expresándose en
mí, en la medida en que todo yo me mantengo abierto a esta Presencia
activa de Dios.
Por lo tanto, esta Presencia activa de Dios no es sólo
un objeto de devoción, no es para girar alrededor de ella como gira
un satélite alrededor de un astro, sino más bien es como conectar
un trole con el
cable de alta tensión, gracias al cual la energía se transmite a la
máquina particular y la dinamiza. Es ponerme en contacto con lo que
es mi fuente absoluta, con el
verdadero Yo, con el verdadero Ser esencial
del cual yo soy una expresión en cada momento.
La Presencia de Dios vivida de esta manera es una
afirmación total de uno mismo sin necesidad de afirmarse en lo
exterior; uno se siente afirmado en su conciencia de ser, en su
plenitud, en su seguridad, en su libertad. Ya no
necesita reivindicar su
seguridad y su afirmación mediante el quedar
bien ante los demás, no necesita sentirse aprobado o alabado, su
seguridad no depende del «tener» una casa,
un ambiente
social, etc. Todo esto puede necesitarlo el cuerpo, como es natural.
Pero interiormente uno
no necesita nada de esto para sentirse seguro, pleno. Está centrado
precisamente en el otro extremo de las cosas: en el extremo de las
causas, de la Causa Suprema, y no en el extremo inferior de los
efectos.
Uno descubre que nunca las cosas pueden darme nada; lo
único que me puede dar es la Causa, la Fuente Absoluta que me hace
ser. Y que todo lo que yo puedo llegar a realizar, a
vivir, a ser, me viene a través de la
Fuente, nunca a través de los efectos, de las cosas, de las
personas. También descubro que esta Causa que es la base de mi ser,
de mi afirmación y de mi capacidad de hacer, es la misma
que se expresa luego en forma de hechos, de
personas, de circunstancias. Dios en mí me estimula a la acción y
el mismo Dios a través del exterior responde a este estímulo. En la
medida que yo me abro a la Presencia de Dios, mi
interior y mi exterior se armonizan. En la
medida que yo me cierro en mi conciencia aislada, individual, me
separo de lo exterior y todo se convierte en extraño, en posible
enemigo, y eso me hace vivir con angustia, a la defensiva o atacando.
Pero si yo me abro a la Presencia de Dios descubro que esta misma
Presencia es la que actúa dentro y fuera de mí.
Esto quita todo temor, porque me va vinculando más y
más con todo, con personas y circunstancias; y me siento unido a
todo, no veo oposición, veo que hay una misma dirección, una misma
Inteligencia Suprema, una misma Voluntad y un mismo Amor que se están
expresando a través de la inter-acción y a través de las
diferencias. Y al vivir la afirmación central no busco la afirmación
de lo exterior. Entonces consigo una libertad respecto a las personas
y a las cosas porque no dependo de ellas, no las necesito para
sentirme yo; pero al mismo tiempo me siento más próximo al interior
de las personas y de las situaciones porque estoy más próximo a la
Causa de mí y de estas situaciones, que es Dios.
Por esto, la vida cambia por completo de significado, de
sentido; deja de ser una huída o una búsqueda compulsiva de
seguridad personal para convertirse en un medio de expresión
constante de algo maravilloso. Mi
inteligencia actuará porque es su naturaleza el comprender, el ver;
mi capacidad de hacer funcionará igualmente, porque para eso la
tengo; Dios se expresa estimulando mis capacidades de hacer, de
pensar, de conocer, de amar, de crear. O sea, que eso no elimina para
nada nuestra vida activa, sino que ésta alcanza su
máximo. Pero en lugar de alcanzarlo por
un esfuerzo tenso y angustiado para conseguir
unos objetivos, lo alcanza porque se convierte en un medio de
expresión sin obstrucciones, adecuado a la expresión creadora de
Dios a través de mí en cada momento.
Receptividad,
entrega, sinceridad
El alma de todo esto reside en ese instante en que yo
quedo en silencio, en el instante en que quedo receptivo como un niño
recién nacido que depende totalmente de la asistencia de los demás.
Hasta que yo no he llegado a este grado de entrega, de abandono
infantil, yo no puedo ser receptivo a lo Superior. Mientras yo esté
«removiendo» mis cosas, mientras esté «elaborando» mis
productos, yo estoy en mí mismo, y estando ocupado en mí mismo no
hay lugar para nada más.
Precisamente la oración tiene por significado no el
decirle a Dios lo que necesito (porque Dios lo sabe mucho más que
yo), sino para expresar la verdad tal como la vivo; y si yo vivo mi
verdad en este momento como una demanda de
unas cosas, o como una protesta de algo porque quiero algo distinto,
pues esto es lo que debo expresar porque ésta
es mi verdad presente.
Y mediante esta expresión no sólo doy paso a mi
sinceridad sino que me vacío de
lo que me llena; porque cuando yo lo he dicho todo, lo he expresado
todo dirigiéndolo a Dios, entonces quedo vacío y disponible.
Por esto, la oración es el preludio
indispensable para la experiencia de Dios en nosotros.
La sinceridad en la oración es el requisito para que
después pueda yo permanecer en silencio receptivo. Porque si yo me
quedo cosas dentro, si yo hago oración del mismo modo que hablo con
una persona, sólo con una parte de mi mente o de mi afectividad, el
resto de la mente o de la afectividad siguen obstruyendo el paso a lo
que ha de venir de Arriba. Es cuando yo me vuelco, me entrego y me
vacío en la oración cuando quedo entonces disponible para que Dios
llene este espacio que yo he vaciado. Quien haga esto descubrirá la
realidad de esta Presencia viviente de Dios, o del Verbo, de Cristo
en nosotros.
Para esto sólo se necesita sinceridad. Es independiente
el que uno pertenezca o no a una iglesia, que uno tenga o no tenga
una creencia determinada. Esta experiencia es algo que está a
disposición de todos. Así lo enseñó Jesucristo; pues, en el
fondo, los que se abren y participan de esta experiencia son los que
constituyen la verdadera Iglesia, la Iglesia en el sentido interno,
espiritual. Todos los que participan de esta Presencia, de esta
Gracia activa del Verbo, éstos son la Iglesia viviente, espiritual,
cuya cabeza es Cristo.
Aquella magnífica parábola que dice «yo soy la vid y
vosotros los sarmientos; en la medida que permanezcáis adheridos al
tronco daréis mucho fruto, en la medida que estéis separados no
daréis fruto», es exactamente eso: en la medida que nosotros
permanezcamos abiertos al tronco central, a la Fuente central, a
Dios, en esta misma medida Dios se expresará creativamente en
nosotros y fuera de nosotros. Pues todo bien, toda creación, desde
lo más material a lo más espiritual, procede de la única fuente.
Práctica
diaria
Esto nos obliga a dedicar todos los días un espacio a
este contacto, a este reconocimiento de Dios presente, expresándome
y vaciándome de lo que me preocupa y dejando sitio en mi mente y en
mi corazón para que Dios pueda manifestarse de algún modo. Todos
los días yo he de dedicar 15 ó 20 minutos (por la mañana si es
posible) a esta práctica, con toda sinceridad; y el clima que se
produzca, procuraré mantenerlo durante el día. También repetiré
cuando me sea posible, aunque sea en períodos más cortos (de unos 5
minutos) el mismo proceso de oración y silencio receptivo, para
renovar la experiencia de la mañana.
Durante la fase inicial hay que obligarse a hacerlo,
porque nosotros somos como una máquina de costumbres y nuestra
inercia nos lleva a hacernos vivir como siempre, pendientes de las
ocupaciones y preocupaciones, de los hábitos y costumbres
adquiridos. Es necesario obligarse a introducir estas prácticas,
como unos paréntesis en los que nos aislamos por unos momentos de lo
cotidiano y del propio mundo mental para establecer la conexión con
la Fuente. Esto conviene hacerlo diariamente, una vez por la mañana
y luego a lo largo del día, tres, cuatro o cinco veces, las que se
pueda; y el resto del tiempo mantener este clima.
Debe mantenerse esto mediante un esfuerzo de la
voluntad; pero no pasarán dos o tres meses (si se practica
sinceramente) sin que uno note que hay algo,
que algo está viviendo, que aparece, que se
hace patente, que se comunica. Entonces dejará ya de existir este
esfuerzo de la voluntad, porque en cuanto se gusta el «sabor» de
esta Presencia, la calidad de esta Luz, entonces el peligro está por
el otro lado; es la voluntad la que debe intervenir, no para hacer la
práctica, sino para no descuidar las obligaciones diarias, pues uno
se quedaría constantemente abierto a esta Presencia.
Desaparece el esfuerzo y esto va creciendo y creciendo
hasta convertirse en algo fabuloso. Como también dice el Evangelio,
es como esa «pequeña semilla que cuando cae en buena tierra y crece
se convierte en un árbol frondoso donde vienen a hacer su nido
millares de pájaros».
Este acto de oración y de apertura a la acción de Dios
es lo que va desarrollando la semilla que se convierte en el árbol
frondoso que luego llenará nuestra vida transformando el sentido de
todo. Y en lugar de ser yo quien busque cobijo bajo la sombra de los
demás árboles, yo me convertiré en un árbol firmemente enraizado,
y además podré comunicar, podré dar a los otros algo de lo que yo
estoy viviendo.
Ayuda
a otros
Hemos dicho que la práctica de la Presencia de Dios
disuelve nuestros problemas, pero curiosamente también puede
utilizarse para ayudar a disolver problemas de los demás. Es como si
esa Presencia actuara no sólo en mí, que soy el vehículo receptor,
sino que se extendiera a todo lo que son contenidos de mi consciente.
Y cuando yo soy consciente de alguien que tiene problemas, de alguien
que está enfermo o de que pasa alguna dificultad, yo, manteniendo
presente por un momento a aquella persona cuando se produce el
descenso de lo Superior en mí, puedo constatar que ella recibe un
beneficio, un cambio en su estado, sin que haya mediado ninguna
acción exterior, ninguna palabra, nada absolutamente. Aquí tenemos
una vez más un medio de experimentación, pues todo eso se explica
para que se ponga en práctica.
Es incalculable el bien que puede hacerse. Aunque de
hecho no lo hagamos nosotros, porque el bien se hace a través de
nuestra disponibilidad,, es Dios quien lo hace a través de nosotros.
Nunca creamos que nosotros hacemos algo, porque en el momento que me
diga «yo, ahora voy a hacer algo por esta persona, voy a resolver su
problema» o «voy a aliviar su sufrimiento», en este mismo momento
ya estoy cortando mi contacto con la fuente. Toda mi gestión
consiste en abrirme a Dios para que Él haga su voluntad. ¿Y cuál
es su voluntad? Su voluntad siempre es Ser, es Amor-Felicidad y es
Inteligencia. Dios no tiene otra voluntad; su voluntad y su
naturaleza son idénticas, son lo mismo. Por lo tanto, Dios siempre
se manifiesta en forma de Inteligencia, en forma de Potencia, en
forma de Amor-Felicidad.
Pero no le pongamos nunca condiciones a Dios. No le
pongamos requisitos diciendo: «yo lo que quiero es esto de esta
manera», porque Dios no es un suministrador que ha de satisfacer
nuestro pedido a nuestro modo. Yo he de dejar que sea la Inteligencia
de Dios, su Poder y su Bondad quienes hagan las cosas. Pero si creo
que puedo decirle a Dios cómo mejorar o perfeccionar su visión,
entonces estoy completamente equivocado y no es a Dios a quien me
dirijo. Yo puedo pedir la solución de los problemas, puedo pedir mi
paz interior, mi afirmación, el descubrimiento de mi realidad, pero
lo que no puedo ni debo hacer es decir cómo
lo quiero; porque el cómo
está elaborado según mis ideas personales,
y en la medida que estoy deseando aquel cómo,
estoy afirmando mi personalidad, estoy
obstruyendo la disponibilidad, la apertura incondicional a Dios.
17.
LA PRESENCIA DE DIOS (III). LA FELICIDAD
Nuestra
identidad profunda es Felicidad
Dentro del desarrollo de nuestras facultades superiores
en el nivel espiritual hemos de tratar algo que parece utópico y que
no obstante está al alcance de nuestra conciencia. Es lo que
podríamos llamar el arte y la ciencia de la Felicidad.
Se suele considerar que la felicidad es algo de otro
mundo, que en esta vida es imposible encontrar nada que sea realmente
y definitivamente pleno, pero esto se refiere a nuestro modo habitual
de funcionar. Nosotros estamos destinados a vivir la felicidad, la
más grande plenitud que podamos soñar; es nuestro destino, porque
es nuestro origen, nuestra fuente. La naturaleza de nuestro ser, la
Identidad profunda de nosotros mismos está hecha de felicidad porque
somos expresión Directa de
la Felicidad de Dios, del Absoluto.
Como siempre, el problema está en que nosotros
consideramos que la felicidad ha de ser el producto de algo, que nos
ha de llegar como
consecuencia de cumplirse una serie de requisitos o de condiciones
que nosotros ponemos a nuestra vida. Yo me he hecho una idea de mí
mismo y de la vida, y creo que sólo en la medida en que se realicen
los deseos o proyectos que yo tengo -de mí, de los demás y de mi
situación-, que sólo entonces podré ser feliz. Éste es un error
de base. La felicidad no está nunca en el mundo, nunca procede
de nada ni de nadie, sino que la felicidad está
en la fuente de nuestro ser,
está en la Mente Divina que nos está haciendo
existir.
La felicidad es la naturaleza más profunda de nosotros
mismos; y es algo que viviremos en la medida en que nos obliguemos a
cultivarla, a abrirnos a ella. No es algo que nos ha de venir, sino
que es algo que se ha de producir en
nosotros cuando dejemos de buscarla en donde no está.
Toda
felicidad viene de Dios
Tendríamos que meditar largamente en que todo placer,
toda satisfacción que nos puedan dar las cosas, las personas, las
situaciones, no son nada más que una pequeña partícula de la
Felicidad Absoluta que es Dios; no es ésta otra felicidad, sino la
misma que nos pueden dar las situaciones más idealizadas. La misma
felicidad que yo puedo encontrar en un amor pleno, correspondido; o
que puedo encontrar en un ideal de amistad, en una buena música,
incluso en una buena comida y en las experiencias más elementales de
nuestra vida, esta misma felicidad en grado Absoluto, esto es Dios.
No es otra felicidad. No es que tengamos que renunciar a
una felicidad para que a cambio se nos dé otra que dicen que vale
más. No. Toda felicidad que nosotros vivimos es expresión de la
única Felicidad, que es el Absoluto. El mal está en que nosotros
nos limitamos a desear una determinada felicidad, un modo
de felicidad, a través
de unas circunstancias determinadas, y esta condición que ponemos,
esta dependencia de unos modos determinados de ser feliz, esto es lo
que pone barreras a nuestra
capacidad de descubrir y realizar la felicidad. Las
mejores cosas de la vida solamente hacen
despertar en mí algo de esta felicidad. No me dan, sino que
despiertan, actualizan felicidad.
Habríamos de meditar sobre la naturaleza del bien, de
lo agradable,
del bienestar que buscamos en la vida y llegar a descubrir que este
bien que buscamos es una expresión del mismo Dios que nos anima y
que se expresa a través de nuestra vida y de nuestra conciencia.
Cuando yo pueda ver que Dios es la Felicidad absoluta inalterable, y
que este Dios es algo que está presente en mí, que es algo que está
pidiendo que yo lo reconozca, que me abra a Él, entonces ya no
correré detrás de unas situaciones (o no huiré de otras), porque
descubriré que nada puede darme lo que ya
está en mí desde siempre. Aprenderé a amar
a este Dios que está mí y en todas partes y a abrirme a esta
Presencia que es Amor-Felicidad. Entonces la vida interior no es una
vida de obligación, de esfuerzo, de ascesis, sino que es una vida de
plena expansión de conciencia, de constante descubrimiento de un
nuevo modo de vivir feliz.
Pero es imposible que yo pueda vivir esta felicidad, que
pueda tomar posesión de esta herencia, que es
mía y que me es dada en cada momento, si yo
creo que la he de encontrar en otra parte o que la he de realizar a
través de unas condiciones externas determinadas. Por eso es
importante que yo aprenda cómo funciona este circuito de la
felicidad. En la felicidad ocurre como con el impulso vital: éste
nunca me viene dado de fuera; el impulso vital es la esencia, el
centro mismo de mi ser y tiende a irradiarse.
Y en la medida que se expresa, en la medida que se exterioriza de un
modo inteligente, crece. En el amor-felicidad es exactamente igual.
En la medida que le doy paso, que lo expreso, que lo cultivo, que lo
acepto, que no le pongo límites, en esa misma medida crece. Como
ocurre con la inteligencia: en la medida que yo la ejercite, que la
exprese, en esta misma medida crecerá.
El
criterio acumulativo no conduce a la felicidad
En esto, sin darnos cuenta, aplicamos un criterio
material, creyendo que estas cualidades básicas son algo que, a
semejanza de lo físico, lo tendremos por posesión acumulativa, que
es algo que nos ha de venir del exterior y que, reteniendo
determinadas cosas, retendremos una determinada felicidad o
bienestar. Y aplicando este criterio es cuando nos encontramos con
repetidos fracasos.
Si yo me centro en la intuición que tengo de que Dios
es la felicidad y de que Dios es, al mismo tiempo, la
Fuente que me está comunicando mi propia
vida en todas sus manifestaciones permitiré
que esta felicidad se manifieste en mí del mismo modo que yo puedo
tomar el sol poniéndome conscientemente bajo sus rayos. Cuando yo
pueda mantenerme centrado en esta intuición de Dios presente como
Felicidad y Amor absolutos, interiormente relajado, contemplando, y
dirigiéndome afectivamente a este Dios-Amor, es como si yo
permitiera que ese amor, esa felicidad, me llenaran desde
dentro, y pudiera
irradiarlos después hacia fuera.
Éste es el secreto de la felicidad.
Nunca es por acumulación ni por posesión de nada, sino por
reconocimiento de
la Fuente y apertura
de la mente, del
corazón y de la voluntad a esta Presencia de Dios en nosotros. Este
cambio de actitud es el que requiere un esfuerzo: de la actitud de
esperar de las cosas a dejar de depender de ellas centrándonos en
esta intuición y aspiración interna.
Práctica liberadora
Este cambio exige disciplina. Hay que obligarse a
hacerlo durante un tiempo -que no será mucho-, hasta que uno pueda
descubrir que esto funciona realmente así, hasta que uno sienta esta
Presencia cálida y gozosa dentro de sí mismo. No hay que hacer nada
más que esto: meditar en la naturaleza de Dios como Amor Absoluto y
mantener esta intuición abriendo, relajando la mente, el sentimiento
y la voluntad. Éste es el camino, el medio concreto para descubrir
cómo esta felicidad, esta plenitud, este amor, está ahí en todo
momento, esperando que nosotros nos pongamos receptivos y
disponibles, para poderse expresar.
Esta práctica nos hace independientes del mundo
exterior, nos libera de las circunstancias, de las situaciones. Hay
que llegar al momento en que uno siente ese amor, esa felicidad, ese
calor especial que viene realmente de otro mundo y que es de una
calidad totalmente diferente de todo lo que podamos fabricar por
nosotros mismos.
Cuando descubrimos que en nosotros
existe esta Presencia viviente, cada acto de nuestra vida cambia. Es
como si descubriésemos queda vida tiene una dimensión en
profundidad y una
riqueza en calidad
que hacen que las
situaciones dejen de tener importancia por sí mismas; entonces, las
situaciones se ven sólo como un medio para poder expresar esta
felicidad, ese amor, ese calor, esa Luz interior.
Entonces no hay situaciones pequeñas
ni situaciones grandes. En todas llega a existir una actitud
indiferente, relativamente hablando, ante lo externo de la situación.
Pero toda situación
es extraordinariamente importante, aunque
la importancia de la situación no viene de lo que espero de ella
(como ocurre ahora), sino que se origina en el modo de vivirla, en
este modo pleno, luminoso, y se ve como un medio, como una
oportunidad para renovar y expresar la felicidad interior.
Podríamos decir que el sentido de
nuestra vida está en buscar la felicidad, y que vamos tropezando con
obstáculos y desengaños hasta que descubrimos dónde está esta
felicidad; y que está justo en el extremo opuesto de donde la
estábamos buscando, pues la felicidad no está en el objeto sino en
la raíz del sujeto, no en el tú,
en el ello,
sino en
la base del yo, allí
donde Dios está haciendo que yo sea yo.
Cuando descubro que esta Presencia ya está ahí, a mi
disposición, y que sólo necesito dejarla que actúe y abrirme a
ella para sentirme más y más lleno de esta paz, de esta fuerza y de
esta plenitud, entonces la vida se convierte en una constante
expresión gozosa. Ya no quiero nada, no busco nada (para mi
interior) del mundo de las personas; ya no estoy pendiente de si me
alaban o no, de si me aceptan, de si les soy simpático o no. Ya no
vivo en el riesgo de sentirme criticado o rechazado, de tener éxito
o de no tenerlo. Sé que el único éxito está en la realización de
esta plenitud divina en mí y que eso puedo cultivarlo momento tras
momento.
También la vida se convierte en un
medio de auténtico servicio, en un medio de ser útil a los demás;
eso quiere decir ayudarles a que ellos sean más ellos mismos, a que
vayan encontrando más y más esa autenticidad y esa plenitud. Yo no
necesito que los
demás acepten mi
modo de ver, no tengo que «convertir» a los demás a mi
modo de pensar o de
vivir; pero sé que
todos estamos destinados a esta plenitud; sé
que lo
que es el origen de
nuestra existencia es también el
fin y el objetivo
de nuestra existencia, y que nadie se puede perder por el camino. En
la vida, el drama sólo
existe cuando yo
creo que se va a perder algo fundamental; pero si yo sé que siempre
se va a ganar lo fundamental, si estoy realmente convencido de ello,
desaparece toda posibilidad de drama; entonces la vida se convierte
en un juego escénico, en una representación re-creativa.
Examen de las actitudes en la vida cotidiana
Deberíamos examinar nuestras
actitudes en la vida diaria y ver si somos consecuentes con el
principio de que la plenitud está a nuestro alcance abriéndonos
a Dios
presente en nosotros. Deberíamos ir reconquistando las tendencias
producidas por muchos años de vivir de manera identificada,
extravertida, rectificando nuestras actitudes, sin buscar nuestra
afirmación en lo externo, sin buscar otra afirmación que la
afirmación absoluta de Dios en nosotros. Que yo no busque la
felicidad en el mundo ni en las personas; que busque la felicidad en
la Felicidad absoluta que
es Dios
en mí.
Y he de ir repasando mis actitudes
para ver cómo yo, en mi
vida diaria,
todavía caigo en la inercia de esperar de las cosas, de las
personas, del futuro, algo que me haga feliz. Nada puede hacerme
feliz o darme plenitud, gozo, si no es abrirme a Dios en mí.
El sentido de cada instante
El sentido de la vida no es sólo el
sentido global de
la vida, es el sentido de
cada instante de la
vida, pues si yo no vivo este sentido en cada instante, yo no podré
realizar este sentido. En mi etapa de búsqueda, el
sentido de la vida es
encontrar la plenitud; luego, si éste es el sentido de la vida, éste
es también el
sentido de cada momento de la vida, de
cada circunstancia; porque «la vida» es un término demasiado
general, y si me conformo con esta idea general descubriré que mi
conducta particular está muy lejos de este objetivo. Es
convirtiéndolo en objeto efectivo de
ahora y del momento siguiente como
yo realizaré este objetivo. Es, pues, una consigna de cada momento.
¿Estoy abriéndome ahora
a lo que es la
plenitud, la
felicidad, el ser, la verdad, me estoy abriendo a ello? ¿O estoy
esperando que algo o alguien me dé un
poco más de
afirmación o de satisfacción?
Esta perspectiva se podrá ir
rectificando mediante la práctica de la meditación y de la
Presencia. Esto, al principio, puede darnos la impresión de que nos
aísla de las
personas, de que
disminuye el estímulo, el interés, la motivación que antes
teníamos; y es que, ciertamente, la motivación cambia, pero cambia
para mejorar. Porque mi motivación será interna, la de expresar
algo que vivo, y el resultado será mucho más pleno que si estoy
crispado por si me sale bien o mal lo que tenga que hacer.
Somos instrumentos de Dios
Nosotros somos como unos instrumentos
conscientes, inteligentes, en manos de Dios, para poder expresar un
poco más Su plenitud en la tierra. Somos canales para poder iluminar
-mediante Su acción a través de nosotros- un
poco más a los
demás. No porque yo tenga que enseñar nada ni porque tenga que
cambiar o iluminar a
nadie, sino solamente
porque dejo que Dios a través de mí haga su trabajo de iluminación,
de redención. No soy yo quien hago; sólo dejo que Dios haga en mí
y a través de mí. En el momento en que creo ser yo, personalmente,
quien hace algo, estoy ya cerrando esta apertura hacia Dios, esta
puerta de entrada de Dios en mí.
Para que Dios actúe en nosotros es
preciso mantener nuestra mente y nuestra afectividad abiertas a su
Presencia. Entonces, toda vida adquiere un sentido nuevo. No en el
sentido de realizar grandes cosas, pues la vida más aparentemente
minúscula y aislada puede adquirir entonces una enorme
significación, al convertirse en un canal de transmisión de un poco
más de luz, de paz, de fuerza, de gozo, para los demás. Es un
trabajo que nos transforma y a la vez hace más felices a los otros.
No se trata de vagos
sentimentalismos; se trata de algo tan real como las cosas más
reales que existen. Precisamente, yo no he de tener una actitud
sentimental -en el sentido peyorativo que se da a la palabra- al
tratar con los demás; yo he de tener una actitud entera, sólida,
maciza, pero con una gran apertura interior a Dios presente en mí. Y
entonces, dentro de mi actitud decidida, clara, sólida, fuerte, se
filtrará algo que
el otro percibirá, o le beneficiará aunque no se dé cuenta; algo
que será una auténtica ayuda para el otro, sin que yo mencione nada
relacionado con la vida espiritual, sin necesidad de mostrarme como
un apóstol o como divulgador de alguna ideología. Es algo secreto,
es algo entre Dios y yo; pero dejando el sitio disponible para que
Dios haga su trabajo a través de mí. Esta experiencia está al
alcance de todos, pues Dios no tiene ninguna preferencia. Toda
persona que tenga una sincera aspiración y la intuición de la
Presencia y existencia de Dios en todo, tiene a su disposición esta
experiencia, pero hay que estar allí, hay que ir a por ello.
No nos lamentemos de los problemas,
de las circunstancias, etc. En lugar de lamentarnos, trabajemos para
abrirnos a la Fuente, trabajemos para la solución única, real. Con
esta práctica todos los problemas de inseguridad, tensión,
depresión, neurosis, fobias, filias, etc., todo se desvanece como se
funde un pedazo de hielo a la luz del sol. Todos los problemas
existen sólo por defecto de esta Presencia Divina, porque lo
positivo ha dejado de expresarse de un modo intenso y lo negativo lo
sustituye, pero sólo como ausencia temporal de lo positivo. Todos
los estados de miedo, de angustia, no son más que esta ausencia de
la Conciencia de ser. Todos los problemas son ausencia
de Dios; con su
Presencia todos los problemas psicológicos se derriten, desaparecen.
Pero hemos de abrirnos, cultivar, vivir esta Presencia mediante la
receptividad y el silencio.
Esta práctica no sólo nos llenará de paz y de armonía
interior sino que ésta se traducirá en armonía exterior, pues todo
lo que nosotros vivimos habitualmente es la exteriorización de
nuestro estado de conciencia; o sea, que las cosas tal como se
presentan estructuradas a nuestro alrededor (en lo externo) son la
cristalización material de nuestra conciencia interior. Cuando
nuestra conciencia se ensancha, se eleva, en consecuencia se produce
un cambio en lo exterior; la conciencia interior iluminada da como
fruto una armonía exterior en las cosas, en las personas, en todo.
Lo exterior es un reflejo de lo interior. En un árbol,
los frutos brotan de él, no vienen del exterior, salen de dentro del
árbol. Nosotros somos como el tronco del árbol y todos los frutos
que aparezcan son la exteriorización de lo que vive por dentro del
tronco, en forma de circunstancias, relaciones, etc., y si la
conciencia interna es realmente Superior, está iluminada por la
Presencia de Dios, los frutos serán armónicos, llenos de luz.
Nosotros creemos que lo exterior no depende de nosotros.
Pero todas las cosas, todo lo que existe, está ahí porque una
conciencia la está creando. Luego, otras conciencias -nosotros- lo
atraemos y lo retenemos, y cada persona tiende a atraer aquello que
está de acuerdo con su estado de conciencia.
Por eso vemos personas con problemas
interiores que, a dondequiera que vayan, reproducen estos problemas;
personas con una mentalidad estrecha que, aunque tengan mucho dinero,
viven estrechamente; y otras, en cambio, aun con medios escasos, que
viven interiormente más libres porque su conciencia es más amplia.
Lo exterior se configura de acuerdo a lo interior porque es
su efecto. Y en la
medida en que nuestra conciencia se eleva, se ensancha y se mantiene
abierta a esta Presencia activa de Dios, veremos cómo las cosas
externas van cambiando por sí mismas. Esto nos recuerda aquella
frase del Evangelio tan mencionada y tan poco entendida -y tan poco
practicada- que dice: «buscad primero el
Reino de Dios y su
justicia, y todo lo
demás os será dado por añadidura». Esto es una ley exacta. Es
algo de lo que podemos beneficiarnos todos sin que tengamos que hacer
otro esfuerzo que el de mantenernos fieles, abiertos, conscientes,
disponibles, a esta Presencia de Dios en nosotros.
18. LA PRESENCIA DE DIOS (IV). LA VIDA COTIDIANA
La Presencia de Dios en lo exterior
Aprendamos a ver esta Presencia de
Dios en todo cuanto sucede, en los hechos de cada momento. Pues no
hay nada que ocurra sin esta Voluntad todopoderosa de Dios, sin que
sea expresión de esta Inteligencia universal que es Dios; estamos
asistiendo constantemente a la materialización
de la Presencia de
Dios. Hemos de reconocer esta Presencia activa de Dios en todo. Pero
estamos acostumbrados a reaccionar ante las cosas con esquemas
viejos, con categorías ya establecidas, con hábitos; y aprender a
mirar más allá de lo que estamos acostumbrados a
ver requiere un
esfuerzo activo, una voluntad de descubrir, una exigencia de ver la
verdad detrás de las apariencias. Por esto es necesaria una
práctica.
Si yo vivo la Presencia de Dios en mí
y descubro que mi vida es algo que no nace originariamente en mí,
sino que soy un canal de la Divinidad; si en los
momentos de
silencio yo doy acogida en mi conciencia a esta Presencia viviente de
Dios en mí, entonces me será posible ensanchar este mismo
reconocimiento de Dios actuando en lo exterior.
La «ficha» que hacemos de los demás
Esto hay que practicarlo en relación
con las personas que nosotros tratamos y con quienes convivimos. Ahí
veremos cómo la costumbre ha hecho que nosotros creamos que
conocemos a una persona porque nos hemos formado una imagen y una
idea de ella, y la hemos clasificado de acuerdo a unas
características de su conducta o de su expresión. Y este registro
es el que usamos en nuestro trato con la persona. O sea, que ya no la
miramos a ella, sino que sacamos la ficha que dice: «esta persona es
amable», «tal persona es generosa», «ésta es antipática», etc.
La persona no es egoísta, la persona
no es amable, no es ignorante, ni inteligente, ni es nada de lo que
podamos decir. De hecho, no
sabemos lo
que es la persona y
hemos de tratar de descubrirlo constantemente. Siempre que nosotros
nos referimos a datos anteriores (del pasado) que tenemos de la
persona, eso impide descubrir algo nuevo de ella. Hemos de afinar
nuestra visión, nuestra inteligencia, nuestra voluntad y nuestro
afecto para tratar de descubrir más y más lo que es el otro.
La persona no es lo que hace. Su
hacer es una consecuencia de todas las cosas dinámicas que hay
dentro de la persona. Si a mí me identificaran por un simple rasgo,
por ejemplo, si yo suelo hablar de un
modo, digamos, un
poco «seco», y entonces me calificaran de persona «seca», adusta
(o
áspera),
seguramente yo me lamentaría de la poca visión de los demás,
porque yo sé que, aunque a
veces pueda hablar
de un modo «seco», yo soy y vivo interiormente muchas otras cosas
que son las que me empujan a hacer y a expresarme. Entonces, cuando
se me identifica por algo parcial en mí, eso no es una definición
de mí.
En relación con las personas que tratamos y con quienes
convivimos, observemos ¿qué noción tenemos de ellas? ¿Nos hemos
contentado con registrar sus modos de conducta, de hablar, de
reaccionar, en forma de «ficha»? ¿O tratamos de comprender,
penetrar, descubrir a la persona en cada momento?
Nos proyectamos en los demás
Otra cosa que afecta a nuestra
relación humana es que nosotros proyectamos
sobre las personas
nuestros deseos y nuestros temores. Yo, a las personas que amo, les
estoy proyectando las cosas buenas que yo deseo; y así espero que la
persona buena, la persona amable, se comporte conmigo de acuerdo con
la imagen y el deseo que yo tengo. Después ocurre que aquella
persona tiene diversas formas de manifestación; unas veces será
amable y otras no, y en otras será de otra manera. El caso es que mi
deseo, o mi esperanza (o exigencia), no se corresponderá con la
realidad.
En la medida en que yo espere algo de
la persona, estaré comparando constantemente esto que espero con lo
que la Persona realmente hace. Entonces, una vez más, no veré lo
que la persona es, sino que estaré viendo lo
que no es, lo que
no hace, estaré viendo la
diferencia con mi
imagen idealizada.
Miremos si esto es así en nuestra relación familiar y con las
personas que decimos que aceptamos y que amamos.
Yo he de poder comprender a las
personas por sí mismas, no en relación a una idea que yo tenga, no
comparativamente con otras personas, sino por sí mismas. Si yo me
obligo a ver a la persona con una mirada renovada, sin echar mano de
mis nociones antiguas sobre ella, yo podré descubrir cosas nuevas.
En primer lugar, porque siempre han existido en la persona otras
cosas que las que yo he visto, y en segundo lugar, porque todos
estamos cambiando
constantemente.
Nuestra mente es la que se ha formado una imagen estática de la
persona y esta imagen la ha inmovilizado en un «clisé» Pero las
personas no son nunca estáticas sino que son un fluir continuo de
vida.
La
vida es positividad
Las personas son la confluencia de
varias corrientes de cualidades vivas. Todas las personas son
básicamente positivas, están hechas de cualidades positivas; cada
persona es una suma, variable en cada momento, de realidades
positivas. Lo que yo llamo negativo es el resultado de compararlo con
otras cosas. Al aprender a mirar a las personas en directo, sin
referencia ni
comparación
alguna, yo descubriré que la persona es un río de vida, de vida
positiva; que es un haz de cualidades, de inteligencia, de energía,
de amor. En grados distintos, a niveles distintos, en formas muy
distintas, pero la persona básicamente sólo
es eso. Lo que la
hace vivir es esa energía
profunda; toda su
inteligencia es inteligencia;
y
toda su vida
interior está buscando su afirmación, está buscando una
satisfacción, una plenitud, exactamente como yo, y
el otro,
y el otro.
Esto es lo básico, lo que nos hace
vivir. Es nuestra naturaleza profunda, es Dios que está expresando
sus cualidades intrínsecas a través de cada cosa y de cada persona.
No hay nadie que tenga ningún defecto. Defecto quiere decir
deficiencia de algo.
Y ¿de qué puede
ser la
deficiencia?
Simplemente de algo
positivo. Pero
observemos: la persona, toda ella, está hecha de algo positivo; es
lo positivo. Es
cuando yo
comparo esto
positivo (lo positivo que se expresa) con otra forma de expresión
que yo valoro como más positiva, cuando a esta diferencia la llamo
negativa. O sea, que mi valoración de la persona se hace por esta
diferencia, por este contraste, por lo
que no es, no por
lo que es.
Esto es muy
importante porque
pone barreras entre las personas e invalida gran parte de nuestra
relación. La misma Fuente que me anima a mí, la misma Luz que
ilumina mi mente, mi espíritu, mi ser, es exactamente la misma que
anima al otro. Todo es expresión de una Fuente única. Es por esto
por lo que se dice que Dios es el Padre y que nosotros todos somos
hermanos; hermanos no en un sentido sentimental, sino porque todos
somos expresión de la misma Fuente, porque estamos vinculados al
mismo origen, porque estamos enraizados en el mismo suelo.
Multiplicidad
Si yo me abro más y más a la
evidencia permanente de la
Realidad en mí,
que es Dios, iré descubriendo paralelamente esa Presencia dinámica
de Dios en el otro, y en el otro, expresándose en formas distintas y
dando lugar a un muestrario increíble de formas de expresión, a
contrastes, a aparentes contraposiciones; y son precisamente esas
diferencias, contrastes y contraposiciones las que permiten el
movimiento, la acción, la reacción, la
creación. Si todos
fuésemos iguales, uniformes, no existiría el
movimiento, no
sería posible la relación, pues para relacionarnos con alguien,
para poder actuar en relación a alguien, es preciso que éste sea
diferente de mí. Es la diferencia lo que hace posible el movimiento,
la comunicación, la transformación, el crecimiento.
Así resulta que necesitamos ser
diferentes pero por
otra parte somos
una sola cosa en Dios. Cuando nos olvidamos de esa sola cosa que
somos en Dios, entonces surgen separaciones cada vez más fuertes y
marcadas, porque cada uno se siente solo y enfrentado a los demás, y
necesita protegerse, defenderse, asegurarse; esto es lo que crea
separatividad, oposición, lucha.
Pero en la medida en que se olvidan
las diferencias, entonces se va al
extremo opuesto y
se tiende a idealizar ciegamente a la otra persona; por el hecho de
ser expresión de la
divinidad ya tiene
en sí todas las cualidades en el grado en que las estoy imaginando o
idealizando. Entonces yo
no vivo la realidad de
sus formas concretas de expresión; por vivir exclusivamente el
aspecto unidad, yo me
estoy, diríamos, incapacitando para manejar las relaciones a un
nivel concreto, para una inter-relación enriquecedora. O sea que los
dos extremos
resultan erróneos tomados aisladamente.
La verdad del otro y la correcta
relación la encontraré cuanto más yo esté en el Centro, pues a
través de mi centro yo me acerco al centro del otro, a través de mi
autenticidad me acerco a la autenticidad del otro.
Lo que decimos no es ninguna utopía.
Lo utópico es pretender que los
demás sean de una
forma determinada. Se trata de vivir
abierto a Dios en mí,
y esto produce una conciencia de unidad, de universalidad, que hace
que yo comprenda que el otro no es distinto de mí, que no existimos
realmente separados, que la humanidad forma un organismo viviente, un
cuerpo múltiple de un Alma, de una Voluntad, de una Inteligencia
Superior.
Sólo a través de los demás yo
completo mi conciencia de ser, de existir. Pero, por otro lado, yo
he de vivir muy
concretamente las
diferencias; pero
éstas no me han de servir para dividir, las diferencias las he de
ver como expresiones diferentes de la misma cosa. Gracias
a la unidad, cuando
me abro a la conciencia de
unidad, vivo la
noción de realidad, de simplicidad, de autenticidad. Pero gracias
a la multiplicidad yo
enriquezco los modos
existenciales de mi conciencia, veo otras facetas y amplío mis modos
de expresión y de comprensión, y ensancho mi conciencia manifestada
en la medida que
intercambio y me abro a
los demás.
Si yo quiero descubrir a mi
Dios dentro de mí
y aparte de los demás, estoy descubriendo a Dios a través de un
agujerito. Es cuando, paralelamente al descubrimiento de Dios en mí,
intento descubrir la realidad, la vida auténtica del otro, cuando
entonces este agujerito, esta pequeña zona de conciencia se va
ensanchando hasta formar un campo
extenso, campo que
todo él es medio, camino, para esta conciencia de Dios.
El Amor
La Conciencia de Dios no sólo es
algo que está Arriba en relación a nuestra conciencia personal,
sino que
es algo que lo
incluye todo. Todo
Es en la Conciencia de Dios. Cuando
yo me abro al Todo y a cada cosa particular, estoy ensanchando mi
capacidad de descubrir ese Todo en manifestación.
De este reconocimiento de la Unidad
surge el Amor. Y el amor no es tanto un deseo de dar algo, sino que
es el descubrimiento de que ya se posee lo Esencial; que la Vida
detrás de las apariencias es ya una Plenitud, y esta conciencia de
plenitud, esto es realmente el Amor. El
Amor es la Conciencia interna de la Unidad.
Este Amor es el estado
subjetivo del Ser
Absoluto, y es el que se expresa luego en lo existencial en forma de
afecto, en forma de servicio y de voluntad al
bien. Si nosotros
vivimos más y más esta conciencia profunda de Ser en la Unidad, en
lo único que es en todo lo que es, el
Amor será una Realidad viviente en nosotros. Este amor no dependerá
para nada de los demás, sólo del Ser que lo es todo, porque ese
Amor es el estado esencial del Ser.
Pero al mismo tiempo (que esta
conciencia de Ser) nosotros existimos fenoménicamente, somos una
expresión dinámica una encarnación viviente de este Ser; así,
este Amor Felicidad se estará expresando a través de nuestra
acción. Enraizados en esta conciencia de Ser, nuestra vida será una
expresión del Amor, de la Inteligencia y de la Voluntad divinas.
Entonces veremos que todo
el mundo -lo sepa
o no, lo
quiera o no- está haciendo lo mismo. Todo el mundo es expresión de
esta felicidad, de esta inteligencia y de esta voluntad divinas, lo
sepa o
no; y ahí está la gran diferencia entre la persona feliz y la
persona desgraciada: la
diferencia está en que uno lo
sabe y el otro no.
Esta noción de Dios es simplemente
un problema de reconocimiento.
Yo
ya estoy siendo
conducido por Dios (porque «ni una hoja de un árbol cae sin Su
voluntad»), sólo que creo que soy conducido por mí mismo, por mis
ideas, mis deseos,
mi talento, etc., y esta afirmación en lo individual la pago luego
con esta guerra frente a todo lo
demás, con
sentirme aislado de todo el resto. Pero cuando yo reconozco que la
verdadera Realidad que intuyo es este mismo Dios que se expresa en
mí, y me abro y me entrego totalmente, este reconocimiento
transforma toda mi conciencia; dejo de ser yo quien lucha o quien se
defiende, y dejo paso a que sea Dios quien cumpla Su voluntad a
través de mí, porque entonces mi afirmación no está en ser de un
modo, sino que está en
ser en el Ser. No está
en conseguir que me amen sino en abrirme al Amor; no
en descubrir unas
verdades o realizar unas elaboraciones mentales, sino en reposar en
la Luz que ilumina a lodo ser humano.
Y así vivimos el misterio por el que
las
cosas tienen una
Identidad única, y a la vez esa Identidad única se expresa a través
de la multiplicidad en constantes procesos de renovación, de cambio,
de reafirmación. Es lo múltiple dentro del Uno. Es el Uno a través
de lo múltiple. Es la Plenitud que se está renovando, es el Ser que
se está re-creando.
Naturalidad
¿Quiere decir esto que ante las personas hemos de tener
una actitud idealizada, mística? No; simplemente, ante las personas
nuestra actitud debe ser natural, sencilla. Pero ante nosotros mismos
hemos de estar muy despiertos y presentes, y totalmente receptivos
ante la Presencia de Dios en nosotros. Y permaneciendo receptivos
hemos de expresarnos con naturalidad, con espontaneidad. Esta
espontaneidad puede conducirme en ocasiones a defender un punto de
vista, a ejercer una acción o una presión, a luchar si es preciso;
pero no porque yo estoy defendiendo algo -mi idea personal, mi gusto
personal o mi miedo personal-, sino porque Dios se expresa en mí a
través de mi modo de ser. Yo no defiendo nada mío sino que dejo que
Dios se exprese de un modo múltiple: a través de una expresión
gozosa, o de una expresión combativa, a veces de una manera más
fría, más controlada, o más eufórica, o alegre; del modo que sea.
No soy yo quien elige el modo; una vez me entrego a esta Presencia,
dejo que ella dirija mi vida.
Es natural que yo todavía no
haya conseguido esta
entrega absoluta, que esté interfiriendo en esta acción de Dios en
mí; es natural y no tiene importancia. Sobre todo, no nos
recriminemos, no estemos pendientes de si lo hacemos bien o mal,
dejemos de preocuparnos por nosotros habiendo algo mucho más grande
en que interesarnos, pues cada vez que pensamos en nosotros -aunque
sea con la idea del bien y de mejorar- estamos haciéndolo mal.
Cuando más pronto nos olvidemos de nuestra
perfección, de
nuestro bien,
para abrirnos al Bien, a la Perfección, más pronto habremos
eliminado todos los problemas y funcionaremos mejor.
Por lo tanto, no nos preocupemos de
nuestros altibajos; siempre que nos preocupamos por nosotros,
regresamos, descendemos. Dios es lo único que vale la
pena de ser pensado
y vivido en todo momento. Y en Dios vivirlo todo; desde este punto
alto -por encima de la cabeza y atrás-, centrándonos ahí, vivirlo
todo, lo que vivo en mi nombre y todas las circunstancias que me
rodean. Eso no es vivir en las nubes, es aprender a unir el cielo y
la tierra porque ésa es nuestra misión.
La consigna es vivir en esta
conciencia amplia, vivir este misticismo experimental lo más elevado
posible, y a la vez mantener una total sencillez y un gran sentido de
realismo ante toda situación. Lo único que cambia es el centro de
gravedad; antes yo me apoyaba en la conciencia de mí, en mis
derechos, mis deseos, mis voluntades. Ahora he descubierto que el
verdadero centro de mí es lo que llamo Dios; y al trasladar este
centro de gravedad de la noción de mí a la noción de Dios,
entonces quedo todo yo
disponible para
vivir con simplicidad todas las cosas de la vida diaria.
Nadie debería notar que estoy
viviendo esto; mi sencillez y mi naturalidad deben ser totales,
porque si creo que debo hacer algo especial al vivir esto, entonces
ya estoy interponiendo algo. Cuando yo hago
algo para conservar
o aumentar un «estado» o sensación, ya estoy interfiriendo. La
sencillez es la marca de fábrica de la
espiritualidad
real.
Cuando aprendemos a no preocuparnos
por
nosotros y a
descubrir la plenitud, la realidad, la felicidad, en esta Presencia
constante, en el Ser, entonces nos convertiremos en mensajeros del
gozo, de la alegría, del buen humor, y también en estímulo para el
esfuerzo. Ya no estaremos buscando la satisfacción a través de los
demás ni pendientes de sus opiniones, ya no seremos esclavos de los
otros, y por eso podremos ser naturales, auténticos. Podré expresar
amor porque no habrá temor, podré expresar verdad porque no habré
de ocultar nada de mí, podré expresar fuerza porque no estaré
reteniendo para mí las energías.
19. ADAPTACIÓN Y COMBATIVIDAD
Lo espiritual no es pasivo
Hay un aspecto de la relación humana
que conviene aclarar, porque muchas personas, cuando se les
habla de la dimensión
espiritual, de la
actitud receptiva, de
la comprensión ante los demás, etc.,
tienden a
asociar esas actitudes
a una disposición meramente pasiva o de tolerancia, y esto puede dar
lugar a unos malentendidos que no deben existir.
Cuando decimos que ante los demás
hemos de tener una actitud receptiva, intentando «entender» lo que
el otro está diciendo, tratando de intuir lo que siente y de
percibir lo que le hace funcionar por detrás de sus mecanismos -su
dimensión profunda no
queremos decir que
hemos de encontrarlo todo maravilloso, magnífico, que hemos de decir
siempre amén a todo lo que la otra persona nos plantee, sino que
hemos de tener una visión realmente grande, amplia, de lo
espiritual.
Lo espiritual no está hecho sólo de
esta bondad dulzona, pasiva, sentimental (o sentimentaloide); lo
espiritual incluye lo más recio, lo más profundo de la existencia.
Lo espiritual es la
raíz de toda la fuerza que existe en la naturaleza, de toda la
capacidad combativa que podemos ver en el reino animal, por ejemplo;
de toda la fuerza cósmica, de la que tenemos pequeños atisbos
cuando un cataclismo de la naturaleza nos asusta por sus terribles
efectos. No asociemos lo espiritual sólo al aspecto blando, pasivo,
de una mentalidad sensiblera; lo espiritual es la potencia más
extraordinaria que existe. Y esta potencia se expresa en todos los
niveles: desde el nivel material, pasando por lo biológico, hasta el
nivel más intelectual y más espiritual.
Así, cuando se habla de la actitud
espiritual, las
personas
interpretan que han de manifestar dulzura, compasión, perdón,
olvido, etc., porque contraponen esta actitud pasiva a la actitud de
lucha, de enfrentamiento, de exigencia o imposición, a la actitud de
luchar para imponer unas ideas o lograr unos objetivos, al aspecto
lucha en
todas sus manifestaciones.
La lucha es algo esencial en la
existencia y es algo esencialmente positivo. Lo que puede ser
negativo son las
motivaciones de la
lucha. Cuando estoy luchando para afirmarme yo
en contra de los
demás, o por oposición a los demás, esta lucha es negativa; es la
lucha que trata de ensalzarme a mí disminuyendo a los otros. En
cambio, existe una lucha que es enteramente positiva; es la
movilización de toda la potencia al servicio de una idea clara y
expresada a través de una conciencia
creativa de unidad.
Las personas entienden la actitud de lucha de forma
egocentrada, y por eso es por lo que al hablarles de comprensión
asocian automáticamente la actitud pasiva a lo que llamamos
espiritual. Pero lo espiritual es la base de lo que funciona en el
nivel natural; es, de hecho, las cualidades de lo natural sin las
deficiencias del nivel psicológico habitual, marcado por los hábitos
egocentrados.
El problema en sus elementos psicológicos
En nuestra formación hemos pasado por varias fases,
pero hay dos muy evidentes que vamos a analizar.
Cuando éramos pequeños se nos decía que debíamos ser
obedientes, tolerantes, etc. Se trataba entonces de ordenar o de
domesticar de algún modo nuestra violencia natural, nuestra
impulsividad, inculcándonos unas cualidades que estaban al servicio
del orden familiar y del orden de la escuela, y después de un orden
social. La religión nos ha sido enseñada también desde esta
vertiente; hemos de ser buenos, tolerantes, hemos de amar a todos,
incluso a los enemigos y, por lo tanto, no nos hemos de pelear, no
hemos de reclamar nuestros derechos, hemos de dispensar todas las
ofensas o injusticias que se nos hagan, etcétera. O sea, que hay una
parte importante en nuestra formación familiar, social y religiosa,
en que se han ensalzado las virtudes pasivas.
Después, al crecer e integrarnos
activamente en la sociedad, hemos visto que la vida es realmente una
lucha, una competición en la
que cada cual trata
de conseguir un puesto (si puede ser superior, mejor que inferior),
en la que tiene que defender sus derechos y conquistar nuevas
posiciones en el aspecto económico y social. Y vemos que la sociedad
valora y admira a las personas que tienen una gran capacidad
combativa, que la expresan y triunfan. Esto lo vivimos precisamente
en el momento en que nuestra propia personalidad pasa de una
dependencia familiar a una dependencia personal, cuando la persona
necesita afianzarse sobre su capacidad de autodeterminación, sobre
su propia voluntad, sobre su libertad. Entonces prescindimos de la
educación recibida durante unos quince años o más, para tratar de
adoptar la actitud combativa de afirmación mediante la lucha, la
competición.
Así ha quedado en nosotros una
formación doble y contradictoria: a) una formación en la que se
valora la paciencia, la tolerancia, en nombre del amor, del bien y de
la espiritualidad, y b)
otra en que se
valora la acción, la lucha, la imposición, la capacidad de dominar
situaciones y personas, de conquistar objetivos, gracias a lo cual
nosotros nos sentimos afirmados, conseguimos una independencia, una
admiración social y familiar, medios económicos, etc.; a)
se vive en nombre de
los valores morales, sentimentales, y
b) en nombre de la
fuerza de carácter, de la eficiencia y eficacia en la vida, del
sentido de realismo, etc.
¿Qué
actitud adoptar?
Esta doble formación está actuando
constantemente en nosotros y nos plantea problemas de actitud. ¿Qué
es lo, que liemos de hacer en una conversación, por ejemplo? ¿Hemos
de tratar de comprender al otro, ser tolerantes y aceptar su punto de
vista? ¿O hemos de tratar de imponer lo que nosotros creemos que es
correcto, de dominar en lo posible aquel punto de vista con el
nuestro? ¿Cuál ha de ser nuestra actitud con las personas: influir
sobre ellas o adaptarnos a ellas?
Constantemente nos encontramos con este dilema de
elección de actitud. Hay aquí una gran dificultad, porque cada
actitud tiene unas ventajas y unos inconvenientes. Si yo adopto la
actitud afectiva, sentimental, entonces yo me siento bien respecto a
mis ideales, respecto a la formación recibida; pero en cambio tengo
la impresión de que soy débil frente a los demás y de que en la
vida los que triunfan son los que se imponen, los que utilizan la
fuerza de un modo u otro y que yo soy una víctima de los demás por
mi actitud demasiado blanda, demasiado sentimental. Así, en la
medida en que yo tiendo a manifestarme como persona humana,
sentimental, religiosa, moral, etc., me siento fracasado como persona
afirmada activamente en la sociedad.
La otra actitud tiene el inconveniente de que si yo
actúo de forma positiva y activa, siento como si fuera en contra de
mi aspecto sensible, humanitario, moral. También tengo miedo de
excederme en mi imposición, porque si yo tiendo a imponerme
demasiado, puedo caer en el rechazo de los demás; yo no puedo ser
demasiado combativo porque esto provocaría la actitud combativa de
los demás contra mí.
Por un lado, necesito ejercitar la combatividad porque
esto me afirma y es un medio de abrirme paso, de conseguir objetivos;
pero, por otro lado, hay el peligro de que yo sienta que estoy
traicionando en cierta forma un ideal de sentimiento, y el otro
peligro, de que sea un arma que pueda volverse contra mí si yo
ejercito en demasía esta actitud frente a los demás.
Entonces, como estamos en esta
dualidad, continuamente oscilamos de una actitud a otra, y lo que
solemos hacer, siempre que nos encontramos con estos problemas de
dualidades, es intentar un término
medio: un poco
comprensivo, un poco dominante. Cuando parece que la actitud
dominante trae problemas, entonces adopto la actitud comprensiva; en
cuanto yo creo que la actitud comprensiva me debilita y que empiezan
a tomarme el pelo, entonces reacciono y adopto una actitud combativa,
de imposición. Y así voy pasando de una actitud a otra, siempre con
insatisfacción.
Este término medio es totalmente
negativo porque es producto de dos actitudes extremas negativas. La
actitud extrema de pasividad, por la cual yo me siento débil (aunque
aceptado en un sentido moral), y el aspecto negativo de la actividad
agresiva, por la cual yo me siento como deshumanizado y con peligro
de rechazo general. Tengo miedo de ser demasiado blando o tengo miedo
de ser demasiado duro; y porque estoy huyendo de estos dos miedos,
adopto una actitud media que, por ser producto de dos miedos, es
asimismo una actitud media miedosa. Por esto da esta insatisfacción
y por eso oscilamos constantemente de uno a otro lado.
Siempre se nos plantea este problema cuando hemos de
pronunciarnos ante una situación, cuando hemos de tomar decisiones,
y aún más a quien tiene responsabilidades sobre empleados o sobre
bienes que afectan a otras personas.
La actitud correcta
¿Existe realmente una actitud correcta? ¿Cuál es?
Solamente podremos superar este problema cuando hayamos eliminado los
dos extremos negativos en los que se origina. Mientras yo tenga miedo
de ser demasiado blando, yo tendré el problema, y mientras tenga
miedo de ser demasiado duro, también; estaré huyendo de una cosa y
de la otra, y la huida nunca es una solución positiva.
Tenemos miedo de la actitud de
adaptación porque
la vivimos como una negación de la energía, de nuestra valoración
social y de nuestra capacidad de lucha. Y tenemos miedo de la
combatividad porque
tememos que se vuelva contra nosotros, o tememos el rechazo de los
demás. ¿Cómo podemos romper este círculo? Sólo hay un modo de
hacerlo; y es dejar de huir de los extremos aprendiendo
a vivir los extremos.
Sólo puedo dejar de temer una cosa
cuando esa cosa yo la viva activamente desde mi yo-experiencia. Yo he
de poder desarrollar mi capacidad de adaptación hasta el máximo; y
mi capacidad de lucha también hasta el máximo. No sólo saber que
está dentro, sino desarrollarla de algún modo, evitando,
naturalmente, cualquier acción que me sea
perjudicial. Este
desarrollo (o entrenamiento) debería formar parte de la educación
normal que recibimos en nuestra infancia y juventud, pues es función
básica de la educación conseguir el desarrollo integral de las
facultades interiores. Pero como la educación no nos lo ha dado
-porque las personas que nos han educado eran ellas mismas víctimas
de esta misma limitación-, para resolver el problema debemos buscar
por nosotros mismos la solución.
Vivir la adaptación
Yo he de aprender a vivir toda mi
capacidad pasiva, de adaptación. He de descubrir que la pasividad, o
la receptividad, no es negativa; no lo es. La receptividad es algo
sumamente positivo a
condición de que se ejercite de un modo plenamente consciente.
Yo tengo miedo de que al estar pasivo
los demás me dominen, me convenzan y cambien mi punto de vista, me
desnaturalicen, nieguen lo que yo quiero y creo ser, y por esto yo
huyo de la receptividad incondicional; por eso nunca escucho de veras
a la otra persona sino que estoy reaccionando, afirmándome a mí
mismo en la
reacción, en
relación a lo que el otro está diciendo. Ahora bien, cuando yo
aprendo a escuchar estando muy claramente consciente de mí mismo,
nunca esta actitud
receptiva me dominará, nunca
seré víctima de lo que el otro diga. Yo quedo indefenso ante mí,
sin reaccionar, pero manteniendo este eje luminoso de la conciencia
de mí mismo unida al hecho de comprender, de entender, de recibir,
yo
aumentaré mi
sensibilidad receptiva, pero, a la vez, mi eje positivo de
ser-conciencia
impedirá que yo
quede en ningún
momento dominado por lo
que el otro haga o
diga.
Esta es la condición por la cual la receptividad se
convierte en algo sumamente positivo. En cambio si yo estoy receptivo
pero identificado con aquello que estoy recibiendo, entonces aquello
se convierte en una negación de mi propia realidad personal y de mi
pensamiento.
Cuando se
ejercita de manera
correcta, la receptividad aumenta no
sólo la
comprensión -porque recibo datos que antes no tenía-, sino que
aumenta nuestro
poder de acción; y éste
es un aspecto que raramente se tiene en
cuenta. Cuanto más
aprendo a ser receptivo frente a una persona, más aumenta mi
capacidad de
ejercer presión y de manejar a la otra persona. Nos parece que sólo
podemos dominar o ejercer una presión sobre el
otro haciendo fuerza, y
no es cierto. Hay (los modos de ejercer esta presión: haciendo
fuerza, o
abriendo y dejando
de hacer fuerza siendo
todo yo receptivo. Cuando
yo me abro a la comprensión de la otra persona de esta manera
consciente y lúcida, ocurre que: 1) yo estoy comprendiendo más y
más el qué, el cómo y el porqué de aquella persona; recibo una
información más rica, amplia y fundamental sobre ella, lo cual me
da datos para manejar desde la base su
actitud y sus
valores; 2) en la medida que el otro hable y se exprese, permito que
salga, que se exteriorice, que se evapore su capacidad combativa; 3)
en la medida en que yo pueda por unos momentos comprender plenamente
lo que el otro piensa, quiere, desea, vive, me pone en perfecta
sintonía con él, y en los momentos en que hay perfecta sintonía no
hay resistencia alguna; la
resistencia sólo aparece cuando lo que dice el otro encuentra en mí
algo diferente, cuando yo me opongo o lo contrasto con algo
diferente. Cuando yo
puedo seguir,
comprender y aceptar
por unos momentos, de
veras, lo que la persona está expresando, acepto
a la vez la persona, y
en aquel momento existe una pura coincidencia, hay un ajuste perfecto
entre lo que yo
vivo y lo que vive
el otro. En este instante, la otra persona no
puede oponer ninguna resistencia a
mí, queda totalmente inerme; esto dura sólo unos instantes, pero
son unos instantes decisivos.
No creamos, pues, que la actitud
receptiva nos debilita. La actitud receptiva es un arma temible,
mucho más temible que la
actitud activa y
combativa porque no
se ve como arma. Si
yo puedo estar en perfecto acuerdo con una persona en un momento
dado, en el momento siguiente tengo el campo libre para influir sobre
aquella persona sin resistencia. En aquel instante se neutraliza su
capacidad de oposición. No hay contraste, no hay diferencia; y nadie
puede luchar con su propia sombra, pues la fuerza se ejerce siempre
contra algo distinto, no contra algo idéntico.
Esto fue descubierto hace ya
bastantes siglos en Oriente. Ésta es la base de algunas temibles
técnicas de lucha. La base del judo está ahí; en la medida que yo
puedo adaptarme al ataque del otro -no enfrentarme sino adaptarme-, y
comprender, seguir, ajustarme al
movimiento del
otro, entonces no hay resistencia, y el primer gesto que yo haga
dentro de esta adaptación produce un efecto contundente sobre el
contrario. En el
ejemplo de la
lucha, si el otro se lanza sobre mí y yo en lugar de frenarlo inicio
un movimiento para ir junto a él (en su ataque), ajustándome a su
empuje, entonces con un pequeñísimo gesto puedo desviar su
trayectoria y conseguir que su propia fuerza vaya contra él.
En lo
psicológico ocurre
exactamente igual; esta actitud receptiva, vivida con inteligencia,
con lucidez, es algo sumamente positivo que amplía no
solamente nuestra
comprensión, nuestros datos, sino también nuestra eficacia en la
acción.
La persona debiera ejercitarse
deliberadamente (como una gimnasia) en tratar de compenetrarse más y
más con las personas; practicar el entender más lo que la persona
dice y desde qué perspectiva está hablando. Tratar de penetrar más
en lo que el otro
siente, sin juzgar ni contraponerse, solamente comprender,
sintonizar, desarrollando esta gama perceptiva con una total
autoconciencia. Comprender más la dinámica de sus
movimientos, incluso
los físicos.
O sea, ir «ensanchando» para que el otro pueda penetrar más y más
en mí. Para que, en un momento dado, yo pueda ser como él, pensar
como él, ser su reflejo sin perder la clara conciencia de mí mismo
como sujeto.
Cuando yo he realizado esto durante
un tiempo, le pierdo el miedo a la receptividad, porque me doy cuenta
de que la receptividad no me debilita, sino que aumenta la conciencia
de mí mismo, pues yo
me amplío en lo que percibo. Entonces
dejaré de huir de la actitud receptiva, dejaré de vivir
compulsivamente una actitud de reacción, una ciega actitud de lucha
sistemática que creo que me hace más fuerte. No tendré miedo a
escuchar, a entender, a aceptar, pues esto me aportará seguridad,
información y una capacidad reactiva más inteligente.
Vivir la combatividad
Hemos dicho que también hemos de
desarrollar nuestra capacidad combativa. También a esto se le tiene
mucho miedo; todos tenemos miedo de nuestra propia violencia. Y le
tenemos miedo porque la tenemos guardada dentro, reprimida, porque
sabemos que la violencia es un peligro muy real; que puede inducirnos
a hacer cosas desagradables y muy perjudiciales desde un punto de
vista moral, social, etc. Y por esto tratamos de ocultar nuestra
violencia, incluso a nosotros mismos.
Pero, por otra parte, esta capacidad
combativa que hemos ido reprimiendo dentro es una materia prima
absolutamente necesaria para
nuestra propia conciencia de realidad.
Nosotros nos desarrollamos en la
medida que ejercitamos nuestras energías; y toda violencia que yo
no he vivido es un
déficit que tengo de mi
propia realidad. Yo
estoy buscando una afirmación precisamente porque
no he vivido la intensidad de la energía que hay en mí. Entonces,
por un lado estoy buscando mi afirmación y por otro estoy rechazando
mi capacidad de vivir mi energía combativa; es un contrasentido.
Solamente desarrollando activamente mi capacidad
combativa, convirtiéndola en experiencia, yo incorporaré al
yo-experiencia esta fuerza que me pertenece y que es la materia prima
de la cual está hecha mi propia seguridad y mi conciencia de ser.
Pero, una vez más, yo no puedo hacer esto en mi vida corriente; es
peligroso, perjudicial, incluso puede ser inmoral. Nunca debo ejercer
una actitud violenta que lesione o perjudique directamente a nadie en
ningún sentido. Así, he de buscar un medio para ejercitar esta
energía combativa al margen de mi actividad diaria.
El ejercitamiento de la capacidad de lucha, del esfuerzo
combativo, no debe ser sólo mental. Ha de ser un tipo de acción en
que se pueda expresar, movilizar e incorporar en el yo-experiencia
esa energía combativa. Veamos varios modos de hacer esto.
1. Un modo adecuado para las personas jóvenes es el
deporte, pues el deporte es básicamente una competición, una lucha.
Pero una cosa es practicar un deporte en un plan puramente
recreativo, como un ejercitamiento mínimo de mi musculatura, o como
descarga psicológica de las preocupaciones del día, y otra cosa es
que se pueda utilizar la actividad deportiva como un medio de vivir
más y más la propia capacidad combativa. Entonces se puede
aprovechar la competitividad del deporte poniendo en acción la
voluntad de lucha, la energía combativa, sin perder nunca la noción
de que se trata de un juego; pero jugar a ser combativo, jugar con
toda el alma, ejercitando deliberadamente un poco más, y otro poco
más todavía, la capacidad de lucha en la acción.
Si esto se entiende y se ensaya, se verá que no es
difícil hacerlo; simplemente que nos hemos acostumbrado, en el
juego, en el deporte, a adoptar una actitud media. Podemos aprender a
pasar de esta actitud habitual a ejercitar más y más nuestra
capacidad de lucha, que nunca ha de injuriar al otro, sino que ha de
ser como un juego pero con mayor fuerza, con mayor entusiasmo,
poniendo más alma en la acción.
2. Otra forma de hacer esto, que
recomiendo especialmente, es en el nivel afectivo. Hay que aprender a
expresar nuestra capacidad de lucha emocional. Este parece un terreno
más difícil, pues todos sabemos lo desagradable y perjudicial de
dejarse llevar por los sentimientos agresivos, porque se hiere la
sensibilidad de los demás, resultando emocionalmente perjudicial
para ellos y para uno mismo. No se trata de herir a nadie. Más bien
debe controlarse la actitud de manera que nunca salga (bajo ningún
concepto) nada negativo ni perjudicial para nadie. Esta es una norma
fundamental. Pero aparte, se puede formar un grupo de amigos entre
los que sea posible (entendiendo la motivación) jugar
a discutir. De la
misma manera en que existe el juego de la lucha competitiva, física,
hay la posibilidad de utilizar la discusión como una gimnasia (o
deporte) en el nivel afectivo. Así puede ejercitarse el defender
unas ideas, unas posturas, y podemos permitirnos expresiones de una
intensidad que en la vida social habitual no deben exteriorizarse;
pero siempre muy conscientes de nosotros como sentimiento, como
energía.
3. Otro medio para expresar esta
violencia en el aspecto afectivo puede ser la técnica de expresión
con estímulo musical, a condición de que la persona movilice
(voluntariamente) su capacidad de protesta, de oposición, cuando la
música sugiere esos estados. No ocultándolos, no reprimiéndolos,
sino dándoles salida, pero siempre tomando conciencia de ello: «yo
expreso ahora energía, protesta y combatividad porque quiero
hacerlo; doy salida a esta violencia dándome
cuenta de que soy yo quien
está detrás de lo que estoy expresando». Esto permite que la
energía que sale se incorpore al yo-experiencia; y también hace
posible que en cualquier momento de la expresión ésta pueda
detenerse, ya que,
siendo conscientes, somos dueños de la situación.
Haciendo la expresión en el nivel
vital físico y
en el nivel afectivo
-que son los
niveles en donde reside el miedo a la violencia-, la persona
resolverá el problema de la combatividad reprimida o encerrada,
convirtiéndola en algo incorporado a su yo-experiencia sin perjuicio
alguno en su vida externa y perdiendo así el miedo a las situaciones
violentas, pues cuando uno ha vivido y expresado su capacidad de
lucha, pierde todo el miedo a las situaciones de lucha; su
combatividad está disponible, integrada en su mente consciente.
La respuesta auténtica
Cuando la persona ha desarrollado por
un lado el extremo de su capacidad receptiva
y por el otro, el
extremo opuesto de su capacidad proyectiva,
su yo-experiencia
se ha ensanchado por los dos extremos y está totalmente disponible
para resonar a cualquier nivel, sin miedo. Después de este
crecimiento interno, la persona estará despierta, atenta, y cada
situación provocará la respuesta justa, auténtica, de acuerdo a la
realidad de sí mismo. Mientras yo esté huyendo, nunca habrá
respuesta auténtica, porque tendré que estar vigilando,
controlando, calculando. Sólo cuando haya crecido en mi
yo-experiencia podré actuar con naturalidad, sin miedo ante la
situación. Y esta naturalidad es la que permitirá que el estímulo
(la situación exterior) provoque espontáneamente en mí la
respuesta adecuada, inteligente.
Muchas personas creen que al hacer esto pueden
producirse respuestas explosivas, que uno puede transformarse en una
persona violenta. La experiencia enseña todo lo contrario. Cuanto
más la persona desarrolla su capacidad combativa de esta manera
consciente, más en la vida real se convierte en una persona serena,
tranquila y dueña de sí, que no necesita usar nunca la violencia;
porque hay una mayor fuerza, una mayor presencia e intensidad de sí
mismo detrás de cada cosa que se expresa. Automáticamente, su
personalidad gana autoridad; y, curiosamente, produce más efecto
hablando de un modo tranquilo y sereno que antes gritando o
enfadándose.
La respuesta auténtica, real, que responde a la verdad
de uno mismo, da una satisfacción interior; uno tiene la impresión
de que ha hecho lo que debía y que no se ha dejado llevar (como
antes) ni por el extremo de la pasión ni por el extremo del miedo.
En cada momento se produce la reacción justa y desaparece el
problema de si yo he de dominar o he de dejar que me dominen;
desaparece la alternancia de si yo impongo mi voluntad o me someto a
la de los demás. La autoridad aumenta de un modo natural y
desaparece la indecisión entre adoptar la actitud pasiva o la
activa, de lucha.
En relación con Dios
Esto debe poderse vivir en todos los niveles. Esto no
sólo es una receta para la vida diaria, sino que también es válida
en lo que se refiere al desarrollo de los niveles superiores, pues el
problema que tiene la persona con los demás es exactamente el mismo
que tendrá en su relación con Dios.
La persona que está huyendo de su combatividad no podrá
tener una decisión, una entrega, una actitud activa y de riesgo en
su relación con Dios. Y la que tiene miedo de su receptividad, en el
fondo tendrá miedo de la Presencia activa de Dios, estará refugiada
en una zona media tratando de mantener su pequeña personalidad, su
pequeña inseguridad, su pequeña cualidad, y tendrá miedo de
ensancharse psicológicamente, tendrá miedo de ser diferente de como
es.
Sólo desarrollando más y más la
capacidad de adaptación, de percepción, de transformación, y la
capacidad de acción, de expresión, de riesgo, sólo así la persona
adquirirá una madurez real absolutamente necesaria para que la
actitud en su relación con Dios sea una actitud humana integral. Si
hace una entrega de sí a Dios, que sea una entrega de lo que posee
(no una entrega de lo que no posee) y para ello debe poseerse a sí
misma. Si realiza un acto de voluntad, que sea total; si es un acto
de amor, que sea un acto de amor de
toda la persona, no
un acto de temor. Y, normalmente, gran parte de lo que hacemos con
las personas y con Dios no son más que huidas del temor. Más bien
buscamos que Dios nos evite vivir situaciones que tememos; pedimos a
Dios que nos ahorre el temor y el dolor, que
nos ahorre el desarrollo. Y esto
es algo que Dios (por ser Dios) no puede hacer, porque es exactamente
lo opuesto del sentido de la creación, de la manifestación. Estamos
aquí para desarrollar, para actualizar, para crecer, y no podemos
pedir a Dios que nos evite crecer, que nos evite tomar más y más
conciencia de las capacidades que Él mismo ha puesto y
está poniendo en
nosotros.
O sea, que este problema se plantea a todos los niveles
y ha de ser trabajado con plena conciencia. Y quedará resuelto
cuando psicológicamente la persona madure y desarrolle toda su gama
y deje de tener miedo. Entonces seremos realmente auténticos ante
toda situación.
20.
INTEGRACIÓN DE LOS SECTORES INTERNO
Y EXTERNO DE LA MENTE
A modo de resumen de lo tratado
Nuestro análisis del trabajo se ha
desarrollado en tres direcciones. 1ª Se ha hablado de tomar
conciencia de nosotros mismos en la realidad profunda, espiritual,
que es la base de nuestra personalidad, de nuestro carácter y de
todo nuestro mundo, interno y externo. 2ª Hemos hablado también de
esta Realidad Trascendente a la que llamamos Dios o lo Absoluto. 3ª
También hemos tratado del contacto con los demás, de aprender a
descubrir la Realidad profunda detrás de lo aparente en las otras
personas.
Pero si lo miramos bien, en conjunto,
nos daremos cuenta de que existe un denominador común en estas tres
facetas de trabajo. Y el denominador común es la
noción de Realidad que
vivimos a través de cada una de estas direcciones. Veámoslo con más
detalle.
1. La base de todas mis experiencias
es lo que llamo «yo». Y este yo, este sujeto, este protagonista que
soy yo, permanece
siempre el mismo, siempre idéntico a lo largo de todas mis
experiencias, desde mi infancia. Lo mismo si son experiencias
elevadas que si son sencillas, elementales; lo mismo si son externas
que si son internas. Todo está girando alrededor del sujeto que
llamamos yo; por lo tanto, este yo es el denominador común de toda
la gama de experiencias, es la realidad común de ellas, es lo que da
fuerza (y soporte) a las experiencias. Soy
yo que estoy
involucrado en la experiencia; soy
yo que me vivo en
la experiencia que vivo. Y por eso tenemos esta noción intensa de
realidad de
nosotros mismos; es
la realidad del
«yo», de ser.
2. Paralelamente a esta noción de
sujeto tenemos también la noción de objeto.
Yo estoy
constantemente recibiendo experiencias que derivan del contacto con
algo o con alguien. Yo me desenvuelvo en un ambiente material, real,
de las cosas, de la naturaleza, de los
objetos; me desenvuelvo
en un ambiente psicológico, con otras personas, con su modo de
pensar y de sentir, en relación a unos valores intelectuales de la
época y de la sociedad, con sus problemas, etc. Esto para mí
también es una constante; pueden variar los personajes o el
escenario, pero siempre hay algo frente a mí con lo cual yo me
relaciono. Por lo tanto, este no-yo, este mundo, existe con una
intensa noción de realidad
para nosotros; es
la realidad del no-yo, del mundo.
3. Existe también esta otra Realidad
que podemos llamar Superior. Con ésta no nos enfrentamos cara a
cara, no es objeto
de una relación sujeto-objeto constante pero, en cambio, está
actuando a modo
de llamada -a
veces de un modo sutil,
otras de un modo
imperioso-, en esa aspiración que hay en nosotros hacia algo
superior, hacia una belleza, una paz, una armonía, un amor, una
felicidad, un poder, una plenitud, un orden, una justicia; y esta
demanda, esta aspiración, llega a tener una fuerza, una realidad,
que para algunas
personas es tan real como la del yo y la del no-yo.
La realidad total
Tenemos, pues, esta trilogía de
realidades que, observándolas en conjunto, nos damos cuenta de que
se trata de una sola
Realidad. Una sola
realidad que nosotros percibimos a través de tres canales distintos.
A un canal le llamamos yo,
a otro le llamamos
mundo y al
otro le llamamos Dios
(o lo
Trascendente). Es como si hubiera una sola noción de Realidad pero
que nosotros la vivimos siempre parcialmente; cuando vivimos una no
vivimos la otra, y cuando vivimos la otra, no vivimos la tercera. En
nosotros esta noción de realidad actúa de un modo intermitente, y
por
esto siempre
vivimos una sola noción de realidad, sólo
un tercio de la
noción total de Realidad. Sólo una parte. Pero, en cambio, nuestra
aspiración es la de vivir la Realidad total; porque nuestra
aspiración busca la
Totalidad, la
Plenitud, la
Verdad, la
Realidad, la
Bondad. Siempre
este la tiene
un sentido definitivo, total, único.
Así, estamos viviendo ahora una
realidad, ahora otra, y ahora otra; y a través de cada una de ellas
queremos llegar a la
totalidad de la
Realidad. Éste es
el
problema que
podemos enfocar ahora.
El valor que yo veo en el mundo es mío
Analizaremos ahora los dos sectores
de realidad que llamamos yo y no-yo, yo y lo otro, el mundo, la
gente, las cosas, la naturaleza.
Yo me vivo como realidad, yo me
reconozco como realidad, y por eso vivo con intensidad y le doy un
valor a todo lo que hago o vivo en nombre de yo; le doy un valor a lo
que yo deseo, a lo que yo siento, a lo que yo busco, a lo que yo
conozco, a lo que yo quiero. Pero, además, también vivo lo otro: la
circunstancia, la persona, la situación. Lo otro es para mí algo
real, algo con lo que este yo trata de ponerse en contacto, de
complementarse, de congraciarse, de unirse, o tratar de dominar.
Estamos viviendo esa otra parte de la dualidad como algo que, o bien
nos falta (como complemento) o bien se nos opone (como adversario).
Pues bien, todo lo que yo veo en el
mundo exterior, todo el
valor que yo
descubro en lo exterior, sean personas, sea en la
naturaleza, sea en
situaciones, es un valor que yo
le veo, que yo le
reconozco, que yo le
descubro. ¿Por qué le reconozco este valor, por qué lo vivo con
esa fuerza? Porque esa fuerza y ese valor con que yo vivo el no-yo
son una fuerza y un valor que, de algún modo, están
en mí. Todas las
cualidades que yo soy capaz de intuir, de ver en cualquier persona,
en cualquier situación, en cualquier fenómeno de la naturaleza, son
realidades y valores que están en mí; y porque están en mí yo
resueno interiormente ante ello, yo lo re-conozco.
Si una cosa fuera totalmente extraña
a
mí, yo no la
comprendería, yo no podría reconocerla, no podría descubrir su
valor. El valor que yo
descubro es el
valor de lo que se
produce en mí. Por
ejemplo, cuando yo descubro que una persona tiene una gran fortaleza
de carácter, o tiene una gran seguridad o tiene una gran paz
interior, es porque yo intuyo de algún modo esa fuerza, esa paz o
ese valor en la otra persona; lo intuyo y esa intuición resuena en
mí. Y es porque
resuena en mí por lo que esa intuición tiene valor para mí, por
eso le doy valor. Si la otra persona tuviera una cualidad que yo no
tuviese en absoluto, yo no podría reconocerla como cualidad, yo no
sabría valorarla.
La identificación con el cuerpo nos limita
Esta noción choca con nuestros
hábitos mentales, los
cuales establecen
una separación entre lo que llamamos yo
y lo
que llamamos lo
otro. Esta
separación se basa
en la identificación con la
forma exterior, con el
cuerpo. Yo tengo un perímetro físico de mí mismo: mi cuerpo; y por
estar identificado con él, creo que yo soy este cuerpo y que lo mío
es lo que hay dentro de este cuerpo, de esta piel. Entonces, todo lo
que está al otro lado de la piel para mí es lo otro,
no es mío, es
totalmente ajeno a mí. Y así hago esta distinción entre yo y lo
otro, y todos los valores internos los estoy midiendo en
función de este
parámetro físico. O sea, que este contorno es como si fuera un
saco, y todo lo que se viva dentro de este contorno, de este
perímetro, lo atribuyo como dentro del saco; y las otras cualidades
(que entiendo como ajenas) están metidas en otros sacos. Ésta es
una noción errónea.
Yo soy mi conciencia
Veamos otro enfoque. ¿Qué es la
persona desde el
punto de vista
psicológico? Desde el punto de vista psicológico la
persona es lo que es su conciencia. O
sea, que yo no
puedo medirme sólo por mi altura y mi peso, sino que me he de medir
psicológicamente por mi conciencia. Yo soy aquello de lo que soy
consciente: las ideas que yo tenga, la comprensión, el amor, la
voluntad que yo tenga; o sea, todo lo que son las bases de mi
conciencia. Y
todos los contenidos
de mi conciencia, todos, son los que tienden a delimitarme a mí en
tanto que distinto de otro. O sea, yo, en mi
campo fenoménico
existencial, soy
exactamente los
contenidos de mi conciencia.
Cuando yo tengo conciencia, no
solamente de mis contenidos (atribuidos a mí), sino de los
contenidos que atribuyo a otro, ésos también
son contenidos de mi conciencia. Cuando
yo descubro que aquella persona tiene una gran valentía, una gran
honradez o una gran sensibilidad, eso que yo veo en la otra persona
es algo que está en mi conciencia; sólo que es un sector de mi
conciencia al que llamo «otro» (o
fulano de tal), no
le llamo «yo»
Pero es
mi conciencia. Yo
soy, pues, todos los
contenidos que hay en mi conciencia y todas las cualidades de las
que yo pueda ser
consciente, atribuidas a quien sea o a lo que sea. Son valores de mi
conciencia, son mis
valores.
El problema aparece cuando descubro
que ésos que son mis valores -todos los contenidos sin excepción de
mi conciencia-, curiosamente, yo no los vivo como míos; yo sólo
vivo como míos una pequeña parte de esos valores, y los
otros los vivo como
ajenos, como extraños a mí. Sólo vivo como míos aquéllos que he
ido registrando o actualizando en mi conciencia, a través de un
sector activo de mi sensibilidad, de mi vitalidad o de mi intelecto.
Hay todo un
grupo de cosas de
las que digo: «soy yo que las hago, que las siento, que las vivo,
son mías». Pero luego hay otras cosas que las he vivido mientras
estaba pendiente de otra persona, y ha sido al mirar a aquella
persona que en mí se ha producido esta noción
de cualidad, de
energía de carácter, de afectividad, etc.; y, por eso, esta
cualidad, ese valor que se actualiza en mí, no
me lo atribuyo a mí sino
que lo atribuyo a la imagen
que en aquel
momento está presente en mi mente. Entonces yo digo: «ese valor,
esa cualidad, pertenece a aquella persona»; y lo creo así. Pero, en
realidad, si yo soy consciente de los valores de la otra persona, esa
conciencia es mía. La
conciencia que yo tengo del otro es mía, es
mi conciencia; y todos
los contenidos que hay en esa conciencia que yo tengo de la otra
persona son mi
conciencia aunque
yo no la llame mía.
Cuando ante una persona yo reconozco
una cualidad, eso significa, naturalmente, que esa cualidad está en
aquella persona, o parece probable que sea así. Si le reconozco, por
ejemplo, una gran fuerza moral (y admiro esa fuerza moral), eso
significa que esta cualidad está en la persona. Pero
yo no veo la fuerza moral de la persona, sino
que lo que veo es la
respuesta que se produce en
mí ante la persona. Se trata de una actualización
en mi conciencia.
Esto hay que verlo muy claro, pues
estamos tan acostumbrados a atribuir las cosas directamente a los
demás, sin cuestionarlo, que esto se entiende como un juego de
palabras; y no es eso, sino que se trata de una verdad de unos
alcances extraordinarios. Si la otra persona tuviera una cualidad que
yo no tengo en ningún grado, que no está en mí, yo no podría
descubrir aquella cualidad, para mí no sería cualidad. Para mí,
una cosa es cualidad cuando yo la reconozco como tal; y si la
re-conozco es porque
la conozco, es
porque de algún modo está en mí, y la otra persona lo único que
hace es servirme de estímulo para que esta cualidad se actualice en
mí.
Si una persona es más inteligente
que yo y me habla desde el nivel de su inteligencia superior, habrá
una serie de conceptos que yo no podré entender, que se me
escaparán. Y todo lo que yo entienda de lo que diga será la
inteligencia que yo veré en
ella, porque todo lo que sobrepase mi inteligencia para mí no será
inteligencia, será ininteligible. O sea, que cuando yo admiro a
alguien por su gran inteligencia es porque
se la veo, no
porque deduzco que la tiene sino porque la
veo en la medida
que se expresa, es porque esta inteligencia está en mí; toda, toda
la que soy capaz de verle.
Igual sucede con el amor, o con la
sensibilidad artística, o con la cualidad que sea que yo admire en
una persona (cualidades internas). Esas cualidades que yo admiro, las
admiro porque se movilizan en mí, porque en mí hay una respuesta a
ellas. Pero siempre que alguien vaya más allá de mi capacidad, yo
no podré reconocer aquella cualidad. Yo poseo una sensibilidad
artística, una capacidad de reconocimiento estético determinada; y
vibraré interiormente ante un estímulo adecuado reconociendo la
belleza del cuadro, de la música, del panorama, etc. Pero toda la
belleza que pueda ver en el panorama o en el cuadro es
la belleza en mí que
se moviliza; y como se moviliza al mismo tiempo que percibo el cuadro
y como efecto del estímulo del cuadro, entonces yo esta belleza la
atribuyo al cuadro, o al artista. Pero es mía, de algún modo está
en mí; pues todo lo que yo puedo apreciar como cualidad, como
estado, como valor interior, todo, absolutamente todo está en mí,
forma parte de mi
conciencia, es mi
patrimonio real.
El problema está en que yo no lo
vivo como mío. Mi razonamiento dice: «es esta persona que tiene
este talento, es ella quien tiene esa seguridad que admiro, ese
coraje, esa energía, esa decisión» Y precisamente la admiro porque
desearía tener esas cualidades y no las tengo. Creo
no tenerlas y
la admiro. Y quizá
admiro a un personaje de una película porque para mí es la
encarnación de la persona ideal que encarna la cualidad que yo más
desearía tener; y mi admiración gira alrededor de aquel personaje.
Pero todo lo que
admiro es mío, está en mí; pues en el cine sólo hay una
representación de imagen y sonido. La realidad la pongo yo. Las
cualidades que el personaje puede tener que sobrepasen las que están
en mí no sabré reconocerlas, para mí no serán cualidades.
Esto se ve también en el arte. A
medida que la manifestación del arte ofrece una calidad superior,
existe menor número de personas capaces de apreciarlo. En cambio, a
una demanda de belleza más elemental, existen mayor número de
personas que admiran o reconocen y aceptan que tal obra es bella (o
bonita); pero estas mismas personas (de un nivel elemental de
percepción de la belleza), ante una obra de mayor categoría
estética, no la verán como más bella, pues sobrepasará su
concepto de belleza. O sea, que la belleza que somos capaces de
apreciar es la belleza que llevamos dentro. En cuanto se va más allá
de lo que llevamos dentro, para nosotros deja de ser belleza, o
deja de ser
inteligencia, o amor, o deja de ser verdad, o cualidad, etc.
Vivimos fragmentada la realidad
¿Por qué no vivimos todas esas
cualidades de un modo integrado, como propias, como un patrimonio
auténtico nuestro? Porque hemos ido desarrollando nuestra conciencia
de un modo dividido. Nuestra mente es la que separa las cualidades,
los valores, las nociones de realidad; y las separa porque se ha ido
educando por vías diferenciadas sin llegar a
un fondo común.
Mi mente establece una separación
entre lo que yo vivo a través de mi familia -el amor que tengo a mi
esposa, a mis hijos-, de lo que es mi entusiasmo profesional, o de mi
admiración por un personaje de tipo artístico, deportivo, etc. Esto
lo hemos vivido y registrado como algo enteramente distinto y luego
lo actualizamos de modo distinto, cada cosa a un tiempo y como si se
tratara de mundos totalmente diferentes. Lo que vivo en nombre mío
es una cosa; lo que vivo a nombre del ídolo-artista es otra; lo que
vivo a nombre de una persona admirada como hombre es otra, como
santo, otra, etc. Vivimos la realidad fragmentada; vivimos
la única Realidad, dividida. Es
nuestra mente la que ha dividido y mantiene separados los sectores de
la realidad; a estos sectores los llamamos yo (o mío), mundo externo
y lo trascendente.
¿Qué posibilidad hay de poder
recuperar esa
realidad que vivimos como perteneciente al exterior y de poder
vivirla como propia? ¿Es posible que yo llegue a vivir algún día
todas las cosas que admiro (y que creo no tener)? ¿Es posible que yo
pueda llegar a vivir eso de un modo real y permanente, como algo
auténticamente mío? Es
posible. Eso
siempre ha sido nuestro, pero no ha sido reconocido. ¿Qué es lo que
impide este reconocimiento como propio de lo que vemos en el
exterior? El modo de funcionar de nuestra mente, que separa,
esquematiza. El modo externo, pequeño, fraccionado, delimitado, del
trabajo de nuestra mente.
Nuestra mente tiene una función que
es la de analizar; y para analizar hay que separar, hay que
distinguir. Y este conocimiento analítico de lo
particular debería
estar al servicio de un mejor conocimiento de lo total, de lo único,
porque serían modalidades de perfeccionamiento de lo total, de lo
Único; sería un enriquecimiento en la complejidad de lo particular
pero en función del conocimiento global, de la
Unidad.
Pero nuestra mente se ha detenido en
la mitad de este proceso, y entonces, si bien distingue las ventajas,
las cualidades, la riqueza de lo particular, se queda en estas
categorías de detalle, en lo parcial, y resulta escindida en mil
pedazos que luego intentamos agrupar con nombres genéricos, con
diversos órdenes de clasificación intelectual, pero que nunca
conectamos con los demás sectores de nuestra propia realidad
personal. Nos hemos quedado en el departamento de clasificación, de
disección, de partición. Y no relacionamos este departamento con
la dirección
general.
Técnicas de reintegración entre «yo» y «el mundo»
Existen dos modos de producir esta
reintegración o reunificación de estos dos sectores de la mente a
los que
llamo «yo» y «mundo», lo interior y lo exterior, lo mío y lo de
los otros.
Dos modos
que de hecho son uno, pero practicado de dos formas distintas.
1. Partiendo de la cualidad externa
Ante una cualidad que yo admire, de
fortaleza interior, por ejemplo, puedo claramente definir: «para mí
el ideal de fortaleza interior es tal personaje»; sea una persona
del entorno real, sea un personaje de novela, de una película, etc.
esto es completamente secundario. El hecho es que, ante unas imágenes
determinadas (sean reales o reproducciones literarias,
cinematográficas, etc.), yo
he reaccionado, he
percibido allí una cualidad extraordinaria. Bien; pues si yo me
sitúo frente a esa cualidad y trato de mirarla, de admirarla, de
entenderla, de sentirla, sin salirme de esta observación, sin
escaparme a través de razonamientos, sino que quedo inteligentemente
fascinado por la
cualidad, y
entonces abro mi
mente y mi afectividad a
la contemplación de esta cualidad tratando de verla más, sentirla
más y
abrirme más a su resonancia, esa
cualidad irá actualizándose gradualmente en mi consciente, en el
sector que llamo yo. Éste es el secreto de las técnicas de
meditación.
Hay una frase en la Biblia que dice:
«como un hombre piensa en su corazón, así es él».
En su corazón, no
en el sector externo de nuestra mente analítica. Cuando me
abro todo yo al
impacto de la cualidad y permanezco atento contemplándola y
absorbiéndola -manteniendo una conciencia clara de mí y a la vez de
la cualidad-, ésta se irá integrando, se irá transfiriendo y
actualizando en mi yo consciente.
Naturalmente, no nos referimos a
cualidades externas, como tener un físico determinado, o buena voz,
o una habilidad, etc.; siempre nos referimos a cualidades internas,
en sus aspectos de energía, inteligencia o amor-felicidad.
Este es, pues, uno de los
procedimientos: la meditación
contemplativa sostenida
día tras día sobre la cualidad que nosotros admiramos. No se trata
de sugestionarnos, no hemos de convencernos de nada; en esta técnica
basta que me abra todo yo, mi mente, mi afectividad y toda mi
sensibilidad a la contemplación de la cualidad, dejando que la
cualidad me llene, siendo todo yo permeable a la presencia y acción
de la cualidad, la cual se va transfiriendo al yo-experiencia, al
sector consciente de mi personalidad.
2. Partiendo de la conciencia de sí mismo
Yo debo mantener la conciencia clara
de mí al máximo de lo que sea capaz (cosa que debe cultivarse
habitualmente) y, entonces, observar qué ocurre cuando me pongo en
contacto con una persona importante o con una situación importante.
Si estoy atento, descubriré que, en el momento de enfrentar algo que
califico de importante (por el concepto que sea), entonces yo me
ausento de mi conciencia de mí para
estar atento a la conciencia de lo otro (lo importante). Este es el
problema, pues la conciencia tiende a este doble movimiento: cuando
yo estoy muy consciente de mí, estoy ausente en un grado u otro de
lo demás, y cuando estoy atento y consciente de algo exterior,
entonces me ausento de mí.
Se trata, pues, de que yo cultive esa claridad de
conciencia de mí mismo y que en el momento en que estoy frente a la
persona o situación que para mí representa esa cualidad que admiro,
que yo evite ese gesto de «ausentarme» psicológicamente de mí
para atender sólo a lo otro.
Debo mantenerme consciente de mí, y
manteniéndome así, he de abrir, relajar mi mente y mi afectividad,
viendo al otro, mirando al otro, mirando lo que admiro. Las dos cosas
simultáneamente: la conciencia de mí y la apertura mental afectiva
a lo que admiro, en una conciencia
global unificadora.
Éste es un entrenamiento necesario,
no difícil, pero que hay que practicar deliberadamente,
ya que
habitualmente nuestra atención funciona de modo intermitente; unos
momentos iluminando nuestro interior y en otros iluminando el
exterior. Y nunca está iluminado por completo todo el panorama, todo
el campo de la conciencia: se va de un sector al otro, aunque el
desplazamiento se haga con rapidez.
Teniendo mi conciencia muy presente y
muy clara debo «aflojar», abriendo mi mente y mi afectividad para
recibir el impacto de la cualidad y dejando que penetre en mí. Si se
trata de la energía moral, la fortaleza moral, sentirme yo y
a la vez aquella
fortaleza moral que siempre he admirado; pero ahora sentirla
simultáneamente, al mismo tiempo que me siento a mí. Es el acto de
mantener la mente totalmente centrada
y abierta.
Se trata de no «cerrarse» al
impacto de lo exterior, de no «filtrarlo» a través de la mente y
de su censura, sino de abrirse totalmente. Entonces, la cualidad no
se detendrá en estas zonas de la mente, sino que penetrará,
produciendo una resonancia profunda (como un shock), y se actualizará
en la propia conciencia instantáneamente.
La actualización
se produce matemáticamente, en relación exacta a la apertura de la
conciencia y a la vez al grado de cualidad que se percibe en lo que
llamamos exterior. Es exactamente esto lo que se actualiza; y
se nota. Es una
experiencia transformante. La persona nota dentro de sí una
sensación extraordinaria, con una especie de escalofrío, porque se
ha actualizado en la persona una cantidad de energía y un valor
cualitativo que hasta el momento no estaban conectados con el
yo-experiencia, sino con el sector en el que tenemos archivado lo que
llamamos «mundo».
Este ejercicio puede practicarse, por ejemplo, en el
cine. Cuando contemplamos la acción del personaje favorito que
encarna para nosotros esta cualidad máxima. O cuando en la vida real
estamos frente a las personas que admiramos. Y, curiosamente, también
puede hacerse cuando estoy ante hechos de la naturaleza que admiro.
Puedo situarme frente a un gran salto de agua y abrirme a la noción
de potencia natural de la caída de las aguas. Puedo abrirme en el
momento de una gran tormenta, donde el temporal, los truenos o la
fuerza del viento son para mí la materialización de una potencia
extraordinaria. Puedo hacer esta misma experiencia al contemplar un
animal salvaje, al admirar su fuerza, su seguridad, su decisión.
Puedo hacerlo ante una salida o puesta de sol, haciendo que toda la
grandeza, toda la inmensidad y belleza del panorama se actualicen en
mí. Puedo hacerlo frente a un avión a reacción, dejando que
aquella potencia resuene en mí y se actualice; no la «suya», sino
la potencia que yo veo, que siento, que evoco, al abrirme a la
potencia y el ruido del motor.
No se trata de «creer» que yo tengo
aquella cualidad, no se trata de «hinchar» el yo-idea con
fantasías, suposiciones o deseos. Se trata de abrirse directamente a
la experiencia, de manejar cargas de energía y cualidades en el
yo-experiencia. Se trata de vivir la realidad directa de las
situaciones; la realidad de mí y la realidad inmediata de lo que
percibo en el otro. Es el núcleo del yo-experiencia el que ha de
funcionar: no unas ideas, unas teorías, unas interpretaciones. Es
vivir el presente de un modo directo, inmediato, sin intermediarios,
con la mente y el corazón abiertos. Es ofrecer nuestra vida
totalmente como respuesta inmediata a la situación. Y esto producirá
en nosotros una actualización interna de fuerza, de realidad, de
seguridad, de paz; así recuperaremos poco a poco lo que ha sido
siempre nuestro. Y también esto se traducirá en una posibilidad más
auténtica de comprensión y comunicación con los demás.
21. EL PROBLEMA DEL MAL (O LO NEGATIVO)
Planteamiento del problema
En el
trabajo relacionado
con la vida espiritual, a veces se producen dificultades derivadas de
las dudas que surgen en
la propia
mente, las cuales crean desconfianza e indecisión e inhiben
nuestro progreso. Estas
dudas se refieren básicamente al problema del mal. Sucede que las
personas se enfrentan frecuentemente al mal y al dolor en sus varias
formas y grados, dentro y fuera de sí mismas, y esto engendra estas
dudas y actitudes contradictorias.
Hemos hablado de que el acercarnos a
Dios debería ser el alfa y omega de nuestra vida, ya
que todo cuando
existe es expresión de la inteligencia, la voluntad y el amor de
Dios. Y realmente, algo nos dice que es cierto que Dios es la base,
el fundamento de todo, y que de algún modo todo ha de participar de
esta naturaleza de lo divino. Pero por otra parte, nuestra
experiencia cotidiana nos hace vivir con recelo, con desconfianza,
replegados en nosotros mismos, siempre en una actitud de protección,
de defensa, de temor. Pero esto no debería ser así, ya que si toda
la existencia, toda la manifestación (o creación) es esta expresión
divina en múltiples grados y modos, si todo es expresión de la
naturaleza de Dios, todo
debe participar de esta naturaleza divina en
un grado u otro. Así, pues, ¿por qué existe el mal? ¿Qué es el
mal?
Dios de ninguna manera ha creado el
mal. Dios de ninguna manera permite el mal. El mal no tiene nada que
ver con Dios. El
mal, en todas sus formas y manifestaciones, no
tiene existencia real, su
existencia es
aparente. No es una cosa
como una
silla (por
ejemplo), que sí es una cosa, o como el pensar, que sí es una cosa;
o como una montaña, que sí es una cosa. El mal no es una cosa, ni
física ni sutil. El mal es sólo una apariencia,
es un
contraste entre dos
cosas que son positivas. Aparece cuando vivimos simultáneamente
varias modalidades o niveles de la expresión de Dios, y encontramos
a faltar en el nivel inferior lo que vivimos o aspiramos a vivir en
el nivel superior. Es esa diferencia de niveles lo que crea el
contraste, lo que crea esta sensación de ausencia, de defecto, y a
este defecto le llamamos mal; aparece
como mal.
En el
nivel material, las
leyes físicas (de la materia) son completas, son perfectas en sí
mismas. A un eslabón superior, en el
nivel biológico y
vital, lo que existe es perfecto, pues una mirada penetrante y
objetiva nos hace ver la ingeniería maravillosa de
todo lo viviente. Es
perfecto lo que
hace mover a este nivel vital; esos impulsos, esas necesidades
básicas que mueven a los seres vivientes a satisfacer su
apetito, a crecer,
a consolidarse, a multiplicarse, incluida su
capacidad de
defensa y de ataque, lo cual es la base de su supervivencia y de su
fortalecimiento, como individuos y como raza. Pero a un nivel
superior, humano, en donde cabalgan juntos las leyes físicas, las
leyes afectivas, mentales y espirituales, entonces -aunque cada nivel
tenga en sí su perfección, aunque cada nivel sea totalmente
positivo en sí mismo-, en la conciencia, en la mente que vive
conjuntamente estos niveles, es donde se vive una complejidad, una
variedad en la que se crea esta apariencia.
No se puede pedir a un nivel lo que es propio de otro
Generalmente, la mente no está bien
estructurada de manera que cada cosa se viva en su propio nivel.
Estos contrastes, estas diferencias surgen cuando la persona trata de
vivir su afirmación mental a través de lo vital, o su satisfacción
emocional a través de lo sexual; o cuando trata de que lo espiritual
se ponga a las órdenes de su yo personal; cuando manejamos los
niveles subordinando unos a otros en lugar de vivir cada uno en su
propio nivel. Si yo pido, en lo vital, la perfección que intuyo y
deseo en lo espiritual, me encontraré con que lo vital no responde a
este nivel de perfección que intuyo en lo superior. Lo espiritual es
esencialmente una Unidad, una Belleza, una perennidad, un Bien, un
Éxtasis. Esa
realidad, en lo vital, se manifiesta convertida en la fuerza de la
unidad biológica de cada individuo, es esa Inteligencia Universal
pero vivida al servicio de la subsistencia y desarrollo de la unidad
biológica aislada; y el sentido
de unidad -en esas
pequeñas unidades que son los seres vivientes- sólo se vive
subordinado a unas unidades mayores que llamamos razas o familias
biológicas.
Así, esta noción de Unidad total,
sea noción de Bien, de permanencia, no puede expresarse a este nivel
vital porque su modo
natural de manifestación es
a través de la oposición, de la lucha, del cambio o de la
violencia. Y eso, que es correcto en el nivel biológico, aparece
como sumamente imperfecto en el nivel espiritual. Y si pretendemos
que lo espiritual se manifieste en lo biológico -en tanto que
espiritual-, nos equivocamos, es una imposibilidad, ya que sería
una negación de lo biológico en sí mismo.
Entonces nos lamentamos de la
crueldad que hay en la ley biológica, en que cada uno vive en cierto
grado a expensas de los demás; en que cada uno trata de defenderse y
atacar para sobrevivir individualmente. Por ello, estas leyes pueden
parecernos crueles. Pero sólo son crueles porque pretendemos que en
el nivel biológico se manifieste una cosa de un
nivel distinto,
superior.
En nuestra vida humana, regida por la
mente y la
afectividad al servicio
de la personalidad individual, el
bien de esta
personalidad es asimismo su subsistencia, su
afirmación y
desarrollo como personalidad individual. También aquí yo
he de defenderme de los
demás y he de fortalecerme como unidad, he de luchar para mantener
mi sitio, para mantener mi equilibrio en relación con
las circunstancias y
con las demás personas, he de diferenciar constantemente lo que es
favorable para esta subsistencia individual -sea a nivel físico,
afectivo o mental- de lo que es perjudicial. La mente, en este
sentido, es un instrumento maravilloso para organizar esta vida
individual.
Pero en mi aspiración hacia una
felicidad que no esté oscurecida por nada, hacia una noción de
Belleza luminosa, hacia una noción de perennidad, etc., cuando esto
lo busco
pretendiendo
vivirlo a través dedo personal, a través de mi unidad como
persona concreta, entonces
es cuando surge el que yo soy débil, soy
frágil, soy
ignorante, el que mi organismo está sujeto a un decaimiento, a unas
enfermedades, a la muerte, el que mi mente es susceptible de muchos
errores, el que estoy sometido a muchas limitaciones, el que la
afectividad, que vive unas cosas buenas, inevitablemente vive también
otras desagradables; entonces eso que es
completo en el
propio nivel del individuo aislado, pasa a ser incompleto,
insatisfactorio, frustrante, cuando
la persona lo vive buscando lo Superior a través de lo inferior.
Es siempre a
través de este
contraste, de esta comparación, de pretender que lo inferior nos dé
el resultado de lo superior, es en razón de esta tergiversación
de planos cuando
encontramos constantemente contradicciones, cuando nos encontramos
incompletos, imperfectos, cuando surge el error, el sufrimiento, el
mal.
Soluciones mediante el trabajo
Podemos hacer dos cosas para resolver este problema del
mal.
1. Puedo educar mi mente para que
aprenda a vivir cada nivel por sí mismo, sin otras atribuciones.
Entonces, yo aplicaré a mi cuerpo las leyes propias de lo biológico;
a mi vida personal, las leyes propias del equilibrio y de la
convivencia humana (en su relatividad); y aplicaré a mi vida
espiritual las leyes propias de lo espiritual. Pero sin pretender
subordinar lo superior a lo inferior, sin querer convertir, por
ejemplo, mi vida espiritual en un medio para satisfacer mi
egocentrismo, o para compensar mi ansiedad o mi inseguridad. O sea,
tendiendo a
descubrir la verdad
de cada nivel en cada momento, con una disciplina de la
actitud ante cada
cosa y situación.
2. También puedo descubrir que, en
el fondo, todo lo que yo busco a través de los
distintos niveles,
es, en un grado u otro, una expresión de lo que está en Dios, una
expresión de la Fuente. En la vida espiritual se pretende que la
persona se abra directamente a
Dios, reconociendo
a este
Dios no solamente como la razón de ser de todo cuanto existe, sino
también como finalidad de todo lo que existe; no
sólo como la razón
de ser de mi vida, sino como
objetivo de mi
vida. Y todo lo que yo estoy buscando a través de mi nivel
emocional, biológico, mental, social, familiar, profesional,
recreativo, etc.,
no es más que unas particularidades, unos aspectos de lo
que Dios es en
grado absoluto. Por lo tanto, todo lo que yo pretendo encontrar, o
pueda recibir de las personas y de las circunstancias, yo
puedo y debo llegar
a descubrirlo y a vivirlo plenamente en Dios de un modo directo.
Yo no puedo pretender llegar a
una vida espiritual
plena si mi mente, mi
corazón y mi voluntad
están divididos. Aquello que dice «que no se puede servir a dos
señores a la vez» es muy cierto. Yo
he de llegar a unificar
mi visión de todo; por lo tanto, mi actitud ante todo. Dios no
es un
apartado más en mi
vida, aunque pueda serlo al principio. Cuando yo me
voy abriendo más a la
realidad de Dios, veo que Dios no es un apartado entre otros, sino
que es la Fuente absoluta, única, que no tiene ninguna posible
comparación con otros aspectos de mi vida. Y todas las cosas que yo
vivo por imperativos de mi propia dinámica personal, las vivo
aprendiendo a descubrir en ello
una manifestación de
Dios, un aspecto de Dios. Cuanto más yo aprendo a abrirme a Dios,
más Dios, lo Superior, lo Espiritual, llena mi conciencia; no en
sentido figurado sino literal: llena
mi conciencia. Hay
una sustancia que penetra en mí, hay una fuerza que penetra en mí,
hay una Gracia que penetra en mí, lo cual es una experiencia
concreta que transforma toda mi capacidad de vivir.
Dios es el Centro de todo
Dios ya
es la Fuente de
todo lo
que vivo. Pero
cuando en mi conciencia conozco a Dios como Fuente de todo y me abro
a este Dios, en este acto de entrega, de receptividad, de silencio,
la Gracia y la Fuerza iluminan mi conciencia, y es esta iluminación
experimental la que transforma toda mi vida; y
no sólo
subjetivamente, en lo que siento, sino que la transforma también
objetivamente, en mi modo de ver y de vivir el mundo y en el modo
como el mundo, las personas y las circunstancias se comportan en
relación conmigo.
Nuestra salud no es más que Dios
expresándose plenamente a través de nuestro nivel vital. Nuestra
riqueza, nuestra abundancia en las cosas, no es
más que Dios
expresándose plenamente a través de nuestra realidad material.
Nuestra felicidad no es más que Dios expresándose a través de
nuestro nivel afectivo. Nuestra seguridad, poder y realidad no son
más que Dios
expresándose como
nuestro propio ser. Nuestra vida exterior y todos los hechos de
nuestras circunstancias -cómo se conducen los demás, las cosas que
me ocurren, etc.-, no son más que la expresión directa de Dios a
través de mi conciencia externa.
Cuando yo lucho por la
salud (en caso de
enfermedad), puedo hacerlo combatiendo la enfermedad o
puedo hacerlo
abriéndome a la
salud. Cuanto más
yo me abro a Dios, más me abro a la salud, a la única Fuente real
de salud. Yo puedo luchar contra mis circunstancias adversas tratando
de ahuyentar las amenazas, los peligros, pero también puedo luchar a
favor de la Plenitud abriéndome a Dios, que es la única Fuente de
Plenitud, en todos los niveles. Puedo buscar seguridades, certezas, a
través del estudio, razonando, o mediante consultas; o puedo abrirme
a Dios, y entonces se hará una Luz en mi mente que me aclarará
todas las cosas esenciales de un modo inapelable, clarísimo,
evidente.
Tenemos la idea de que el mal existe
y de que nosotros hemos de defendernos del mal; y esa idea, que es
sólo una idea errónea, afecta profundamente a nuestra vida.
Entonces luchamos contra
nuestros miedos,
contra nuestros
enemigos, contra
todo lo que parece
adverso (externo o
interno); pero no
deberíamos perder ni un instante en esta clase de luchas, pues se
trata de una pérdida de tiempo y de energías.
Todo lo negativo desaparece a la luz
de lo positivo. Toda nuestra conciencia de limitación desaparece
ante la conciencia de Plenitud y de Presencia divinas, en todos
nuestros niveles, incluso en los más materiales, más externos, más
físicos, más biológicos; no hay una separación en cuanto a la
acción de Dios entre lo que llamamos espiritual y lo material, la
única separación la pone nuestra mente. Nuestra mente es la única
obstrucción y por eso es tan necesario que la mente se abra
incondicionalmente a la Presencia activa de Dios en nosotros en todos
los niveles. Dios es el
centro de todo acto de
nuestra existencia. Dios es el
centro de cada instante de
nuestra vida.
Esta apertura a Dios debe ser una
apertura real, no sólo una idea en nuestra mente, no sólo un deseo
en nuestro corazón, sino una experiencia tan real como el acto de
respirar o
el acto de andar.
El contacto de nuestra mente consciente con el
Dios viviente ha de
ser aún más real que todo lo que vivo ahora como realidad.
El giro radical en nuestra mente
Nuestra mente se ha desarrollado
actuando siempre en relación a las
cosas; se ha ido
desarrollando manejando fenómenos, percepciones, relacionando
significados; toda mi personalidad es una inter-acción con el mundo,
con las personas. Y mientras mi mente, mi deseo y mi voluntad
trabajen en esa dirección en que yo he ido viviendo, no podré
llegar a esa experiencia de Dios, sólo podré vivir mis experiencias
del mundo, de mí mismo en relación con el mundo, aumentando la gama
de esas experiencias, pero no llegará ese
momento revolucionario de
la Presencia real de Dios, vivida experimentalmente.
Todo acto de mi mente y de mi
voluntad va siempre hacia algo,
porque así se han
desarrollado y así se manifiestan. Ese algo
nunca es Dios. Ese
algo es
algo dentro de nuestra experiencia fenoménica, horizontal, en
relación con el mundo. Mas, para que se pueda producir en mí este
descubrimiento de Dios presente, es preciso que mi mente deje de
actuar, de proyectarse hacia ningún lado, porque hacia cualquier
lado que se dirija siempre será hacia algo,
algo fenoménico, y
Dios no es algo, Dios es el Centro.
He de lograr que mi deseo no esté
movilizado hacia algo, que mi imaginación deje de buscar algo, que
mi voluntad deje de querer algo. Y cuando se produce en mí esta
inmovilización por falta de objetivo, cuando me quedo inmóvil en
esta quietud de no hacer, de no buscar, de no pensar, cuando me quedo
sin
hacer nada, en
esta quietud de ser en silencio se produce
esta Presencia de Dios. Mientras yo estoy buscando o estoy
proyectando me estoy
alejando; es cuando
me doy cuenta de que Dios está en la otra dirección, en la
dirección del no-pensar, del no-desear, del no-querer, y soy capaz
de permanecer en el vacío del silencio, cuando entonces aparecerá
una conciencia enteramente nueva.
Esos instantes de silencio en que
descubrimos una dimensión central profunda, amplia, intensa,
totalmente nueva, transforman totalmente nuestra existencia; estos
momentos «limpian» todas las tendenciosidades que había dentro.
Utilizando un lenguaje oriental, podríamos decir: «en aquel momento
se limpia el Karma»; en un lenguaje cristiano, diríamos: «en aquel
momento se produce el perdón de los pecados»; utilizando un
lenguaje psicológico, diríamos: «en aquel momento desaparece todo
lo
negativo». En
aquel momento, allí donde había oscuridad hay luz, donde había
debilidad hay fuerza, donde había miedo hay amor. Y eso no sólo es
un estado interno, sino que se transforma objetivamente nuestra vida,
se re-ordena nuestro organismo, y todas las enfermedades debidas a
mal funcionamiento o a una distorsión interior, desaparecen; todos
los estados de angustia, negativos, obsesivos, desaparecen. Y también
las personas de nuestro entorno cambian en su actitud hacia nosotros,
y cambian las circunstancias. Pero no sólo cambian porque yo sea más
amable o adaptable, no; cambian con independencia de mi modo de
hacer; cambian porque las cosas que nos rodean no son (en el fondo)
nada más que la expresión exterior de nuestra conciencia interior.
Lo interno atrae las condiciones externas
Nadie puede vivir algo distinto de lo
que es. Cuando yo
en mi conciencia soy
problema, soy
conflicto, soy negación, yo estaré creando este problema, esta
negación, dentro y fuera de mí. Esto tiene un alcance insospechado
pues
atraerá hacia mí,
del exterior, situaciones conflictivas; y soy yo mismo quien las
atrae, sin darme cuenta. En cambio, cuando al abrirme a la Presencia
Divina se produce en mí la Plenitud, la Luz, entonces esto tiende
inevitablemente a traducirse en una irradiación positiva, en unas
circunstancias positivas, en unas relaciones personales positivas.
Entonces vemos que la perspectiva que
teníamos del mundo y del mal, dedos defectos de las personas y de la
injusticia de la vida, que todo eso desaparece como desaparece una
pesadilla al despertarnos por la mañana; vemos que nunca ha existido
realmente ese mal, que sólo ha existido una percepción errónea,
que todo lo que existe, en sí, está bien; está
bien en su nivel de manifestación. Era
en mi mente donde se fraguaba el conflicto entre mi deseo y la
realidad que enfrentaba; el deseo que aspiraba a unas cosas y la
realidad que yo vivía en otro plano y que negaba este deseo. Todo lo
veía oscuro porque miraba las cosas desde una perspectiva oscura;
en cuanto mi mente
se aclara, en cuanto mi mente puede funcionar centrada, es como si
automáticamente percibiera cada cosa, cada persona, desde su centro.
Y cada persona, vivida desde su centro, es perfecta. Como un niño,
que es perfecto sea cual
sea su edad y su
desarrollo en habilidad, en inteligencia, en crecimiento; desde su
centro, el niño va creciendo de un orden de perfección a otro orden
de perfección, pero no de una imperfección a
una perfección.
Naturalmente, existe un proceso de
cambio, de evolución; pero este proceso no tiene nada que ver con lo
que llamamos mal, sino en pasar de un bien a otro orden de bien, a
otro orden más
pleno de realidad,
de bondad, de belleza, de poder. Entonces nos situamos en una
perspectiva correcta y descubrimos que el único mal, la única
injusticia y el único sufrimiento estaban en nuestra
mirada, en nuestro
modo de vivir. Al rectificar nuestra visión, al aclarar nuestra
conciencia en esta Presencia viviente de Dios, todas las
tinieblas
desaparecen, del interior y del exterior.
En la vida persistirán los dramas,
pero uno se dará cuenta de que lo que muchas personas viven
dramáticamente no tiene un carácter real, como cuando uno se da
cuenta de que el susto que se sufre en una pesadilla no tiene un
carácter real en relación con la experiencia de la vigilia, o que
el disgusto de un niño pequeño cuando se le contradice una ilusión
no tiene una existencia dramática real, sólo es consecuencia de un
modo pequeño de ver, es
una nube dentro de la conciencia, no fuera.
Manejo eficiente de los problemas
¿Perderá con eso la persona su
perspicacia, su sentido crítico, su capacidad de desenvolverse ante
situaciones difíciles, hostiles, o ante personas de las que se dice
que van con «mala fe»? No. Yo diría que esta persona es,
precisamente, la que está más capacitada para desenvolverse en todo
tipo de ambientes. Porque no
disminuye su visión
de las cosas
sino que aumenta; y comprende que, aunque lo espiritual se manifiesta
en todos los grados,
estos distintos grados incluyen lo que en nuestra conciencia habitual
se entiende como el egoísmo más desenfrenado, el apasionamiento más
ciego o la agresividad más salvaje. Y uno se da cuenta de eso más y
mejor que antes, pero no lo ve como un defecto sino como una cualidad
en aquel nivel, lo ve en su vertiente positiva; y puede manejarlo
positivamente, no defendiéndose de ello o contraponiéndose a ello,
sino manejándolo desde lo positivo superior en una
relación de positivos, no
como una contraposición de signos. No se trata de ir contra nada o
de defenderse de algo, se trata de manejar lo inferior (tal como es)
desde lo superior.
Ante un
niño muy díscolo,
muy desobediente, yo puedo hacer dos cosas: 1) Puedo compararlo con
lo que sería un comportamiento correcto, criticarlo e imponer mi
voluntad en contra de la suya; es el uso de la autoridad o incluso la
violencia. 2) También puedo no enfadarme con el niño y comprender
que el niño está viviendo una fuerza en sus niveles vital y
emocional (infantiles); y esta fuerza (que es la misma que yo puedo
vivir desde mi
nivel positivo
espiritual) verla en lo que tiene de positivo, y al mismo tiempo
vivir las fuerzas positivas superiores; entonces podré entender al
niño sin negarle a
él y procurando
que de esta expresión negativa pase a otra positiva, por afirmación.
Creo que todos hemos tenido la
experiencia de haber enfrentado una situación así -con un niño
pequeño rebelde-, en momentos en que estamos irritados o en momentos
en que estamos muy bien. Y hemos visto que hay una diferencia radical
tanto en nuestra forma de vivir la situación como en la eficacia en
manejarla. Cuanto más yo he estado en una actitud profundamente
positiva, mejor he podido manejar la situación, con menos esfuerzo y
de un modo más constructivo para el niño. Pero si mi actitud era
negativa, el manejo de la situación ha sido de modo violento,
explosivo, crítico, y ha resultado perjudicial, para mí y para el
niño. Cuando yo reacciono negativamente ante lo negativo, estoy
aumentando la negatividad, mía y del otro. Pero si
yo puedo situarme en
esta óptica positiva viendo las cosas en su positividad básica,
entonces paso de un positivo menor a un positivo mayor (en cuanto a
escala) tanto mío como del otro.
La práctica de vivir la Presencia de
Dios conduce paso a paso, sin esfuerzo, a esta percepción y contacto
con lo positivo a través de todos los niveles.
22.
PROFUNDIZANDO EN EL TEMA DE LA
ORACIÓN
Dificultades en la oración
Muchas personas se lamentan de sus dificultades con la
oración. Dicen que no saben qué decir, que no saben cómo se hace.
Hacer oración es lo más sencillo del mundo cuando la persona
consigue dejar de actuar desde la mente -la mente que piensa, que
analiza y valora las cosas por medio de las ideas-, y llega a poder
vivir desde la zona del amor-sentimiento y la zona de la voluntad.
Nuestra mente nos encadena, nos encierra dentro de su
estructura; y cuando uno está dentro de la mente parece imposible
salir de este encierro, porque todo se intenta solucionar con nuevas
ideas, y otras nuevas ideas, y más nuevas ideas, o sea, con
materiales de la misma mente.
Ha de ser posible romper este círculo
de las ideas y poder trasladarse a otro nivel de experiencia que sea
más directo, más viviente. Un nivel puede ser el de la conciencia
física, y otro el nivel afectivo. Si la persona, cuando se encuentra
encerrada dentro de su circuito de ideas, hace ejercicio
físico que
requiera atención,
o practica la expresión
afectiva -por
ejemplo, cantando
algo en lo que se
pueda poner alma,
sentimiento-, entonces verá como, al poco rato de la ejercitación
consciente (física o afectiva), la persona ha salido del círculo
cerrado de la mente.
Otra dificultad en la oración reside
en que la persona no tiene una noción clara ni una actitud definida
frente a eso que llamamos Dios. Nadie, absolutamente nadie puede
tener fina idea clara de lo que es Dios, porque toda idea de Dios es
falsa. Dios no puede
representarse por ninguna idea. En cambio, nuestra intuición sí que
nos da unas nociones ciertas de ese Dios, pero no ideas definidas.
Dios es Personal e Impersonal
Muchas personas piensan en Dios como
en un campo inmenso de energía, que es quizá el fondo del cual se
nutre todo el universo y todo cuanto existe. Cuando se concibe a Dios
de esta manera, como un principio,
esto conduce a
una noción
impersonal de
Dios. Y esta noción impersonal es correcta, es cierta; Dios es el
Principio de todo cuanto existe; principio de energía, de
inteligencia, de amor.
Pero Dios,
además de ser este
campo inmenso cósmico (y lo
que está detrás
de lo cósmico), es también un Dios personal.
Dios es a la vez
personal e impersonal. Dios es personal en el
sentido de que es
una Inteligencia (es la
Inteligencia); y
esa Inteligencia tiene todos los atributos que tenemos los seres
humanos como inteligencia, pero en grado absoluto. Dios es la
Voluntad; nosotros también tenemos una voluntad, sólo que la de
Dios es la Voluntad
en grado absoluto. Dios tiene un Sentimiento que es su propia
Conciencia de Ser, y es absoluto; nosotros también tenemos una
conciencia de ser y unos sentimientos, pero relativos. Y
todas las relatividades están incluidas en lo Absoluto. Así,
Dios es
la Persona Absoluta, y dentro de ella nosotros vivimos, nos movemos y
tenemos nuestro ser.
Y porque Dios tiene su
Voluntad (Es
Su
Voluntad), tiene Su
Inteligencia (Es Su
Inteligencia),
tiene Su Amor (Es Su
Amor), por eso Dios
es una Persona, es
ALGUIEN, no sólo
es algo. Es
en este sentido en el que nosotros podemos y debemos dirigirnos
personalmente a Dios, porque Dios, personalmente,
escucha, entiende,
atiende, responde. Lo Impersonal en Dios no niega lo Personal, como
lo Trascendente no niega lo Inmanente. Dios está dentro de nosotros,
pero Dios también está mucho más allá de todo aquello de lo que
nosotros tenemos noción.
A algunas personas esta noción del
Dios Inmenso les da miedo. Es una noción de Grandeza tan enorme que
inspira temor a algunos, es como una grandeza aplastante. Pero este
Dios Inmenso, esta Potencia Absoluta, esta Inteligencia Absoluta, no
está frente a
nosotros, sino que
es la base de
nosotros, es la
corriente que nos alimenta, es la mano que nos sostiene, que nos
conduce. En Dios no
hay absolutamente nada opuesto a nosotros; Dios es Inmenso, pero
inmensamente amigo y está totalmente a favor nuestro.
Pero nosotros, sin darnos cuenta,
trasponemos nuestra relatividad y la contraposición que vivimos en
el mundo a nuestra relación con Dios. Porque en el mundo yo me
encuentro con personas y situaciones que vivo como adversas y
contrarias a mí, entonces traslado esta noción de oposición a
Dios, y temo que Dios esté contra mí o pueda volverse contra mí.
Dios no puede volverse contra
en
ningún caso. Haga
yo lo que haga, sea como yo sea, la naturaleza de Dios sigue siendo
la de Ser Amor-Amistad-Felicidad; en ningún momento Dios puede dejar
de ser eso.
Una enseñanza errónea quizá nos ha
metido el miedo en el cuerpo con la imagen de que Dios se enfada, de
que Dios nos castiga; se ha dado una imagen de un Dios como una
persona con una serie de cambios de actitud, de conducta, respecto a
nosotros. Esta noción es falsa; Dios nunca puede dejar de ser lo que
Es por su
Esencia; y la
Esencia de Dios es Ser Amor, Ser Inteligencia y Estar manifestando
todo lo que existe, y por lo tanto nosotros
estamos incluidos; y
no puede volverse contra esto, sería un absurdo, una imposibilidad
total.
Cuando yo me despisto y hago cosas
que van contra mi conciencia, no es Dios que se gira contra mí. Dios
nunca se girará contra mí, no puede, no
existe el giro en Dios. Soy
yo que
me cierro a su Luz, que me cierro al aspecto Superior para vivir sólo
en una zona inferior de mi personalidad. Soy yo el
que me limito, que
cierro los ojos, que me vuelvo de espaldas, no Dios. Dios siempre es
el mismo, idéntico, no tiene en sí ningún cambio, haga yo lo que
haga. Por eso basta con que yo trate de volver a lo que es la Fuente
para que todo vuelva a estar en orden, todo se restablezca en su
sitio.
Leyes de la oración
La oración ha de ser una expresión
de mí, de lo que yo siento, de lo que yo vivo, de lo que pienso, de
lo que deseo, de lo que temo, de lo
que en mí tiene
sentido y tiene valor. Y he de dirigirme a Dios como el Ser Supremo
de Quien depende todo, del cual he salido y al cual he de volver; es
el Ser Supremo de cada instante, de cada situación de mi vida. Es el
Ser que se está comunicando totalmente, que está tratando siempre
de iluminar, de conducir a una Plenitud, a una Felicidad, al
desarrollo dentro de la línea de evolución, porque ésta es su Ley
básica de manifestación. Por eso no podemos pedir a Dios nada que
vaya contra el desarrollo; no podemos pedir a Dios, por ejemplo, que
solucione dificultades que nosotros hemos de solucionar mediante
nuestro esfuerzo. Pero sí podemos pedir a Dios
que nos ayude en este
esfuerzo, que aumente nuestra comprensión, nuestra decisión,
nuestra claridad, que aumente su
Presencia en nosotros,
y nuestra conciencia de su
Presencia; pero no
podemos pedir que sustituya nuestro trabajo y que nos dé los
resultados del esfuerzo sin el esfuerzo, porque el
esfuerzo es lo que desarrolla.
A Dios
podemos expresarle todo lo que para nosotros tiene valor, sabiendo
que somos escuchados, entendidos y atendidos; y podemos pedirle todo
lo que deseemos de un modo auténtico.
Muchas personas oran sólo para
pedir a Dios. En
una fase del trabajo interior uno se dirige a Dios para pedir ayuda,
soluciones, algo que uno no tiene y necesita; esto es correcto, es
natural. Pero, curiosamente, se pide con una especie de temor, una
especie de escepticismo, temiendo que a uno no le va a ser concedido
lo que pide, quizá porque tenemos la experiencia de otras veces en
que no recibimos lo que pedíamos. Y esto crea una incertidumbre, una
duda; entonces evitamos el confiar para también evitar un posible
desengaño. Es el miedo al desencanto si lo pedido no se cumple.
No obstante, tenemos el testimonio de
todas las personas que han seguido una vida interior profunda, que
afirman que toda petición que se haga con sinceridad y profundidad
tiene su respuesta. En el Evangelio se dice explícitamente que «todo
lo que pidiéramos en Su nombre nos será dado»; y se dice todo;
no se
dice que sólo serán unas cosas espirituales, sino todo.
Así pues, ¿por
qué pedimos y no recibimos?
La oración, como todo cuanto existe,
tiene sus leyes. Y las
leyes no son nada más que la inteligencia de lo que existe.
Hay unas leyes del plano material,
como son la ley de gravedad y las
leyes físicas de
todo tipo, hay unas leyes químicas, hay unas leyes psicológicas,
hay unas leyes espirituales. Y las leyes de lo espiritual exigen que
yo, al pedir, lo haga desde una conciencia Superior; y también
exigen que confíe plenamente en recibir lo que pido, que confíe
tanto en lo que pido que
ya entregue lo que estoy pidiendo. Veamos
esto con más
detalle.
Es preciso que, al pedir, yo me
dirija a Dios de tal manera que ya no sea yo personalmente quien
pide, sino que sea esta Presencia activa de Dios quien esté pidiendo
en mí. Cuanto más consiga que mi conciencia esté elevada en el
momento de hacer oración, más la oración tendrá una respuesta
inmediata. Es decir, cuanto más pida en nombre de Cristo -en nombre
de Cristo significa acercándome a
la Conciencia Crística,
acercándome a ese
nivel de conciencia interior en que Dios se hace presente-, es cuando
mi oración se expresará desde un plano de conciencia espiritual, y
entonces la respuesta de lo espiritual se producirá rápidamente. En
cambio, cuando mi oración parte de un estado puramente emocional o
vital, entonces no puede tener una respuesta directa e inmediata.
La oración es la puesta en juego de
una ley en un plano Superior y tiene un mecanismo exacto, automático.
Cuando yo puedo pedir en nombre de Cristo, o
sea, desde el nivel de
Conciencia Crística (o Conciencia Superior), desde este mismo nivel
de conciencia que tengo cuando percibo que Dios está presente en mí,
entonces esto se traslada, se expresa en el nivel de las Causas de
todo lo que existe. Y la petición, hecha desde el nivel de las
Causas, al actuar en su mismo plano (de las Causas), puede
manifestarse en los efectos. Todo lo que existe en lo fenoménico (el
plano de los efectos), en nuestra naturaleza material humana, es
efecto, es consecuencia, de una Voluntad, de una Inteligencia, de un
Poder y de una Conciencia; del Cristo Universal, Cósmico; del Verbo
que es la Luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.
Cuando más podamos situarnos en este nivel de
conciencia, más nos sintonizaremos con el Plano de las Causas, y
entonces el efecto se producirá de modo inevitable. Esta conciencia
implica dos cosas:
1. Estar abiertos a la Conciencia de
Dios en nosotros haciendo una entrega de lo personal, y
yendo más allá
de los propios deseos, emociones e ideas habituales. Viviendo esta
Presencia de Dios, pero en nosotros, viviendo que Dios es Dios en mí,
que no soy yo-encerrado-en-mí y aislado de todo, lanzando un S.O.S.,
sino que yo estoy abierto a esta Presencia de Dios (o Crística) en
mí, y participando de esta Fe viva, experimental, me conecto con
este Plano Superior de las Causas.
2. Además de este aspecto
experimental, hay también el de
confianza, de
seguridad. Esta seguridad nos resulta difícil porque estamos
viviendo en el plano de la mente, y
el plano
de la mente es el de la dualidad,
es el plano en que
todo se ve como sí
y no, en que cada
aspecto tiene su opuesto, su contrario, y esto hace inevitable que en
mi mente exista siempre la dualidad, la duda.
En mi mente yo no puedo tener la certeza; la certeza
sólo puede venir cuando yo estoy abierto a la mente Superior que
vive la verdad directa de las cosas, cuando soy receptivo a esta
Conciencia Superior en mí que no es solamente una Plenitud, una
Fuerza, es también una Evidencia; es la Evidencia de que la gran
Inteligencia, el gran Orden de todas las cosas se está expresando en
mí. Y es esta Conciencia, esta Inteligencia, este Orden, esta
Evidencia, lo que me da la certeza.
Si mi mente pide una cosa pero duda, esta cosa no llega
a conectarse al nivel Superior; para llegar al nivel Superior, debe
ir unida a esta Fe, a esta Intuición, a esta Percepción que nos
viene de arriba.
Base técnica de la oración
Ocurre lo mismo, aunque en dirección
contraria, que en el mecanismo de la sugestión. Cuando se quiere
producir un condicionamiento psicológico (lo que se llama
autosugestión), para que éste sea eficaz es preciso que penetre en
el subconsciente, pues mientras lo que se afirma está sólo en la
mente consciente, no será operativo. Pero cuando se consigue que las
afirmaciones lleguen al subconsciente, entonces aquello modifica los
condicionamientos que existen dentro y produce unos efectos
inevitables en la conducta y en el modo de ser. Esta conexión con el
subconsciente se produce aprovechando el momento en que surgen cosas
de dentro, por ejemplo, una sensación vegetativa profunda, o una
emoción profunda. En aquel momento, mientras surge la sensación o
la
emoción del
subconsciente, éste está en activo, tiene la puerta abierta, y todo
lo que se formule entonces penetrará directamente en el
subconsciente. La sensación o emoción que está saliendo de dentro
es lo que sirve de puente, o túnel, para penetrar.
En el sentido Superior que ahora
tratamos, ocurre algo muy parecido, pero en la otra dirección
(dirección hacia Arriba). Para poder hacer llegar mi oración a
Dios, para que mi
oración llegue al Padre -en terminología cristiana-, yo he de
formular la oración en nombre de Cristo. Eso quiere decir que yo
esté abierto a esta Conciencia Crística, la Conciencia del Verbo
presente en mí. Entonces, lo que yo pueda formular o pedir en aquel
momento, llega directamente al plano Superior e inevitablemente
producirá los efectos. Por eso se dice que la oración debe hacerse
con fe y confianza, porque se trata de un mecanismo preciso.
Lo verdaderamente importante
Todo lo que pidamos en este estado
tenderá a producirse pero, curiosamente, cuando se vive este estado
uno se da cuenta de que muchas cosas que se tenían por
importantes dejan de
serlo, muchos problemas pierden su fuerza cuando se está conectado a
esta Presencia. Se
descubre que hay realmente unas cosas que sí
son muy importantes, pero
que no son las mismas que se vivían en el estado habitual de
sentirse como un
ser aislado dentro
de la propia mente en la experiencia cotidiana.
Y éste es otro de los efectos de la
oración, que va
aclarando mi mente, va
aclarando el sentido de mis valores y dejo de pedir tonterías; las
cuales, cuando estoy desconectado de lo Superior no parecen
tonterías, sino que se ven como muy importantes.
Pero al verlas desde el nivel de Conciencia Superior me doy cuenta de
que aquellas cosas son infantiles y que hay realmente algo que sí es
muy importante y que es lo único que merece ser pedido
constantemente; y eso que merece ser pedido es llegar más y más, a
una Evidencia mayor, a una Inteligencia mayor, a un Amor mayor, a una
Presencia mayor, a un Acercamiento mayor a este Dios Absoluto que es
la Fuente de todo.
Esto no descarta que yo pueda pedir
cosas particulares en relación a mi trabajo o a mi vida; pero el
énfasis en estas cosas va
perdiéndose, y uno
va dejando de apoyarse en las cosas que preocupan en la vida diaria y
va trasladándose más y más a lo que tiene un valor permanente,
intrínseco.
Expresarse totalmente
Nosotros tendríamos que dedicar una
media hora diaria a esta conversación, a este diálogo, a esta
entrevista privada con Dios. Una entrevista en que yo
puedo decirle todo,
puedo expresarlo todo, puedo ser tal como soy; es el
único momento en
que no necesito tener en cuenta el modo de ser del otro, que no tengo
que ir con cuidado para no herir, no molestar, para no perjudicarme
yo o perjudicar al otro. Es el único momento en que hay una
expresión libre, total, donde yo puedo decirlo todo, ser auténtico
y ganar más y más profundidad de expresión, donde la propia
expresión me conduce a una mayor profundidad y autenticidad de mí
mismo.
Cuando esto se hace uno y otro día,
se descubre que la oración es una oportunidad fantástica de
expansión, de libertad. ¿Por qué estamos tan a gusto con
los amigos que son
realmente amigos?
Porque podemos hablar con libertad y nos sentimos comprendidos;
porque dejamos de estar en guardia, sin temer que nos critiquen o se
vuelvan contra nosotros. Cuanto más yo puedo expresarme con
espontaneidad y libertad, más siento esta satisfacción interior de
ser yo mismo, pues en la oración es donde esto puede cumplirse de
modo óptimo, es la
única situación que no
tiene límites en este
sentido.
Unión con Dios
Luego está la vertiente más elevada
de la oración, en la que partiendo de este dirigirse al que lo
Es Todo y que me lo
da Todo, me lo da más y más hasta que yo llegue a Ser con Él una
sola cosa. Ya no se trata sólo de tener un amigo influyente, de
tener un apoyo seguro; se trata de poder vivir cara a cara, de
corazón a corazón, con lo que es la Cualidad absoluta, la Felicidad
absoluta, el Amor verdadero. Y esto no sólo es una cosa que yo creo
o me imagino, es algo que yo aprendo por experiencia. Porque cuando
yo me proyecto, cuando yo me expreso a Él y quedo en silencio,
entonces viene la respuesta: la Presencia, la Paz, el Silencio, la
Plenitud, éste es
el lenguaje de Dios. Su
lenguaje no se expresa a través de fórmulas, o palabras, o
secretos, sino que nos llega a través de lo que es Su naturaleza:
Paz, Plenitud, Poder, Ser, Amor. Cuanto más aprendo a expresarme
todo yo, más quedo todo yo receptivo y disponible para que Dios me
llene con su Ser.
Para poder vivir constantemente en
esta relación con Dios, tenemos que aprender a descubrir la Realidad
detrás de lo sensible, a descubrir que la Realidad no está en lo
que vemos sino que está en la Causa de lo que vemos. Porque lo que
vemos, aun siendo real, es sólo un efecto, y la Causa de
lo que vemos es una Realidad mayor y más real que todas y cada una
de las cosas que
vemos. Por eso
hemos de poder trasladar este sentido
de realidad, desde
lo que
perciben nuestros sentidos y nuestra mente a este plano Superior de
Causa, de Fuente, de Origen. Éste es un esfuerzo que hay que hacer.
Utilización de una imagen
En la oración pueden utilizarse
imágenes concretas si esto ayuda a responder de un modo directo.
Podemos utilizar una representación de la figura de Jesucristo -o de
otra personalidad que para nosotros sea una representación de la
divinidad-, e imaginar que estamos junto a Él y que le estamos
hablando personalmente. Esto no tiene ninguna contraindicación, y
para muchas personas es el modo más eficaz, más vivo, de hacer
oración. A medida que la experiencia vaya afirmándose, vaya siendo
algo real, entonces se darán cuenta de que ya no necesitan tanto el
aspecto sensible, imaginativo de la
figura personal de
Jesús (o
de otro Maestro), y
que pueden descubrir que Dios se está manifestando más en lo que es
Su naturaleza interna, sin depender de las características externas.
La oración conduce a la recepción del Verdadero Ser
La oración debe tener siempre esos
dos tiempos fundamentales: el tiempo en que yo me expreso y el tiempo
en que yo dejo que Dios se exprese en mí; un tiempo de expresión
y
otro de impresión;
un movimiento hacia
fuera en el que aprendo
a expresarme del todo,
y otro movimiento en el cual aprendo a estar todo yo receptivo, en
silencio, para que Dios pueda manifestarse en mí.
Cuando estoy haciendo silencio no
debo esperar unas cosas determinadas; simplemente he de estar
receptivo, tranquilo, en este clima de Dios presente. Es inevitable
que se produzcan cosas, pero cuando se produzcan no hemos de exagerar
nuestra reacción, tampoco hemos de crisparnos sobre lo que sentimos,
sobre la paz, la dulzura o la fuerza que podamos sentir, porque todo
lo que sea una reacción nuestra,
personal, tenderá
a cortar la conexión con lo Superior. La consigna es, simplemente,
ser canales receptivos y mantener siempre la puerta abierta en
Presencia de Dios.
Al formularse la oración, al
principio puede contener muchas cosas de nuestra vida diaria,
preocupaciones, temores, incidencias, ambiciones, lamentos, súplicas,
protestas... Pero a medida que vamos siendo receptivos a la Presencia
de Dios descubriremos que nuestra actitud se va simplificando, se va
aclarando, y cada vez necesitaremos decir menos cosas, aunque que no
por eso habrá menos intensidad. Se ganará en profundidad de
expresión aunque disminuya la multiplicidad de palabras o
de ideas. Se va
simplificando hasta que, poco a poco, todo yo me voy convirtiendo en
oración, toda mi actitud es demanda, es aspiración, es como
una llama que se
dirige hacia arriba, y mi oración se convierte gradualmente en una
exclamación muda, en una demanda silenciosa de todo
yo aspirando hacia lo Superior.
Gradualmente, esta oración en
silencio se va convirtiendo en una Contemplación. Contemplar es
vivir de algún modo la Realidad, la Presencia o alguna Cualidad de
Dios, de tal modo que es como si la estuviera saboreando mirándola,
sin necesidad de pensar ni reaccionar ante ella. Es como cuando
contemplamos algo de gran belleza, y eso se
convierte en un
acto sostenido de mirar y saborear simultáneamente, sin pensar, sin
elaborar nada.
Después de saborear esto, nuestra
única oración será pedir a Dios mismo. Sólo podremos pedir....
Dios. Es lo que finalmente tiene sentido: pedirle a El, el Absoluto,
la Felicidad definitiva, eterna. Si pedimos cosas más pequeñas no
las tendremos más fácilmente, no
es un problema de
regateo como en la relación humana, en que es más fácil conseguir
cinco que cincuenta. Cuando yo pido cinco a Dios me estoy poniendo
un límite a mí mismo; y el límite está sólo por mi parte, no
está nunca por la parte de Dios.
Así, pediré a Dios mismo, hasta
llegar a esta
Plenitud de Presencia, de Unión, hasta llegar a que Él se exprese
del todo en mí, a que yo viva del todo en El;
a que Él sea
objeto y el objetivo único de mi
vida. Y aprenderé a
ver que esta Presencia de Dios me acompaña en mi vida diaria, que
está detrás de mis decisiones, de mi actuación, y va apareciendo
como una
guía interior que me dice que esto no lo
haga, que esto sí,
incluso en los asuntos mundanos, materiales, en los asuntos más
comerciales.
Aprenderé a confiar en esta
Presencia que guía, que da fuerza, y llegaré a descubrir que este
Dios es el verdadero
Sujeto, es el
auténtico Sujeto que en todo momento ha estado expresándose a
través de mí, y que era mi ignorancia la que me hacía creer que yo
andaba con mis propios pies,
con mi propia
fuerza, con mi propia independencia. Y yo siempre he sido dependiente
de, siempre he sido manifestación de, he sido efecto de Alguien, de
Él. Es
mi conciencia la que estaba cerrada, aislada, y creía estar viviendo
la vida solo, separado, y por eso vivía muchos dramas y tenía
muchas pretensiones; los dramas de sentirme fracasado y las
pretensiones de querer afirmarme con total independencia y por encima
de los demás.
Esta etapa puede ser un poco crítica
cuando uno descubre que ha de bajar del propio pedestal y que debe
dejar de lado la
autocompasión. Que
la autocompasión no tiene sentido porque se pretender ser el
centro de la compasión, de
sí mismo y de los
demás, y que
tampoco tiene sentido el pedestal porque es pretender ser el
centro de la admiración de
sí mismo y de los
demás. Todo lo que
merece admiración es Dios, el origen de todas las cualidades. Yo no
valgo por mí, sino que valgo en la medida en que Dios se expresa más
auténticamente en mí, en la medida en que dejo que sea Él quien se
exprese. Las personas valen en la medida en que son transmisoras de
lo Superior, en la medida en que son transparencias de la verdadera
Luz. Esto nos hace descubrir un Dios viviente detrás de todo, detrás
de nuestra vida, detrás de la Vida.
La oración nos transforma
La oración no sólo produce una afirmación profunda de
nosotros mismos al sentirnos mantenidos y dirigidos por esta
Presencia, sino que produce en nosotros una transformación de todas
nuestras capacidades.
Mi inteligencia se
aclara porque ya no pretendo juzgar con mis únicos datos, sino que
además estoy pendiente de una visión superior a la mía. Sé que no
llego a la verdad combinando datos en mi mente, sino que la Verdad
está en este mismo Dios que se manifestará a través de mi mente si
yo me intereso por descubrir la Verdad.
Dios se convierte en una fuente de
energía porque
ya
no vivo en circuito
cerrado dentro de mi mente; y cuando al actuar en la vida utilizo mi
energía manteniéndome abierto a la Presencia de Dios, descubro que
hay un potencial fabuloso de energía que se expresa en mí y que
multiplica mi capacidad de hacer, de reaccionar.
Y el amor,
cuanto más lo doy,
más aumenta. Esto es característico del uso de las facultades
superiores que proceden de Dios: cuanto más consumo, cuanto más
gasto, cuando más entrego, más
tengo. Cuanto más
distribuyo mi inteligencia, mi amor, mi energía, cuanto más las doy
y me entrego yo en ellas, más
aumentan en mí. Porque
estamos en contacto con una Fuente inagotable que nos
hace crecer a medida
que dejamos pasar más y más de esas cualidades divinas. Por
ello, la ley del
crecimiento de nuestra conciencia y de nuestra felicidad, y la ley de
generosidad, de apertura y disponibilidad ante Dios, son una misma
cosa.
23. PROFUNDIZANDO EN EL TEMA DEL SILENCIO
El Silencio, base de la acción
El Silencio es la llave maestra para
conseguir en poco tiempo la profundidad de que carecemos, la apertura
a esta dimensión superior de Realidad. El Silencio es algo tan
necesario para la vida psicológica como para la vida espiritual. A
nivel psicológico podemos decir que el silencio es la contraparte
esencial de la acción, de la actividad. Nosotros, lo que expresamos
en la actividad, sea mental, física o afectivamente, tenemos que
reponerlo y aumentarlo en el silencio, en el descanso, en la
no-actividad. La persona que desequilibra su vida porque no
«silencia» suficientemente sus niveles, vital, afectivo o mental,
esa persona sufre una creciente crispación, un creciente desgaste
que puede llegar hasta el agotamiento nervioso. La persona ha de
poder ver en qué medida está «alimentando» su capacidad activa
con el silencio, pues éste es la base, el soporte de donde surge la
acción, la actividad; cuanto más profundo es el silencio, más
potente, más consistente es la capacidad de acción. Hemos de saber
silenciar todos los niveles, pues no basta con descansar el cuerpo si
la emotividad y la mente siguen su inercia de girar, girar y girar.
Unos instantes de silencio mental recuperan de manera extraordinaria
nuestra aptitud de pensar, de conocer, de ver.
Todo eso, que es esencial en
el nivel psicológico,
en el nivel
espiritual es aún mucho más importante. Cuando indagamos la
Realidad, de nosotros mismos, de lo que llamamos Dios, o de lo que
llamamos Existencia, no la encontraremos en nada de lo que
percibimos, en nada de lo que afecta nuestros sentidos o nuestra
imaginación; la Realidad está justo detrás de todo lo que se
mueve, de todo lo que tiene forma, de todo lo que es fenómeno. La
naturaleza profunda de las cosas que vemos está en lo que no
vemos, en lo que no
oímos,
en lo que no se
mueve, está en el no-fenómeno,
en el silencio.
El Silencio conduce
a la dimensión de la Realidad, de la Verdad. Y la verdad de las
cosas no se encuentra a través de pensar, de sentir, de movernos,
sino que se encuentra yendo a la raíz de las cosas; la raíz del
movimiento es el no-movimiento; la raíz del sentimiento es el
no-sentimiento, la raíz de las ideas está en la no-idea.
Silencio y lucidez
El Silencio se puede describir diciendo que es la
capacidad de mantenerse despierto, atento, lúcido, pero sin objeto.
Nosotros hemos desarrollado la capacidad de atención siempre en
relación con algo, con el mundo que nos rodea, con las personas, o
en relación a nuestros fenómenos fisiológicos, o mentales, y así
nuestra lucidez está siempre vertida hacia el objeto, es una lucidez
de relación hacia algo.
Hemos de poder desarrollar la lucidez
pura, simple, en sí misma, con independencia de toda relación. Así
como al hacer deporte o gimnasia desarrollamos una fuerza física o
una agilidad que luego podemos aplicar con independencia de los
ejercicios del gimnasio o del campo de juego, o sea, que sabemos
separar la fuerza en sí del medio que nos ha servido para
desarrollarla, del mismo modo hemos de poder separar nuestra
capacidad de ser y estar conscientes de los objetos que nos han
servido de medio para desarrollar esta lucidez.
Cuando la conciencia se
mantiene despierta,
sin dirigirse a
ningún objeto, esa
conciencia se ahonda
y crece hacia una
nueva dimensión que es el Centro. El mantenerse en silencio mental,
lúcido, produce automáticamente este ahondamiento y nos introduce
al interior de las cosas y los fenómenos, y al interior de nuestra
realidad, de nuestro yo; este ahondamiento aumenta la potencialidad
de nuestra acción en un grado extraordinario. Pero, además, éste
es el único medio para descubrir lo que Es en Sí, la Realidad de
Sí. A Dios sólo se llega a través del Silencio; a Dios no se llega
a través del pensamiento, ni siquiera a través del sentimiento, ni
de la
acción. Al Ser
Absoluto sólo se llega mediante la abstracción de lo que es
pensamiento, sentimiento y acción.
Desprendimiento
La dificultad que todos
experimentamos cuando queremos permanecer en silencio es la
demostración de la inercia con que vivimos, de la fuerza que los
hábitos tienen en nosotros, de
lo poco que nosotros somos nosotros mismos. Obligarse
a descubrir el silencio es dirigirse hacia la propia autenticidad,
hacia la raíz del yo, hacia el Ser Absoluto. La persona no puede
entrar en este Santuario que es el Silencio si no está realmente
interesada en descubrir lo Trascendente. Si la persona en el fondo
está interesada en cosas de su vida, está pendiente de sus
problemas, de sus deseos, de sus temores, eso será una barrera que
le impedirá llegar al Silencio. Al Silencio se llega cuando todo lo
demás se calla; y se calla, se apacigua, cuando el interés -de la
mente, del corazón y de la voluntad- para descubrir la Verdad, la
Realidad, es superior a todo lo demás.
Para entrar en el Silencio hay que
desprenderse previamente de las cosas. Puede ser por saturación de
esas mismas cosas, por culminación de los deseos, por haber
sobrepasado ya esta etapa de
deseos-temores, o
bien porque en nosotros existe una demanda que como una flecha se
dirige hacia Arriba y hacia el Centro. Entonces, en la medida que en
nuestra afectividad y en nuestra mente sigamos esta flecha, habrá un
interés, una demanda y una aspiración que superará toda otra
atracción. Pero nuestra mente tiende a seguir pensando lo que
siempre piensa y nuestra emotividad tiende a seguir pronunciándose
respecto a lo que siempre siente; es un modo de reafirmarse uno mismo
en su personalidad, en su yo-idea. Hay que «soltar» lastre; al
Silencio hay que entrar simple, despojado, desnudo de todo.
Todos deberíamos tener la valentía de afrontar la
experiencia del Silencio. El Silencio es camino, es avenida hacia
algo desconocido; y mientras queramos vivir «seguros», nunca nos
arriesgaremos a entrar en el Silencio; mientras queramos reafirmar el
yo, nunca nos aventuraremos hacia lo nuevo y desconocido. Para llegar
a la Realización hace falta coraje, valor, sin temor a lo que pueda
ocurrir al llegar a lo Esencial.
Conciencia de sí y polarización hacia lo Superior
La preparación al Silencio puede
cultivarse por medio de la atención vigilante, la presencia activa
de uno mismo en la acción. Cuanto más yo esté presente en mi
acción, en lo que hago, tratando de ser yo quien
estoy haciendo, sin
dejarme arrastrar por la inercia del hacer (o del pensar); cuando más
soy yo quien
está manejando mi mente, mi
cuerpo y mi
afectividad, más esto me prepara para poder ser
yo quien deje de hacer todo eso. Cuando
yo vivo bien despierto mi acción en la vida, entonces no hago cosas
parásitas, no me dejo arrastrar por costumbres ni por puros
convencionalismos; soy
yo quien está
regulando mi vida. Y es este ejercitamiento de mi acción, de mi
actuar en lo interno y en lo
externo lo que
realmente me prepara para seguir siendo yo quien permanece sin acción
(interna o externa).
Si se cultiva esta actitud no hay
ambiente que sea contrario al Silencio. En la medida en que no
hay esta actitud es
cuando se encuentra necesario rodearse de un medio plácido, sereno,
tranquilo; pero muchas veces este ambiente plácido y tranquilo que
buscamos en el aislamiento (o en el campo), en lugar de despertarnos,
nos adormece.
Aprendamos a despertarnos en la vida activa, y esa lucidez, esa
conciencia que desarrollamos activamente es
la que luego
utilizaremos pasivamente, en el Silencio.
Hay muchas personas que buscan
refugio en el silencio, como huida y aislamiento de acciones o
situaciones que temen afrontar; entonces no encuentran el Silencio,
sino un vacío negativo. El silencio positivo sólo
se encuentra cuando
yo estoy todo yo
positivamente presente en el silencio; y
esto lo aprendo actuando positivamente en la vida diaria. Es
importante que esto se vea claro: se trata de ir muy despierto por el
mundo; entonces es cuando podré abstraerme del mundo y permanecer
despierto.
Si no utilizo cada acto de mi vida
para despertar, para ser más consciente, entonces el silencio me
será fatal, porque me aislará de mi conciencia y del mundo. El
silencio exige que yo pueda mantenerme
consciente de mí sin saber nada de mí, sin
apoyarme en ideas, en opiniones, en comparaciones, en emociones, sin
apoyarme en nada. Es
el enfrentamiento con la soledad, la
soledad de sentirse ser
sin relación con
nada más,
de sentirse
puramente Ser. Sólo
atravesando esta fase de soledad, de oscuridad, de aislamiento, de
silencio, es cuando puede descubrirse lo que está uniendo a todas
las personas, a todas las circunstancias, a todo lo que existe. Para
llegar al Centro hay que desprenderse de la periferia; y cuando se
llega, entonces se está en el centro de toda periferia.
Sólo cuando en la persona hay una
polarización hacia lo Superior, el silencio será avenida para lo
Superior. Pero si
la persona está viviendo dentro de un pequeño infierno en su vida
diaria, el
silencio le será
totalmente negativo. El silencio simplemente permite que la mente
ahonde, pero para ahondar en la dimensión espiritual es preciso que
nuestra mente esté habitualmente polarizada hacia eso espiritual. Si
vivimos en un estado emocional, o de violencia o pasión, lo que hará
el silencio será conducirnos a esos estados de un modo aún más
intenso; y esto será muy negativo.
Por eso, el Silencio en profundidad
sólo es posible cuando la persona ha ganado o está ganando la
batalla de su
propia vida, la
batalla para tomar conciencia de sí, para dominarse, para manejarse
a sí mismo. El silencio
no es para huir,
sino para encontrar; no es para dormirse, sino para despertar. El
Silencio es pura Conciencia, no
conciencia de algo;
es una Luz que ilumina, con independencia de lo que ilumina; es ser
la propia Luz, es vivir en esa capacidad de ser pura Lucidez. Por lo
tanto, esa conciencia de sí es un estado muy
distinto del que se
tiene habitualmente en la vida diaria.
Experiencias derivadas de esta práctica
Cuando se entra en las primeras fases
del Silencio, uno nota
cosas. A través de
la analogía con el oído, podría decirse que uno oye un no-ruido
que es otro modo de ruido, una especie de vibración de un sonido muy
sutil. Escuchar el
silencio, para
muchos significa prestar atención a este sonido sutil, fino, que se
oye en el silencio. En analogía con la vista, el silencio es
oscuridad. Así, para muchas personas vivir el silencio es mirar
la oscuridad, ser
consciente de la oscuridad. En relación con el tacto, el silencio se
asemeja a la sensación de vacío.
Normalmente se entra en el Silencio a
través de algunas de estas formas de percepción: o de oscuridad, o
de silencio, o de vacío; cualquiera que sea, eso es correcto. Al
cabo de unos días de práctica, la
persona ha de
procurar distinguir esta polarización hacia un sentido determinado
para abstraerse incluso de este sentido, pues, si no, lo que se
producirá será una sensibilización hacia otros modos de
experiencia; y en lugar de ahondar hacia dentro, la
persona simplemente
se desplaza de nivel. Entonces puede empezar a tener percepciones de
un campo no-físico, pero será un campo visual o de formas sutiles,
o de sonidos, de voces, de música, de ruidos de muchas clases que no
pertenecen al plano físico. A través de la sensación de vacío
empezará a percibir un mundo de sensaciones, de fenómenos sutiles,
pero fenómenos, y esto no
es el Silencio; la
persona simplemente ha utilizado el silencio para desplazarse de
nivel. El Silencio es permanecer en la Conciencia pura de Sujeto, es
pura Lucidez; no es sentir cosas, no es mirar cosas, es Ser, sin nada
más.
Mediante el trabajo se descubrirá que el silencio va
produciendo una noción de algo así como cámaras oscuras, grandes,
en las que uno va penetrando, en las que uno se va hundiendo. Si se
conserva la lucidez no habrá ningún problema, ninguna dificultad,
aunque a veces pueda sentirse algún sobresalto, o miedo; son las
reacciones del yo-personal, de la mente y de la emotividad, que temen
dejar las experiencias conocidas al aventurarse en un terreno
desconocido. No debemos violentar nunca esas reacciones, esto sólo
indica que no estamos bien centrados, bien tranquilos, en el momento
de empezar el ejercicio.
Es preferible no hablar de las
experiencias que se producen al ahondar en el silencio porque cada
cual debe descubrirlas por sí mismo; y al hablar de las experiencias
-que, por otra parte, son difíciles de describir-, podría inducir a
un estado sugestivo con tendencia a
buscar aquellas
experiencias. Tampoco entonces habría realmente silencio.
El Silencio es una experiencia
extraordinaria, revolucionaria. Cuando uno «toca» este mundo del
Silencio, las cosas cambian y pasan a ser distintas para siempre. La
persona sale
del Silencio
enteramente distinta; su conciencia de realidad ha cambiado, y por lo
tanto su sentido de los valores también ha cambiado. Deja de
identificarse con las formas, deja de creer que las formas son la
máxima realidad porque descubre qué Es lo que hay dentro de las
formas, lo que hay
en el Centro de las apariencias, lo que Es la Suprema Realidad, de la
cual las formas no son sino como un reflejo o
como una
sombra.
Esto permite a la persona
desenvolverse con completa libertad en relación con las cosas, con
los demás y con sus propias experiencias. Ve que el valor de las
experiencias, su
realidad, está en que son expresión de algo central que es
Silencio, que es Realidad no aparente, y que nunca la forma, la
situación, la circunstancia, la persona, la sensación, la idea,
tienen de por sí ninguna importancia, que toda su importancia está
enraizada en la Identidad silenciosa que se descubre en el centro de
todo.
La potencia que se desarrolla en el
Silencio es fabulosa; pero es una potencia que uno nunca se atrevería
a decir que «es mía», pero tampoco se atrevería a decir que es de
otro. Es una Potencia que simplemente ES, una Fuerza que ES, una
Realidad que ES, es algo maravilloso que ES.
Todo está en el Silencio
La práctica del Silencio debe ser
aprendida; mejor dicho, debe ser aprendida la práctica de
dejar lo que no es
silencio, pues sólo así se presenta el Silencio. El Silencio no es
algo que nosotros podamos manejar o manipular; el Silencio es algo
que siempre está
ahí y sólo hay
que descubrirlo; y se descubre cuando
se quita lo que lo cubre, cuando
se quita todo lo que lo oculta a nuestra conciencia. Por
eso el trabajo no
se relaciona con el
silencio mismo, sino con las demás cosas. Es cuando yo «suelto»
las demás cosas -porque no tienen nada que ver con el Ser esencial,
con Dios, con la Realidad-, cuando entonces viene el Silencio. Cuando
veo que ninguna idea, sensación, acción, tienen nada que ver con la
Realidad profunda de mí, del Ser, cuando me doy cuenta de esto, lo
suelto todo, lo dejo ir todo y me quedo sin nada. Este aprendizaje de
«soltar» y de desidentificación es el que hay que realizar. Cuando
me desprendo de todo y me quedo sin nada, cuando yo ya no soy
nada específico,
entonces soy simplemente consciente de la Conciencia de Ser, sin ser
ninguna cosa.
Cuando se va ganando terreno en esta
práctica, entonces cada vez es más fácil. Se va tomando conciencia
del desplazamiento
de la atención hacia una profundidad, hasta que se puede aplicar a
voluntad. Y lo mismo
se consigue
soltando las
cosas que pienso, siento o quiero, que trasladándome
directamente de
donde estoy habitualmente hacia más adentro; es lo mismo. Me doy
cuenta de que al
«soltar» las
cosas se produce este desplazamiento en profundidad de mi foco de
conciencia, pero también de que trasladándome voluntariamente se
suelta todo lo otro. Mediante la práctica se va ganando la capacidad
de trasladarse más hacia dentro, hacia el fondo, pero después uno
descubre que no es
trasladarse, es dejar de estar fuera.
Al principio es como si hubiera un movimiento activo, y
que en lugar de estar, diríamos, en la fila 23, se pasa a estar en
la 10. Esto debe aprenderse a hacerlo a voluntad, hasta que -a base
de repetir la práctica- se llega a la fila 8, 7, 6, y finalmente uno
se da cuenta de que no se trata de llegar sino que se trata de dejar
de estar en cualquier otro sitio, uno se da cuenta de que siempre
está en el Centro.
Lo curioso de esta práctica del
Silencio es que, cuando llega a vivirse, nunca más se olvida, es
como si la conciencia realmente hubiera nacido a una nueva dimensión.
Cuando se toca fondo, cuando la experiencia es realmente de Silencio,
aquello deja en uno algo tan profundo que jamás desaparece. Y a
medida que se va
trabajando y actualizando este Silencio,
queda cada vez más
presente y uno se da cuenta de que es
idéntico a la propia Identidad, y
entonces se vive en
este Silencio.
En este Silencio se producen todas
las cosas, de este Silencio surge la acción, de él surge el
conocimiento, y el amor, y la broma, y la creatividad. Todo está
surgiendo de este Silencio; ya ocurre ahora, ya todo surge del
Silencio. Pero entonces uno es capaz de vivirlo experimentalmente,
uno vive
Ser-Silencio. Y ese
Silencio se expresa como un cántico, como un himno que se expande a
través de la multiplicidad; y todas las cosas que surgen del
Silencio son como un intento de expresar la profundidad, la riqueza y
la felicidad de este Silencio. Todo lo existente es insuficiente para
explicarlo, porque esta capacidad creadora es ilimitada, infinita,
siempre hay creación, siempre hay un nuevo modo de expresión, y
ninguno agota las posibilidades de este Centro de Silencio.
La persona aprende a vivir una
actividad rica, plena, de todos los niveles de su personalidad dentro
de este Silencio; entonces comprende que no es que el Silencio esté
dentro de uno, no es que el Silencio esté dentro de las cosas, sino
que todas las cosas
están dentro del Silencio, todas
las cosas se están expresando dentro de esa Realidad que es
Silencio.
Ejercitamiento progresivo
¿Cuánto tiempo debe dedicarse a
esta práctica? Inicialmente muy poquito. Lo que es muy importante es
vivir intensamente despierto la vida de acción, y durante sólo
medio minuto se
intente «soltar» toda la
acción (externa e
interna) permaneciendo
consciente de la capacidad de ser Consciente, mirando
la capacidad de ver,
sintiendo la
capacidad de sentir...
sin objeto. Si se
vive una vida consciente, con breves paréntesis de suspensión de la
acción -quedando la conciencia lúcida, sola, sin objeto, sin
nada-, se verá
cómo, en el trabajo matinal de oración o meditación, es posible
hacer unos instantes de silencio. Poco a poco se podrá hacer un
período más prolongado, por ejemplo, uno
o dos minutos; un
período breve de soltarlo
todo no puede ser
largo. A medida que se progrese en la aptitud de mantenerse lúcido,
el período de silencio podrá alargarse hasta 15
minutos (y más
adelante, incluso 30), siempre con la precaución de respirar al
terminar el ejercicio, tomando una conciencia progresiva de sí
mismo, físicamente, como cuando se sale de un estado de relajación
profunda.
Y luego, procuremos estar muy
despiertos en la vida de cada día; que no nos quedemos medio
sonámbulos recordando la conciencia profunda, sino procurando vivir
lo profundo junto con lo externo, con lo inmediato, ejercitando
activamente la conciencia. La acción es el medio de desarrollo de la
lucidez; y sólo lo que ejercite y desarrolle en mi vida de acción
es lo que yo podré mantener en el Silencio. No veamos nunca como
contrapuestas una cosa y la
otra; son dos aspectos
de lo
mismo y cada cosa
prepara para la otra. Cuanto más consciente sea en la acción, mejor
haré el Silencio; y cuanto mejor se produzca el
Silencio en mí, mayor
será mi capacidad para la acción correcta, creadora, potente e
inteligente.
La consigna definitiva es, pues,
desarrollar la conciencia en todas las direcciones, hasta su
culminación, actualizándola (en todo) en un ir
hacia el Centro, en
un pasar de lo que es manifestación a lo que es Causa, de lo que es
acción a lo que es Esencia, de lo que es forma a lo que es puro
Silencio.
24. ÚLTIMAS CONSIDERACIONES
La idea fundamental
En el conjunto de temas que se han
expuesto, queda claro que para nosotros los problemas existen y
adquieren fuerza porque estamos viviendo en la mera superficie de
nuestra personalidad. Cuando vivo la
situación exterior
como única
realidad, esta situación adquirirá un carácter radical, básico,
que lo mismo puede ser muy propicio en un momento que muy
desagradable y alarmante en otro. En cuanto me doy cuenta de que yo
no soy sólo esas reacciones, esa periferia que «toca» con el
mundo, entonces descubro que soy, dentro de mí, un principio de
conciencia, de voluntad, de energía, de inteligencia, de amor; y que
este principio no depende en sí de las cosas sino que es un
principio subsistente.
A medida que yo ahondo y penetro en esta zona central de
mí mismo, descubro que el mundo exterior no afecta para nada a mi
conciencia básica, no afecta a lo que es mi propia realidad. Pero en
cuanto me distraigo y me alejo de esta mi identidad profunda y sólo
vivo lo externo de mí, entonces estoy a merced de las
circunstancias, y la vida puede convertirse en una serie de
conflictos, de dificultades que pueden llegar a abrumarme.
Viviendo desde el centro, no es que
las cosas sean distintas -porque muchas veces no podemos alterar el
curso de las cosas-, sino que las
vemos totalmente
distintas y dejan de ser un
conflicto porque
las vivimos desde lo que es la verdadera identidad, que es voluntad,
inteligencia y capacidad de amar.
No es que yo en mi interior tenga un
refugio donde esconderme del exterior; es que mi interior es mi Sede
real. No he de recurrir a mi interior cuando las cosas externas van
mal, sino que he de tomar conciencia de este interior en todo
momento. Entonces este interior se convierte en un medio de acción,
no sólo en un medio de protección o de refugio.
Veamos una analogía. Supongamos que
una persona tiene un capital de sólo cien mil pesetas, y lo arriesga
todo en un negocio, en una aventura comercial. Si eso es lo único
que tiene la persona, vivirá todas las incidencias de su aventura
con una gran zozobra, con una gran ansiedad, porque se está jugando
todo su haber en el orden material. Porto tanto, el fracaso de la
empresa puede
significar su anulación económica. En cambio, si una persona
dispone de diez millones de pts. y utiliza cien mil para un negocio,
esta empresa no tendrá el mismo carácter dramático, acuciante,
sino que será más bien como un juego, una diversión, ya que pase
lo que pase con su inversión, sabe que esto no afectará a su
estabilidad económica.
Exactamente igual ocurre cuando
nosotros vivimos identificados con la situación en la que creo que
yo valgo en la medida que las personas, cosas y circunstancias van a
mi favor; o lo contrario, cuando yo me vivo en razón de mi fuerza
interior, de mi ser, de mi alma, de mi identidad profunda, cuando a
través de este trabajo de recogimiento, de silencio, de apertura, de
sintonía con Dios y conmigo mismo, voy descubriendo lo que realmente
soy. Entonces, lo que
yo utilizo en mi
acción diaria es una
minúscula partícula de un capital fabuloso, inagotable. Sé que lo
que le pueda ocurrir en un momento dado a mi modo de ser, de pensar,
de actuar, para nada afecta sustancialmente a mi realidad, a mi
riqueza, a mi fortaleza interior.
Por eso, el trabajo de descubrimiento de sí mismo no es
un lujo, no es algo que se puede dejar para cuando se disponga de
tiempo, para cuando se tengan solucionados los problemas importantes,
ya que éste es el problema más importante de todos.
La vida puede convertirse en un drama si nosotros
creemos que somos eso que estamos poniendo en juego (como en el
ejemplo del negocio); o bien puede ser una aventura extraordinaria,
jubilosa, si nos vemos como jugando (en la vida) mientras mantenemos
nuestra identidad profunda en conexión con Dios.
Las dificultades del trabajo interior
Es experiencia común de todos los
que trabajamos en el desarrollo interno el que una y otra vez nos
olvidemos de ser conscientes y descendamos de nivel, siendo incapaces
en un momento dado de mantener el ritmo, el estado o la actitud que
estábamos cultivando. También a veces parece que el trabajo no
tiene sentido, que es
imposible, ya que
uno se deja absorber por cualquier situación externa. No importa.
Hay que volver a empezar; una y otra vez,
con sencillez, con
naturalidad, sin
resentimiento ni
protestas hacia uno mismo. Lo normal en nosotros es que nos
equivoquemos, que no sepamos hacer bien las cosas; y cada vez que me
enfado conmigo mismo es simplemente porque yo pretendo ser algo que
realmente no soy.
Lo más importante cuando uno cae no
es protestar sino levantarse y ponerse de nuevo en camino. Dios no se
enfada con nosotros aunque nos despistemos; de la misma manera que el
Sol no
se enfada porque lo miremos con más o menos simpatía o le volvamos
la espalda. El Sol, que es
Luz, es Calor, es Vida,
lo es por
su propia esencia, y ésta no variará por nada que ocurra debajo de
él. Dios aún es más esa Esencia de Vida, de Amor, de Inteligencia
y de Poder. Dios ama a Todo y a cada cosa en particular. Dios nos
está amando totalmente, de tal modo que Su Amor es
lo que hace que yo sea yo; el
problema sólo está en mi capacidad de reconocimiento.
Y
cuando yo me olvido
de esto, lo único que puedo hacer es volver a sintonizar.
Ante las dificultades de la vida
Cuando la persona aprende a vivir
desde su
propio ser abierto
a Dios, no hay absolutamente nada que pueda anular, ni siquiera
disminuir, este gozo exaltante, esta paz profunda, esta seguridad
inamovible que viene de dar expresión continuada a la fuerza que nos
viene del Absoluto.
No olvidemos nunca, cuando nos
encontremos en dificultades o trastornados por fracasos o por
desengaños, que éstos son fuertes en la medida en que les damos
fuerza; y que, en cambio, estos problemas dejan de tener fuerza en la
medida en que estamos abiertos a la Fuerza absoluta, que es Dios.
Entonces vemos que todos los problemas personales son como unas
pequeñas burbujas que alteran la superficie del agua pero que no
afectan a la masa
inmensa del océano.
Cuando estemos sufriendo por un
problema, no demos la culpa
a la situación, ni a
las personas, ni a nadie. Hemos de descubrir que sufrimos porque no
estamos viviendo la verdadera realidad de la situación, ni de
nosotros mismos, ni de Dios. Mientras yo esté esperando mi
satisfacción de las situaciones, éstas me darán, a cambio de una
satisfacción, diez insatisfacciones. Si para sentirme feliz yo estoy
esperando de las personas su apoyo, su consuelo, su afecto o su
reconocimiento, por cada vez que reciba esto, seguramente recibiré
diez veces lo
contrario. Y no es
porque las demás personas sean malas, ni muchísimo menos; es
porque, de hecho, cada persona tiene planteado el mismo problema.
Nunca es por razones externas por lo que nosotros
sufrimos. Nosotros sufrimos en la medida en que estamos alejados de
la verdadera Fuente de Vida, de Inteligencia y de Felicidad. Y no se
trata de palabras moralizantes o de consolación, o de estímulo. Se
trata de un mecanismo psicológico exacto; éste es el enunciado
matemático de una ley precisa.
Cuando yo
vivo la realidad
directa de esa alma que soy -no que tengo sino que
soy-, eso me libera
de la fuerza que antes yo veía en las cosas, de las ilusiones y las
desilusiones, de las esperanzas y los desengaños; me
emancipa, porque sé
que todo bien que yo pueda llegar a tener no me ha de venir nunca de
nada ni de nadie, sino que será un resultado que se producirá en mí
por mi apertura, por mi reconocimiento y aceptación del único Bien,
del único Ser, de la única Realidad.
La Voluntad de Dios
Es voluntad de Dios que nosotros
vivamos todas nuestras capacidades, que nosotros lleguemos a Realizar
plenamente el Ser que somos en Él. El Ser Superior (o Dios, u otro
nombre que podamos preferir) está
comunicando sus propias
cualidades para que sean expresadas en nosotros, y a través de
nosotros hacia todos los demás. Éste es el sentido concreto de la
vida, de nuestra existencia. Éste
es nuestro verdadero destino. Pero
sólo podrá realizarse si nosotros lo aceptamos. Si nosotros nos
atrevemos a dejar todas nuestras pequeñas inseguridades, nuestras
huidas, nuestros miedos, para abrirnos a lo único que es
Real, Seguro,
Eterno.
Si tenemos esta posibilidad de vivir
abiertos al Infinito, ¿por qué no la aprovechamos? ¿Por qué no
echar fuera para siempre la estrechez mental y la
pequeñez de
sentimiento? ¿Por qué no echamos todo esto por la borda? Así nos
embarcaremos de lleno en la aventura de buscar totalmente a
Dios.
ÍNDICE
Prólogo
PRIMERA PARTE
1. DINÁMICA Y NIVELES DE LA PERSONALIDAD
La vida humana como contraste
Lo que nos sobra
La base está en lo interno
Los niveles de la personalidad
Los niveles superiores
Estabilidad de los niveles superiores
El sentido de la vida
Conciencia de sí
2.
LA BASE DE NUESTROS PROBLEMAS
A modo de resumen del capítulo anterior
Los factores que condicionan nuestras experiencias
Análisis de nuestras experiencias
Varias clases de experiencias
3. ENERGÍAS, AUTOIMAGEN Y ESTADOS EMOCIONALES
La personalidad como sistema de energías
Energía en la noción del mundo
Energía en la noción del «yo»
Las actitudes
La valoración de las experiencias
La imagen-idea del yo
Las emociones
4. ESTRUCTURAS PSICOLÓGICAS BÁSICAS
El yo-experiencia y el yo-idea
Análisis de estos sectores
Inseguridad, tensión, miedo, angustia y depresión
Vivir en el yo-experiencia
5. NUESTRO ÁNGULO DE VISIÓN. ENFOQUE DEL TRABAJO
Nuestra reacción a las cosas
No podemos cambiar el modo de ser de los demás
La base de mi seguridad está en mí
Las tres vertientes del trabajo
Vivir la realidad inmediata del yo
6. TOMA DE CONCIENCIA Y DINAMIZACIÓN DE LAS ENERGÍAS
Expresión de las energías
La expresión en los tres niveles
Cómo hacer esta expresión
Medios de ejercitación. Técnica
Superación de la inseguridad, la
tensión y los estados
depresivos
7. ELIMINACIÓN DE LOS ESTADOS NEGATIVOS A TRAVÉS DE LA
MENTE
Las ideas
El trabajo que hacer
El núcleo central y las tres vertientes de
manifestación
No dependamos del exterior
Práctica
8. LA CONCIENCIA DEL EJE, MEDIO DE
DESIDENTIFICACIÓN
La identificación
El eje vertical
Técnicas
Resumen de este ejercitamiento
9. LA AFECTIVIDAD Y LA AUTOEXPRESIÓN CON ESTÍMULO
MUSICAL
Los problemas en el nivel afectivo
La afectividad debe ser activa
Autoexpresión con música
10. RECOMENDACIONES PARA EL EJERCITAMIENTO DE LA
AUTOEXPRESIÓN INDUCIDA CON MÚSICA
Principales requisitos
Ejemplo de combinación de piezas para una sesión
Después del ejercicio
Ejemplo de sesión más profunda
Observaciones finales
11. LA INVESTIGACIÓN DEL YO
Resumiendo el tema de la identificación
Lo que no soy
Yo soy sujeto, no objeto
La pregunta ¿quién soy yo?
.Efectos del trabajo de autoinvestigación
12. LA RELACIÓN HUMANA
Conflictos en la relación humana
Las actitudes erróneas
Solución a las actitudes erróneas
Cada uno debe ser él mismo
Para que los demás nos entiendan
El contenido de la comunicación
SEGUNDA PARTE
13. REALIDAD, DIOS, EXISTENCIA
A modo de introducción y de resumen
Los tres aspectos de la realidad
Lo espiritual, algo experimentable
El Yo Absoluto, fuente de toda la existencia
Dios como Poder Absoluto
Es necesario
un trabajo
14. NUESTRA NATURALEZA PROFUNDA
No conocemos nuestra naturaleza profunda
La idea de carencia
Los defectos y las cualidades
Dios se expresa en nosotros
15. LA PRESENCIA DE DIOS (I). MEDITACIÓN Y ORACIÓN
Meditación en nuestra naturaleza profunda
La práctica de la Presencia de Dios y la oración
Resumen de la práctica
16. LA PRESENCIA DE DIOS (II). EL SILENCIO
Fase receptiva: el Silencio
La respuesta
La Presencia está presente siempre
Receptividad, entrega, sinceridad
Práctica diaria
Ayuda a otros
17. LA PRESENCIA DE DIOS (III). LA FELICIDAD
Nuestra identidad profunda es Felicidad
Toda felicidad viene de Dios
El criterio acumulativo no conduce a la felicidad
Práctica liberadora
Examen de las actitudes en la vida cotidiana
El sentido de cada instante
Somos instrumentos de Dios
18. LA PRESENCIA DE DIOS (IV). LA VIDA COTIDIANA
La Presencia de Dios en lo exterior
La «ficha» que hacemos de los demás
Nos proyectamos en los demás
La vida es positividad
Multiplicidad
El Amor
Naturalidad
19. ADAPTACIÓN Y COMBATIVIDAD
Lo espiritual no es pasivo
El problema en sus elementos psicológicos
¿Qué actitud adoptar?
La actitud correcta
Vivir la adaptación
Vivir la combatividad
La respuesta auténtica
En relación con Dios
20. INTEGRACIÓN DE LOS SECTORES INTERNO Y EXTERNO DE LA
MENTE
A modo de resumen de lo tratado
La realidad total
El valor que yo veo en el mundo es mío
La identificación con el cuerpo nos limita
Yo soy mi conciencia
Vivimos fragmentada la realidad
Técnicas de reintegración entre «yo» y «el mundo»
21. EL PROBLEMA DEL MAL (O LO NEGATIVO)
Planteamiento del problema
No se puede pedir a un nivel lo que
es propio de otro
Soluciones mediante el trabajo
Dios es el Centro de todo
El giro radical en nuestra mente
Lo interno atrae las condiciones externas
Manejo
eficiente de los problemas
22. PROFUNDIZANDO EN EL TEMA DE LA ORACIÓN
Dificultades en la oración
Dios es Personal e Impersonal
Leyes de la oración
Base técnica de la oración
Lo verdaderamente importante
Expresarse totalmente
Unión con Dios
Utilización de una imagen
La oración conduce a la recepción del Verdadero Ser
La oración nos transforma
23. PROFUNDIZANDO EN EL TEMA DEL SILENCIO
El Silencio, base de la acción
Silencio y lucidez
Desprendimiento
Conciencia de sí y polarización hacia lo Superior
Experiencias derivadas de esta práctica
Todo está en el Silencio
Ejercitamiento progresivo
24. ÚLTIMAS CONSIDERACIONES
La idea fundamental
Las dificultades del trabajo interior
Ante las dificultades de la vida
La Voluntad de Dios
FIN